Tal vez proceda contrarrestar un poco la deriva pesimista que pudieran provocar las citas anteriores, que a alguno le podría parecer que, hasta cierto punto al menos, vienen a justificar el desánimo.
Es constatable,
en este sentido, que estamos hechos a partir de dos componentes, paradójicos y
contradictorios, como de costumbre: ilusión y desánimo, vitalidad y cansancio, ascenso
y declive. Nuestro espíritu ―debiera decirse que el universo― es esencialmente
ciclotímico. Pero lo cierto es que no hay simetría entre esas dos potencias, no
están ellas destinadas a empatar: el universo, al final, se expande, no
retrocede, sube más de lo que baja, crea más de lo que destruye. O como dice
María Zambrano: “El amanecer es de mayor monta que la muerte
en la historia humana, el amanecer de la condición humana que se anuncia una y
otra vez y vuelve a aparecer tras de toda derrota”[1]. El que se
estanca en el momento declinante del ciclo interrumpe ese devenir hacia la
siguiente etapa. Un devenir que empezamos en la Nada y que debiera de acabar en
el Todo, y del que, a trancas y barrancas, claro, llevamos recorrido ya un buen
trecho. Así que, para concluir, podríamos recurrir a la ya conocida por estos
lares sentencia de María Zambrano: “Vivir, al menos humanamente, es
transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”(2).
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