lunes, 26 de diciembre de 2016

La causa última de las discordias en política

     La gran innovación que a la historia del pensamiento humano aportaron los primeros filósofos en Grecia fue la de explicar lo que son las cosas remitiéndolas a su origen o primera causa. Así consideradas, toda la caótica multiplicidad y dispersión con que ellas se presentaban ante los confusos seres humanos quedaba reducida a mera apariencia, porque la explicación causal sacaba a la luz la unidad, la base común que al fondo de ese caos subyacía. Cuando tenemos un por qué al que referir nuestro inicial asombro o inquietud ante las cosas y los acontecimientos, alcanzamos, al menos, la paz intelectual, y disponemos asimismo de capacidad para, desde aquel sustrato causal, maniobrar con eso que nos inquieta, transformándolo en algo acorde con nuestros deseos. Así que cuando Tales de Mileto, Anaxímenes y Anaximandro, los primeros filósofos, concluyeron respectivamente que todas las cosas proceden del agua, del aire o de “lo indeterminado”, estaban sentando las bases de un método de pensamiento que permitiría el desarrollo de toda la filosofía y toda la ciencia posteriores. Es el que aplicó Descartes cuando estaba buscando una verdad inicial e irrefutable desde la que empezar a comprender todas las cosas, y que concluyó que era la que encierra su apotegma de “pienso, luego existo”, o la que Ortega resumió en su “yo soy yo y mi circunstancia”. También Newton pudo reducir la multiplicidad de fenómenos físicos y astronómicos a manifestaciones de una ley común e inicial: la de la gravedad. Y, asimismo, Freud fundamentó el psicoanálisis proclamando que los trastornos psíquicos se explicaban escarbando en su raíz infantil y en alguna clase de trauma inicial.
     Así que puestos a intentar comprender la razón de la existencia de las discordias en política, esto es, de esa caótica dispersión de argumentos que dividen a la población en planteamientos políticos contrapuestos, habremos de intentar desbrozar el camino intelectual que nos conduzca hasta su primera causa, el por qué inicial, que nos permita añadir al fenómeno en cuestión ese foco de luz que surge de su raíz. Dejaremos para el final, aunque en su forma más o menos implícita, un posible enunciado concluyente y, a la manera freudiana, iremos elaborando la anamnesis de nuestro “paciente”, la sociedad actual, acumulando datos de su “biografía”. Si damos con la narración adecuada, la conclusión la obtendremos por añadidura.

Carl Gustav Jung


     Nuestra narración comienza en el hecho del intercambio comercial como raíz primera de la actividad económica. De esa actividad económica básica se derivó una consecuencia: la producción por parte del comerciante de ingresos por encima de sus gastos, es decir, la acumulación de capital. Ese ahorro estaba naturalmente destinado a revertir de nuevo sobre la producción en forma de inversión que habría de añadir complejidades cada vez mayores a esa producción. Por esa vía del ahorro, de la acumulación de capital, se llegó inevitablemente a las diferencias en cuanto a poder económico: no todos producían lo mismo ni todos ahorraban y volvían a invertir de la misma manera.
     Especialmente la Ilustración levantó entre sus lemas movilizadores más importantes el de la igualdad, pero esta, según entendía la mayoría, no se refería a la igualdad económica, sino a la jurídica y política, la que proclamaba que todos los ciudadanos habían de ser iguales ante la ley, y que la aristocracia de la sangre o el poder religioso no supusieran un privilegio jurídico o que prevaleciera sobre el mérito a la hora de adquirir puestos de relevancia social. La acumulación de capital siguió siendo el factor vertebrador del desarrollo económico: solo si alguien acumulaba la suficiente riqueza podía adquirir los imprescindibles medios de producción que por entonces estaban poniendo en marcha la Revolución Industrial. Pero poco más tarde empezaron a surgir con fuerza movimientos que reclamaban también la igualdad económica. Su principio básico podríamos enunciarlo diciendo que nadie merecía ser rico mientras hubiera pobres, así que o bien habría que repartir la riqueza igualitariamente entre todos, o bien el estado, en representación del conjunto de los ciudadanos, habría de asumir la responsabilidad de la producción económica, ya que de ahí nacían las desigualdades; es decir, los empresarios habrían de ser sustituidos por funcionarios.
     Así pues, la pretensión de suprimir las diferencias en poder económico entre las personas conduce hacia uno de estos dos derroteros: o interrumpir los procesos productivos, es decir, matar la gallina de los huevos de oro, la acumulación de capital en la que se basa la producción, especialmente en las sociedades avanzadas, para repartir (y disolver) la riqueza acumulada entre todos; o bien, si se acepta la necesidad de que exista acumulación de capital, relegar a los empresarios y sustituirlos por funcionarios, que supuestamente libres del interés egoísta de los empresarios, producirían más y mejor por puro interés social. Es lo que se propuso hacer sobre todo el comunismo.
     El caso es que estos planteamientos que presuponen la expropiación de los medios de producción han conducido persistentemente a estrepitosos fracasos. Y es así porque las empresas proceden de la acumulación de capital e, idealmente al menos, a través de la libre competencia y los mecanismos de la oferta y la demanda, producen nueva acumulación si la capacidad de los empresarios lo permite, pero un funcionario es un mero administrador de unos bienes que no ha producido, una persona que viene a interferir en los procesos productivos para sustituirlos por otros con fundamento político, es decir, subordinados a las respectivas ideologías. Y la experiencia demuestra una y otra vez que al sustituir a los empresarios por funcionarios y a la ley de la oferta y la demanda por criterios políticos e ideológicos, las sociedades no se hacen más justas, sino más pobres, porque se quiebran los principios básicos del funcionamiento económico. Y complementariamente, también se fundamenta en la experiencia y en la evidencia el hecho de que las sociedades han adquirido su mayor nivel de riqueza y de ampliación de oportunidades cuando su funcionamiento económico se ha regido por los criterios de libertad de empresa y de libre competencia entre unas empresas y otras. En sentido contrario, la interferencia del poder político en la actividad económica correlaciona asimismo de manera persistente no tanto con una mayor justicia social como con un mayor nivel de corrupción y de creación de clientelas.
     Y aquí reside el núcleo de lo que diferencia las opciones políticas (dejando aparte las que generan los nacionalismos), las cuales discurren sobre un continuo que va desde el extremo de la libertad económica y la libre competencia al extremo contrapuesto de intervencionismo en la economía y en los procesos productivos. Todos los demás criterios que muestran la diferencia entre unas posiciones políticas y otras pueden finalmente remitirse a esta raíz, a esta discrepancia básica. La desigualdad económica, es decir, la posibilidad de que exista acumulación de capital, es un bien para un liberal, porque sobre ello se fundamenta la existencia de la producción económica desde los orígenes del intercambio comercial básico, y es cada vez más necesaria en un mundo cuya complejidad productiva aumenta sin cesar (hoy, de todas formas, la base social de esa acumulación económica es amplia, puesto que una gran parte de la población participa como accionista en las empresas). Y es un mal para un socialista y un comunista, porque ellos aspiran a la supresión de las desigualdades económicas. La misma disposición que lleva a interferir en los principios del funcionamiento económico básico lleva a los intervencionistas a intentar fiscalizar o controlar diferentes áreas de la vida de los ciudadanos y a injerirse en dominios que la ideología arrebata a los modos genuinos de conducirse de los particulares. En suma, las políticas intervencionistas tienden al totalitarismo, especialmente las de raigambre comunista (también los nacionalistas), porque los hombres no se comportan naturalmente como ellos prevén que deben comportarse.
     Otro concepto, esta vez procedente de la psicología, sobre todo de la que tiene su fundamento en la obra de Carl Gustav Jung, nos permite encontrar nuevas claves desde las que entender mejor estas posturas políticas de las que hablamos. Jung diferenciaba, en la psicología de los individuos, entre dos vertientes de la personalidad: el “personaje”, arquetipo al cual remitimos todo lo que admitimos de nosotros mismos, porque nuestras premisas morales le dan su visto bueno, y la “sombra”, el arquetipo que viene a ser el negativo del “personaje”, y a la cual enviamos todo aquello de lo que, aun perteneciendo a nuestra personalidad, renegamos, todo aquello de nosotros que, puesto que se contrapone a nuestras valoraciones morales, rechazamos ser. Y así, si traspasamos estos presupuestos de la psicología individual al análisis de los comportamientos colectivos de los que tratamos, podemos observar cómo la aspiración a la igualdad económica cursa en la superficie del “personaje social” –en la que aparece como moralmente  respetable–, como una aspiración a la justicia social y a la solidaridad entre los hombres. Hacia ese mismo criterio moral suele afluir el presupuesto complementario, de raigambre fundamentalmente marxista, de que la riqueza es casi obligatoriamente el resultado de un robo o de alguna forma de explotación a los demás (tampoco se defiende aquí la idea de que nunca ocurra esto, desde luego). Pero esta apariencia del “personaje social” moralmente aceptable se ve gravemente cuestionada por la realidad, porque a lo que conducen realmente tales pretensiones y presupuestos no es a una mayor justicia social sino a una mayor pobreza de las sociedades igualitaristas en todos sus segmentos sociales (excepto en el de las burocracias y clientelas privilegiadas). Se cumple así, pues, salvadas las distancias, la misma función que en el neurótico cumple el síntoma, es decir, la distorsión que avisa de que su “personaje” se está conduciendo por un camino equivocado. El fracaso económico es el “síntoma” al que hay que hacer caso si se quiere recuperar la salud social, y no eludirlo a través de racionalizaciones o actitudes evasivas que dejen a salvo al “personaje” que se cree ser (el que parecía obrar exclusivamente motivado por la aspiración a la justicia social). Así que, salvadas las buenas intenciones de muchos individuos que confían en la veracidad de lo que sostiene el “personaje colectivo” encargado de llevar adelante esos presupuestos intervencionistas, lo que asoma al fondo de esa pretensión igualitarista es la envidia, la perversa intención de que, como dice la letra del himno “La Internacional”, los nada de hoy consigan serlo todo, si no por las vías del mérito y de la libre competencia, por las de arrebatar a los que tienen lo que a ellos les falta. Para prepararnos a la asunción de este tipo de verdades, decía Jung que “el conocimiento de nuestra alma, comienza en todos sus aspectos por el extremo más repugnante, por todo lo que no queremos ver”.

domingo, 11 de diciembre de 2016

El peligro que suponen unas masas indignadas

     La revolución rusa de 1917 tuvo su previo caldo de cultivo en el estado, primero de desánimo, y pronto de indignación e irritación que en la población se fue gestando en relación con la marcha de la guerra que por entonces asolaba los campos europeos. En el frente, los sucesivos desastres militares habían dejado al ejército ruso en un generalizado estado de motín. En febrero de ese año, en medio del caos, el zar abdicó y tomó el poder un Gobierno Provisional emanado del Parlamento. Aquel exasperado estado de ánimo de la población condujo a un período caótico en el que tuvieron lugar motines frecuentes, protestas y muchas huelgas. La desconexión entre la población y las élites políticas y las instituciones era total. En ese contexto, una minoría decidida y bien organizada, el Partido Bolchevique, dio un golpe de estado que apenas encontró resistencia inicialmente (enseguida comenzó una espantosa guerra civil), y tomó el poder. Casi nadie defendió en aquel momento al Gobierno y a las instituciones. Así dio comienzo en Rusia y en los países satélites la era comunista, a lo largo de la cual hubo millones de muertes a causa de la represión, y a través de la cual se puso en marcha un proceso que condujo a la ruina social y económica de todos los países de la órbita soviética. Aquello terminó solamente en 1991, con la debacle y subsiguiente disolución de la Unión Soviética.
     Por otro lado, al finalizar la Primera Guerra Mundial, Alemania había quedado derrotada y obligada a numerosas indemnizaciones de guerra que quedaron fijadas en el para aquel país humillante Tratado de Versalles. Las consecuencias de ese tratado junto a la crisis económica de 1929 fueron conduciendo cada vez más el estado de ánimo de las masas alemanas hacia la exasperación y el espíritu de revancha. La violencia explícita llevada a cabo por los nazis en múltiples acciones callejeras y reyertas, así como los métodos violentos aplicados a la lucha política por los que abogó Hitler en su libro “Mi lucha” sintonizaron con aquel estado de ánimo de la población, hasta el punto de que el Partido Nazi llegó a ser el más importante del Reichstag, el Parlamento alemán.  En aquel contexto, y a pesar de no tener mayoría absoluta, el presidente Paul von Hindenburg acabó nombrando a Hitler canciller en enero de 1933. En cuanto llegó al poder, Hitler destruyó las desacreditadas instituciones alemanas e impuso su visión totalitaria del estado. Comenzó así la delirante época nazi que acabó en la devastación no solo de Alemania sino de toda Europa y del mundo en general.
     En Italia, se generalizó asimismo un agudo sentimiento de frustración al acabar la Primera Guerra Mundial. A lo largo de la misma se había mantenido dentro del bando de los vencedores, aunque finalmente su población se sintió injustamente tratada en las resoluciones de los acuerdos posteriores a la guerra. La propaganda nacionalista italiana tras el Tratado de Versalles señaló que el triunfo en la Primera Guerra Mundial fue una “victoria mutilada”, puesto que franceses y británicos habían engañado al pueblo italiano, al haberle ofrecido beneficios territoriales y no cumplir luego su palabra por completo. Entre las capas sociales más descontentas e influenciables por esta propaganda emergieron las organizaciones de excombatientes, y en particular de ex arditi (tropas selectas de asalto). En tal contexto, y apoyándose en estos sectores sociales que se sentían más indignados, en 1919 Benito Mussolini sentó las bases de lo que más tarde sería el Partido Nacional Fascista. Las premisas básicas en las que según Mussolini había de fundamentarse el fascismo habrían de ser la promoción de un nacionalismo extremo, el culto a la violencia, el desprecio hacia la burguesía y la oposición frontal al marxismo, a pesar de que él también se sentía socialista y de que el intervencionismo en la economía fue muy elevado. Rápidamente las escuadras fascistas se difundieron por toda Italia y empezaron a protagonizar reyertas y acciones violentas, convirtiéndose en una fuerza paramilitar. Por su parte, los movimientos políticos socialistas también se estaban planteando la toma de poder por la violencia revolucionaria, ante la impotencia e incapacidad de los gobiernos conservadores de Giovanni Giolitti e Ivanoe Bonomi. El 12 de noviembre de 1921 se creó el Partido Nacional Fascista (PNF), transformando a los fascios de combate en un partido político. Mussolini decidió forzar una toma del poder, y ordenó a mediados de octubre de 1922 que todos los militantes del Partido Nacional Fascista ejercieran toda la violencia posible en el país, lo cual llevaron a cabo ante la pasividad del ejército y la policía. Luego, numerosos fascistas se lanzaron a carreteras y trenes para dirigirse a Roma y tomar el poder para su líder. El día 25 de octubre, una gran masa de miles de camisas negras había llegado a las afueras de Roma. El rey Víctor Manuel III, para evitar "una batalla entre italianos" a gran escala, decidió llamar al poder a Mussolini, el cual exigió la jefatura del gobierno. El rey Víctor Manuel accedió a ello: el 29 de octubre Mussolini recibió el cargo de primer ministro, y al día siguiente formó gobierno en Roma y abocó a Italia al totalitarismo.
     En marzo de 1952, Fulgencio Batista dio un golpe de estado en Cuba e instauró una dictadura. En abierta resistencia contra el dictador, Fidel Castro participó en 1953 en el fallido asalto al cuartel de Moncada, en el que murieron más de cien civiles y militares. Fue encarcelado, pero su paso por la cárcel siempre fue recordado por Castro como una experiencia tranquila y reconfortante, de la que salió más convencido de que debía proseguir su lucha contra Batista. Castro, que había sido condenado a quince años de cárcel, fue amnistiado y exiliado en 1955 (cumplió un año y diez meses de condena), pero volvió a Cuba en 1956 junto a un puñado de revolucionarios dispuestos a derrocar a Batista. Al desembarcar en la isla, su grupo fue casi totalmente aniquilado: solo sobrevivieron doce guerrilleros, que se adentraron en las montañas de Sierra Maestra, y desde allí se reforzaron y llevaron a cabo una guerra de guerrillas. La revolución triunfó el 1 de enero de 1959.
     ¿Cómo un pequeño grupo de guerrilleros consiguió hacerse con el poder? En primer lugar, porque prácticamente nadie se sintió obligado a defender las desacreditadas instituciones cubanas. Y en segundo lugar, porque  los recelos de la población fueron frenados con las promesas que hizo Castro a los cubanos, que consignó en una declaración en la que se comprometió a: 1.- Restaurar la Constitución de 1940, derogada por Batista para poder gobernar de manera dictatorial. 2.- Llevar a cabo elecciones libres y democráticas, con la participación de todos los partidos, después de un año de gobierno provisional. 3.- Liberar a todos los presos políticos y 4.- Permitir la plena libertad de prensa. Fidel Castro declaró en una entrevista que tuvo lugar en la Sierra Maestra: “Nuestra filosofía política es la de la democracia representativa”. En otra entrevista, en el Club de Prensa de Nueva York afirmó: “Yo sé qué les preocupa a ustedes: que nosotros seamos comunistas. Que quede bien claro que nosotros no somos comunistas. Que quede bien claro”. En la realidad, sin embargo, en cuanto llegó al poder, se erigió en tirano de por vida, prohibió todas las libertades civiles, tomó el control absoluto de los medios de comunicación, prohibió las reuniones, las manifestaciones, la traslación de un lugar a otro, creó un ministerio para controlar todas las actividades religiosas, prohibió la creación de partidos, de sindicatos, de asociaciones y todo aquello que pudiera poner en peligro su poder. Instauró la pena de muerte e inmediatamente la aplicó sobre miles de cubanos (no es posible saber la cifra exacta), incluyendo a muchos de los revolucionarios que le habían acompañado en su ascenso al poder y habían creído en sus promesas. Otros muchos cubanos fueron encarcelados, en prisiones que no dejaron tan buen sabor de boca como el que a él mismo le quedó tras su paso por las cárceles de Batista; por el contrario, muchos perdieron en ellas la vida o la razón, o salieron de ellas mutilados por las torturas, o simplemente con sus vidas destrozadas tras décadas de encierro.
     He aquí un rápido balance de lo que han significado los hasta ahora sesenta años de revolución cubana:
     Dos millones de personas, el veinte por ciento de la población, se ha exiliado de Cuba. Decenas de miles que quisieron escapar de la isla y llegar a Florida perecieron en el intento, bien debido a la fragilidad de sus embarcaciones y el consiguiente naufragio o bien a manos de las acciones de las lanchas y los aviones militares castristas. Hasta 1959, sin embargo, Cuba había sido un lugar de atracción para inmigrantes.
     Se calcula que alrededor de un millón de personas ha sufrido cárcel en algún momento.
     En 1962 Castro estuvo a punto de provocar la Tercera Guerra Mundial con la crisis de los misiles soviéticos que permitió ubicar en la isla apuntando a Estados Unidos. No habría quedado lugar para una Cuarta Guerra: lo que hubiera quedado del mundo, habría regresado probablemente a algo así como la Edad de Piedra.
     Casi medio millón de cubanos (la población no pasaba por entonces de ocho o nueve millones) fueron enviados a diversas guerras, especialmente en África (Angola, El Congo, Argelia, Somalia, Eritrea, Mozambique… a exportar la revolución). Con ello, Cuba quedó consagrada como, proporcionalmente, el país más imperialista del globo terráqueo. Trece mil cubanos perdieron la vida en estas guerras; descontemos el enorme sacrificio presupuestario que estas supusieron.
     La economía cubana ha quedado devastada tras estos años de revolución: en 1959, Cuba era uno de los tres o cuatro países más ricos del continente americano, desde luego, bastante más rico que España. Hoy es uno de los países más pobres del mundo, después de haber estado enchufada durante décadas al subsidio soviético y al petróleo venezolano.
     También Hugo Chávez pasó por la cárcel venezolana, como Fidel Castro lo hizo por la cubana, después de su fallido y sangriento golpe de Estado en 1992 contra el gobierno presidido entonces por Carlos Andrés Pérez. Asimismo fue amnistiado a los dos años. Fundó entonces el partido político Movimiento Quinta República y fue elegido presidente de Venezuela en las elecciones de 1998, en medio del descrédito generalizado y de la corrupción de las instituciones. Durante la campaña electoral, de manera semejante a como lo había hecho Castro en Cuba antes de subir al poder, se había presentado a la opinión pública como inocuo socialdemócrata. En cuanto llegó al poder se quitó la máscara y fue apareciendo el dictador comunista que era en realidad. En febrero de 1999, juró sobre una Constitución que desde ese mismo día se propuso erradicar. Y así, a pesar de haber proclamado durante la campaña electoral que acataría la limitación de mandato a cinco años, como marcaba la Constitución, fue retrasando esa fecha hasta fijarla en algún momento en 2031. Durante los primeros años de la “revolución bolivariana”, con Venezuela recibiendo grandes beneficios por la venta de petróleo, las cosas fueron más o menos bien para el nuevo régimen, principalmente entre 2003 y 2007. Después, la pobreza, la inflación y la escasez de productos han sido la consecuencia inevitable del control de precios y salarios, del gasto insostenible y de la corrupción generalizada, además, claro está, de la caída del precio del petróleo. Asimismo, durante la presidencia de Chávez y hasta ahora, el país ha experimentado un aumento muy significativo de la criminalidad, especialmente de la tasa de homicidios.
     Es posible, después de exponer estos ejemplos históricos, detectar diferentes variables que tienden a repetirse a lo largo de los procesos revolucionarios: el primero, un estado de ánimo en la población expresivo de una profunda indignación y del descrédito de las instituciones. A ello se suma la aparición de grupos mesiánicos bien organizados y decididos que se aprovechan de la debilidad de los desacreditados gobiernos vigentes para lanzarse a la toma del poder. No reparan estos grupos en alternar el uso de la violencia con el engaño y el camuflaje de sus auténticas intenciones, que sistemáticamente acaban desembocando en el totalitarismo y en la represión despiadada de todo lo que se les opone. Los nuevos regímenes conducen sistemáticamente a la debacle total de los países en los que se instauran. Sin embargo, su capacidad de influir en la opinión pública perdura a través de la racionalización de sus fracasos y de la alianza, sobre todo en el pasado, de sectores de intelectuales que les ayudan en la tarea de volcar sobre algún supuesto enemigo exterior la culpa de esos fracasos.
     Hoy vivimos en el mundo un generalizado movimiento de indignación de la población y de confrontación con sus respectivas instituciones. Afecta a poblaciones muy diferentes y sirve de caldo de cultivo para la aparición de grupos políticos extremistas con ideologías incluso contrapuestas. Desde la desastrosa “Primavera árabe” a la toma del poder por la extrema izquierda en Grecia, la amenaza de tomarlo por la extrema derecha en Francia, la eclosión de diferentes partidos antisistema en toda Europa (incluida España, como es evidente), son expresión de ese inquietante estado de ánimo al que aludimos. El enfado y la indignación de la población, aun contando con poderosos motivos para que existan, especialmente la corrupción e ineficiencia de las instituciones, desencadenan movimientos que demasiado a menudo, en vez de conducir a remediar esas declaradas insuficiencias sociales y políticas, abocan a un desastre aún mayor. Los populismos son la contrapartida o el complemento de esos atribulados estados de ánimo de la población. Los hervores sociales que hoy asoman aquí y allá habrían de servir de inquietante aviso de que las cosas pueden ir a peor.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Cuándo la enfermedad tiene un origen emocional

     Al fondo de todo lo que somos está esa fuerza oscura, invisible e intangible que llamamos vitalidad. Lejos de consistir esta en algo abstracto, viene a confundirse con algo tan concreto como las ganas de vivir. O también podríamos identificarla con aquella clase de esfuerzo del cual decía Spinoza: “El esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la cosa misma”. Definición que Unamuno traduce a términos más íntimos o subjetivos: “(La esencia de cada hombre) no es sino el conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir”.  El molde en el que esa vitalidad, ese esfuerzo que dedicamos a seguir viviendo, se integra para acceder al mundo es el de las emociones. Las emociones son el conjunto de fuerzas vectoriales en las que se ramifica –a veces en forma de frustración o desistimiento– el deseo de vivir.
     El hecho de que el hombre sea al nacer el ser más vulnerable de la tierra determina que este deseo de vivir, de seguir viviendo, que lo constituye quede entonces mediatizado por ese correlato de su debilidad que es la omnipresente sensación de peligro, de amenaza para su ser que le llega emitida desde todos los rincones de su entorno. El miedo, la sensación de alarma, la desorientación que le producen los múltiples y caóticos estímulos que le llegan de ese entorno van configurando una, para empezar, preponderante disposición defensiva y de retraimiento frente al mundo. “El miedo, en efecto –decía Nietzsche–, ése es el sentimiento básico y hereditario del hombre; por el miedo se explican todas las cosas, el pecado original y la virtud original”. Así es como el bebé y el niño pequeño se caracterizan de modo muy principal por su actitud amedrentada ante el entorno, por su sensación de vulnerabilidad, su sentimiento de invalidez: esas son emociones que dominan e impregnan su primera manera de estar en la vida, el limitado cauce por el que de modo  muy decisivo discurre por entonces su deseo de vivir. Y es el cuerpo el exclusivo receptor de esas emociones.

     Desde que, superponiéndose al primigenio ser corporal, aparecen el yo y el aparato psíquico a él asignado, el sentimiento de amenaza a nuestro ser adquiere nuevos matices: ya no es solo nuestro cuerpo el encargado de percibir esas sensaciones de amenaza, y esta no solo contiene componentes de amenaza física, sino que pasa a incluirse en ella también todo lo que promueve o aviva nuestro sentimiento de insignificancia, de insuficiencia, de incapacidad para sostener sobre sí todo lo que la vida exige. Y las respuestas defensivas que emitimos frente a esas emergentes maneras de presentarse la amenaza ya no son, o no solo son, las que realiza nuestro cuerpo, sino las que nuestro aparato psíquico programa para conseguir superar aquel sentimiento de insignificancia e inferioridad, y que en última instancia se corresponden con la puesta en marcha de un programa vital destinado a conseguir ser alguien significativo. Respecto de esos dinamismos metacorporales a través de los cuales se mueve entonces la personalidad, dice Alfred Adler, el psicólogo que más estudió el sentimiento de inferioridad: “Todos estamos anhelando alcanzar un objetivo en el futuro mediante cuyo logros nos sentiremos fuertes, superiores y completos. (Hay quien) se ha referido a esta tendencia muy adecuadamente como el anhelo de seguridad. Otros la denominan el anhelo de autopreservación. Como quiera que se la llame, siempre encontraremos en los seres humanos esta gran línea de actividad: la lucha por ascender de una posición inferior a una posición superior, de la derrota a la victoria, del abajo al arriba. Comienza en nuestra primera niñez; continúa hasta el final de nuestra vida”. Idea que encuentra prolongación en esta otra que enuncia Nietzsche: “El hombre necesita para sus mejores cosas de lo peor que hay en él”; es decir, que nuestra vulnerabilidad e insignificancia son la plataforma de que disponemos para alcanzar la fortaleza y la vida con significado. Y ambas ideas se pueden complementar con esto que dice Ortega: “Nuestra persona toda, lo más noble y altanero, lo más heroico de ella, asciende de ese fondo oscuro y magnífico, el cual, a su vez, se confunde con el cuerpo”.
     El cuerpo seguirá siendo, efectivamente, la última referencia de nuestra vitalidad, de nuestra lucha por “perseverar en el ser”, que decía Spinoza, del “esfuerzo que ponemos en seguir siendo hombres”, que prefería decir Unamuno. De modo que cuando nuestro mundo psíquico entre en crisis, el miedo a la insignificancia, en vez de discurrir por las vías de la mente consciente y de movilizar los recursos propios de esta, puede desencadenar regresivamente las respuestas de estrés que nuestro organismo tiene previstas ante las amenazas físicas. Un yo inmaduro o insuficiente o en crisis responderá entonces a la sensación de amenaza no con un comportamiento destinado a sobreponerse a esa insuficiencia psíquica, sino con las extemporáneas respuestas orgánicas propias de aquella etapa en que solo éramos cuerpo: por ejemplo, entre otras, en el caso de la respuesta de estrés que Hans Selye asignó a lo que llamó Síndrome General de Adaptación, la sensación de amenaza promoverá que la adrenalina que producen las glándulas suprarrenales se vierta en la sangre haciendo que, por un lado, se contraigan los vasos sanguíneos, de modo que la sangre pueda circular más deprisa y afluir rápidamente hacia las partes del organismo que más la necesitan en tales momentos: las zonas musculares y el cerebro; aumentará, por tanto, la frecuencia cardíaca y la tensión arterial. Por otro lado, la adrenalina hará también que se dilaten los conductos de aire para de esa manera acoger una ración extra de oxígeno con la que producir el suplemento de energía que se va a necesitar. Las mismas glándulas suprarrenales, en esas situaciones de inminente peligro (real o valorado como tal), segregarán corticoides, hormonas que tienen la función de atenuar las respuestas del organismo a los efectos de la inflamación que puedan ocasionar las heridas, así como la de mantener, a pesar del desgaste por la lucha, la concentración de azúcar en la sangre, la presión arterial y la fuerza muscular. Asimismo, el páncreas producirá glucagón, una hormona que libera en los vasos sanguíneos el azúcar que estaba almacenado en el hígado y en los músculos, provocando de esa forma un aumento casi inmediato de la glucemia, con el objeto de elevar el tono del organismo. Además, y puesto que el estómago necesita liberar urgentemente todos sus contenidos para que la actividad del organismo se centre exclusivamente en la tarea de responder a la amenaza que ha sobrevenido, se producirá una gran secreción de jugos gástricos con el objeto de acelerar y poner término cuanto antes a través de una diarrea al proceso digestivo. Por otro lado, la musculatura se pondrá en tensión, para afrontar mejor la situación de peligro… Respuestas todas ellas destinadas a preparar nuestro cuerpo para la reacción defensiva. Pero cuando esas respuestas orgánicas son las que han tomado el relevo para defenderse no ya de la amenaza física, sino del sentimiento de insignificancia, no solo son inútiles, sino que, sostenidas en el tiempo, se acabarán volviendo crónicas y originando las correspondientes enfermedades: hipertensión, diabetes, úlceras, colon irritable, contracciones musculares crónicas…
     Cuando las enfermedades tienen este origen emocional, los remedios sintomáticos característicos de la medicina actual no pueden ser ni únicos ni definitivos, porque en última instancia aquellas enfermedades están delatando una insuficiencia del yo o una personalidad que ha entrado en crisis frente a la tarea de conseguir sobreponerse, no a un peligro que haya de registrar nuestro cuerpo, sino al sentimiento de inferioridad o insignificancia.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Enfermamos dentro, sanamos fuera

     “La carne –dice Ortega– se nos presenta (…) como exteriorización de algo esencialmente interno”. Cada hombre, podríamos decir, es dos hombres: uno exterior que asoma a través de las formas del cuerpo, y otro interior, el alma, que habita en aquel. La función última del cuerpo no reside en él propiamente, sino que existe para que a través suyo podamos acceder al alma, de la cual es expresión. “El alma esculpe el cuerpo”, afirma también Ortega. Y asimismo: “El hombre externo es el actor que representa al hombre interior”.
     Analiza por otro lado nuestro filósofo el significado de los gestos, contrastándolos con el de las emociones: mientras estas tienden a dirigirse hacia un objeto determinado, por ejemplo en la ira, que tiene un concreto destinatario, el gesto en que esa ira se manifiesta cuando su descarga no es directa, tiene un significado simbólico: golpeamos la mesa con el puño o nos damos una fuerte palmada en el muslo, es decir, al descargar nuestra ira sustituimos el objeto inicial hacia el que iba dirigida por otro que lo simboliza. De manera complementaria, podemos decir que ningún gesto o movimiento del cuerpo es reducible a su función utilitaria, a simple respuesta a la demanda del mundo exterior. Todo gesto y todo movimiento, incluso toda forma orgánica, llevan en disolución algún ingrediente emocional; además de su componente utilitario y de respuesta, son expresión todos ellos de ese trasfondo íntimo emotivo que preexiste o subsiste a las demandas del mundo exterior, y que, a falta de concreto destinatario, se emite en forma de metáfora o símbolo. Si un gesto o un movimiento vienen a expresar un particular y circunstancial estado del alma, la forma del cuerpo, incluido el organismo, expresan ya de manera constitutiva el carácter de la persona. “La forma es un movimiento detenido”, dice Ortega, “un gesto petrificado”. O dicho de otro modo: el carácter es una manera habitual de emocionarse, un modo persistente y consolidado de trasladar nuestro fondo anímico al mundo exterior. Y también: el cuerpo, además de ser el resultado de un proceso adaptativo al entorno, de acoplamiento con las demandas del mundo, es, en última instancia, una metáfora del alma. Así que Novalis tenía razón cuando afirmaba: "Estamos más cerca de lo invisible que unidos a lo visible".
     Pues bien: habría dos dinamismos contrapuestos del alma que constituirían los extremos de un continuo al que podríamos referir el conjunto de las emociones. Ortega habla de esas dos emociones básicas contrapuestas que aquí consideramos que acotan el continuo que forma el alma, y que son la alegría y la pena, las cuales se corresponderían con sendas morfologías corporales, que también podríamos denominar gesticulaciones, modos simbólicos que el alma tiene de expresarse a través del cuerpo, conjunto de metáforas a través de las cuales el alma se acaba convirtiendo en cuerpo. “La alegría produce una dilatación de nuestra persona íntima –dice el filósofo–, la hace irradiar en todas direcciones, despreocuparse; esto es, perder concentración (…); en suma, ejecuta un movimiento de dispersión muscular. En cambio, la pena ocupa y preocupa, contrae el alma, la concentra y recoge sobre la imagen del hecho penoso, haciéndonos herméticos al exterior. Parejamente, su gesto frunce todo el rostro hacia un centro, recoge todos los músculos y cierra los poros”.
     La psicología y la medicina, a menudo, simplemente, han desdeñado esta conjunción profunda que existe entre alma y cuerpo; y cuando no ha sido así, se han limitado a hablar del mutuo influjo entre ambas instancias, de la acción del cuerpo sobre la mente y viceversa. Ortega da un paso más allá: el cuerpo, el mundo en general, son expresión del alma, representan, simbolizan a esta otra instancia invisible por sí misma que discurre por debajo de ellos, y que es el alma. El mismo Ortega proclama asimismo la importancia que tiene esta perspectiva por la cual él aboga: “La hermandad radical entre alma y espacio, entre el puro ‘dentro’ y el puro ‘fuera’, es uno de los grandes misterios del Universo que más ha de atraer la meditación de los hombres nuevos”.   
     Siendo consecuentes con esta intuición sobre lo que debiera guiar nuestra meditación, corresponde ahora superponer sobre este conjunto de orteguianas reflexiones aquellas otras que Hans Selye, el médico y filósofo que dio nombre y fundamento teórico al estrés, produjo para intentar explicar en qué consiste la enfermedad. Afirmaba este autor que, en gran medida, las enfermedades no se producían como respuesta adaptativa y, podríamos decir también, utilitaria ante las agresiones de agentes nocivos procedentes del mundo exterior, sino que tales enfermedades venían a traducir erradas predisposiciones íntimas que, al exteriorizarse, las provocaban (no siempre ocurre así, claro está: hay muchas enfermedades que, efectivamente, son consecuencia de una tara genética o adquirida, o de una agresión ambiental). El estrés no siempre se origina, pues, en respuesta a circunstancias ambientales, sino que suele dar expresión a predisposiciones íntimas para las cuales aquellas circunstancias podrían actuar como mero desencadenante. En su nivel más profundo, estas predisposiciones generadoras de enfermedades se caracterizan por ser expresión de actitudes hiperdefensivas, que son las responsables de que se pongan en marcha los procesos mórbidos, y que no se deben, pues, al hecho de responder de manera proporcionada a agentes externos, que a menudo son inocuos. Un ejemplo paradigmático sería el asma, otro la fobia: en ellos, la causa externa que pondría en marcha la enfermedad sería prácticamente inofensiva, y el problema residiría ante todo en la respuesta excesivamente alarmista del organismo y del propio sujeto.
     Esta actitud hiperdefensiva que está en el origen de muchas de las enfermedades asociadas al estrés se correspondería con el retraimiento orgánico y psíquico que Ortega sitúa como característico de la pena, y que podríamos ampliar hacia las emociones que, en general, nos empujan a desvincularnos del mundo, a encastillarnos dentro de nosotros mismos. Esa actitud, conformada ya como carácter, haría que nuestras respuestas a los estímulos del mundo exterior tendieran a estar impregnadas de miedo, de recelo y de alarma. Por el contrario, la alegría sería la emoción de referencia cuando de lo que se trata es de manifestar apertura hacia el mundo, desinhibición, proactividad. Tales disposiciones, cuando enraízan o se plasman como carácter, tendrían su reflejo también en el organismo, el cual serviría de expresión, de símbolo de aquellas. La enfermedad no achacable a agresiones de agentes externos o a taras genéticas o adquiridas por accidente, sería un modo de expresión de un alma que, asumiendo la dicotomía propuesta por Ortega, podríamos decir que está apenada, y si ampliamos los márgenes, diríamos también que está angustiada, amedrentada. Sería esa una clase de enfermedad que vendría a servir de símbolo de un alma que, recelosa del mundo exterior, se siente amenazada y en peligro. La curación exige entonces no mejorar nuestras defensas, sino dejar de defenderse, abrirse confiadamente, en la medida en que sea posible, al mundo. Lo cual viene a ser congruente con esta visión que Unamuno tenía de los procesos evolutivos: "No consiste tanto el progreso (la evolución) en expulsar de nosotros los gérmenes de las enfermedades, o más bien las enfermedades mismas, cuanto en acomodarlas a nuestro organismo, enriqueciéndolo tal vez, en macerarlas en nuestra sangre"

domingo, 30 de octubre de 2016

Todo es fuego según medidas

     Nada ha alcanzado ni alcanzará el ser, el ser definitivo. Mal avenidas consigo mismas, las cosas, todas ellas, se instalan en la duda, cuando no en la guerra, entre sus tendencias contradictorias. Insatisfechas con lo que han logrado ser, basculan hacia lo que las contradice, en interminable búsqueda de lo que aún les falta, que no consiguen integrar en una unidad, porque la ley de la contradicción se lo impide. Toda cosa, buscando la paz, querría ser ella y su contraria, pero solo puede ser una de las dos cada vez. Así que la Creación acaba por ser como una rueda (una espiral en realidad) que lleva desde una cosa hacia la otra, y vuelta a empezar. Semejante, pues, a esta otra rueda que tan bellamente describió León Felipe:
Mi amor tiene el ritornelo
del agua, que, sin cesar,
en nubes sube hasta el cielo
y en lluvia baja hasta el mar
El agua, aquel ritornelo,
de mi amor, que, sin cesar,
en sueños sube hasta el cielo
y en llanto baja hasta el mar
     Lo que parece rotundo, gravoso, consistente, acaba disolviéndose finalmente, tratando de recrearse, de empezar otra vez, por ver si el nuevo intento conduce a mejores resultados. Observando esa disolución reiterada de todo lo que había llegado a tener una forma, Anaxímenes concluyó en el siglo VI antes de Cristo que todo era aire, es decir, que detrás de su coyuntural apariencia, todo regresaba hasta esa sutileza, hasta ese estado inmediatamente anterior a la nada que era el aire. Su colega Anaximandro pensó llamar más bien “lo indefinido”, “lo informe” a esa desembocadura a la que acaba llegando todo lo que alguna vez fue. Y Heráclito, tras constatar que todo fluye, que todo cambia, dio otra nueva formulación (otra metáfora) a aquello en lo que consiste la rueda de la Creación al decir: “Este orden del mundo, el mismo para todos, no lo hizo Dios ni hombre alguno, sino que fue siempre, es y será, fuego siempre vivo, prendido según medidas y apagado según medidas”. Es el fuego, más ligero, más aéreo aún que el mismo aire, el último destino de todo lo que alguna vez tuvo forma, estuvo consolidado. Pero ese fuego no es eterno, se apaga medidamente para que las formas vuelvan a reconstruirse, para que todo intente de nuevo incorporar lo que le faltaba, su irreconciliable contrario. La transformación universal discurre a través de dos dinamismos que se suceden cíclicamente: uno que desciende hacia la contracción o condensación, y otro que asciende hacia la dilatación; uno que va dirigido hacia lo pesado, conformado, sólido, y otro que se encamina hacia lo ligero, inconsistente y fugaz. Todo ello “porque sin fuerzas de colisión no hay movimientos y no hay realidad”.
     Pero si todo se destruye, si todo lo acaba devorando el fuego, si a todo le llega la hora de la decepción, el desistimiento y la muerte,  no es por otra razón que porque el camino hasta entonces emprendido de acceso al ser ha llegado a su punto de colapso, de no dar más de sí, y es preciso renacer para volver a intentarlo de otra manera. Por eso, como dice María Zambrano, “En la promesa de ser, se esconde la atracción del no-ser”. Se muere porque lo que se era resultaba insuficiente. Pero asimismo, todo muere porque todo aspira a ser, a intentarlo de otra manera. “Vida y muerte son momentos de un eterno proceso de resurrección”, dice consecuentemente Zambrano. O como prefiere decirlo Ortega: “La vida ha triunfado sobre el planeta gracias a que en vez de atenerse a la necesidad la ha inundado, la ha anegado en exuberantes posibilidades, permitiendo que el fracaso de una sirva de puente para la victoria de otra”.
     Reflexionando sobre estas ideas, hablaba también María Zambrano de que la “la fe antigua, la primera del alma griega clarificada en la mente de Heráclito, (es) la fe de la naturaleza como ‘logos’, como ‘medida’ de algo, fuego que siendo cambio incesante es al mismo tiempo medida (...) La fe en un mundo que fuera, como decía Demócrito, figura y orden (...) Fe en la medida del orbe, en que la realidad fuera mundo, realidad sujeta a ley (...) Esta antigua fe es la única salvadora para los hombres que sentían el horror del desorden sin sentido”. Con todo lo cual se quiere decir que la muerte, y las etapas de disolución que la preceden, son subsidiarias de las otras, de aquellas en las que se busca una forma, una manera de ser: se muere o se desiste o se fracasa para volver a intentarlo en otro lugar o de otra manera. Si las cosas hubieran alcanzado ya su ser, si este coincidiera ya con lo posible y deseable, reposarían en ese ser, todo en ellas sería ya inercia, inmovilidad, indolencia. El alma de las cosas representa en ellas el anhelo por lo que aún falta, y el movimiento y la vida existen como una función de ese alma. Por eso, como dice Cioran, “el desapego a la vida engendra un gusto por la rigidez. Comenzamos a ver un mundo de formas rígidas, líneas precisas, contornos muertos”; y como Ortega confirma,  “la forma es un movimiento detenido”, porque en toda forma, en todo objeto, late el inconformismo, la aspiración a algo más, el empuje en pos de lo que aún falta. Y, abunda María Zambrano, todo lo que ya es, “toda objetividad nos esclaviza de algún modo”, porque “bajo la objetividad (…) alguna esperanza ha quedado aprisionada”. O como lo dice Ortega: “Nuestros anhelos son energías prisioneras en la prisión de la materia, y gastamos la mayor parte de ellas en resistir el gravamen que ésta nos impone”. Unamuno lo decía de esta otra forma: “El universo visible (...) me viene estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma”. En definitiva, concluye Ortega: “La realidad es un simple y pavoroso ‘estar ahí’. Presencia, yacimiento, inercia. Materialidad”. Y también: “Mientras por materia entendemos lo inerte, buscamos con el concepto de espíritu el principio que triunfa de la materia, que la mueve y agita, que la informa y la transforma y en todo instante pugna contra su poder negativo, contra su trágica pasividad (…) Esto es, de uno u otro modo, en definitiva, el espíritu: sobre la mole muerta del universo una inquietud y un temblor”.
     Pero, complementaria y contradictoriamente con todo lo dicho, “toda forma está envuelta en límites. Si se rompe por completo el límite, la forma desaparece, no se es nadie, no se es alguien”, y “el simple anhelar es por esencia destructor” (Zambrano). De modo que para ser algo o alguien, hay que llevar incorporada la necesaria dosis de decepción, de aceptación de lo que hay, de permanencia a pesar de todo, y de compromiso con ello, aunque sea insuficiente. Pues “no podría haber realidad afirmada en objeto (…) si no hubiese este género de amor hacia la realidad que es capaz de atravesar el fracaso” (Zambrano). Y como Unamuno dice, “la conciencia de sí mismo no es sino la conciencia de la propia limitación”. En este sentido, Ortega advierte de que “no es desdeñable enseñanza que la materia, lo más opuesto al alma, sea la encargada de hacer vivir a ésta. El resto del espíritu que no ha logrado materializarse se evapora”, pues “no puede llegarse (al alma) sin darle alguna forma”. Y, según el mismo Ortega, que nos hayamos “creado algo estable, eso es el verdadero sentido del mundo”.
*     *     *
     Llevamos recorridos varios siglos en los que el anhelo ha ido adquiriendo prevalencia sobre las formas, en los que lo logrado y establecido va quedando relegado frente a lo deseable y dinamizador. La última época realmente estable (a pesar de lo difícil que era entonces vivir) fue la Edad Media. Así lo confirma Julián Marías: “La vida tiene en la Edad Media una gran estabilidad”, dice exactamente. Erich Fromm advierte de que por entonces “la vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad”. Ortega abunda: “En el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es sindicatos o gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la indumentaria el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida, fija”. Y concluye que “la cultura tradicional (…), formada durante la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del hombre”. También Jacob Burckhardt confirma todo ello: “El hombre se reconocía a sí mismo –dice– solo como raza, pueblo, partido, corporación, familia u otra forma cualquiera de lo general”.
     Todo cambió, especialmente cuando llegó Guillermo de Ockham (1285-1347) arrasando toda forma al afirmar que las generalizaciones no existen, solo existen los individuos; no existe el bosque, solo los árboles de uno en uno. Ideas que hicieron eclosión sobre todo a partir del siglo XV: “El siglo XV es el más complicado y enigmático de toda la historia europea hasta el día –escribió, efectivamente, Ortega–. Y no por casualidad ni por extrínsecos motivos, sino precisamente porque es el siglo de la crisis histórica”. Pico Della Mirándola, un humanista y pensador italiano de finales del siglo XV, en su “Discurso sobre la dignidad del hombre”, considerado como el manifiesto del Renacimiento, formulaba la nueva manera de entender la vida que estaba emergiendo a través de esta imaginaria exhortación que Dios dirigía al hombre: “No te he dado un puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado –le decía–. Tendrás y poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras”. “Con el Renacimiento –decía Cioran al observar todo lo que entonces pasó– comienza el eclipse de la resignación. De ahí la aureola trágica del hombre moderno. Los antiguos aceptaban su destino. Ningún moderno se ha rebajado a esa condición”. Lo cual tuvo graves efectos sobre el estado de ánimo de los hombres de aquel tiempo, puesto que, como advierte Stephan Zweig en su biografía de Erasmo, “de la noche a la mañana, las certidumbres se convierten en dudas, cualquier cosa perteneciente al ayer parece tener milenios y se descarta (…) el desasosiego fermenta en los países, el miedo y la impaciencia alientan en las almas”. Ortega viene a confirmarlo: “Hacia 1560 comienzan a sentir las entrañas europeas una inquietud, una insatisfacción, una duda de si es la vida tan perfecta y cumplida como la edad anterior creía. Empiézase a notar que es mejor la existencia que deseamos que la existencia que tenemos”.
     Esta era del inconformismo que en lo intelectual comenzó con Guillermo de Ockham y en lo vitalmente efectivo con el Renacimiento ha conducido al hombre, especialmente en Occidente, a sus más altas cotas en cuanto a avances científicos y tecnológicos y en cuanto a riqueza, posesión y disfrute de bienes, considerando que hasta finales del siglo XVIII la pobreza era el estado natural de todos los hombres. Pero todo ello no ha llegado a traducirse en un correlativo aumento del sentimiento de felicidad. “Nunca, ni de lejos –reflexiona Ortega– han contado estos pueblos de Occidente, y en general la humanidad, con más medios ni facilidades para vivir. ¿Cómo se explica entonces esa radical desazón?”.
     Para contestar, hemos de remitirnos a la primera parte de nuestra exposición. Retomemos aquello que vimos que decía Zambrano: “Toda forma está envuelta en límites. Si se rompe por completo el límite, la forma desaparece, no se es nadie, no se es alguien”. Y hoy el inconformismo, la ruptura de las formas, la desestabilización, lo inconsistente y fugaz han llegado a su más alto nivel. El arte, por ejemplo, ha decidido en su mayor parte dar expresión a lo deforme o a lo informe. La producción de bienes de consumo y las modas discurren sobre una corriente que presupone la fugacidad o lo provisional y sujeto a fácil recambio. Las relaciones personales se han vuelto inconsistentes, las infidelidades en la pareja aumentan, y, correlativamente, el sentimiento de soledad va agrandándose. Las instituciones han dejado de servir de referencia. Las filosofías de la vida buscan el común denominador del carpe diem, de la supresión del compromiso y la previsión de lo futuro. Lo lúdico y ligero toman prevalencia sobre lo importante y acumulativo. Lo que uno tiene que decir y, correlativamente, que pensar, suele caber en un tuit de 140 caracteres y casi nadie echa mano de los ensayos y de la filosofía. En política, la mercadotecnia superficial y los titulares van sustituyendo cada vez más a la exposición de programas y el análisis de las propuestas…
     Nada parece merecer la estabilidad, porque esa estabilidad ha dejado de ser creíble o incluso deseable, a pesar de aquello que decía Ortega: que nos hayamos “creado algo estable, eso es el verdadero sentido del mundo”. Heráclito decía en sentido contrario: “Nada es permanente a excepción del cambio”, y esto ha alcanzado hoy su más alto grado de verosimilitud. Pero recordemos que las etapas de disolución e inestabilidad no son en absoluto definitivas, son solo preparatorias de épocas que habrán de venir en las que de nuevo las formas, lo estable, lo consistente y grave, lo duradero adquieran prevalencia; entonces el hombre, al menos, rebajará su grado de desazón.

sábado, 15 de octubre de 2016

Cómo llegar a ser un perfecto nihilista

     Evocando a San Agustín, María Zambrano apuntaba a algo que estuvo en el origen de la civilización occidental: “ ‘Vuelve en ti mismo. En el interior del hombre habita la verdad’ –decía–. El hombre europeo ha nacido con estas palabras”. En realidad, ese hombre europeo ha estado tensado entre dos fuentes de verdad: la que procede de esa intimidad a la que aluden San Agustín y Zambrano, y la que aporta la experiencia, la investigación de la realidad externa, el conocimiento de los hechos. Siguiendo la pista a esta segunda fuente de verdad, el hombre occidental acabó asfaltando el camino que condujo a la revolución científica y, subsiguientemente, la revolución tecnológica e industrial, que tanto ha determinado lo que hoy es nuestro modo de vida. Y la primera fuente de verdad, la que nace en la intimidad, es la que estaría encargada de generar una ética y una estética, una manera de intentar dar sentido a las constataciones de esa otra verdad, la de los hechos.

     Con la Reforma protestante (Lutero era un fraile agustino) la verdad interna adquirió un gran impulso: de manera taxativa, la diferencia entre lo que estaba bien y lo que estaba mal, así como la que separaba lo bello de lo feo, ya no la decidía una fuente externa al individuo, fuera el sacerdote u otra autoridad competente, o incluso alguna forma de verificación objetiva, sino la conciencia. Todo lo que vino después tuvo que pasar por el filtro que suponía esa verdad interna. Descartes atravesó aquella aduana afirmando: “Pienso, luego existo”; incluía en la primera parte de esa proposición todo lo que procediera de lo interior, fuera razón o sentimiento estricto. Novalis lo dejó claro en nombre del Romanticismo: “Todo me conduce, de nuevo, hacia mí mismo”, decía, y también: “Todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro”. Nietzsche apuntaló la verdad interior cuando dijo: “Al descubrir las cosas, lo que hacemos es aprender a describirnos a nosotros mismos”. Y era así porque “eso a lo que habéis dado el nombre de mundo, eso debe ser creado primero por vosotros”. Y de forma aún más taxativa, si cabe: “En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”.
     Mientras que las asépticas ciencias empíricas iban haciendo su labor, la consideración de lo que estaba bien o mal, era bello o era feo (en última instancia: tenía sentido o era absurdo), a esas alturas ya había dejado de apelar a alguna clase de consistencia objetiva. Y así lo venía a mostrar André Breton, en nombre del arte moderno cuando, desde su propia parcela dentro del mismo ensayaba esta definición: “Surrealismo: (…) Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”. Y, consecuentemente, proseguía: “Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien ha sido capaz de ejecutarlo”. Y llegaba a concluir que el arte, que no es sino un ramal que crece de la civilización en la que nace, debe de afirmarse en “el deseo de superar la insuficiente, la absurda distinción entre lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal”. La subordinación de cualquier conclusión, de cualquier verdad ética o estética a la estricta subjetividad de cada cual, la ausencia de cualquier baremo o cómputo objetivos que permitan señalar la diferencia entre el bien y el mal, la verdad y la falsedad, lo bello y lo feo, ha elevado la fuente interna, subjetiva, de verdad a la categoría de hipérbole.
     Incluso la razón, una fuente de verdad y de sentido que también nace en lo íntimo de la mente, pero a partir de la cual es posible encontrar verdades generales y compartidas por todos, pasó a ser o bien repudiada (Lutero la consideraba la “ramera del diablo”) o bien relegada a la hora de buscar el sentido de las cosas. Antiguamente, por ejemplo, el hombre apelaba a su confesor cuando buscaba ayuda para tratar de dirimir lo que era pecado y lo que no. A los confesores hoy les ha sustituido el psicólogo, que, ante los comportamientos que su cliente, el antiguo feligrés, le relata, ya no emite un juicio objetivo, no le dice si lo que hace o piensa está bien o está mal, ateniéndose a mandamientos morales suprapersonales, solo pregunta: “¿Cómo le hace sentirse eso que le ha ocurrido?”.
     No vamos a seguir aquí la pista de las ventajas que tiene esta cosmovisión, esta retracción hacia lo interior como fuente de verdad ética y estética. Alguna tendrá, puesto que, dejando a un lado a los heraldos del apocalipsis, no ha quedado tan mal el mundo que, a las alturas del siglo XXI, ha salido de esa manera de mirar. Pero parece evidente que algunos, muchos, pelos si se ha dejado el gato de la civilización occidental al atravesar el filtro o gatera de esa verdad a medias que nos constituye como occidentales. No todo lo que es verdad, todo lo que da sentido, procede de nosotros mismos. Al fin y al cabo, como decía Machado: "El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas, / es ojo porque te ve". Ortega era aún más explícito: “Edad Moderna –reflexiona a este respecto– (…) es preciso ante todo que rehusemos el crédito a su dogma principal, aquel pensamiento subversivo y nihilista que deslizaba en el oído de cada hombre buscando halagar a las almas plebeyas: ‘Lo que tú ves, eso es lo real.’ No; nada de eso. Para percibir una realidad es necesario previamente convertirse en órgano adecuado para que ella penetre en nosotros”. Hacer lo contrario, convertir a la conciencia en el único juez, en la única instancia capaz de diferenciar el bien del mal, afirmarse sobre la idea de que no hay nada trascendente al sujeto mismo a lo que este pueda apelar como fuente de verdad, hace finalmente que la realidad deje de necesitar tener sentido, e incluso deje de afectarnos y vaya perdiendo consistencia a la hora de planificar nuestra vida. Es eso lo que empuja a los artistas modernos a dar vueltas alrededor de la idea de que el vacío es lo único sustancial, y de que la realidad es una especie de orla o aditamento contingente que le ha salido al vacío. La realidad está dejando de ser sugerente y sugestiva. No hay mucho ya que hacer en ella, apenas sirve de cauce para posibles objetivos o finalidades a los que aspirar. El nihilismo al que Ortega aludía consiste precisamente en eso, como el mismo Nietzsche reconocía cuando decía: “La desilusión sobre una supuesta finalidad del devenir es la causa del nihilismo”.
     La realidad que se percibe a través de los sentidos, esa sí, ha sido exhaustivamente explorada por el hombre de Occidente. Pero a la hora de encontrar valores sobre los que sustentar el sentido o el absurdo de esa realidad, a la hora de emitir valoraciones éticas y estéticas sobre ella con las que intentar dar la respuesta que el alma necesita para saber el porqué y el para qué, qué es lo bueno y qué lo malo, cuál es lo bello y cuál lo feo, ya no tiene otra fuente de saber que los sentimientos (y, de su mano, el capricho), lo que a cada cual le parece bien o mal, bello o feo. En ese sentido, la realidad externa se va quedando hueca, vacía, sin nada que aportar al juicio subjetivo, deja de ser una resistencia que imponga obligaciones. Y constatar que ese vacío es lo único consistente con lo que uno se encuentra a la hora de salir al mundo, ha dejado profundas e inquietantes huellas en las gentes de este tiempo. Además de sus efectos sobre el arte, esa extrema subjetividad ha llenado de psicofármacos los anaqueles de las farmacias. Y no digamos ya de lo que han sido sus repercusiones en el ámbito de la política, donde, desde los tiempos de aquellos nihilistas rusos endemoniados que Dostoievski convertía en personajes de sus novelas, y hasta ahora, han proliferado los grupos políticos y las actitudes que se fundamentan en la negación por la negación, en la absurda seguridad de que lo que importa es estar descontento con lo que hay y rechazarlo, tenga la apariencia que tenga, de que todo lo que hay ahí afuera ha nacido del error, porque solo el yo y lo que de él se deriva debe prevalecer. Visiones del mundo a menudo camufladas detrás de la justificación o blanqueamiento de las posiciones más explícitamente anti-sistema o, en general, nihilistas. Hemos ido a parar, en suma, a tiempos en los que se ha dado rienda suelta al hombre-masa, aquel cuya característica principal hace residir Ortega en el hecho de “no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”.

sábado, 1 de octubre de 2016

Perentorio intento de poner orden en el universo

     Este mundo es un caos. Pero, visto desde la mentalidad del hombre primitivo y, curiosamente, también desde la del físico que se adscribe a la segunda ley de la termodinámica, no siempre fue así. El hombre primitivo entiende la vida y la historia como un proceso de decadencia a partir de un idílico estado original del que (¡algo habremos hecho!) fuimos expulsados para entrar en este otro estado, en el que la confusión, la injusticia, la enfermedad y otras mil penurias nos atenazan o nos amenazan. A través de diversos ritos purificadores, el hombre primitivo restaura, al menos simbólicamente, el orden mítico tal y “como era en un principio”. Orden significaría, pues, vuelta al estado de naturaleza (de nacimiento), regresión a lo que éramos antes de que comenzara este extravío a través de un valle de lágrimas en que consiste la vida.
     La segunda ley de la termodinámica se enunció a partir de una cosmovisión que, a la hora de situar la aparición del caos, coincide con la del hombre primitivo. Efectivamente, hay que entender que en el origen tuvo lugar, según el enunciado de esta ley, el momento de máxima ordenación del universo. Orden significa estructuración, diferencia, jerarquía, o dicho en los términos que le son propios a la ciencia física, diferenciación térmica. El orden, según esto, procede de la formación de estructuras que contienen una mayor cantidad de energía que el medio que las rodea: la estrella respecto del espacio en el que está envuelta, por ejemplo. El movimiento sería el resultado de la descarga de energía, es decir, de la acción de un cúmulo de energía mientras discurre hacia la equiparación térmica con el medio que lo rodea: mientras el sol o la tierra tengan más calor, más energía que el espacio en torno, seguirán, pues, girando. Pero, dice la termodinámica, todo tiende hacia la entropía, es decir, hacia la equiparación térmica, o sea, al desorden. El movimiento, el dinamismo que discurre entre un ámbito de mayor energía y otro de menor, supone un gasto, es decir, no la desaparición de esa energía (que ni se crea ni se destruye: primer principio de la termodinámica), sino, simplemente, el flujo térmico desde el lugar donde el nivel energético es mayor a aquel otro donde es menor. Pero estos procesos no serán eternos, ese desnivel entre las bolsas cargadas de energía y su entorno más frío discurre hacia el momento en el que todos los puntos del universo tendrán la misma cantidad de energía. El sol, la tierra, la vida se disolverán en un mismo espacio equiparado térmicamente. La vida, que es un dinamismo generado a partir de la diferencia térmica entre el calor que llega del sol (o quizás del interior de la tierra, como pudo ser el caso de LUCA, “Last Ultimate Common Ancestor”, el último antepasado común) y el frío de la corteza terrestre, se agotará. Todo lo cual sirve perfectamente de contexto favorable al enunciado de la teoría del instinto de muerte de Freud, según la cual, la tendencia que predomina en todo ser viviente es la que lo empuja finalmente hacia la muerte.
     Llegado el momento final, no habrá ya ninguna clase de movimiento. La teoría del Big Crunch o de la Gran Implosión afirma que la fuerza expansiva del universo decrece, de modo que toda la materia existente, llegado un momento, volverá a contraerse. Pero, de manera semejante a como ocurre con lo previsto por la termodinámica, habría que suponer que fue en el origen cuando se produjo el momento de mayor fuerza cinética, el expresado por la expansión que sufrió el universo al ocurrir la explosión primigenia, y que significa que tuvo lugar un flujo de energía (cinética esta vez) desde el foco de mayor concentración de la misma (allí donde el universo se inició) hacia los lugares donde la energía era menor (el resto del universo). Es decir, que es preciso postular que fue asimismo en su momento inicial cuando el universo habría tenido su mayor expansión. Y a partir de allí, se habría generado un contrapuesto movimiento de contracción, de inercia, de vuelta a los orígenes, como la piedra que, arrojada hacia arriba, una vez alcanzado su momento de mayor ascenso, empieza a regresar hacia el punto de partida. La ley de la gravedad representaría, precisamente, esa fuerza de inercia hostil al movimiento, es decir, a la fuerza expansiva del universo. Equiparación térmica, ausencia de movimiento, silencio absoluto… En el futuro, según la termodinámica y la teoría del Big Crunch, el universo alcanzará plenamente el estoico ideal de la inmutabilidad, de la ataraxia total. Y sin embargo… se mueve, que diría Galileo. Los astrofísicos han comprobado, al parecer de modo irrefutable, que el universo se está expandiendo. Es decir, que, en vez de regresar hacia la inmovilidad, su fuerza cinética aumenta.
     Que el universo camina hacia el desorden, como predice la termodinámica, o a la inmovilidad, como prevé la teoría del Big Crunch, es algo que viene a contradecir el hecho mismo de la vida. Con ella el universo gana en complejidad y en dinamismo: en vez de regresar hacia la desestructuración y a la nivelación de energía con el medio, un organismo viviente resulta ser una bolsa de energía en la que esta queda aumentada respecto de la de su entorno. A través de ella, el universo alcanza unas mayores cotas de orden, de diferenciación, de jerarquización y de progreso. Y no solo eso: la vida viene evolucionando, desde hace 4.000 millones de años, en que surgió el organismo unicelular que la ciencia ha denominado LUCA, hacia cotas de complejidad cada vez más altas. Además, en el ser humano, la biología cede el testigo a la historia, que sigue sirviendo de cauce a modos de ser los individuos y las sociedades cada vez más complejos y ordenados.
     Y si observamos no solo los procesos que objetivamente han dado lugar a un mayor nivel de ordenamiento, jerarquía y diferenciación, sino también los subjetivos, los que empujan desde el interior de los individuos hacia la búsqueda de un orden cada vez mayor, podemos comprobar que también el hombre ha prolongado esa tendencia hacia el más allá, hacia lo que Teilhard de Chardin denominó Punto Omega, que supondría un máximo de complejidad, progreso, orden. Y así, del caos inicial en el que al nacer se encuentra todo hombre, en donde todas las cosas se le aparecen como dispersas, erráticas e indiferenciadas, empezamos por extraer similitudes que primero sustentaron las prácticas mágicas y después sirvieron de base a la formalización de los conceptos; más tarde las cosas alcanzaron un nivel de ordenación aún mayor al ser divididas en causas y efectos (y así permitieron dar alguna clase de respuesta a la pregunta: “¿de dónde venimos y de dónde proceden las cosas?”), y por último, con Aristóteles sobre todo, se ordenaron esas cosas en función de la causa final, la que todo lo encaja en el proceso que va desde la materia a la forma, desde la potencia hacia el acto (y sobre ese cauce pudieron discurrir los innumerables contenidos que van sirviendo de respuestas, inevitablemente provisionales y parciales, a la para siempre inquietante pregunta de “¿para qué?” o bien “¿hacia dónde vamos?”).
     La evolución discurre, pues, en la dirección contraria a la de la entropía, y según Hegel, sería el campo a través del cual el espíritu (el orden máximo), partiendo del caótico estado de naturaleza en el que solo era una potencia, va en pos del encuentro consigo mismo, de su actualización. Y discurriendo hacia ello, resulta que, según dice este filósofo, “el espíritu es infinito movimiento (energía, actividad) (…) El espíritu nunca cesa, nunca reposa y es un movimiento que, después de una cosa, es arrastrado a otra, y la elabora y en su labor se encuentra a sí mismo”. Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química de 1977, abundaba con sus reflexiones en esta línea argumental: “Lejos de poder someter nuestro concepto del tiempo a las regularidades observables del comportamiento de la materia, debemos comprender la idea de un tiempo productor, un tiempo irreversible que ha engendrado el Universo en expansión geométrica y que todavía engendra la vida compleja y múltiple a la que pertenecemos”. Y, consecuentemente, se preguntaba: “¿Seremos capaces de vencer algún día el segundo principio de la termodinámica?”

domingo, 18 de septiembre de 2016

La asimetría hombre-mujer y la catastrófica ideología de género

     Si quisiéramos hacer una historia cabal del pensamiento utópico, vendría a confundirse, en gran medida, con la de la historia de la humanidad. “El hombre es un ser utópico que sólo se propone ser ‘lo imposible’”, decía Ortega. Es decir, que propendemos, como seres humanos, a confundir deseo y realidad, a considerar que esta, más que, una resistencia que se nos opone, es una prolongación más o menos inmediata del yo; a suponer que la objetividad es un mero corolario de la subjetividad. Propendemos, en suma, al delirio. Uno de los hitos más importantes de esta irreprimible proclividad hacia lo que no puede ser lo marcó Jesús cuando dijo a sus discípulos: “Os aseguro que si tuvierais fe, aunque fuera tan pequeña como un semilla de mostaza, diríais a ese monte: ‘Quítate de ahí y pásate allá’, y el monte se pasaría. Nada os sería imposible”. Cuando se estaba inaugurando el tiempo moderno, fue esa pulsión hacia la utopía la que llevó a interpretar que cuando Kant (quizás el principal cancerbero de la modernidad) decía que el mundo externo nos era incognoscible y que lo que realmente alcanzábamos a conocer era lo que de ese mundo nos llegaba después de ser filtrado por nuestras categorías mentales, estaba diciendo en realidad que el mundo era lo que nuestra mente decidía que fuera. Hasta el punto de que Kierkegaard se atrevió a hacer formulaciones tan extremas como aquella en la que afirmaba: “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”. De modo que, siguiendo esa pista, los románticos no tuvieron reparos en sostener algo parecido; y así, decía Novalis: “Defino el mundo en la medida en que me defino a mí mismo”. Cuando los artistas recogieron este legado intelectual, Picasso llegó a decir que cualquier cosa que puedas imaginar es real”. Y Marcel Duchamp se decidió a concluir que un urinario al que llamó “Fuente” era una obra de arte no por más motivos que porque él, su soberana subjetividad, había resuelto que fuera así. Y el caso es que el mundo le siguió la corriente, puesto que su “Fuente” ha sido considerada la obra de arte más influyente del siglo XX.
     Este es el contexto que sirve para entender una de las más cabales expresiones de este modo de pensar, de esta manera de desdeñar la realidad: la llamada ideología de género. Es esta una ideología que pretende la completa supresión de cualquier distinción entre lo masculino y lo femenino. No existen, dicen sus seguidores, las realidades objetivas (que empiezan por ser fisiológicas) “hombre” o “mujer”, sino que se trata de roles moldeados por una concreta cultura y un específico entorno social. Y si esa realidad, al menos la fisiológica, existe es, cuando menos, perfectamente prescindible o sustituible por las decisiones personales de cada cual. Si podemos mover montañas, ¿cómo no íbamos a poder decidir cuál es nuestro sexo? Y si la realidad viene y nos contradice, no hay más que aplicar aquella regla general que, por ejemplo, dejó enunciada Picasso cuando hizo de la realidad una sucursal de la imaginación.
     La ideología de género considera que la relación entre hombre y mujer hoy todavía vigente y con pretensiones de ser exclusiva frente a otros modos de relación es una construcción social y cultural que está al servicio del mantenimiento del dominio masculino, dominio sobre el que se ha montado lo que desde tales parámetros se denomina “sociedad patriarcal” o, con otro vocablo bastante ridículo, “heteropatriarcal”. Es preciso, plantean desde esta ideología, suprimir el modelo familiar patriarcal y los roles consiguientes asignados al “hombre” y a la “mujer”.  Para ello, y para empezar, hay que abolir la maternidad como función femenina, que resulta ser un lastre que viene a impedir la realización de la mujer (la “mujer”). Esa supresión de roles impuestos abarca también al niño y sus juegos, sus modos de vestirle y otros gustos específicos que se le han adscrito desde el modelo patriarcal. Lo que hay que hacer, se concluye desde la ideología de género, es dejar al niño en libertad: que escoja ser niño o niña, o las dos cosas o ninguna.
     Esta ideología vino a hacer eclosión en la IV Conferencia Mundial de la ONU sobre la mujer celebrada en Pekín en 1995. Bella Abzug, representante de EEUU, hizo allí explícitas sus principales premisas cuando declaró: “El sentido del término género ha evolucionado, diferenciándose de la palabra sexo para expresar que la realidad de la situación y los roles de la mujer y del hombre son construcciones sociales sujetas a cambios”. La canadiense Rebecca J. Cook, redactora del informe oficial que se confeccionó instruyó de esta manera a los delegados allí presentes: “Los sexos ya no son dos sino cinco, y por tanto no se debería hablar de hombre y mujer, sino de mujeres heterosexuales, mujeres homosexuales, hombres heterosexuales, hombres homosexuales y bisexuales”. Otra de las feministas extrajo las conclusiones: “No existe un hombre natural o una mujer natural, no hay conjunción de características o de una conducta exclusiva de un sólo sexo, ni siquiera en la vida psíquica”.
     En la reciente historia de la medicina y de la psicología existe un caso muy dramático, que ha tenido una amplia difusión, y para el que no es posible encontrar acogida en los presupuestos de la ideología de género. Es el protagonizado por David Reimer, un canadiense nacido en 1965, al que entonces pusieron sus padres el nombre de Bruce, y que, junto a su hermano gemelo, Brian, fue sometido, a los ocho meses de edad, a una operación de fimosis que, para él, tuvo desastrosas consecuencias. El urólogo encargado de realizar la operación utilizó un método de cauterización con corriente eléctrica que acabó achicharrando el pene de Bruce. Desesperados, los padres del infortunado bebé, después de ver un programa de televisión, se pusieron en contacto con John Money, un psicólogo del hospital Johns Hopkins (Baltimore), famoso por sus teorías sobre el género, que afirmaba  que la condición sexual no es innata, sino que es asignada mediante la educación en los primeros años de vida. Money recomendó a los padres que sometieran a Bruce a una castración quirúrgica quitándole los testículos y modelándole, de manera muy primaria, dado el escaso desarrollo en aquel momento de la cirugía de reconstrucción, una vagina. Desde entonces, educaran a Bruce como una niña, a la que llamaron Brenda. El 3 de julio de 1967, cuando Bruce tenía 22 meses, se realizó la operación. Las instrucciones para los padres, Janet y Ron, fueron claras: no contarle jamás lo que había ocurrido. Money se encargó del supuesto apoyo psicológico a la que ya era Brenda, y durante diez años estuvo viéndola una vez al año para evaluar el resultado de la operación y la reasignación de sexo. Aquella habría de ser, por otro lado, una oportunidad inigualable para Money de demostrar sus teorías sobre la determinación ambiental de la orientación sexual, ya que tendría un sujeto de control: Brian, con la misma carga genética que su hermano, pero que iba a ser educado para ser niño.
     Los niños fueron creciendo y la situación se fue complicando. Ello a pesar de que cinco años después de la operación el doctor Money publicó el primer libro sobre el caso que tituló “Hombre & Mujer, Chico & Chica” (para mantener en secreto la identidad de los protagonistas, lo llamaba caso John/Joan), en el que aseguraba que, tras haberle acostumbrado a Brenda al uso de la ropa femenina, ya tenía una clara preferencia por los vestidos. Que se sentía orgullosa de su pelo largo. Que por Navidades había pedido a Papá Noel una casa de muñecas y un carrito de paseo. En suma, que la orientación sexual femenina se había impuesto. Las notas tomadas por un estudiante del laboratorio de Money durante las visitas anuales de control revelan que los padres de David Reimer mentían al personal del laboratorio acerca del éxito del experimento. Efectivamente, todo lo que afirmaba Money acabaría siendo contradicho por los padres, el hermano y el propio David. Según declararía Janet, la madre, ya en los años 90, a la revista “Rolling Stone”, la primera vez que trató de ponerle un vestido a Brenda, ella intentó arrancárselo. “Recuerdo que pensé –decía la madre–: ‘¡Dios mío, sabe que es un chico y no quiere que le vista como a una chica!’”. Pero no solo sucedió aquello, sino que los juegos que Brenda prefería eran también los habituales de los chicos. Incluso, desde pequeña, insistía en orinar de pie. Su hermano gemelo, Brian, identificaba a Brenda como a una hermana, “pero ella nunca actuó como tal”, reconoció al periodista de “Rolling Stone”, John Colapinto. “Jugaba con mis juguetes mientras que los suyos, como una lavadora, solo los usaba para sentarse”. El propio David, en un libro escrito junto con Colapinto, afirmaría que, al contrario de lo que había escrito John Money, durante el periodo que vivió como Brenda nunca se identificó con una chica. Ni los vestidos de volantes, ni las hormonas femeninas le hicieron sentirse mujer.  
     A los 13 años la entonces Brenda empezó a sufrir depresiones, y les dijo a sus padres que se suicidaría si la obligaban a ver de nuevo al Dr. Money, cuyas supuestas “visitas terapéuticas” junto a su hermano resultaban ser especialmente traumáticas. Al iniciar su adolescencia, Brenda sufría, efectivamente, depresión y se había intentado suicidar al menos una vez. Desde que le practicaron la orquidectomía, orinaba a través de un agujero que le habían realizado en el abdomen. Estaba tomando estrógenos para acentuar los caracteres sexuales secundarios femeninos, y el doctor Money le instó a que se sometiera a otra cirugía para que le implantaran una vagina definitiva, pero Brenda se negó rotundamente. Desde aquel momento, “ella” y la familia decidieron abandonar las visitas de control. Fue entonces, a los quince años, cuando su padre, torturado por el sufrimiento que veía en su hijo, le reveló la historia que él y su madre habían estado manteniendo en secreto: había nacido siendo niño. A partir de aquel momento, Brenda decidió volver a ser un chico. Eligió de nombre “David”, se sometió a una faloplastia y se quitó los pechos que le habían crecido gracias a las hormonas. Para cuando cumplió 23 años, se casó.
     La historia de David Reimer saltó a la luz en 1997 gracias al doctor Milton Diamond de la Universidad de Hawai, quien convenció a David de que contar su caso ayudaría a que no le ocurriera a nadie más. La reflexión del doctor Diamond fue: “Si todos estos esfuerzos médicos, quirúrgicos y sociales combinados no tuvieron éxito en hacer que este niño aceptara una identidad de género femenina, entonces, tal vez, tengamos que pensar que hay algo importante en la constitución biológica del individuo”. Meses después salía publicado también el artículo de la revista “Rolling Stone”, que acabaría convirtiéndose en libro. La historia, sin embargo tuvo un final desgraciado: en 2004, David, con 38 años, se suicidaba tras haberse divorciado, años atrás, por iniciativa de su mujer y encontrarse en paro. Su hermano gemelo, Brian, se había suicidado asimismo dos años antes, tomando una sobredosis de antidepresivos, después de varios intentos. Esta historia se puede seguir en múltiples páginas de internet y en, entre otros, el siguiente vídeo:
 
 
     El caso de David Reimer constituyó un evidente apoyo para los científicos que pensaban que las hormonas prenatales e infantiles influyen intensamente en la diferenciación del cerebro y la identidad de género, y que esta es más profunda que la influencia ambiental que pueda sobrevenir a posteriori. Conclusión a la que ya antes se había llegado desde la reflexión filosófica. Para explicar esas eventuales diferencias que, a lo largo, sin duda, de un continuo de mayor a menor variación, separan al hombre de la mujer, Julián Marías echa mano de un concepto de raigambre unamuniana: el de “intrahistoria”, recogido por la Real Academia, según la cual viene a “designar la vida tradicional que sirve de fondo permanente a la historia cambiante y visible”. Partiendo de aquí, infiere Marías que “la vida es primariamente vida cotidiana, y sobre su fondo acontece todo lo demás, lo excepcional e insólito”. Y piensa que es precisamente la mujer la depositaria de esa posición vital desde la que, en lo fundamental, se administra la intrahistoria, la vida primaria, es decir, cotidiana. “La mujer nos da la impresión –sigue Marías ampliando su reflexión– de estar en contacto con las formas permanentes de la vida, con su sustancia (…) El hombre suele perderse en los accidentes (…), lo que ocurre o sucede”. Por sí solo, el hombre tendería a disolverse en sucesos, ocurrencias, novedades, minucias, porque “tiene una inquietante propensión a apasionarse por la inestabilidad de la superficie de la vida". A la mujer, por el contrario, “le dejan relativamente indiferente los ‘sucesos’, porque sabe que pasarán y quedará la vida permanente. Sus quehaceres, cotidianos e imperiosos, se lo han enseñado: la casa, las comidas, el sueño, el amor estable, los niños. Una vida variable, pero con ritmo, es decir, que vuelve (…) La atención masculina está mucho más orientada hacia lo que ‘pasa’; siente avidez por las noticias, que le interesan incomparablemente más que a la mujer”. No es que la mujer se desinterese de lo que pasa, pero lo hace “sin salir de su realidad”. Marías achaca la “pavorosa inestabilidad personal de nuestra época” a la pérdida de contacto consigo misma que, en buena medida, ha sufrido la mujer, lo cual ha afectado también al hombre, porque, como dice María Zambrano, “si es algo la mujer en la vida (…) quizá de todo hombre, es creadora de ‘orden’ ”.
     Podríamos decir también que, con todas las posibles variaciones que el continuo del que antes hablábamos consiente, el hombre es un eterno buscador de algo más. Si algo busca la mujer es, por el contrario, cómo dejar de tener que buscar. Aquel siempre tiene algo nuevo que intentar descubrir, esta aspira a la instalación. Él es una fuerza centrífuga, un culo de mal asiento, un inadaptado vocacional, siempre imaginando ser algo que no es; ella es hogareña, espera pacientemente, como Penélope, el regreso, la realidad es su terreno. Ortega decía: “La mujer normalmente imagina, fantasea menos que el hombre, y a ello debe su más fácil adaptación al destino real que le es impuesto”. Cuando, andando el tiempo, el deseo aún sigue vivo y exigente en el hombre, en la mujer va prevaleciendo la rutina, lo que ya existe, lo que ya se tiene y, por consiguiente, no es preciso tanto desearlo como, un escalón más arriba, conservarlo, a lo cual dedica sus energías. Esto causa importantes desajustes, para empezar, en el terreno sexual, los que hacen que, en el extremo, las ensoñaciones del hombre discurran hacia la infidelidad, mientras que las actitudes de la mujer la llevan a reforzar el valor de la fidelidad. Mas no solo: el sentido de la responsabilidad, la capacidad de atenerse a los hechos, de saber lo que en cada momento toca hacer, la prudencia, tienden a ser más valores femeninos, mientras que los complementarios valores masculinos son los que significan una mayor capacidad para la toma de iniciativas, para la ambición, para la disposición necesaria con la que enfrentarse a las dificultades, con la que sobreponerse a las limitaciones. Todo lo cual, a la hora de la convivencia entre unos y otras, si no se controla, es el fundamento de un mayor o menor desencuentro, incomprensión mutua y propensión a la conflictividad entre ambos sexos.
     Hombre y mujer son, en fin, seres distintos, y a veces contrapuestos. Al extremo de esa circunstancia, nosotros respecto de ellas, y viceversa, somos una inevitable fuente de decepciones. Prevenir posibles conflictos exige, por tanto, contrabalancear las mutuas decepciones y aprender a, respectivamente, tolerarlas y sobreponerse a ellas.