sábado, 29 de marzo de 2014

No es que seamos incapaces de sentirnos nación, es que tenemos parado el reloj de la historia

     Yo creo, amigo Vicente, que lo que falla ante todo entre nosotros, los españoles, es que la idea de que pertenecemos a un mismo cuerpo social, a una nación, está o ausente o relegada a un muy segundo plano. Y eso no hay que entenderlo como resultado de nuestra idiosincrasia o de que somos una amalgama imposible de naciones mal avenidas, sino como fruto de un retraso evolutivo. El estado moderno tal y como emergió de la Ilustración se fundamenta en la idea de nación, la cual resultó de la confluencia de diversos territorios antes dispersos, afectados por la fragmentación feudal. La reunión de fueros y privilegios en códigos legislativos unificadores, una administración compartida, la equiparación fiscal, la promoción de un idioma común, la disolución de fronteras comerciales interiores… tareas todas ellas que en los diversos países de Europa fue llevando a cabo la Ilustración, solo era posible sobre la base de la conciencia de pertenecer a una misma sociedad, a una misma nación. Aquí, la Ilustración no acabó de cuajar: las tres guerras carlistas del siglo XIX fueron la mejor expresión de ese atasco histórico, y salimos de ese siglo con muchas deficiencias que, resulta evidente, aún arrastramos.

     No son, pues, unas supuestas diferencias intrínsecas que nos separan lo que nos impide sentirnos parte de una misma nación, sino el retraso histórico en el acceso al estado moderno. El nacionalismo es la barrera que entre nosotros pone lo que hemos sido a lo que debemos de ser (una barrera que, cuando aparece, tiende siempre a teñirse de sangre). La solución no estriba, por lo tanto, en ser condescendientes con nuestras “diferencias” (es decir, con los restos de feudalismo que arrastramos), ni en buscar acomodo dentro de la idea de España a aquellos territorios que tienen unas acentuadas peculiaridades (es decir, en hacer una síntesis entre el estado moderno y el estado feudal). La historia va haciendo su camino de manera ineludible: la unidad legislativa, disponer de un idioma común, la unidad de mercado, la igualdad fiscal… no es algo que haya que someter a “peculiaridades” de las respectivas “nacionalidades”; es algo insoslayablemente exigido por la marcha de la historia. Tratar de buscar componendas entre lo que impone el progreso y lo que quisieran los reaccionarios nacionalistas es no entender  el problema que tenemos entre manos, y significa seguir retrasando (o incluso, tal vez, frustrando, desbaratando) la única solución racional que permite la historia.

     El caso es que ahí estamos: hoy son los nacionalismos disgregadores los que marcan la pauta, y los supuestos partidos nacionales no hacen otra cosa que intentar seguir su estela. Y hay que entender que no exagero: no hay mas que ir a las páginas web de esos partidos y observar cómo los símbolos nacionales españoles está totalmente ausentes y normalmente sustituidos por los símbolos de las “nacionalidades” respectivas. Por ejemplo, en la página web del Partido Popular del País Vasco aparece en su cabecera la ikurriña nada más; pero es que mientras que en el letrero que señala la posibilidad de cambio en la lectura al “euskaraz” hay una pequeña ikurriña, en la contraria, la que desde allí señala la posibilidad de cambiar al “gazteleraz” (castellano) no está acompañada, de manera semejante, de ninguna banderita española. En la página del Partido Popular “Catalá”, son un poco más sutiles (poco): en la cabecera, una bandera que lejanamente anuncia que fue española (por el desdibujado escudo nacional que se inserta en ella), inmediatamente se convierte en la cuatribarrada catalana. Y el Partido Popular digamos que “nacional”, de lo que hace exhibición a través de los símbolos que aparecen en su página es de su vocación europeísta.


     En el Partido Socialista, las cosas no varían mucho al respecto; quizás hay que reseñar que en la página de los socialistas catalanes no hacen exhibición de ninguna bandera en la cabecera, aunque en las fotos que acompañan a las informaciones que aparecen después resulta evidente la elusión de las banderas españolas en sus actos, en los que, sin embargo, sí aparecen banderas catalanas y europeas. También resulta chocante que, cuando eliges, no el castellano, sino el “castellá” para leer en esa página, el conjunto de las informaciones sigue apareciendo en catalán.

     No sacaré demasiado pecho en nombre de mi partido, UPyD, que tampoco hace precisamente ostentación de símbolos nacionales en su página web, aunque creo que resulta evidente su vocación nacional. El caso es que sí creo que se puede inferir de detalles como los anteriores, así como del hecho de que, en general, lo políticamente correcto exija hoy eludir los símbolos nacionales en cualquier ocasión, exceptuando las deportivas (y considerando que hay que decir “La Roja” en vez de “España” para referirse a la selección nacional de fútbol), que seguimos atascados en nuestra condición preilustrada, e incapaces de acceder a esa conquista histórica que en nuestro ámbito cultural significó la idea de pertenencia a una nación y a un estado modernos.

     Y llegar a esa altura histórica es paso previo para conseguir ponernos en vías de superar los demás atascos, económicos (barreras comerciales y, por vía indirecta, jurídicas, dada la sobredosis de legislación en cada autonomía, que dificulta las interacciones comerciales), políticos (estado mastodóntico y con más ratio de políticos por habitante que en ningún país europeo) y sociales (ruptura social entre los españoles), que nos lastran.

lunes, 24 de marzo de 2014

España en la encrucijada

     No interpretamos la realidad: interpretamos, y luego viene la realidad. Escojo esta digamos que chocante manera de empezar para resaltar cuanto antes la necesidad que todos tenemos de encontrar un marco en el que hacer que encajen los datos de la experiencia, de modo que cuenten así con una narración, un orden, un sentido que nos permita hacer de ellos instrumentos operativos a partir de los cuales encontrar fórmulas o sugerencias que nos ayuden a conducirnos eficazmente por los trayectos que nos va abriendo la vida.

 
     Así que se trata de encontrar un hilo conductor en el que ir encajando las cosas que pasan, en este caso, lo que nos pasa como sociedad. “Sociedad”, entre nosotros, quiere, sobre todo, decir, para empezar a fijar certeramente ese hilo conductor, “España”. Una sociedad en la que su realidad queda reflejada a partir de unos cuantos datos definitorios: seis millones de parados, 3,44 millones de viviendas vacías (13,7 % del total), según datos oficiales, un sistema educativo fracasado, a la vista de los datos comparativos, una corrupción generalizada en nuestras élites políticas y sindicales, un sistema judicial deteriorado por su ineficacia e ineficiencia y por su dependencia de esas élites políticas, y, en general, unas instituciones desacreditadas, y un sistema autonómico de organización territorial que culminará su fracaso cuando, en un tiempo tasado ya, los nacionalismos más exitosos en sus respectivas autonomías acaben de echar el órdago de la declaración unilateral de independencia para sus territorios… ¡Ah!, y una ciudadanía en la que el cabreo y la angustia se distribuyen a la par, dejando lo que queda para la desorientación. Evidentemente, en la selección de los datos definitorios va ya incluida cierta preliminar interpretación de los mismos, aunque de lo que se trata es de hacerlos encajar en una interpretación más cabal, que intentaremos realizar.

     El inicio del relato que habría de servirnos de hilo conductor interpretativo podríamos hacerlo coincidir, aunque nos dejemos coyunturalmente fuera asuntos muy importantes, con la llegada del euro, por un lado, que eliminaba el riesgo cambiario (los riesgos que para el inversor suponía la posible devaluación del valor de la moneda en la que aquel había invertido) y, por otro, con el intervencionismo político de Alan Greespan, presidente de la Reserva Federal norteamericana, que redujo al mínimo los tipos de interés crediticios. Estos acontecimientos significaron abrir las puertas al dinero fácil y abundante: los créditos se multiplicaron, la gente empezó a vivir por encima de sus posibilidades… Fundamentalmente, ese dinero extra que apareció se invirtió en bienes inmuebles. Se incrementó el número de viviendas muy por encima de las necesidades, como fórmula de inversión para ese dinero fácil. Una inversión que resultó ser, en principio, muy productiva, dada la imparable demanda de viviendas. Otra consecuencia de ese proceso fue que los sueldos en el sector de la construcción se inflaron enormemente, lo que empujó a muchos jóvenes estudiantes a abandonar sus estudios, porque el mercado laboral ofrecía esos altos sueldos sin necesidad de que se correspondieran con una cualificación de la mano de obra. Millones de extranjeros, mano de obra asimismo sin cualificar, vinieron también al reclamo de esa llamada.

     Aún más: el poder político encontró en esa intensa actividad del sector de la construcción una enorme fuente de ingresos que le permitió afrontar obras que, más que responder a necesidades sociales, se llevaban a cabo para satisfacer impulsos megalómanos: la Ciudad de la Cultura de Santiago de Compostela, la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia o distintos aeropuertos que apenas han llegado a usarse son paradigmáticos en este sentido. Las Cajas de Ahorros, mediatizadas por el poder político autonómico y municipal, se convirtieron en temerarias suministradoras de los créditos que permitían poner en marcha esas obras faraónicas. Al albur de tanto dinero fácil, los políticos se corrompieron en gran número y dejaron de afrontar su tarea como un servicio a la comunidad; desprovistos de esa función, pasaron a convertirse en una casta que protegía sus intereses. Y a la vez que se corrompían y se organizaban como casta, ponían en marcha fórmulas de autoperpetuación en las que dejaron de ser valores a considerar su capacidad, sus méritos o su voluntad de servicio, y pasaron a serlo su sumisión a las élites y su servicio a los intereses de la casta.

     Pero un día explotó la burbuja y entonces se vio que aquel dinero fácil no era sino dinero adelantado por encima de lo que, una vez gastado de forma suntuaria e improductiva, se podía devolver. El parón de la construcción dejó fuera del mercado laboral a muchos miles de trabajadores sin cualificar y, en esa medida, con muy pocas oportunidades de volver a tener vida laboral en un mercado que cada vez exige mayor cualificación. De esta forma, las prestaciones sociales se dispararon, aumentando vertiginosamente los gastos de un estado ya de por sí desorbitados. Las Cajas de Ahorros se hundieron porque era imposible recuperar unos fondos que, administrados directa e indirectamente por los políticos, no por técnicos bancarios, se habían prestado sin valorar los riesgos. Pero la casta política pretende salir de rositas de esta situación: no ha disminuido ni en número ni en privilegios; ni siquiera ha enmendado sus hábitos corruptos. Mantiene toda su estructura clientelar y sigue gastando por encima de lo que se ingresa, a pesar de que los impuestos han aumentado muy sensiblemente, deteriorando la ya flácida economía productiva que queda en España. La banca reflotada canaliza su capacidad crediticia hacia la deuda pública, que sigue creciendo porque los políticos mantienen funcionando un estado mastodóntico a la vez que inoperante. Mientras tanto, desentendida de los auténticos problemas de los españoles, deja medrar sin oposición a los separatismos, que, ya sin reparos y blanqueados los terrorismos, estiran la cuerda hasta un punto de tensión máxima.

     Y este es el horizonte hacia el que, si no cambian las cosas, avanzamos: por un lado, el aumento de la deuda pública no va a poder seguir por tiempo indefinido y el crédito a nuestro estado no va a estar llegando siempre. En dos o tres años, previsiblemente, se habrá convertido en impagable. Los inversores, demostrada nuestra insolvencia, huirán a lugares que ofrezcan más garantías. El crecimiento que aparenta asomar, apoyado en un crédito hasta ahora ininterrumpido (ese crédito que sigue devorando el estado), quedará en evidencia, como un rey que hoy pocos admiten que está desnudo. Por otro lado, a partir de noviembre, el nacionalismo catalán ha anunciado que pondrá en marcha la etapa final de su viaje de no retorno y, previsiblemente, no mucho más tarde (ya se han pronunciado públicamente al respecto) llevarán a cabo una declaración unilateral de independencia. Es asimismo previsible que los mossos d'esquadra, perfectamente adoctrinados, no obedecerán la orden que emitan los jueces de detener a los miembros del gobierno de la Generalidad, como dictan las leyes que ha de hacerse en un caso así, por lo que el gobierno de Rajoy debería dar el paso de intervenir por la fuerza contra esa facción del estado en rebeldía. Pero ¿qué se puede esperar de un gobierno dirigido por un personaje como Rajoy que viene demostrando cada día su inoperancia, su irresolución, su incapacidad para hacer cumplir las leyes y las sentencias que ahora mismo incumplen los gobernantes de la autonomía catalana? Un jefe de Gobierno, este Rajoy, que, igual que aquel peculiar ministro de Defensa, José Bono, que declaraba que prefería morir a matar y que con esa filosofía gobernaba nuestros ejércitos, quiere resolver el irrefrenable estado de rebeldía de los nacionalistas matándoles a besos o a propuestas de diálogo “sin límite de tiempo”. Cuando menos, podemos decir que nadie sabe lo que va a salir a partir de estas insólitas circunstancias previas.

     Dedicaremos, en fin, próximas entradas de este blog a seguir analizando la situación de nuestro país, esta espeluznante encrucijada nacional en la que nos hallamos situados.

sábado, 8 de marzo de 2014

Goya, el Romanticismo y la clausura en lo interior

     El hombre representativo de la modernidad hace transcurrir su vida en dos direcciones contrapuestas y complementarias: una, hacia el desencantamiento del mundo, hacia la aceptación de lo real como un mero hecho físico, desprovisto de fines y de sentido, triste, muchas veces angustioso y, si se logra alcanzar la indiferencia afectiva, enormemente aburrido. La otra dirección, contraria a esta, nace justamente de la confrontación con esa realidad decepcionante, que lleva finalmente al progresivo distanciamiento de ella, hasta llegar al enclaustramiento en lo interior, lo cual correlaciona con el sentimiento de vacío si nada viene a sustituir a ese mundo exterior en recesión, o con la efusión de fantasías más o menos extravagantes que vienen a servir de alternativa a la realidad desechada. La progresiva pérdida de consistencia de lo real, que es, pues, la contrapartida de un paulatino ensimismamiento, se puede rastrear en la pintura yendo al punto en que aparece el impresionismo. “El impresionismo –decía Ortega– nacido de una antipatía hacia las cosas atomiza las formas en puros reflejos: de una jarra, de una faz, de un edificio, pintará sólo la masa cromática amorfa”; efectivamente, la realidad pasa en este modo de pintar a ser algo desdibujado, incierto y fugaz. En el expresionismo, mientras tanto, lo que pasa a tener consistencia es lo irreal, las fantasías que manan del mundo interior, cada vez menos necesitadas del apoyo en figuras o elementos objetivos. Pues bien, Goya es un adelantado tanto del impresionismo (su cuadro paradigmático es, en este sentido, “La lechera de Burdeos”) como del expresionismo (especialmente con las Pinturas Negras). Podemos decir, en suma, que Goya es un romántico, pues el Romanticismo es la matriz de la que salen estas escuelas pictóricas y todas las demás que fueron sucediéndolas.

     Había en Goya un sustrato psicológico que favoreció ese recorrido alternante entre el impresionismo y el expresionismo. Como de forma minuciosa constató el eminente psiquiatra y escritor Francisco Alonso-Fernández (“El enigma Goya”, 1999), Goya padecía un trastorno bipolar que conducía alternativamente su estado de ánimo desde momentos profundamente depresivos a otros caracterizados por la euforia incontenible, en una secuencia de altibajos que duró toda su vida, con dos momentos críticos especialmente graves que acontecieron cuando ya había entrado en la edad madura. En la clave que ya hemos empezado a pergeñar, la alternativa impresionista correlaciona mejor con los estados de ánimo hipertímicos, los caracterizados por la euforia, donde la vinculación del sujeto con la realidad es lábil, variable y apegada a lo inmediato. Mientras tanto, el expresionismo goyesco tendría su correlato psicológico en una retirada brusca, decepcionada y, aún más, angustiada de la realidad. Sería posible, pues,  componer una secuencia con esos dos modos de hacer arte que se sustentaría en otras tantas disposiciones psicológicas: el impresionismo se correspondería con una frágil fijación a lo real que, sólo un poco más allá, se vendría a convertir en renuncia o rechazo de lo real; y es precisamente en ese momento cuando eventualmente irrumpe el mundo interior del estricto ensimismado, que en el arte empujaría hacia el expresionismo.

     En la evolución de su enfermedad a lo largo de su vida, tuvo Goya dos grandes crisis. La primera ocurrió a fines de 1791, cuando el pintor contaba 45 años (casi podríamos aún decir, como Dante, que “nel mezzo del cammin di sua vita”). Comenzó con un cuadro clínico caracterizado por la postración y la falta de fuerzas y de impulsos. La inactividad del personaje culminó en una permanencia en cama prolongada durante dos largos meses a fines de 1792 y comienzos de 1793, a la que siguió una fase de varios meses más caracterizada por una actividad limitada al interior de la casa, y que apenas le llevaba de la cama al sofá y viceversa, con pérdida absoluta de energías y ausencia de interés por la comunicación con los demás, así como diversas afecciones de orden somático. Durante año y medio, la producción artística del pintor quedó totalmente anulada. A los tres años de comenzada la crisis, en 1794, empieza a remitir el cuadro depresivo y Goya se pone a pintar.

     Existen analogías en los procesos que respectivamente afectan al cuerpo y al alma cuya pista puede resultar ilustrativo seguir en este momento. Una primera premisa, común a ambas realidades, podemos establecerla a partir de la constatación de que el dolor significa agonía, lucha, confrontación entre lo que quiere vivir y lo que se deja morir. Cuando a un montañero se le queda la mano a punto de la congelación, pero se llega a tiempo de volver a insuflarle calor, al restablecerse de nuevo la circulación de la sangre en la mano aterida, se sufre un intenso dolor. Podríamos decir que la mano había llegado a una encrucijada: un poco más, y los tejidos hubieran optado por la necrosis, la renuncia a la vida como defensa frente al dolor de la congelación que iba progresando. Cuando el cuerpo ya no protesta, cuando prolongando estos momentos críticos deja de doler, es que ha muerto. Lo que aún queda de dolor, queda de vida; y cuando se está a punto de desistir de la vida, de aceptar el alivio de la muerte, volver a vivir se hace a costa de reavivar el dolor, el combate contra la muerte. La vida, al reanudar su flujo por el tejido casi congelado, se vuelve a abrir paso con dolor.

     La depresión es un estado de práctica congelación del alma. Cuando Goya empezó a salir de la fase depresiva de esta importante crisis psíquica que sufrió, sorprendió con la producción de una serie de cuadros que Alonso-Fernández propone denominar “pintura catastrófica o trágica”, en la que aborda temáticas imprevisibles si consideramos lo que hasta entonces había sido la trayectoria de su pintura, que se podría encuadrar dentro del estricto academicismo, en la que los temas dominantes habían discurrido por una línea bucólica, festiva y más bien dulzona y superficial, y valorando los cuales, dice Ortega que “revelan un oficial de su arte, bien dotado, menos bien adiestrado y que no tiene nada que decir”. Sin embargo, en 1793-94, a la salida de su depresión, empieza por pintar cuadros de temática angustiosa: “El naufragio”, “El incendio”, “El asalto a la diligencia”, “Interior de una prisión” y “El corral de locos”.

 
     En 1795, emprende Goya asimismo la tarea de realizar la colección de sus “Caprichos”, a través de los cuales muestra su íntima confrontación con el mundo en que vivía, denunciando la superstición, el vicio, la hipocresía y la corrupción, y dando así expresión a una de las vertientes de su carácter, que se solía hacer manifiesta tanto en una fase como en la otra de su ciclotimia, y que le convertía en una persona irritable, malhumorada, testaruda e incluso pendenciera. Su forma de mirar, de situarse ante su mundo, le hacía ser, pues, fácilmente vulnerable a la decepción, lo que finalmente le llevaba a extremar su sensibilidad ante los defectos de los demás, hasta el punto de acabar dando forma a sentimientos persecutorios que le empujaban a revolverse violentamente en situaciones conflictivas. Esas reacciones eran más virulentas cuando las fluctuaciones de su estado de ánimo le producían una mayor activación de su energía vital, y menos en las fases depresivas, en que la frustración derivaba hacia el desencantamiento y la pérdida de energías.

     En conjunto, vemos que el carácter de Goya le inclina hacia la toma de distancia respecto de su mundo, lo cual, en el extremo, habría de empujar su producción artística hacia la des-realización. Dice Ortega al analizar su obra: “Los objetos que interpreta –cosas o personas– no le interesan con ningún interés directo, inmediato, que revele el menor calor humano irradiando hacia ellos (…) En los cuadros que pintó motu proprio –casa de locos, disciplinantes, mascaradas, degollaciones, fusilamientos, naufragios, pánicos– su interés es oblicuo. Los pinta precisamente porque son temas humanamente negativos”. Esa des-realización a la que, a partir de tal estado de ánimo, su obra estaba abocada es lo que precisamente queda de manifiesto en uno de sus más conocidos “Caprichos”, el que titula “El sueño de la razón produce monstruos”, fechado en 1797. La leyenda que acompaña a la estampa da un argumento certero sobre cuándo la des-realización tiene lugar. Dice: “La fantasía abandonada de la razón, produce monstruos imposibles: unida con ella, es madre de las artes y origen de sus maravillas”. Es precisamente su rechazo del mundo –y podríamos decir que paralelo abandono de la razón– y correlativo ensimismamiento lo que acentúa en Goya su tendencia a la fantasía desvinculada de su soporte real.

     El segundo gran ciclo bipolar que sufre Goya se inicia hacia 1819-1820, cuando cuenta 73 años, y coincidiendo con la intensificación de su sordera (que aún le aísla más del mundo) y su traslado a La Quinta del Sordo (nombre que es anterior a la compra del inmueble por el pintor). Comienza este ciclo con un estado depresivo que rápidamente le lleva a retirarse del mundo. Su depresión se cronifica, alargándose desde 1819 a 1823. Tras realizar un cuadro sombrío, “La oración del huerto” (1819) y otro patético, un autorretrato en el que aparece un Goya desfallecido en brazos de su médico Arrieta (1820), abandona totalmente la producción artística durante un año, falto de toda energía y motivación. Durante el bienio 1821-23 empieza a salir de su postración, y, como el montañero cuya mano empieza a superar el virtual estado de congelación, lo que sigue es la renovada irrupción de la vida como algo doloroso, angustioso. Es lo que se refleja en la inmediata producción artística que pone en marcha: los catorce cuadros conocidos como “pinturas negras”, donde la realidad aún queda lejana, suplantada por la carga de onirismo que llevaba consigo su drástico ensimismamiento, del que por entonces sólo empezaba a salir.

     Las “pinturas negras” son un auténtico precedente del expresionismo, ese preliminar intento de la pintura de traducir a formas plásticas el mundo interior. El dominante color negro de las pinturas es el que mejor refleja el estado de ánimo depresivo, en cuanto que es el que de modo más fidedigno traslada a los cuadros la oscuridad con que el mundo externo se muestra ante el depresivo, así como la falta de matices en la relación con ese mundo que se siente como ajeno, y la impotencia a la hora de conocer, de arrojar luz sobre los elementos de la realidad. Asimismo es significativo el tipo de seres reflejados en las pinturas: monstruosos, desvitalizados, enajenados, y de perfil dudoso, desdibujado o descuidado. Y en fin, los paisajes: desnudos, ásperos, fríos, con ausencia de vida vegetal, y cielos grises y amenazadores. La falta de organización en los elementos del cuadro, así como la ausencia de perspectiva y de clara diferenciación entre el fondo y el primer plano, encargada de reflejar la jerarquización de sus componentes, serían algunas de las características técnicas de estas creaciones pictóricas del Goya deprimido (no tan deprimido ya como para no ponerse, al menos, a pintar cuadros). Esta evolución de la pintura goyesca permite decir a Ortega que “va a consistir en una serie progresiva y sucesiva de innovaciones y audacias, hasta dar con los límites del arte, traspasarlos y perderse en la manía y la pura arbitrariedad”. Y complementando tal idea, dice también: “La torpeza de Goya, pintor de oficio, es un componente inseparable de la gracia de Goya, pintor de genio”.

     A esa segunda gran fase depresiva en Goya sigue después, de nuevo, una fase hipertímica de su estado de ánimo que ya se prolongará durante el resto de su vida, y que le llevará a una auténtica fiebre creadora hasta el momento de su muerte, en 1828, cuando contaba 82 años de edad. En esa fase, los temas y técnicas son más normalizados que en su etapa depresiva, aunque también realiza algunos experimentos delirantes, como su serie de “Disparates”. Su celebrado último cuadro, “La lechera de Burdeos”, viene a anticipar ese modo de displicente alejamiento de la realidad que supuso el impresionismo, en la medida en que los trazos van desconectándose del perfil genuino de la figura, y el color y la luz empiezan a suplantar sutilmente a los objetos concretos.

     Estamos apuntando, a lo largo de esta narración nuestra, a la hipótesis del eventual paralelismo existente entre los presupuestos generales de la modernidad y un preciso sustrato psicológico en la estructura de la personalidad de los creadores representativos de este movimiento que algo debiera de decirnos sobre su respectivo significado. En el caso de Goya, constata Alonso-Fernández que su genialidad irrumpe a los 45 años, a partir de la recuperación de su primer gran episodio depresivo. Confirmemos que, efectivamente, el proceso creador, es decir, el que aumenta de alguna manera la realidad desde la cual surge, necesita de un previo periodo de ensimismamiento, de retirada de una realidad que ha dejado de ser satisfactoria o suficiente. Ese distanciamiento respecto de un mundo que hasta entonces había considerado el suyo está anunciado en una carta que Goya dirige a su amigo Zapater a fines de 1790, poco antes, pues, de su primera gran crisis depresiva. En ella dice: “Se me ha puesto en la cabeza que debo mantener una determinada idea y guardar una cierta dignidad que el hombre debe poseer, con lo cual, como puedes creerme, no estoy muy contento”. Esa realidad en la que hasta entonces estuvo inserto ya no es aceptable en los términos en los que se presentaba, y su obra viene a ser precisamente un resultado de la inquietud que sucede a la confrontación con lo que al artista le venía dado, la que le hizo retraerse sobre sí mismo y alimentar, como él dice, “ideas”. En este contexto, el ensimismamiento ha de entenderse como un paso que precede a un posterior regreso a la realidad, dotado ahora de nuevas claves con las que reinterpretarla y buscando a partir de ellas una nueva forma de instalarse en esa realidad… o, por el contrario, fuera de sus márgenes. El ensimismamiento puede así entenderse como producto de una crisis vital surgida de la inadaptación a lo que hay, que en su mejor resolución debiera de significar una oportunidad de ampliar los horizontes del mundo, que habían llegado a ser demasiado restrictivos, pero que en su versión peor aboca hacia esa belicosa confrontación con la realidad que supone el delirio. De lo difícil que resulta diagnosticar en qué lado de la elaboración de la fantasía está Goya, si en el creador o en el delirante, son muestra estas palabras de Ortega: “La delicia más peculiar que Goya nos produce y que envuelve todas las demás de su arte (es) el choque casi constante con el carácter equívoco de su obra en virtud del cual nuestra contemplación se convierte en una lucha permanente con aquélla y con nosotros mismos, porque no sabemos ante lo que vemos qué debemos pensar, si está bien o está mal, si significa esto o más bien lo contrario, si el autor quiere lo que hace o hace lo que sale sin querer; en fin, si es un genio trascendente o un maníaco”.  Éstas serían premisas suficientes para comprender también cómo “en Goya brota repentinamente y en la pintura por vez primera el romanticismo, con su carácter de irrupción convulsa, confusa de misteriosas y ‘demoníacas’ potencias que el hombre llevaba en lo subterráneo de su ser”. De ese subterráneo van saliendo, pues, al parecer, fluencias que van a desembocar unas en la patología y otras en la genialidad, quizás sin solución de continuidad entre unas y otras.

     Las épocas expansivas han señalado hacia el futuro cuando de buscar esa realidad alternativa a lo que hay se trataba. La esperanza, la promesa de algo mejor sustentaba los espíritus y orientaba las tareas de aquellos que aspiraban a trascender la realidad tal y como se les mostraba. El impulso creador tomaba su fuerza de las actitudes que empujaban la personalidad en la dirección señalada por esa esperanza. Pero cuando, como vaticinó Nietzsche, llegó el nihilismo, esto es, la ausencia de metas, de finalidad, en suma, de futuro, el creador quedó atrapado en el presente. Y un creador sin futuro (un desesperado) no tiene otros modos de salirse de lo real que los que le proporcionan el delirio y la alucinación, genuinas maneras de ver que tiene ya adoptadas como propias el esquizofrénico y, en sus formas más amortiguadas, quien sufre alguna clase de trastorno psíquico menos grave. La creación durante este tiempo sin futuro de uno de los ramales de la modernidad, cuando no se ha limitado a empequeñecerse adaptándose a los estrechos márgenes de esa realidad que se repudiaba, ha tendido a confundirse con los delirios y alucinaciones propios de la manera de mirar el mundo que tiene el esquizofrénico cuando busca desesperadamente evadirse de una realidad que no acepta. En el arte quedarían ambas posiciones expresadas, en el primer caso, en el intento de reflejar una realidad gris, desnuda y vacía y, de forma complementaria, en el segundo, en el de ignorar la realidad para ir al encuentro del caos o de los productos del delirio

     Que Goya sea un conspicuo precursor de nuestro tiempo es algo que podemos deducir no sólo observando sus cuadros sino también indagando en su biografía. Su manera de estar en el mundo era la propia del hedonista, del ser apegado a lo que las cosas pueden ofrecer aquí y ahora, sin muchos recursos en su personalidad para dilatar hacia el futuro su expectativa sobre lo que extraer de ellas. Rubén Darío decía de él que era una persona caprichosa, brusca, inquieta. Uno de sus estudiosos, Jannine Baticle, lo ve como un hombre tosco, rudo, impetuoso. Algunos biógrafos describen al Goya veinteañero como “un muchacho apasionado, inquieto, impulsivo, pendenciero y violento, con una frecuente participación en enfrentamientos de bandas juveniles, pero también con una presencia muy activa en fiestas y juergas”. Lo cual no obsta para que, durante la primera etapa de su vida artística relegara esas genuinas manifestaciones de su carácter a un segundo plano y acabara sometiendo su orgullo y su deseo de ejecutar lo que hubieran sido sus auténticos proyectos a las imposiciones de quienes le encargaban sus trabajos. Y así, en 1781, a la hora de realizar los frescos en las cúpulas del Pilar, acepta finalmente someterse a las directrices de su cuñado y maestro, Francisco Bayeu, después de que le reconvinieran para que así lo hiciera desde el Cabildo zaragozano, tras un primer conato de rebeldía.

     Sometiendo sus impulsos, ya había aceptado discurrir por el cauce de lo convencional desde que en 1775 se había comprometido a la realización de 45 cartones para tapices, que ocuparon su tarea como pintor hasta 1789. Pero en 1790 se niega a continuar su trabajo como cartonista. Goya está a punto de sufrir la primera gran crisis de su enfermedad. Su personalidad rebelde estuvo soterrada durante este tiempo, pero había llegado la hora en que iban a irrumpir en tromba los sentimientos de frustración que subyacían a su forzada adaptación a circunstancias que no sentía como propias. Renegando de los convencionalismos a los que había estado sometido, se enfrascó dentro de sí mismo. Ese fue el comienzo de su depresión.

     Goya era un inadaptado: eso es lo que se hizo patente especialmente a partir de su primera gran crisis. El mundo que le había tocado vivir le parecía extremadamente decepcionante. Su forma de mirar incluía el sesgo que producía esa facilidad suya para ser decepcionado. Por ello, sobre todo desde que hace eclosión esa crisis, se inclina a ver el lado burlón, ridículo o incluso tétrico de las cosas. Aún más, su sesgo le va a llevar a menudo hasta el límite en el que esas cosas están a punto de no ser ya reales, o incluso ya no lo son. Desde su posición vital, ve lo que queda de las cosas después de arrancarles su parte más noble, lo que las haría encaminarse hacia el punto que señala la esperanza de ser más de lo que aparentemente son. Al contrario, todo a los ojos del Goya que resurge de su depresión camina hacia la degeneración y la depravación. La última etapa de ese camino, la vejez –excluyendo, en cierto sentido, su postrera etapa hipertímica–, significa la culminación de ese perverso trayecto; por eso, para Goya, las viejas son convertidas en brujas o alcahuetas, que enredan y manipulan a las jóvenes sobre las que proyectan su propia lascivia, y los viejos quedan reflejados como tétricos heraldos de la muerte, o patéticamente poseídos por una lubricidad intempestiva. Unas y otros pasan a ser aproximaciones hacia la personificación de lo demoníaco. En el universo que Goya ve no cabe la esperanza de un futuro reparador; por el contrario, todo se encamina hacia una corrupción cada vez mayor. Es la forma de mirar del depresivo, de quien no encuentra sentido a la vida. Es también la forma de mirar del hombre moderno.






 

domingo, 2 de marzo de 2014

Por qué tenemos vida interior

     La materia es el estadio conformista de la Creación. Cuando algo solo es lo que es, es que es materia. Pero, obviamente, no todo es materia; más aún podríamos decir: nada es solo materia, porque nada se está quieto, conforme con lo que es, asentado en una manera de ser definitiva. Desde el bando de enfrente, nos dice Sri Aurobindo: “La materia entera no es más que una masa de luz estable”. Pero nada ha alcanzado la estabilidad total. También desde ese bando, sugiriéndonos implícitamente que nos conformemos con estar en paz, dice Lao Tsé en el Tao Te King:

“El regreso al origen se llama paz;
la paz se llama sometimiento al destino;
lo que se ha sometido al destino forma ya
parte de lo que siempre es” 

     Sin embargo, como dice María Zambrano, “nada es solamente lo que es”, es decir, nada se somete totalmente a su destino, nada ha alcanzado la paz… salvo lo que está muerto. La materia es solo lo que más se acerca a ese estado de no ser que consiste en ser nada más que lo que se es.

     ¿Y qué es entonces lo que no es materia (en qué consiste esa luz inquieta a la que deducimos que también implícitamente se refiere Aurobindo)? Escojamos para indagar sobre ello algo que esté en el otro extremo del continuo, por ejemplo, la fantasía. La fantasía no contiene ni un solo gramo de materia, y está hecha de rebeldía frente a lo que hay, es una manera de escapar de la presión de lo conformado y definitivo, de crear mundos alternativos a este otro que se ve y se toca, que, por tanto, se sustenta en la materia. La fantasía surge porque la parte de la Creación que aceptaba lo que había, que se conformaba, resultaba ser insuficiente. Fantasía es pulsión hacia lo que no hay (no hay materialmente), propensión hacia lo que falta, búsqueda de perfección. “¡Fantasía, divino soplo generoso que llena al paso cualquier vela y empuja todo a su perfección!”, exclamaba Ortega.

     Esa aspiración a lo que no hay se manifiesta en todo lo que hay. El movimiento es la forma más primaria de manifestarse esa pulsión. Pero ¿cómo es posible que de lo que hay pueda surgir esa aspiración a lo que no hay? ¿Cómo la materia puede emitir esa forma de negación de sí misma que es la fantasía y, en última instancia, el espíritu, que es el recipiente finalmente encargado de recoger dentro de sí todo lo que le falta a lo que existe? ¿De dónde surge esa clase de nostalgia que sufre la materia que le hace echar en falta algo que no es ella? ¿De dónde surge la conciencia? ¿Cómo a partir del polvo y del agua surgió esa instancia de la Creación que consiste en cuestionarse lo que es el polvo y el agua, ese doble de las cosas que tiene forma de pregunta sobre las cosas?

     Buscando respuestas, no podremos llegar mucho más allá de confirmar que la Creación resulta del encuentro entre lo que hay y lo que a eso que hay le falta, entre lo que se acepta tal y como es y lo que, insatisfecho, se propone como alternativa a lo que es, entre lo definitivo y lo que eternamente se mantiene como aspiración a ser… En suma: entre la materia y el espíritu. Cuando algo se consolida, cuando encuentra su modo definitivo de ser, es que se ha convertido en materia: en eso consiste la muerte. Mientras tanto, decía Ortega, “la vida es quehacer”. La vida existe mientras dura la rebelión frente a lo que se es, mientras hay aspiración a algo más… mientras hay conciencia (espíritu). En definitiva, “un hombre es aquello que hace frente al sistema de vigencias establecidas en el contorno donde se haya infuso” (Ortega).

     Dios, el que brilla por su ausencia, es el depositario de todo lo que no hay. Es, pues, espíritu, lo contrario de la materia (ni el espíritu ni la materia, ni Dios ni la Nada, existen en puridad: son solo dos referentes). Frente a otras maneras de definirlo contrapuestas, optamos por decir que Dios es el que no es (a diferencia de la materia). Y como dice una enseñanza sufí,

“Dios duerme en la roca,
sueña en la planta,
se agita en el animal
y despierta en el hombre”

     El hombre es, de toda la Creación, quien más echa de menos a Dios (lo que no hay), aquel en quien más viva está la conciencia. El hombre es, o debiera ser, una ejemplar síntesis entre lo que hay y lo que no hay, el deseo de hallar estabilidad y la inquieta búsqueda de lo que le falta, materia y espíritu.

 
     La enfermedad surge en el ser vivo cuando aquel estado de rebeldía que nos constituye se apaga en alguna medida, cuando la quietud va ganando terreno a la inquietud, cuando la materia empieza a prevalecer sobre el espíritu. Es por eso que, según decía Ortega, “lo demasiado seguro y estable que se alza con un gesto de invulnerable eternidad produce en nosotros una específica angustia”. Esa angustia nos avisa del peligro que conlleva el exceso de ser, es decir, la amenaza de dejar de ser.