domingo, 3 de abril de 2016

El sentido de la vida

     Vivimos encadenados a nuestro doble. Un doble que lo es no tanto porque se nos parezca –en realidad, es nuestro permanente contrapunto, lo que quedaría de nosotros si de ello amputáramos nuestro deseo de ser otra cosa–, sino porque nos sigue a todas partes y se dedica a lastrar cada uno de nuestros gestos, a contraponer la fuerza de su inercia a cada paso que damos, a orlar con una espesa capa de arrepentimiento todas nuestras iniciativas. Nos sigue pues como si fuera nuestra Sombra: fue así como lo llamó, precisamente, a esto o a algo parecido, Carl G. Jung.
     El que somos de verdad (¿?), ni nos da tiempo a constatarlo; y es que vivimos proyectados, lanzados hacia donde nos guían nuestros deseos, dirigidos por aquello que esperamos. Hemos nacido a partir del inconformismo, somos un movimiento de insurrección contra la fatalidad o “factualidad”, contra el imperio de lo dado, el que representa nuestro doble, la parte constatable de lo que somos. Empezamos el día venciendo ya la inercia de lo que en nosotros no espera nada más que lo que ya es, y nos ponemos en marcha hacia lo que pretendemos que sea. Y los saludos que ya de mañana dirigimos a nuestros congéneres van también impregnados de todo eso que en nosotros es deseo: “buenos días”, “que te vaya bien”, “buen viaje”, “saludos” o “que sigas con salud”. No somos capaces de aceptar sumisamente que las cosas vayan por sus propios derroteros, no nos sentimos genuinos habitantes del reino de los hechos. Ahí atrás, entre los hechos, dejamos solo a nuestro doble, tirando de nosotros hacia ese fondo en el que reside, inerte, la realidad. “Pero mira que eres… ¡Déjalo estar!”, sentimos que nos dice. “Las cosas son como son, no como queremos que sean. ¿Crees que desear un buen día influye sobre lo que la fatalidad tenga ya previsto? ¿Crees que con tanto desear salud para todos puedes conjurar el hecho último de que nadie escapa de la muerte?”.
     Decía Sartre, en representación de nuestro descreído doble, el que anda atrapado entre los hechos, que negar la falta de sentido de la existencia era un acto de cobardía, y que “la vida comienza al otro lado de la desesperación”. No hay nada que esperar, confirmaba su coetáneo Samuel Beckett a través de Vladimir y Estragón, los personajes de su obra más famosa, “Esperando a Godot”… un Godot que, efectivamente, nunca llegó. Y sin embargo, el filósofo canadiense Jean Grondin afirma en su libro “Del sentido de la vida. Un ensayo filosófico” que “toda vida se funda en la esperanza”. Una esperanza, eso sí, que “no se trasformará nunca en certidumbre, no será nunca un dato, solo una esperanza”. Vladimir y Estragón son el doble fáctico de Grondin: todos ellos saben que eso que esperan no llegará nunca, y en eso se parecen, y sin embargo, aquellos aceptarían el aserto de Sartre y solo después de la desesperación comenzarían a vivir… o a llevar adelante lo que les quedase de la vida después de esa amputación. Mientras que Grondin, por el contrario, lo que propone es afirmarse en la esperanza, porque, dice, “la esperanza es inmanente a la vida (…) sin ésta no hay ninguna vida que sea posible vivir”.
     Pero hemos acelerado demasiado el paso: no siempre tiene uno la suerte de vivir escindido, es decir, confrontado con su doble, habituado al diálogo interior. Aún más, la mayoría vive por inercia, sometida a las convenciones, dando por ciertas las rutinas de vida ordinaria que ya se encontró hechas. Para poder dudar, hacerse preguntas, sorprenderse de lo que antes se daba por hecho, hay que sufrir antes una crisis de identidad, quebrantarse. Alfred Adler, el sobresaliente y pronto centrifugado discípulo de Sigmund Freud, lo confirma: “¿Pero para qué sirve la vida? ¿Qué significa la vida? –interpelaba– Podemos afirmar (…) que (las personas) solamente se hacen estas preguntas cuando han sufrido una derrota. Mientras que todo va bien, mientras que no surgen ante ellos pruebas difíciles, jamás formularán esas interrogantes”. Entonces, después de haberlo pasado mal, es cuando uno puede llegar a pensar por sí mismo, es decir, filosofar, puesto que, como Platón decía, “la filosofía es un silencioso diálogo del alma consigo misma”, es decir, con su doble. Solo aquel para el que la vida convencional, la que se encuentra dada, resulta fallida o insuficiente, puede aspirar a ser filósofo, a preguntarse por el sentido de la vida, a pensar por sí mismo. Dice Jean Grondin que “no se puede filosofar verdaderamente sino en primera persona, solo solitariamente”
Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     Suele ocurrir que, antes de propiamente dedicarse al diálogo interior, el incipiente filósofo derive primero su crisis personal hacia el simple extravío vital y hacia la transgresión. San Agustín, por ejemplo, antes de dedicarse cabalmente a la filosofía llevó una vida de crápula contra la que nada podían los consejos y las oraciones de su atribulada madre, Santa Mónica. Los primeros atisbos de respuesta a las grandes preguntas de la vida los llevó, como según lo que hemos dicho era de prever, por el lado de la marginalidad: se apuntó a la secta herética de los maniqueos. Ya empezaba por entonces a sentir la llamada de la sensatez, pero negociaba con Dios un cierto retraso en el acceso a la misma, porque parece que la vida transgresora tenía sus compensaciones; así que, según dejó transcrito en sus “Confesiones” le decía a Dios: “Hazme puro… pero aún no”. San Pablo tuvo que caerse del caballo para iniciar su cambio de vida; en San Agustín, el equivalente aconteció cuando un día escuchó la voz de un niño que canturreaba: “Toma y lee; toma y lee”. Cuando uno está presto para el cambio de vida, el azar, o quizás su subordinado, el destino, se confabula para precipitar los procesos. Así que Agustín se tomó aquel canturreo del niño en serio y se dijo que lo que procedía era abrir la Biblia que en ese momento tenía entre las manos por donde ese azar siguiera diciendo, y leyó lo primero que llegó a su vista, que fueron las palabras de la carta de San Pablo a los Romanos en la que decía: “nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos… revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias”. No tuvo que llamar a la sibila para saber interpretar esas délficas instrucciones, y, efectivamente, sintió que su daimon (su doble incipiente, la parte movilizadora de sí) le estaba hablando de manera admonitoria. A partir de ahí se preguntó seriamente sobre el sentido de su vida y, como se puede deducir, se dedicó a la filosofía. “No vayas fuera, entra en ti mismo: en el hombre interior habita la verdad”: esa fue la manera en que San Agustín vino a sugerir que para encontrar la verdad que da sentido a la vida no hay que buscarla en el conjunto de convenciones que dan sustento al mundo externo, al mundo dado, sino en el interior de uno mismo, en la respuesta que uno mismo ha de darse en íntimo diálogo con su alma. La respuesta al para qué estamos aquí, el sentido de las cosas, o dicho de otra manera, Dios, no es que resida en nuestra intimidad, no: reside en las cosas, en el mundo (a esta constatación no llegó, sin embargo, San Agustín), pero es algo que solo podemos ir descubriendo en íntimo diálogo con nosotros mismos. La verdad de que dos y dos sean cuatro la descubre, efectivamente, nuestra mente, pero solo llega a su culminación cuando conseguimos aterrizarla en la realidad mundana. Aunque esa búsqueda del sentido nunca llegará a agotarse, a alcanzar un punto definitivo: decía San Agustín que ni yo mismo comprendo todo lo que soy”; es decir, que no conseguía llevar a término esa búsqueda de la verdad que iba manando de su interior, siempre es posible profundizar más, siempre se puede ir más allá.
     El libro en que se funda la filosofía moderna, es el Discurso del método”, de Descartes, que es otra autobiografía como las “Confesiones” de San Agustín. No es un tratado, no es una exposición de tesis, es un relato de la propia vida de Descartes, que se apoya en un argumento, que es el cogito, el “pienso, luego existo”, que ha aparecido de forma distinta y con propósito distinto, pero que constituye también una apelación a la radical evidencia que surge de lo íntimo, como  en San Agustín. De nuevo, la filosofía surge de una apelación al diálogo interior, al pensamiento, como forma de sobreponerse a los errores, engaños o insuficiencias de los convencionalismos, del saber ajeno que sustituye al propio esfuerzo, de las respuestas a preguntas que no hemos tenido que hacernos. En el inicio de sus “Meditaciones metafísicas”, Descartes escribe, en efecto: “Hace ya algún tiempo que me he dado cuenta de que, desde mis primeros años, había recibido como verdaderas gran cantidad de opiniones falsas, y que lo que yo había fundamentado sobre principios tan poco firmes no podía ser más que dudoso e incierto; de manera que se me hizo ineludible emprender por una vez en mi vida la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, para comenzar de nuevo desde los fundamentos si quería establecer algo firme y constante en las ciencias”. En suma, Descartes fiaba a su propio yo, a su intimidad, la tarea de descubrir la verdad, que comprendió que estaba oculta tras un velo de convencionalismos, de opiniones externas. Debía, por tanto, pensar por sí mismo. Su “Tratado sobre las pasiones” se abre también de esta manera: “(Las pasiones) sintiéndolas cada cual en sí mismo, no es menester recurrir a ninguna observación ajena para descubrir su naturaleza; lo que los antiguos han enseñado de ellas es tan poco, y tan poco creíble en general, que solo alejándome de los caminos seguidos por ellos puedo abrigar alguna esperanza de aproximarme a la verdad. Por esta razón me veré obligado a escribir aquí como si se tratara de una materia que nadie, antes que yo, hubiera tocado”. Solo es posible la claridad cuando se piensa desde sí mismo, no cuando uno recibe pasivamente los pensamientos ajenos.
     Poco después Spinoza escribía su “Tratado de la reforma del entendimiento y de la mejor vía a seguir para llegar al conocimiento verdadero de las cosas”. También recurrió a una exposición de principios semejante a la que utilizó Descartes: “La experiencia me había enseñado que todas las ocurrencias más frecuentes de la vida ordinaria son vanas y fútiles (…) yo resolví en fin buscar si existía algún objeto que fuese un bien verdadero, capaz de comunicarse y por el cual el alma, renunciando a cualquier otro, pudiera ser afectada únicamente; un bien cuyo descubrimiento y posesión tuviesen por fruto una eternidad de alegría continua y soberana”. Spinoza buscaba también, por tanto, el sentido de la vida, aquel bien que, elevándose por encima de las banalidades de la vida ordinaria (de la vida vivida según fórmulas que nos vienen dadas, las que preceden a nuestra escisión interior) sea capaz de servir de fundamento cabal a la existencia en este mundo.
     Miguel de Unamuno sufrió una grave crisis personal en 1897, a partir de la cual, la religión que le habían legado sus mayores y que había servido de soporte a su transcurrir vital, dejó de resultarle válida. A partir de entonces, de manera decisiva, se escindió: después de 1900, se instaló de un modo definitivo en la lucha y en la duda, en el constante debate interior, en el combate agónico entre sus vertientes contrapuestas. En suma, en el equivalente al silencioso diálogo del alma consigo misma que decía Platón, que, filtrado por el carácter de Unamuno, venía a parecer bastante menos silencioso y más atribulado. También sabía el de Bilbao que ese diálogo íntimo, esa búsqueda del sentido de la vida, no habría de cesar nunca, no era posible llegar en ello a nada definitivo y concluyente: “Mi religión —escribe en 1907— es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio”. Y es que, como dice Grondin, la esperanza que sustenta nuestro intento de encontrar la verdad “no se transformará nunca en certidumbre, no será nunca un dato, sólo una esperanza”.
     Para encontrar sentido a la vida hay que decidirse a tomarla en las propias manos, superar la primera fase en la que todos nos iniciamos, la de dejarse llevar, una fase en la que ni siquiera llega uno a preguntarse por ese sentido. Este se manifiesta de varias maneras, aunque sobre todo lo hace en un sentido direccional: la vida está orientada hacia un fin, un fin futuro, y ese fin, nunca del todo conformado y nítido, nos atrae con una fuerza que no es reducible solo a términos racionales ni objetivos. Hay que recurrir también a la fe, en este sentido del que hablaba María Zambrano: “La fe es la actitud que corresponde al futuro; es el modo de tratar con él; de abrirle paso. Las raíces habrían de tenerla de la flor, si la planta realizara su esfuerzo conscientemente”. Igual que la raíz apunta hacia la flor, nosotros buscamos realizar nuestra potencialidad, según diría Aristóteles, o aproximarnos al Bien, según Platón esta vez. Así pues, mi vida tiene sentido porque voy hacia alguna parte que de alguna manera mejora lo que ahora soy. Ahora bien, el último sitio al cual voy es, resulta evidente, la muerte; Heidegger repetía que, efectivamente, la vida es una carrera hacia la muerte, que, por tanto, acaba con cualquier intento de mejora individual: todo lo que construyo como individuo se acabará encontrando con ese tope fatal. ¿Debería esto anular nuestra pretensión de encontrar un sentido a la vida? ¿Habremos de ubicarnos, como Sartre proponía, en la desesperación, y solo después de ello ir tirando como y hasta donde podamos, es decir, hasta que la muerte ponga fin a esa inutilidad acumulativa que hasta entonces fue la vida?
     Habrá que conjugar estas sugerencias de nuestra parte sombría y adaptada a los hechos con la constatación de que vivir es volcarse hacia las posibilidades que nos abre el futuro. Lo demás es ponerse de parte de la muerte. Aún más, vivimos en función de algo que no existe, en función de ilusiones que nos dinamizan hacia metas inciertas y que, de tener alguna consistencia, se refieren a algo que, todo lo más, está por venir. En suma, que la realidad que somos está preñada de irrealidad. O de una realidad que nos trasciende. Pero esto no es solo una circunstancia más o menos aislable de nuestra personalidad, una característica entre otras; no, sino que lo que esto quiere decir es que la vida, toda ella, es una función de esa propensión hacia lo que no somos y nos falta ser. Somos gracias a eso que no somos (algo, por tanto, inaccesible a las ciencias de la naturaleza, que solo tienen en cuenta lo que evidentemente somos, lo que es nuestro doble sombrío), gracias a que tenemos algo a lo que aspirar y sobre lo que estar ilusionados, algo que esperamos alcanzar y que trasciende nuestro presente. Y, salvo que caigamos en esa forma de renuncia a la vida que constituye la depresión, lo somos hasta el último instante de esa vida. Si no participáramos de esa tensión que tira de nosotros hacia adelante, hacia el futuro, la vida desaparecería o se pondría en el trance de desaparecer, no tendría ninguna función que realizar, ningún hueco que venir a rellenar. “Toda vida aspira a lo que hay de mejor”, dice Grondin, que añade: “La tensión hacia el Bien, hacia lo mejor, hacia la sobrevivencia es así inmanente a la vida”. Por tanto, la misma condición humana postula el más allá, puesto que si no lo hay, si no hay permanentemente un más allá tirando de nosotros, no hay vida. María Zambrano decía, precisamente: “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”.
     Fijémonos a este propósito en el ejemplo que nos aporta la biografía de Cervantes. Nuestro emblemático escritor, cuando iba a morir, expresó que tenía plena conciencia de ello. Lo hizo en el prólogo a “Los trabajos de Persiles y Segismunda”, cuya redacción terminó cuatro días antes de su muerte, justo cuando recibió los últimos sacramentos. Al día siguiente redactó la dedicatoria al conde de Lemos, que dice así: “Puesto ya el pie en el estribo / Con las ansias de la muerte, / Gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”. Aún sigue escribiendo el 20 de abril, dos días antes de su muerte, en que dicta de un tirón el prólogo a “Los trabajos de Persiles y Segismunda”. Muere, efectivamente, el 22 de abril de 1616. Pero, como se ve, no renuncia a sus proyectos. Aún tenía pendientes otras novelas que había prometido escribir en sus prólogos y dedicatorias, así como la segunda parte de “La Galatea”. Sigue deseando escribir aun cuando sabe que ya no podrá hacerlo: “Llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”, de vivir en función de sus proyectos, que nunca da por terminados. Mientras Cervantes vive, sigue proyectando, sigue mirando al futuro. Sabe quién es, y sigue queriendo serlo. El yo que siente ser le es irrenunciable. Incluso cuando la muerte se le avecina. Y ese yo que es incluye los proyectos, lo que todavía no es. Ese yo empuja hacia un futuro que trasciende de lo que la duración de la vida permite. Dando sustento a esta aparente incongruencia, decía Viktor E. Frankl: “No existe ninguna situación en la que la vida deje ya de ofrecernos una posibilidad de sentido, y no existe tampoco ninguna persona para la que la vida no tenga dispuesta una tarea”… incluso cuando ya no haya tiempo de realizar esa tarea. Por eso, lo que somos postula el más allá, porque tenemos “yo” en la medida en que tenemos futuro, aun cuando objetivamente ya no tengamos futuro.
      Y si ese más allá no existe, habrá que inventarlo: eso es lo que el hombre se ha dedicado a hacer desde que se preguntó por el sentido de la vida, desde que se escindió y envió una parte de sí hacia allá donde los hechos no gobiernan. Más aún, la Creación entera parece discurrir sobre esa ficción del más allá, porque toda ella participa de la propensión hacia lo que todavía no es, y sobre la cual discurre la evolución del Universo. El Big Bang parece, pues, que es el momento en que el Universo se escindió y no se conformó con ser solo, como hasta entonces, nada. Esta quedó circunscrita a ser solo el contrapunto, el doble de lo que hay, la versión sartreana de ese componente de la evolución cósmica que constituye el arrepentimiento, la inercia o la desesperación. La nada queda así configurada como el negativo del ser.
     El sentido de la vida discurre sobre el hecho (¿?) de que hacemos la vida como si aspiráramos a algo que, en realidad, nunca alcanzaremos del todo. Cada meta es una etapa de la meta siguiente. Imposible parar, porque la vida consiste en eso, en aspirar siempre a algo más que lo que hemos alcanzado. Sobre esa aspiración siempre insatisfecha discurre la vida, que se inventó, precisamente, para recorrer el camino hacia lo imposible, más aún, que consiste estrictamente en eso. ¿Qué sentido tiene esto de vivir, es decir, de perseguir lo inalcanzable? Si dejamos que responda nuestro doble, concluiremos que resulta evidente que ninguno. Si, después de la escisión interior, respondemos nosotros mismos, los que estamos metidos en el empeño de vivir, diremos que el sentido de la vida es una verdad que, como que dos y dos sean cuatro, descubrimos en nuestra intimidad y que esperamos que esa verdad culmine de alguna manera en la realidad externa, la que nos trasciende. Si uno se inclina hacia el lado del sentido, podemos incluso llamar Dios a eso que es inalcanzable (Inalcanzable), eternamente desconocido (Desconocido), siempre escondido (Escondido), pero que tira de nosotros hacia delante, en su busca. "Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti", decía San Agustín. Algo que no existe o que nunca llegaremos a conocer resulta que es lo que explica que las cosas existan. Sobre esta paradoja se ha constituido la vida. Sin esa aspiración a lo que no existe, la vida tampoco existiría.

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