lunes, 21 de mayo de 2018

Por qué el hombre es un ser esencialmente inadaptado e inadaptable

     Nuestro reino, el reino de los seres humanos, no es de este mundo. Es esto, precisamente, lo que le hizo decir a Ortega que “el hombre representa, frente a todo darwinismo, el triunfo de un animal inadaptado e inadaptable”. Pero este mundo, la realidad, es lo que hay, e ineludiblemente es en ella donde hemos de hacer nuestra vida. Como residuo último de lo que éramos antes de venir a parar al mundo quedaron dos formas de rebeldía irreductible, que conforman los extremos de un continuo: el que va desde la psicosis esquizofrénica a la psicosis maniaco-depresiva (las dos formas fundamentales de enfermedad mental grave). El esquizofrénico no acepta entrar en el mundo, prefiere, todo lo más, construirse una realidad delirada y alucinada, confeccionada a la medida de sus predisposiciones más íntimas. El maníaco se sale del mundo por el otro extremo: no lo acepta porque le resulta insuficiente, pasa por él como un torbellino, rompiendo todos los moldes que el mundo tiene preparados para ubicar en ellos la normalidad; la fuerza de su pasión le empuja siempre más allá de todo lo que ha conseguido asentarse en una forma, en algo delimitado, demoliendo a menudo lo que le va saliendo al paso. Cuando la realidad acabe por imponerse, le espera al maníaco no la adaptación, sino la rendición exánime ante ella que significarán sus fases depresivas. Mientras tanto, para conseguir vivir en este mundo, para llegar a aceptar la realidad, hay que buscar una ubicación entre esos dos extremos de la inadaptación, aceptar entrar en la realidad recortando de nosotros los impulsos que la sobrepasan, acotando nuestras expectativas, remansando nuestras exigencias hasta que encuentren acomodo en las zonas de orden, de previsibilidad, de sentido común, de responsabilidad, de fidelidad a aquellos con los que nos relacionamos… que delimitan el mundo real y que, todas juntas, son la base de lo que hemos dado en llamar sabiduría.
     Pero nunca quedaremos a salvo de nuestra inadaptación esencial, la realidad será en el fondo para nosotros solo un lugar de paso, y, en estado de latencia, el esquizofrénico que nos habita pugnará para que renunciemos al mundo, mientras que nuestro maniaco interior querrá que vayamos siempre más allá de sus límites. Por ello vino el cristianismo a, mientras afirmaba que el reino al que estamos llamados no es de este mundo, validar tanto a nuestra esquizofrenia como a nuestra manía latentes, tanto a nuestra vocación por la renuncia como a la que nos empuja hacia el más allá. Así, San Pablo escribía en su Primera Carta a los Corintios: “Porque está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes (…) ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad? (…) Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación (…) Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres”.
     Tal vez desde aquí podamos entender lo que escribió Kay R. Jamison, psicóloga, profesora en diferentes universidades estadounidenses y una autoridad mundial en todo lo que se refiere a la enfermedad maniaco depresiva, de la que ella misma es víctima, en el epílogo de su autobiografía, “Una mente inquieta” (Tusquets, 2011). Dice allí, una vez llegado el momento de las conclusiones: “A menudo me he preguntado a mí misma si elegiría tener la enfermedad maniaco-depresiva en el caso hipotético de que se me presentase la elección (…) Aunque parezca extraño, creo que elegiría tenerla”. Hace ver acto seguido que esa sorprendente predilección no se referiría propiamente a las fases depresivas de su enfermedad: “la depresión es algo mucho más horrible de lo que puedan expresar las palabras”. Pero sobre todo las fases maníacas, al menos las hipomaníacas, le hacen sentir que ha volado por encima de lo que somos capaces de hacerlo los demás mortales. De modo que –pasando a referirse al conjunto de su dolencia–, “creo sinceramente que, a causa de ella, he sentido más cosas y con más profundidad, he tenido experiencias más intensas, he amado más y he sido más amada, he reído más a menudo al haber llorado más veces también, he apreciado más las primaveras a causa de los inviernos (…) Durante meses, cuando estaba deprimida, me he arrastrado a cuatro patas para poder desplazarme por la habitación, pero ya fuese en épocas normales o bajo los síntomas de la manía, he corrido más aprisa, he pensado con más celeridad y he amado con un apresuramiento superior al de los demás. Y creo que esto se debe a mi enfermedad, a la intensidad que presta a las cosas y a la perspectiva que fuerza dentro de mí”. Finaliza el libro con estas palabras que parecen obviar que llevó a cabo un casi definitivo intento de suicidio: “Cada vez que vuelvo a mi estado normal, no puedo imaginar que pudiese cansarme de la vida, pues he conocido esos meandros sin término con sus horizontes ilimitados”.

     Unos capítulos más atrás da Jamison una panorámica suficientemente expresiva de su enfermedad (que tiene controlada a base de medicación y de psicoterapia): “Existe una clase especial de dolor, de júbilo y de espanto dentro de este tipo de locura. Cuando estás en fase maníaca es formidable. Las ideas y los sentimientos van y vienen como estrellas fugaces y tú las persigues hasta que encuentras otras nuevas y mejores. Desaparece la timidez, surgen de repente las palabras, los gestos necesarios, y sientes la certeza de tener la potestad de cautivar a los demás. Encuentras interés en gente poco interesante, la sensualidad se vuelve contagiosa y el deseo de seducir y ser seducida se vuelve irresistible. Te impregnan las sensaciones de facilidad, de intensidad, de poder, de bienestar, de omnipotencia económica y euforia. Pero en algún momento todo cambia. La velocidad mental se vuelve demasiado rápida y abrumadora, y una increíble confusión sustituye a la claridad. La memoria desaparece, el humor y el interés en las caras de los amigos se convierten en miedo y preocupación. Todo lo que antes estaba a favor se vuelve en contra –te muestras colérica, enfadada, temerosa, incontrolable y totalmente inmersa en profundidades oscuras del espíritu cuya existencia nunca habías imaginado–. No se termina nunca ya que la locura esculpe su propia realidad (…) Las tarjetas de crédito anuladas, los cheques bancarios sin fondos, las explicaciones necesarias en el trabajo, las disculpas que pedir, los recuerdos intermitentes (¿qué es lo que hice?), las amistades perdidas o dañadas, la ruina matrimonial. Y las preguntas aterradoras: ¿cuándo volverá a ocurrir? ¿Cuál entre mis sentimientos es el real? ¿Cuál de mis yoes soy yo? ¿La salvaje, impulsiva, caótica, energética y loca, o la tímida, introvertida, desesperada, suicida, condenada y rota? Probablemente un poco de las dos. Con suerte, un mucho que no tiene nada que ver con ellas. Virginia Woolf, en sus altibajos, lo dejó bien claro: ‘¿En qué profundidades adquieren color nuestros sentimientos, es decir, cuál es la realidad de cualquier sentimiento?”.
     Reconoceremos a nuestro, habitualmente amortiguado, maniaco interior si pensamos en nuestra enamoradiza adolescencia (de hecho, es en esta edad cuando suelen aparecer los primeros brotes psicóticos), los momentos en los que estuvimos dispuestos a comernos el mundo, la pasión que invertimos en nuestras primeras conquistas amorosas, el horizonte ilimitado, utópico, hacia el que proyectábamos nuestras ilusiones y nuestros proyectos… Y también las decepciones y frustraciones en que finalmente acababa recalando toda aquella energía desbordada cuando comprobábamos que vivíamos en el mundo real. Esa sería la fase depresiva (pseudo-depresiva en el normal). Ya decía Descartes que “la razón se debilita con la materia”, aludiendo con la razón a la potencia que guardamos en nuestra intimidad, y siendo la materia expresión de lo que la realidad, el mundo extenso, nos contrapone.
     El otro extremo del continuo sería aquel que, representado por la esquizofrenia, nos empuja a interrumpir nuestra relación con la realidad, clausurarnos en nuestra intimidad, anular la empatía exigida para salir al mundo que compartimos con los demás, refugiarnos preventivamente en una negatividad que nos libere de cualquier tributo con el que quede significada nuestra participación en un mundo que sentimos como ajeno. Esta renuncia al mundo a la que todos estamos también esencialmente propensos vino asimismo a validarla el cristianismo, como quedó expreso en propuestas tan descarnadas como esta del mismo Jesucristo: “Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío” (Lucas, 14, 25-33). Lo cual quedó ratificado en esta otra de San Pablo: “En lo que resta, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo está a punto de acabar” (Primera Carta a los Corintios). Sentimiento apocalíptico que echó raíces en los argumentarios de otros inadaptados extremos, y bastante más abruptos, expuestos, por ejemplo, en “El Catecismo del revolucionario”, de Nechaev, un anarquista y nihilista representante de Bakunin en la Rusia del siglo XIX, y en donde decía: “El revolucionario es un enemigo implacable de este mundo, y si continúa viviendo en él es solo para destruirlo de forma más eficaz. El revolucionario debe ser severo con los demás. Todos los tiernos y delicados sentimientos de parentesco: amistad, amor, gratitud e incluso el honor deben extinguirse en él por la sola y fría pasión por el triunfo revolucionario”. Y si San Pablo predicaba diciendo: “Nos hemos emancipado de la ley, somos como muertos respecto a la ley que nos tenía prisioneros, y podemos ya servir a Dios según la nueva vida del Espíritu y no según la vieja letra de la ley”; o bien: “El hombre alcanza la salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley”, Nechaev le ratificaba a su manera en su renovado catecismo: “El revolucionario ha roto –y no sólo de palabra, sino con sus actos– toda relación con el orden social y con el mundo intelectual y todas sus leyes, reglas morales, costumbres y convenciones. Es un enemigo implacable de este mundo, y si continúa viviendo en él, es sólo para destruirlo más eficazmente”.


     Así pues, estamos condenados a ser una amenaza para este mundo, a estar vocacionalmente inclinados a perseguir utopías nacidas en nuestra desatención maniaca a los límites que la realidad nos impone o en las ensoñaciones autísticas de nuestro esquizofrénico interior. Algo en nosotros estará siempre dispuesto a negar que la realidad sea real. Es decir, a abismarse en la locura. Y nuestra época, esa a la que Zygmunt Bauman bautizó como “modernidad líquida”, se siente particular, peligrosamente inclinada a pensar que no son admisibles ninguna forma estable y consistente, ninguna objetividad, ningún límite.
     ¿Existen alternativas que permitan reconducir esa “pasión por la destrucción” de la que hablaba Bakunin, y que a todos nos posee de manera más o menos manifiesta, hasta conseguir que aceptemos la realidad sin renunciar a ese otro mundo del que efectivamente es el reino al que estamos convocados? Las hay: las que conducen hacia la creatividad. Resulta curioso, además de insoslayable, constatar cómo son personalidades hipomaniacas y esquizoides las que han destacado por su creatividad en todos los campos abarcados por la cultura humana. Esta, la cultura, no es, precisamente, sino el resultado de nuestro inconformismo, de nuestra tendencia a buscar algo que eternamente nos empuje, no a aceptar lo que hay, sino a ser cada vez mejores: una manera constructiva de ampliar los límites del mundo sin renunciar a vivir en él; esto es, una manera de domesticar la peligrosa atracción que sentimos hacia la locura.

jueves, 3 de mayo de 2018

Posmodernismo, esquizofrenia y feminismo de género

     Ya con 22 años Ortega y Gasset combatía la “ridícula propensión” con que queremos reducir la vida inabarcable y fértil a “nosotros, como si solo nosotros fuéramos la vida y porque tenemos un dolor decimos que la vida es mala o necia o buena o torpe”. Y en esa tierna edad juvenil fraguó ya la fórmula que después convertiría en uno de los pilares de su doctrina: “salvémonos en las cosas”, y no en lo que el débil pero ensoberbecido yo de cada cual decida de manera autística.
     Michel Foucault (1926-1984), quizá el principal adalid intelectual del posmodernismo y del feminismo de género, apuesta decididamente por ir en la dirección contraria a aquella que proponía Ortega, y está a la vista que el eco que han alcanzado sus posiciones ha sido mucho mayor que el logrado por el filósofo español con las suyas. Para Foucault, la realidad, las cosas no existen. Recogió de Nietzsche la idea de que “no hay hechos, hay interpretaciones”. Y también se sintió heredero de Descartes, al que siempre consideró la frontera a partir de la cual fue tomando forma la manera de pensar de la que se sentía partícipe, y cuya aportación más decisiva fue la de que es posible el pensamiento sin representación de cosa alguna, la subjetividad con independencia de cualquier referente objetivo.
     Para Foucault es imposible, en efecto, alcanzar la objetividad. Lo que así llamamos es la supuesta verdad que el poder impone con el fin de dominar las voluntades y las conciencias en beneficio propio. Esa verdad la va filtrando a través del lenguaje y sus contenidos semánticos, y la mantiene por medio de instituciones disciplinarias como la prisión, la fábrica, el asilo, el hospital, la universidad, la escuela y los manicomios. Y a esa verdad impuesta, a esa anulación de la subjetividad, el poder lo llama “orden”. Según esta perspectiva, el orden no es, en realidad, más que un medio para hacer trabajar, y el trabajo es un medio para hacer reinar el orden. El resultado final es que el individuo, su ser más auténtico, queda constreñido por la estructura social (creencias, costumbres, prejuicios, convicciones, tradiciones…). ¿Qué propone Foucault para liberarse de esa alienación a la que la estructura, el poder, cualquier poder en cualquier sociedad, nos somete? Nada concreto, salvo dejar que eclosione la subjetividad. Incluso la locura, en cuanto que poderoso medio de cuestionamiento de la razón prevaleciente, es un modo plausible de liberarse del poder de las “sociedades disciplinarias”.
     ¿Qué queda entonces, para Foucault, de todo aquello a lo que el hombre ha solido entregar su vida, de los ideales, de las misiones y tareas que han empujado a los hombres hacia metas que les trascienden, que están más allá de los dominios de su estricta subjetividad? Nada, no queda nada. En un debate televisado en 1971 de Foucault con Noam Chomsky, el primero argumentó contra la posibilidad de cualquier identidad, cualquier naturaleza humana fija, en contra de lo postulado por el concepto de Chomsky de las facultades humanas innatas. Este argumentó que, por ejemplo, la idea de justicia estaba arraigada en la mente humana, mientras que Foucault rechazaba que hubiese ningún concepto de justicia por encima de lo que subjetiva y coyunturalmente le pareciese a cada cual. Tras el debate, Chomsky se vio afectado por el rechazo total de Foucault a la posibilidad de una moralidad universal, afirmando: "Me parecía completamente amoral, nunca había conocido a alguien que fuera tan amoral (...) Quiero decir, me agradó personalmente, es sólo que no podía entenderlo. Es como si fuera de una especie diferente, o algo así ". Como alguien sin identidad, podríamos decir, sin nada fijo ni objetivable a lo que poder referir su personalidad.
     Curiosamente, esta forma de instalarse en el mundo que, en términos generales, proponen Foucault y el posmodernismo viene a coincidir, con la que han consignado algunos psiquiatras existenciales que es la propia de quienes sufren de esquizofrenia (ver, por ejemplo, Louis A. Sass: “Locura y modernismo”, Ed. Dikynson). Ya Eugène Minkowski había resaltado como definitorio de la esquizofrenia el hecho de percibir cualquier salida al mundo, cualquier objetivación de su ser íntimo por parte del esquizofrénico como algo alienante, una traición a su sí mismo, de modo que, cuando esta persona realiza alguna tarea mundana, se siente a sí misma como falseada, como un vacío, como una máscara de sí. De esa manera nos hace ver Sass, que se percibía a sí mismo Antonin Artaud –esquizofrénico y a la vez un conspicuo representante del arte de vanguardia, arte también ligado a estos presupuestos–, el cual describía su propia cara como una “máscara lubricante”, “como si la parte más íntima suya se volviera un objeto externo”. Sass considera como característica principal de la esquizofrenia lo que llama “hiperreflexividad”, una tendencia exagerada a encerrarse en sí mismo y construirse un mundo a la medida de las propias ideas, fantasías o pulsiones íntimas antes de que lleguen a tropezar con la realidad exterior.
El panóptico de Bentham
     Otra característica habitual en la esquizofrenia son los delirios de referencia, que nacen de la sensación de que todo lo que ocurre alrededor del esquizofrénico considera este que alude o tiene relación con él. Un síntoma amortiguado de esto mismo son las ideas de referencia, características de personalidades esquizoides, no estrictamente psicóticas; y ya decididamente intensificado este síntoma pasaría a ser delirio persecutorio o paranoico. Hablamos de un síntoma que tiene evidentes concomitancias con la idea de Foucault, expuesta en “Vigilar y castigar”, de que el sistema, es decir, la “sociedad carcelaria”, viene a ser algo equivalente al panóptico de Bentham, un tipo de arquitectura ideada hacia fines del siglo XVIII por el filósofo utilitarista Jeremy Bentham para cárceles y prisiones, diseñada en forma de anillo de celdas alrededor de una torre de vigilancia desde la que el carcelero puede observar todo lo que hacen los prisioneros recluidos en esas celdas, sin que estos puedan saber si son observados, porque desde fuera la torre de vigilancia resulta opaca. El sistema, pues, viene a ser el ojo que todo lo ve o que en todo momento se ocupa de él, que tanto Foucault como el esquizofrénico sienten que les acosa por doquier.  El continuo que va desde las ideas de referencia hasta el delirio persecutorio permite por otro lado entender los comportamientos de muchas personas politizadas que mantienen algo así como una permanente postura de disposición para el combate, de defenderse del ubicuo enemigo que creen detectar en cualquier sujeto que, por algún detalle más o menos relevante, pasa a ser a sus ojos representante del sistema (un enemigo de la nación, un enemigo de clase, un enemigo de género…). Como los esquizoides y esquizofrénicos en general, tienden estas personas a ser invulnerables a los razonamientos.
     La trayectoria del pensamiento de Michel Foucault, esta que, como hemos ido viendo, podría servir perfectamente de marco intelectual para la esquizofrenia, vino a entrelazarse con la que, por su parte, iba realizando Simone de Beauvoir (1908-1986), una de las máximas representantes del feminismo de género. Según esta autora, también según Foucault, no existen a priori ni “hombres” ni “mujeres”; la realidad en sí, toda ella, sigue sin existir, cada cual se la puede inventar. Se la puede inventar a partir del lenguaje. Simone de Beauvoir sostenía, pues, que no nacemos hombres o mujeres, sino que la sociedad, a través de consignas transmitidas por el lenguaje (y cuyo cumplimiento se vigila desde el virtual panóptico que constituye la hoy llamada sociedad heteropatriarcal), nos hace hombres o mujeres. Y además, dicha sociedad ha fabricado a la “mujer”, ese constructo cultural, como esclava.
     Christina Hoff Sommers, una destacada feminista de la actualidad, aunque de otra clase de feminismo, el que ella llama “de igualdad”, en sus libros “¿Quién te robó el feminismo?” (1994) y “La guerra contra los chicos” (2013), define de esta forma el feminismo de género, al que ella misma puso también nombre, en una entrevista en “El Mundo” del 17 /09/2016[1]:
     ¿Qué es el feminismo de género, explicado a lectores no iniciados?
     “Es una escuela de feminismo de línea dura que ve a las mujeres, incluso en Occidente, como cautivas de un sistema de injusticia y de opresión. Según esta teoría, cada logro humano en realidad lleva el sello del patriarcado: literatura, filosofía, ciencia, música o lenguaje. No es suficiente con cambiar leyes o tradiciones. El sistema entero tiene que ser desmantelado. El feminismo de género salió de la política radical de los 60 y estuvo marcado por la filosofía marxista y la de Marcuse, Frantz Fanon y Michel Foucault. Yo, sin embargo, me considero una propagadora del “feminismo de igualdad” que lucha por la igualdad moral, social, legal de hombres y mujeres, por la libertad de mujeres y hombres para emplear su estatus de igualdad en intentar ser felices como ellos quieran. Su origen es la Ilustración. Dicho claro, el feminismo de la libertad quiere para las mujeres lo que para todos: dignidad, oportunidad y libertad personal. No está en guerra con feminidad y masculinidad y no ve a los hombres y a las mujeres como tribus opuestas. No está en sus tablas sagradas las teorías de la opresión universal del patriarcado y los males inherentes al capitalismo”.
     “El feminismo de hoy es de lamento. Se empezó a forjar en los 90. La causa noble de la emancipación de la mujer se transformó en victimismo. ¿Cómo pasó? Le echo mucho la culpa a una mezcla desafortunada de teorías de la conspiración sobre un patriarcado fantasma y la propaganda. Desde hace años, he mirado con cuidado estadísticas sobre mujeres y violencia, depresión, desórdenes alimenticios, igualdad salarial y educación. Lo que he encontrado es información engañosa. La tercera ola del feminismo se construye con mentiras e hipérboles. Por ejemplo, la desigualdad salarial. Sí, las mujeres ganan menos que los hombres, pero es porque estudian distintas carreras, trabajan en distintos campos y menos horas. Cuando controlas todos estos factores, la diferencia casi desaparece. Pero eso no se dice en los libros de los estudios de género”.
     “El lobby feminista parte de una lógica perversa: si algunos hombres están mejor que las mujeres, eso es una injusticia. Si a las mujeres les va mejor, eso es la vida”.
     Christina Hoff Sommers es escritora y doctora en filosofía. Investiga en el American Enterprise Institute, uno de los think tanks liberales más señeros de Washington, donde mantiene un videoblog, “La Feminista basada en los hechos”. Dice tener un proyecto: devolver la cordura al feminismo. “Que hombres y mujeres usen su estatus de igualdad para ser felices como quieran”. Considera que el feminismo de género se ha extraviado al unirse a la lucha política de la extrema izquierda, que utiliza el victimismo para imponer las tesis de lo “políticamente correcto” y negar el derecho a la discrepancia. Defiende un “feminismo de igualdad” frente a ese “feminismo de género” que ella considera reaccionario y autoritario y que a menudo contiene una “hostilidad irracional hacia los hombres”. Sommers añade que las preferencias personales, y no la discriminación sexista, juegan un papel en la elección de carrera de las mujeres. Las mujeres no sólo prefieren desarrollarse profesionalmente en campos como la biología, la psicología y la medicina veterinaria, por encima de la física y las matemáticas, sino que además buscan carreras que sean compatibles con su vida familiar. Sommers escribe que “el verdadero problema al que la mayoría de las científicas se enfrentan es el reto de combinar la maternidad con una carrera científica de alto valor”.