lunes, 20 de abril de 2015

Cómo la angustia da forma al cuerpo y al carácter

     Venimos del miedo. Todo lo demás ha llegado después. “El miedo, en efecto –decía Nietzsche–, ese es el sentimiento básico y hereditario del hombre; por el miedo se explican todas las cosas, el pecado original y la virtud original”. Y Thomas Hobbes, el primer filósofo empirista, llegó a afirmar que “el miedo y yo nacimos gemelos”, y que en el origen, antes de que los hombres inventaran el estado,  los hombres vivían en “un temor constante y en peligro de muerte violenta”. “Miedo” es en realidad una forma elaborada de algo aún más primario: la angustia; para sentir miedo, necesitamos un motivo, para sentir angustia, no.

    La angustia es un sentimiento esencialmente ligado a la vida: esta consiste, como dice Ortega, en lo que hacemos y lo que nos pasa; pues bien, lo que hacemos es el conjunto de tareas que dedicamos a sobreponernos al sentimiento de angustia original. Albert Einstein decía más exactamente: “La vida no tiene otro sentido sino el de superar la inquietud fundamental, germen de angustia”. Y el psicoanalista Paul Diel: “La inquietud angustiada es el motor de la evolución en su forma psíquica”. Pero también la angustia es un sentimiento que está ligado a la muerte, puesto que nos avisa de que esta está al acecho, y sentirla es en realidad una especie de anticipo de la muerte. Philipe Brenot, en su ensayo “El genio y la locura”, se manifiesta consciente de este doble movimiento que genera la angustia cuando dice: “Qué profunda paradoja: esa angustia que permite crear y, precisamente por eso, existir, conduce igualmente a la muerte y al borde del abismo”. Soren Kierkegaard, siendo consciente de aquella faceta de la angustia que la ponía de parte de la vida, proclamaba también que “la angustia, sin embargo, no es hermosa por sí misma, sino solamente cuando aparece acompañada por la energía que sabe dominarla”

     La angustia es un sentimiento que no es posible traducir propiamente a lenguaje expresivo, a términos verbales, porque no está referida a ninguna causa concreta. El miedo supone ya una traslación de aquel sentimiento primario a este ámbito de las causas concretas, es decir, de las amenazas verificables. Nuestros miedos tienen una larga trayectoria filogenética, y en este sentido vienen a ser, sobre todo, herederos de aquel miedo atávico que nuestros antepasados sentían ante el ataque inminente de un depredador, frente al cual preparaban al organismo para una respuesta que tanto podía llevar al ataque como a la huida. En tales ocasiones, el organismo humano se predispone para poder realizar esa respuesta de la manera más efectiva: para empezar, la adrenalina que producen las glándulas suprarrenales se vierte en la sangre haciendo que, por un lado, se contraigan los vasos sanguíneos, de modo que la sangre puede circular más deprisa y afluir rápidamente hacia las partes del organismo que más la necesitan en esos momentos: las zonas musculares y el cerebro; aumenta, por tanto, la frecuencia cardíaca y la tensión arterial. Por otro lado, la adrenalina hace también que se dilaten los conductos de aire para de esa manera acoger una ración extra de oxígeno con la que producir el suplemento de energía que se va a necesitar. Las mismas glándulas suprarrenales, en esas situaciones en las que el organismo se dispone a dar la respuesta de ataque o de huida, segregan corticoides, unas hormonas que tienen la función de atenuar las respuestas del organismo a los efectos de la inflamación que puedan ocasionar las heridas, así como la de mantener, a pesar del desgaste por la lucha, la concentración de azúcar en la sangre, la presión arterial y la fuerza muscular. Asimismo, el páncreas produce glucagón, una hormona que libera en los vasos sanguíneos el azúcar que estaba almacenado en el hígado y en los músculos, provocando de esa forma un aumento casi inmediato de la glucemia, con el objeto de elevar el tono del organismo. Además, y puesto que el estómago necesita liberar urgentemente todos sus contenidos para que la actividad del organismo se centre exclusivamente en la tarea de responder a la amenaza que ha sobrevenido, se produce una gran secreción de jugos gástricos. Por otro lado, y con objeto de proteger la cabeza, especialmente la nuca, que es la parte de la anatomía que resulta más vulnerable, sobre todo si el ataque llega por detrás, los hombros se alzan y se encoge el cuello.


Ilustración: Samuel Martínez Ortiz

     ¿Pero qué pasa si la sensación de amenaza persiste en el tiempo? Inevitablemente ocurrirá que esas respuestas que el organismo tiene previstas para pasajeras situaciones de emergencia tenderán a cronificarse. Entonces, lo que estaba destinado a defender al organismo acabará desbordando las posibilidades de este y derivando hacia peligrosas anomalías. De esta manera, la sobreproducción de adrenalina provocará una hipertensión permanente que acabará formando grietas y fisuras en los vasos sanguíneos y produciendo el síncope vascular; también aparecerán taquicardias y problemas respiratorios. Por otro lado, el exceso de corticoides en el organismo conducirá hacia la desmineralización ósea, es decir, la osteoporosis. La hiperglucemia que el organismo previó para coyunturales situaciones estresantes, cuando se cronifica, puede llevar a la enfermedad diabética, a la disminución de la resistencia a las infecciones y a disfunciones multiorgánicas.  Si, además, los jugos gástricos se siguen produciendo por encima de lo conveniente, la hiperacidez acabará provocando lesiones irreversibles en el aparato digestivo que concluyen en la úlcera duodenal o diversas formas de colitis. Asimismo, aquella necesidad de vaciar con urgencia los contenidos digestivos para que el organismo se dedique exclusivamente a preparar respuestas de ataque/huida puede derivar, si estas se prolongan, hacia la enfermedad del colon irritable. Y en fin, las actitudes corporales que estaban previstas para situaciones de amenaza física, por ejemplo, la elevación de los hombros o la tensión muscular general, derivarán hacia contracciones musculares permanentes que serán causa de graves disfunciones en los hombros, la espalda, dolores de cabeza o fatiga muscular.

     Pero aún más: si aquel peligro frente al cual el organismo previó todas estas respuestas llegase a sentirse como ineludible, como algo de lo que no es posible escapar, la respuesta de miedo adquirirá nuevos matices, de manera que, por ejemplo, la tensión muscular puede devenir en parálisis y temblores y la respiración se detendrá en actitudes inspiratorias. Al complejo de disposiciones musculares y de dificultades respiratorias producidas en este contexto se refería Wilhelm Reich con el nombre de coraza muscular. De esta manera, el añadir a la sensación de amenaza permanente el ingrediente de que esta se sienta como irresoluble, acaba produciendo parálisis nerviosas o torpeza en los movimientos, y las disfunciones en la respiración producidas por la incapacidad de espirar suficientemente producirán asma, tartamudeo o alteraciones en la emisión de sonidos, por ejemplo, la imposibilidad de gritar o llorar. Esta situación es frecuentemente dramatizada en aquellas pesadillas en las que los pies no responden a la hora de intentar huir de algo amenazante, y tampoco es posible emitir gritos para pedir ayuda. Algo semejante a esto sintió el pintor Edvard Munch, quien explicando la situación que dio origen a su famoso cuadro “El grito”, cuenta de esta forma cómo le sobrevino el ataque de angustia con el que todo empezó: “Paseaba por un sendero con dos amigos. El sol se puso de repente y el cielo se tiñó de rojo sangre. Me detuve y me apoyé en una valla, muerto de cansancio. Sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad, Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad. Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza…”. En el cuadro, Munch, en el contexto de formas fluidas o gelatinosas del ambiente, que denotan falta de estabilidad, pinta a su angustiado protagonista con las piernas torcidas, como si estuviera a punto de caerse. El grito tiene toda la pinta de ser un grito interrumpido, como queda explícito en otro cuadro de Munch posterior a este, en el que el ser angustiado de su primer cuadro es sustituido por una mujer que se lleva las manos al cuello, como expresando ahogo en la garganta, es decir, imposibilidad de emitir sonidos.
     Así pues, hay una conexión directa entre aquellas respuestas de preparación de ataque/huida que preveía el organismo de nuestros antepasados, expuestos a la amenaza de los depredadores, y las que derivan de las nuevas amenazas, no por más sutiles menos intensas, que siente el hombre moderno. Otro precedente que añadir al intento de comprender nuestras angustias y las respuestas más o menos distorsionantes que ante los nuevos e inminentes peligros emitimos es el que señala a nuestra propia infancia. La vulnerabilidad del niño, especialmente antes de cumplir los cinco años, le predispone a sufrir más fácilmente sensaciones de amenaza y, si el entorno es desfavorable, a prolongar esas sensaciones o a sentirlas como algo de lo que no es posible escapar. De esta forma, se cronificarían ya desde la infancia los tipos de respuesta que hemos ido señalando, los cuales servirían de anclaje a la estructura corporal de la persona en el futuro. Esta persona, ya adulta, encontraría en aquellas infantiles respuestas de alarma una pauta sobre la que discurrir, de manera que, condicionada por aquellos anclajes, tenderá a ver las mismas clases de peligros, incluso donde objetivamente no deberían ser percibidos de esa manera por una persona adulta.

     Wilhelm Reich aludía también a la formación de una coraza caracterial que discurriría en paralelo con aquella otra coraza muscular a la que nos hemos referido. El carácter y los modos de respuesta del organismo vendrían a ser dos capas diferentes de una misma personalidad que, cada una con su lenguaje, darían expresión a un mismo significado en última instancia. Por ejemplo, explica Reich la manera en que el organismo emite una perentoria respuesta antes de quedar inmovilizado por la amenaza ineludible, que consiste en mover el cuerpo en sentido lateral, igual que hacen los gusanos a los que se les impide avanzar (Reich considera que el organismo humano sigue conservando en lo esencial el tipo de motricidad que caracteriza a las formas orgánicas más simples, como la de los gusanos). Dice Reich concretamente: “Cuando una corriente plasmática no puede circular a lo largo del cuerpo por impedírselo los bloqueos (…), se desarrolla un movimiento transversal que, secundariamente, en lenguaje verbal, significa una negación”. Que para decir “no” con el cuerpo lo hagamos moviendo lateralmente la cabeza no es casual: sería el mismo gesto perentorio que encargaríamos hacer a nuestro cuerpo para hacer un último intento de rechazar al atacante del que no podemos desembarazarnos. Por el contrario, cuando la energía fluye y el organismo se expresa positivamente, hacemos lo que el gusano al avanzar: movemos afirmativamente la cabeza de arriba hacia abajo en sentido longitudinal. Esas formas de responder anclan también en el carácter al cronificarse, de modo que la persona que se siente amenazada de la manera referida emite una respuesta de negatividad generalizada como modo de estar en el mundo. “Cuando el funcionamiento (del organismo) se inhibe –concluye Reich– (…) se convierte en un automático ‘No, no quiero’”. El negativismo, la protesta, la actitud contestataria, acaban impregnando el carácter y trasladándose a la manera de entender la vida en sus diferentes vertientes.

     A la vista de todo lo precedente, ¿habremos de considerar que la angustia es un sentimiento a suprimir? Evidentemente, no: es solo un sentimiento a superar. Y es que la angustia es el combustible de la vida, lo que, transformado en todo aquello que hacemos para sobreponernos a ella, da contenido a nuestros particulares y versátiles proyectos de vida. A las amenazas a nuestra integridad física deberemos seguir respondiendo según las mismas pautas que el organismo de nuestros antepasados utilizaba frente al ataque del depredador. Pero las amenazas que más importan al hombre moderno son más sutiles –aunque las respuestas que frente a ellas tiene preparadas nuestro organismo sean, para empezar, las mismas– y lo que ponen en riesgo es nuestra identidad, es decir, no nuestra integridad física sino metafísica, nuestra necesidad de ser alguien significativo, capaces de seguir siendo quienes necesitamos ser a pesar de los embates que contra nosotros articulan una y otra vez nuestras circunstancias. Se trata de cambiar, por tanto, la negatividad defensiva por la afirmación, por la entrega a un proyecto de vida positivo y reparador, para de esa manera conseguir disolver los bloqueos que tienen anclado nuestro cuerpo y nuestro organismo en actitudes previstas para enfrentar las amenazas.

martes, 14 de abril de 2015

Cómo un día descubrimos el absurdo (antiguamente llamado destino)


Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
 
     El absurdo apareció en el horizonte vital de los individuos al día siguiente de que uno de ellos decidiera dejar de vivir en el aquí y el ahora, como hacía el resto del reino animal, y pasase a entender que los días estaban anudados unos a otros por una intencionalidad, un objetivo, una esperanza. Sus propósitos pasaron así a secuenciar los días, a superponer unos sobre otros para de esa forma construir con ellos una especie de Torre de Babel a través de la cual poder alzarse en pos de eso que había descubierto anhelar, y para alcanzar lo cual vivir al día resultaba insuficiente. Fue entonces cuando, colocado sobre la lanzadera de sus planes vitales, y una vez comprobada la irregularidad con la que se comportaba la naturaleza, la inclemencia con la que el azar acogía sus propósitos, descubrió el absurdo. El hombre conoció, pues, antes el sentido que el absurdo, antes la esperanza que las decepciones, antes el orden que el azar. Mientras que el sentido, lo esperanzador, lo reglado son constatados con facilidad, recibidos con familiaridad, el absurdo, la desesperanza, el caos, acabamos descubriéndolos a través de un largo aprendizaje, por medio de un duro y sostenido esfuerzo.

     La historia de la civilización occidental es, precisamente, la historia de ese largo trayecto que conduce desde los paisajes delirantes del hombre primitivo, en donde todo tenía una razón de ser y nada ocurría por azar o por capricho, hasta el descubrimiento del absurdo, que nos permite saber que cualquier cosa puede ocurrir y destrozar nuestras previsiones. Solón, uno de los Siete Sabios de Grecia, en cuya sabiduría palpitaba ya la filosofía que entonces estaba naciendo, ya reparó en que las Moiras o diosas de la fortuna distribuyen esta a su arbitrio entre los humanos, y pueden llegar a herir con sus dictámenes a los inocentes; tal desorden o injusticia aparentes en los acontecimientos tenían la función de moderar los deseos humanos, de acomodarlos a los dictados de la realidad. Esos límites que atentan contra nuestros deseos y nuestros proyectos son las formas en que se nos manifiesta la parte de nuestra vida que en tiempos de Solón era poéticamente dirigida por el destino y que hoy es la que da al mucho más prosaico absurdo. Y alcanzar la sabiduría que Solón proponía, la que ha de conducirnos a la confrontación con esa realidad de las cosas que transcurre al margen de nuestros deseos, con el mundo objetivo, es el aprendizaje que Grecia encomendó realizar a la civilización occidental que en ella nacía. Se trataba, pues, de comprender ese mundo objetivo que, visto desde la perspectiva de nuestros deseos, proyectos, esperanzas, era entendido como destino cuando aún creíamos intuir alguna clase de intención o voluntad divina detrás de él, animándolo, pero que ahora, cuando hemos desnudado de toda clase de animismo a los objetos, es un mundo que, puesto que se manifiesta como contrapuesto a aquello sobre lo que fundamentamos el sentido de nuestra vida, se nos presenta como absurdo.

     Que nuestra civilización ha llegado a conocer el absurdo en un alto grado de sofisticación queda demostrado al observar las enloquecidas producciones de los artistas contemporáneos o viendo cómo la misma filosofía ha desembocado en los parajes desolados del nihilismo. También podríamos confirmarlo observando los anaqueles de las farmacias, en la nutrida sección de los psicofármacos; y es que, como dice María Zambrano, “la necesidad de descubrir lo real y de enfrentarse con ello, ha tenido que luchar desde siempre con un pánico a la realidad”. La realidad nos da miedo porque está encargada de oponerse a nuestros deseos, de imponer sobre ellos el manto limitador que antes llamábamos destino y que ha devenido, después del desencanto al que ha accedido nuestra cultura, a ser entendido como absurdo. Y es que “la vida es –decía Ortega y Gasset– (…) encontrarse el yo del hombre sumergido precisamente en lo que no es él, en el puro otro que es su circunstancia. Vivir es ser fuera de sí –realizarse”. Vivir es conducir nuestro mundo interior, hecho de deseos, esperanzas e intenciones, a los ajenos dominios del mundo exterior, de lo que antes era el incontrolable destino, de lo que hoy es el no menos incontrolable absurdo. No, por supuesto, para entregar esa intimidad nuestra a estas otras poderosas fauces del sinsentido, sino, al contrario, para buscar la manera de sobreponerse a él. Es a lo que asimismo se refiere Ortega cuando dice: “Si queremos construir una existencia significativa, habremos de reducir en ella al mínimum los componentes de azar. Es preciso que su trayectoria se desarrolle empujada por una vigorosa necesidad y avance, como un astro espiritual, por una órbita regulada según leyes ineludibles de la psicología humana”.

     Delimitemos un poco mejor lo que resulta ser eso a lo que llamamos absurdo: se trata de todo aquello que se opone a lo que consideramos parte esencial e irrenunciable de nuestra vida… de lo que quisiéramos que fuera nuestra vida. Es, en suma, aquello que se resiste a nuestros deseos y pretensiones. O dicho de otra manera: es el mismísimo mundo en el que desarrollamos nuestra vida, es nuestra circunstancia, como sostiene Ortega: “El mundo no existiría para mí, no me haría cargo de él, no me sería mundo si no se me opusiese, si no resistiese a mis deseos y no limitase y, por tanto negase, mi intención de ser el que soy. El mundo es, pues, ante todo, no digo más o menos, pero sí ante todo, resistencia a mí. Es lo hostil y por eso es lo otro que yo”.  El absurdo (el mundo, la realidad) es, por tanto, un ingrediente esencial e ineludible de nuestra vida. “La vida –dice también Ortega– es un combate fiero –por muy pacífico de gestos que a veces parezca– entre ese yo que es un perfil de aspiraciones y anhelos, de proyectos, y el mundo, sobretodo el mundo social en derredor”. El proyecto de vida con el que intentamos conseguir que esta tenga sentido acaba siempre chocando con la realidad, que no repara ni se detiene ante lo que sean nuestras necesidades más profundas, y que por ello, por esa persistente vocación que el mundo tiene de oponerse a nuestra búsqueda de sentido, se nos aparece como sinsentido, como absurdo. Pero si bien el mundo nos resulta ser así, no quiere ello decir que la vida tenga que serlo igualmente. La vida no es solo el conjunto de circunstancias que nos encontramos prefijadas, que nos envuelven y que están hechas, precisamente, a partir de la materia prima del absurdo, de lo imprevisible e incontrolable; la vida consiste en lo que nosotros hacemos a partir de eso que nos viene dado. La realidad es absurda, pero la vida no tiene por qué.

     Yo soy, pues, eso que se contrapone a mi circunstancia; soy aquello que consigo hacer de mí a pesar de los límites que me impone la realidad en la que vivo. “El alma esculpe el cuerpo”, decía también Ortega, que es otra manera de explicar que el alma, el yo, es lo que hago con eso que me viene dado, el mundo, la circunstancia, ante todo mi circunstancia más inmediata: mi cuerpo. Si dejamos que las circunstancias nos anulen, si renunciamos a nuestra obligación de moldearlas, de darles forma, de esculpirlas, si aceptamos ser lo que materialmente somos (lo que nos encontramos dado), la vida se degrada, incluso el cuerpo, eso que más inmediatamente ha de esculpir el alma, se deteriora, porque dejamos que se deslice hacia los dominios de lo que nos es ajeno, del caos, que es de donde precisamente viene. “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”, decía en este sentido Ortega. Por eso, precisamente, un alto porcentaje de los problemas por los cuales la gente consulta a los médicos de atención primaria tiene un origen mediata o inmediatamente psicológico. Nuestra renuncia a ser actores de nuestra vida, de esculpir sobre aquello que nos viene impuesto, tiene, pues, repercusiones, incluso, sobre nuestra salud. ¿Y qué añade el yo (el escultor), a ese mundo objetivo (la piedra a esculpir) que parece no necesitar nada de nosotros para ser lo que es? Añade sentido, eso de lo que, para empezar, la realidad carece. También se refiere a esto Ortega cuando dice: “El ser fundamental por su esencia misma no es un dato, no es nunca un presente para el conocimiento, es justo lo que le falta a todo lo presente (...). Su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente”. Eso tan fundamental que está ausente, eso que le falta a la realidad, y que, por tanto, nadie encontrará en un laboratorio de ciencia experimental, es el sentido, sin el cual no es posible vivir; así que convertimos la vida en una lucha contra el absurdo y el azar. Desde que nos levantamos tenemos algún plan; y esos planes no son una respuesta mecánica, un reflejo condicionado a los estímulos del mundo externo, que sería quien llevara la batuta, ni tampoco son el resultado de un proceso biológico, sino un intento de corregir ese mundo externo respecto de la forma en que, de partida, nos lo hemos encontrado: irregular, absurdo, que no encaja en nuestros presupuestos ni en nuestros planes de vida. Eso que hacemos y que no es ni mecánico ni biológico, consiste en añadirle sentido a la realidad, y significa no que buscamos modos de adaptación al mundo externo, sino, al revés, que somos esencialmente inadaptados y lo que buscamos es adaptar el mundo a nosotros.

     Entremezclando lucidez, desencanto e ironía, como en él era habitual, decía Cioran: “Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido. Pero todos y cada uno de nosotros nos empeñamos en encontrarle uno”. Sería preferible decir que lo que no tiene sentido es la realidad, la circunstancia que rodea al yo, no la vida, lo que nosotros hacemos con ese sinsentido que nos encontramos. Esa tarea de intentar encontrar sentido es de la que específicamente está encargada la filosofía; lo que hacemos frente al caos, al absurdo de la realidad es, ante todo, pensar, planificar, o si llevamos estas actividades a sus formas más acabadas, filosofar. Como Hegel decía: “La filosofía (…) es algo que purifica lo real, algo que remedia la injusticia aparente y lo reconcilia con lo racional”. La ciencia puede sobrevivir en un mundo sin sentido: la materia prima con la que trabaja es la realidad, el mundo objetivo, en el cual las cosas se comportan de acuerdo con leyes que no nos tienen para nada en cuenta a nosotros, que no esperan a encajar en nuestros planes para ser lo que son. La naturaleza, desde luego, se comporta más o menos de acuerdo con determinadas, regulares y previsibles leyes perfectamente racionales; no es ahí donde se manifiestan como absurdas, sino en la inadecuación que muestran tener respecto de nuestras pretensiones y deseos, es decir, respecto de las falsillas que hemos escogido para que pauten nuestra vida. Por eso, si bien el mundo no necesita para ser explicado mas que de la ciencia, para entendernos a nosotros mismos (la otra parte de nuestra dualidad constitutiva), en relación con ese mundo, con nuestra circunstancia, necesitamos de la filosofía. 

     En conclusión, desde ese punto de vista existencial, la realidad sí es absurda. Lo cual quiere decir que los intentos de llevar a cabo en ella un plan de vida que tenga sentido siempre acaban chocando, tarde o temprano, con la realidad. Cuando, a veces de manera especialmente cruel, esa realidad se desentiende de nuestras íntimas necesidades y nos despoja de aquello que estaba dando sentido a nuestra vida, ¿qué es lo que toca? ¿Concluir que la vida, no sólo la realidad, es absurda? ¿Hay alguna salida para esos callejones que parecen no tenerla? Terrible problema al que parecería que sólo es posible enfrentarse escapando de la realidad: el suicidio sería la manera más inmediata y resolutiva. Los cátaros, cristianos herejes de los siglos XII y XIII, por ejemplo, aceptaban el suicidio como una forma de liberación del espíritu de las miserias de la carne, por lo que no lo consideraban pecado. A tal efecto, en los momentos más difíciles y adversos, consentían en que se llevara a cabo una práctica suicida, conocida como la “endura”, y según la cual el cátaro moría por ayuno total voluntario. Otra posibilidad de eludir la penosa realidad sería hacerlo  a través de la creencia en que hay un mundo suprarreal en el que recuperaremos eso que en la vida hemos perdido. Y hay, en fin, otro modo de enfrentarse al absurdo sin necesidad de eludirlo: el que ofrece la filosofía. Kierkegaard ponía el ejemplo de Job, tan inclementemente castigado por la absurda realidad: perdió sus hijos, su ganado, su salud… Primero se resignó (esa es una posibilidad más), es decir, aceptó la realidad, aceptó convivir con el absurdo: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”, decía. Después se rebeló… y encontró el camino de la “repetición”, dice Kierkegaard. “El Señor devolvió a Job su anterior prosperidad (…) y hasta duplicó todos los bienes que tenía antes”, según está escrito en la Biblia (Job 42:10). A primera vista, lo que dice la Biblia podría parecer un sarcasmo. Sin embargo, Kierkegaard nos ayuda a entenderlo a través de su concepto de “repetición”, que significa que es posible encontrar modos sustitutivos de perseguir el sentido, caminos que, de alguna manera, simbolicen y sustituyan a aquel que ya no es posible recorrer y que signifiquen una salida del callejón. Lo que quiere decir la Biblia, pues, es que incluso es posible crecer a través de la desgracia, eso que ahora se llama resiliencia.

     No hay más maneras de confrontarse con el absurdo (con la realidad) que las hasta aquí expuestas: primera, escapar de él a la manera de los cátaros, a través del suicidio. Segunda, resignarse, adaptarse a la realidad (al fondo de esa resignación espera la depresión); incluyamos aquí la parálisis existencial, que, acompañada de muy variopintas maneras de su correlato somático u orgánico, es otra forma de defenderse de la angustia, de la realidad. Es esta, en suma, la alternativa de los realistas, respecto de la cual decía Ortega: “Realismo (…): la doctrina que define la vida humana como una adaptación a la materia, a las cosas. ¡Adaptación! (…) Las cosas, decíase, son lo que son, de una vez para siempre: no queda otro porvenir que adaptarse a ellas así en el arte como en la vida. De suerte que vivir es ir dejando de ser uno mismo e ir abriendo en nosotros lugar a la materia anónima”. Tercer modo de confrontarse con el absurdo: por medio de la creencia en una vida en el más allá en la que nos reencontraremos con aquello que perdimos. Y cuarto: la filosofía (situemos junto a ella a su hija y ayudante fiel, cuando es bien entendida: la psicología), último recurso desde el que intentar concluir que, aunque la realidad sea absurda, la vida no tiene por qué serlo también.

     El acceso al absurdo ha sido, ¡quién lo iba a decir!, una gran conquista de la civilización occidental. Gracias a él, es decir, gracias a la confrontación con la realidad, hemos alcanzado altísimas cotas en el desentrañamiento de la naturaleza, en el conocimiento de los objetos del mundo. Nunca agradeceremos lo suficiente al absurdo el haber estado ahí, desazonándonos, porque sin él aún andaríamos en taparrabos y al albur de lo que nos prescribiese el chamán de la tribu, cuya magia nos pondría en contacto con un pretendido orden oculto de las cosas. Pero esto que hemos alcanzado, el desvelamiento del absurdo (de la realidad),  no puede ser la meta final. Si así fuera, y como más perentoria tarea, habría que ponerse a repasar el capítulo primero de “El mito de Sísifo”, de Albert Camus, donde habla del problema del suicidio como el más importante al que ha de enfrentarse la filosofía. Si el último paisaje que la historia iba a ponernos al alcance de los ojos es el que nos muestra una abigarrada y descorazonadora mezcla –al 50%, todo lo más– de bien y mal, de suerte y desgracia, de anhelos y decepciones, pero en donde está prescrito que todo acabe mal –al 100%, todo termina desembocando en la muerte–… pues, para eso, mejor no haber empezado.

     Tampoco la aceptación del absurdo (la conformidad con el mundo real) puede ser la meta final. Nuestras entrañas no podrían soportarlo. La ciencia experimental y todos sus derivados tecnológicos han supuesto, desde luego, un espectacular logro derivado de esa perspectiva que nos acercó a la realidad de las cosas. Así lo admite Ortega, que, sin embargo, nos previene también sobre aquello que queda desatendido: “La verdad científica –dice– se caracteriza por su exactitud y el rigor de sus previsiones. Pero estas admirables calidades son conquistadas por la ciencia experimental a cambio de mantenerse en un plano de problemas secundarios, dejando intactas las últimas, las decisivas cuestiones”. O como prefiere decirlo su discípula María Zambrano: “Bajo la objetividad (…) alguna esperanza ha quedado aprisionada”; y también: “Toda objetividad nos esclaviza de algún modo”. De manera que, partiendo de las alturas a las que hemos llegado de la mano de la ciencia y de la supeditación a la objetividad, casi se puede deducir cuál va a ser el siguiente capítulo de la historia de nuestra civilización: la recomposición del sentido, no como algo objetivo, que sea inherente a las cosas, sino como algo a conquistar. Habrá que aceptar la realidad, el absurdo, no hay más remedio: es ahí donde de manera inapelable nos ha situado nuestro tiempo. Y además, como dice Ortega, “toda realidad desconocida prepara su venganza”. Pero esa aceptación tendrá que ser solo el punto de partida para acceder a nuevos horizontes, a parajes en los que las cosas, absurdas para empezar, vayan adquiriendo el sentido que seamos capaces de añadirles nosotros. Al fin y al cabo, la filosofía ya tiene descubierto este camino que nos toca recorrer. Hegel, por ejemplo, dejó dicho que “es necesario llevar a la historia la fe y el pensamiento de que el mundo de la voluntad no está entregado al acaso”. Y cuando sostenía que “los objetos son estímulos para la reflexión”, o bien que “oponemos el espíritu a la materia”, estaba tomando lo real solo como punto de partida. En efecto, dice también que “el hombre aparece después de la creación de la naturaleza y constituye lo opuesto al mundo natural (…) El reino del espíritu es el creado por el hombre”. Es decir, que el espíritu (el depositario del sentido que buscamos en las cosas) es posterior a la naturaleza y viene a enfrentarse a ella, a la realidad (que es la depositaria del absurdo). Si el hombre existe es para corregir a la naturaleza, añadirle el sentido: para eso nació, para eso existe el espíritu. Como dice Ortega y Gasset: “El hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”. Y es que –volvamos con Hegel– “lo que generalmente se llama realidad es considerado por la filosofía como cosa corrupta, que puede aparecer como real, pero que no es real en sí y por sí. Este modo de ser puede decirse que nos consuela frente a la representación de que la cadena de los sucesos es absoluta infelicidad y locura. Pero (…) la filosofía no es (…) un consuelo; es algo más, es algo que purifica lo real, algo que remedia la injusticia aparente y la reconcilia con lo racional”. El sufrimiento de Job, una vez reelaborado y reencontrado con el sentido, reconciliado con lo racional, se vuelve capaz de hallar el camino de la repetición, el reencuentro, aunque sea simbólico, con aquello que perdió. Así pues, concluyamos con Ortega: “La verdadera tarea empieza cuando el pensamiento se ocupa en adaptar la lógica, que es la inteligencia, a lo ilógico que es la realidad. La tarea que es la vida consiste en tratar de, dicho en términos orteguianos, esculpir la realidad, adaptarla a nuestros deseos y aspiraciones, y dicho a la manera de Hegel, en filosofar, en la medida en que es la filosofía la que está destinada a purificar lo real.

     De modo que si acceder al absurdo, conocer la realidad, no era la meta final, sino solo una etapa del camino… ya estamos tardando en dejar atrás esta parte de la historia en la que nos hemos atascado, ya es hora de que los artistas se pongan a producir cosas que tengan sentido, de que el buen gusto vuelva a tener predicamento, de que la filosofía se ponga a bracear para salir del fango de nihilismo en el que está bañada, incluso de que los psicólogos y psiquiatras vayan enterándose de que el síntoma básico de los problemas que llenan sus consultas es el absurdo, y que la cura auténtica empieza cuando logramos, no eludirlo, sino encontrar maneras de sobreponernos a él; no escapar de la realidad, sino enriquecerla con lo que nosotros le añadimos. Concluyamos con esta equivalencia con la que Ortega viene a resumir su filosofía: “Yo, es decir, un ensayo de aumentar la realidad".

sábado, 4 de abril de 2015

Por qué me temo que UPyD no tiene solución


     En efecto, y desgraciadamente, creo que UPyD no tiene solución o se está alejando cada vez más de ella. Para dar con la solución de lo que ocurre allí, habría sido necesario primero que los responsables del partido supieran cuál es el problema. Y no están capacitados para ello. No porque les falte inteligencia, sino porque la estructura de su carácter autoritario les impide verlo. Ellos y la inmensa mayoría de los miles de ex militantes que nos hemos ido del partido coincidimos en algo fundamental: todos apoyamos el Manifiesto Fundacional, las ideas políticas que sirvieron de base para la constitución de UPyD. Y puesto que ellos, sobre todo el triunvirato del politburó, Rosa, Gorriarán y Fabo, partiendo del consenso que las ideas de UPyD suscitan, no consideran otros problemas posibles, la culpa de que UPyD no prospere ha de estar, desde su perspectiva, necesariamente fuera: la prensa canallesca, la colusión de los poderes fácticos que tratan de destruir un partido que les hace pupa, las perversas jugadas de Albert Rivera y los suyos, que también ven a UPyD como un enemigo electoral, la mala publicidad sobre el partido que producen los disidentes… Así que obran en consecuencia: insultan a unos y a otros, nos tratan a los que nos vamos de UPyD literalmente como “indeseables”, huyen de posibles aliados como Ciudadanos igual que si del diablo se tratara, y, para guinda del pastel, expulsan a los “indeseables” internos (los últimos, los diputados europeos Enrique Calvet y Fernando Maura) o les empujan a irse (desde Mikel Buesa a Sosa Wagner, con varios miles de ex militantes de por medio), que a su modo de ver lo que quieren es corregir un partido que ellos consideran perfecto, es decir, lo que quieren es desvirtuarle. Rosa y compañía no ven, no pueden ver, dado el bloqueo que en su inteligencia producen las perversiones de su autoritario carácter, que ellos mismos son el problema, que hay muchas personas deseosas de que ideas como las que promueve UPyD vayan adelante, y que, en cuanto han tenido ocasión de votar algo que se pareciera a esas ideas, pero sin ellos como antipáticos voceros de las mismas (es el caso de Ciudadanos), han entrado a votarles en masa.

     Así que lo que están haciendo Rosa y sus adláteres (o Gorriarán y los suyos, que yo creo que él es el auténtico factótum de UPyD) es hundir cada vez más a este partido, porque sólo saben poner en práctica soluciones que sean compatibles con la defensa de algo que creen perfecto: insultar a quienes les critican, puesto que en esa crítica sólo ven malevolencia, extender su complejo persecutorio, incrementar sus respuestas autoritarias, expulsar o hacer la vida imposible a los disidentes que lo que pretenden (o pretendían… no sé si va a quedar alguien ya) es reflotar el partido… Lo malo es que quienes siguen en UPyD y aceptan la aparente coherencia de lo que postulan Gorriarán y los demás, corren el peligro de entender que los que nos vamos, efectivamente, somos unos “indeseables”, y es una pena perder amigos.

     Se me ocurre que, si no hubiéramos perdido los ánimos en este empeño en el que hemos fracasado, si nos juntáramos todos los que, creyendo en las ideas de UPyD, nos hemos ido del partido (unos 18.000), y formáramos una UPyD sin Gorriarán y los suyos, tendríamos consistencia suficiente para ser la alternativa que España está necesitando. A ver si Ciudadanos va arreglando esas partes oscuras que todavía exhiben y acaban siendo ellos esa alternativa, porque este horno que es España no está para bollos.

jueves, 2 de abril de 2015

¿Demuestra el avión de Lufthansa estrellado que la vida es absurda?


    
     Desde luego, la realidad sí es absurda. Lo cual quiere decir que los intentos de llevar a cabo en ella un plan de vida que tenga sentido siempre acaban chocando, tarde o temprano, con la realidad. Habría de servir de ejemplo suficiente el angustiante caso extremo del que estos días se ha estado hablando en los medios: una abuela, su hija y a su nieta han sido tres de las víctimas del asesinato en masa llevado a cabo en los Alpes por el copiloto de Lufthansa. Para el marido, padre y abuelo que ha quedado vivo, la existencia de su mujer, su hija y su nieta era, sin duda, fundamental para que su vida tuviera sentido. Después de que la absurda realidad haya filtrado ese sentido de una manera tan cruel, ¿qué es lo que toca? ¿Concluir que la vida, no sólo la realidad, es absurda? ¿Hay alguna salida para esos callejones que parecen no tenerla? ¡Buf! Terrible problema al que parecería que sólo es posible enfrentarse escapando de la realidad: el suicidio sería la manera más inmediata y resolutiva. Los cátaros, cristianos herejes de los siglos XII y XIII, por ejemplo, aceptaban el suicidio como una forma de liberación del espíritu de las miserias de la carne, por lo que no lo consideraban pecado. A tal efecto, en los momentos más difíciles y adversos, consentían en que se llevara a cabo una práctica suicida, conocida como la "endura", y según la cual el cátaro moría por ayuno total voluntario. Otra posibilidad de eludir la penosa realidad sería hacerlo  a través de la creencia en que hay un mundo suprarreal en el que recuperaremos eso que en la vida hemos perdido. Pero hay otro modo de enfrentarse al absurdo sin necesidad de eludirlo: el que ofrece la filosofía. Kierkegaard ponía el ejemplo de Job, tan inclementemente castigado por la absurda realidad: perdió sus hijos, su ganado, su salud… Primero se resignó (esa es una posibilidad más), es decir, aceptó la realidad, aceptó convivir con el absurdo: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”, decía. Después se rebeló… encontró el camino de la “repetición”, dice Kierkegaard, y "el Señor devolvió a Job su anterior prosperidad (...) y hasta duplicó todos los bienes que tenía antes", según está escrito en la Biblia (Job, 42, 10). La “repetición”… ojalá Kierkegaard lo hubiera explicado mejor si él lo tenía tan claro, porque, a primera vista, lo que dice la Biblia parece un sarcasmo. Sin embargo, es posible “traducir” al filósofo danés: repetición, para Kierkegaard, es encontrar modos sustitutivos de perseguir el sentido, caminos que, de alguna manera, simbolicen y sustituyan a aquel que ya no es posible recorrer y que signifiquen una salida del callejón. Lo que quiere decir la Biblia es que incluso es posible crecer a través de la desgracia, eso que ahora se llama resiliencia... aunque no me atrevería yo a decírselo así a ese pobre abuelo, padre y esposo que sólo pensar en él le quita a uno el sueño.

     Que yo sepa, en fin, no hay más maneras de confrontarse con el absurdo (con la realidad), que las que aquí se exponen: primero, escapar de él a la manera de los cátaros, a través del suicidio. Segundo, resignarse. Tercero, por medio de la creencia en una vida en el más allá en la que nos reencontraremos con eso que perdimos. Cuarto: la filosofía, último recurso desde el que intentar concluir que, aunque la realidad sea absurda, la vida no tiene por qué serlo también.