sábado, 20 de junio de 2020

¿Es posible alcanzar la felicidad?

      Abderramán III (891-961) debería haber sido feliz. Tuvo todo el poder en la España musulmana del siglo X, a lo largo de 50 de los 70 años que vivió; 32 de ellos, como califa. Residía en Córdoba, una de las dos o tres ciudades más deslumbrantes de su tiempo, con más de medio millón de habitantes, 70 bibliotecas creadas por él mismo, y el foco desde el que se irradiaba la más alta civilización del mundo de aquel entonces. Para su solaz, además de para dirigir desde allí los destinos de al-Ándalus, construyó la ciudad palatina de Medina Azahara, un auténtico paraíso terrenal. No se privó de ningún placer. El éxito le acompañó tanto en sus empresas militares como en las personales, aunque entre aquéllas no lograra incluir la definitiva derrota de los reinos cristianos del Norte. Pese a todo, al final de sus días escribió lo siguiente en un curioso testamento espiritual: “He reinado más de cincuenta años, en victoria o paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación, he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: SUMAN CATORCE. Hombre, no cifres tus anhelos en el mundo terreno”(1).
     “La felicidad –decía Ortega– es la coincidencia de nuestro yo con las circunstancias”(2). ¿Qué otras circunstancias pueden serle más favorables al yo que aquéllas que el primer califa de al-Ándalus disfrutó? Si aun así la felicidad no llega, ¿qué es lo que lo impide? ¿Es realmente posible alcanzar la felicidad? El mismo Ortega lo niega: “Es el hombre el único ser infeliz, constitutivamente infeliz. Mas, por lo mismo, está lleno todo él de ansia de felicidad. Todo lo que el hombre hace lo hace para ser feliz. Y como la Naturaleza no se lo permite, en vez de adaptarse a ella como los demás animales, se esfuerza milenio tras milenio en adaptar a él la Naturaleza, en crear con los materiales de ésta un mundo nuevo que coincida con él, que realice sus deseos”(3). Los hombres, pues, no estaríamos destinados a ser felices, sino sólo a pretenderlo. Nunca llegarán a coincidir del todo el yo y las circunstancias; como también dijo Sören Kierkegaard, “el individuo es algo inconmensurable con la realidad”(4). Heinrich von Kleist, escritor romántico, vino a decir lo mismo en una de las cartas que escribió a su hermana: “Soy un hombre inexpresable”(5), un hombre, pues, incapaz de encontrar en la realidad elementos con los que vestir su mundo interior. Leyó a Kant y eso le condujo a una grave crisis personal que le hizo expresarse así en otra carta a su hermana: “La idea de que no sabemos nada de la verdad, nada en absoluto, que aquello que aquí llamamos verdad, tras la muerte se llamará de otra manera, y que por tanto el afán de conseguir algo propio que nos siga también a la tumba es totalmente vano y estéril, esta idea me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi único y máximo objetivo ha caído y ya no tengo ninguno”(6). Esa crisis tuvo finalmente para Von Kleist efectos dramáticos: a los treinta y cuatro años se suicidó. Ya había explicado a su hermana en una carta más que “ser poca cosa sólo duele en el mundo, fuera de él no duele”(7).
 
     Algo buscamos en la vida que no acabamos de encontrar en el mundo. “El hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo”(8), vuelve Ortega a decir. Después de tantas andanzas y tantos esfuerzos, Don Quijote, a punto de aceptar las limitaciones que el mundo impone, al final de su periplo aventurero, confesaba a su escudero: “Yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos”(9). Nietzsche hacía general esa misma descorazonadora conclusión del hidalgo manchego: “No alcanzamos la esfera en que hemos situado nuestros valores, con lo cual (…) estamos cansados, porque hemos perdido el impulso principal. ‘¡Todo ha sido inútil hasta ahora!’ ”(10). La Biblia deja constancia, a través del infortunado Job, de esa búsqueda infructuosa que todos llevamos a cabo: “¿Dónde se encuentra la sabiduría? ¿Cuál es la sede de la inteligencia? El hombre ignora su precio, no la puede encontrar en este mundo. El abismo dice: ‘No está en mí’, y el mar: ‘No está conmigo’ ”(11). Y puesto que a eso que buscamos Job lo llamaba Dios, dice él también:
“Mas voy a oriente y no está allí,
a occidente, y no doy con Él.
Lo busco en el norte y no lo encuentro,
en el sur, y no alcanzo a verlo”(12)
     Don Quijote, al poco de abismarse en reflexiones de este tipo, regresó a la cordura, aceptó que aquello a lo que aspiramos es una quimera inalcanzable, se adaptó al mundo que efectivamente hay… a costa de empezar a deslizarse por el plano inclinado que sucesivamente le llevaría a la depresión y a la muerte. Ya advierte María Zambrano que “vivir es no poder reposar hasta la muerte”(13). Anticipar aquel reposo equivale a adelantar esta muerte. “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”(14), concreta aún más Zambrano. No fue gratis que Don Quijote recobrara finalmente el juicio y la lucidez; como dice Cioran: “Toda lucidez es consecuencia de una pérdida”(15). O también: “La conciencia indica siempre una ausencia”(16). La misma María Zambrano, muy apreciada por Cioran, viene a rematar este encadenamiento de reflexiones: “Al hombre no le basta con vivir y cuando solamente vive, ni vive tan siquiera”(17).
     Parecería que con lo dicho sería suficiente para dar por concluidos los silogismos que hemos intentado construir a propósito de la felicidad. Podríamos terminar diciendo que la vida es ese flujo de aconteceres que vamos dejando atrás mientras perseguimos la inalcanzable felicidad; que, como pensaba Sartre, “el hombre es una pasión inútil”(18), y fin del razonamiento. Pero Nietzsche, sin necesariamente negar todo lo dicho, o sólo haciéndolo en apariencia, viene a prolongar nuestros cogitabundos desvelos al irrumpir afirmando: “Hace ya mucho tiempo que yo no aspiro a la felicidad, aspiro a mi obra”(19). Porque si resulta que no pretendíamos ser felices, hay que volver a empezar la reflexión en la que estamos metidos. Hegel, inopinadamente, porque no hay mucha sintonía previa, viene a ayudarnos a entender a Nietzsche, aunque eleva la perspectiva hasta implicar en su forma de mirar a los hombres como conjunto: “La historia no es el terreno para la felicidad. Las épocas de felicidad son en ella hojas vacías. En la historia universal hay, sin duda, también satisfacción; pero esta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de aquellos fines que están sobre los intereses particulares. Los fines que tienen importancia, en la historia universal, tienen que ser fijados con energía, mediante la voluntad abstracta. Los individuos de importancia en la historia universal que han perseguido tales fines se han satisfecho, sin duda, pero no han querido ser felices”(20). La vida, pues, consistiría en el intento de llevar a cabo una tarea, una finalidad, y no sería un mero instrumento a través del cual perseguir la felicidad. Cumplir con tal tarea no garantiza alcanzar esa felicidad, sólo consiente que nos sintamos satisfechos; incluso pudiera ser que la búsqueda de esa satisfacción nos conduzca por caminos contrapuestos a los de la felicidad. Nietzsche es en esto taxativo: “¡Qué importa mi felicidad! –exclama– Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar”(21). Y Kierkegaard (éste sí que se sentiría extraño aquí, en compañía de Hegel) abunda: “No hay más que una vida desperdiciada, la del hombre que vivió toda su vida engañado por las alegrías o los cuidados de la vida”(22).
     En suma, que estamos obligados a aceptar, con María Zambrano, que “toda vida se vive en inquietud”(23), y si es así, la felicidad, que sería un estado de serenidad y contemplación, podría incluso llegar a distraernos. Así lo deducimos de esto que dice Ortega: “Lo que vale más en el hombre es su capacidad de insatisfacción. Si algo de divino posee es, precisamente, su divino descontento, especie de amor sin ser amado y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos”(24). Es lo que, adaptado a su estilo poético y a su carácter melancólico, decía también León Felipe:
“Sabemos que no hay tierra
ni estrellas prometidas.
Lo sabemos, Señor, lo sabemos
y seguimos, contigo, trabajando”(25)



[1] Extraído de Juan A. Vallejo-Nágera: “Locos egregios”, Ed. Planeta, 1998, p. 24.
[2] Ortega y Gasset: “Goya”-O. C. Tº 7, Madrid, Alianza, 1983, p. 553.
[3] Ortega y Gasset: “Sobre un Goethe bicentenario”, O. C. Tomo 9, Alianza, Madrid, 1983, pp. 583-584
[4] Sören Kierkegaard: “Temor y temblor. Diario de un seductor”, Madrid, Guadarrama, 1976, p. 73.
[5] Von Kleist citado por László F. Földényi en “Melancolía”, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2008, pág. 220.
[6] Von Kleist citado por László F. Földényi en “Melancolía”, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2008, pág. 220.
[7] Von Kleist citado por László F. Földényi en “Melancolía”, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2008, pág. 234.
[8] Ortega y Gasset: “Una interpretación de la historia universal”, O. C., Tº 9, p. 210
[9] Miguel de Cervantes: “Don Quijote de la Mancha”, Barcelona, Crítica, 1998, pág. 1.097.
[10] Friedrich Nietzsche: “La voluntad de poderío”, Madrid, Edaf, pp. 26-27
[11] Job, cap. 28, versículos 12 a 14
[12] Job, cap. 23, versículos 8 y 9
[13] María Zambrano: “Persona y democracia”, Madrid, Siruela, p. 149
[14] María Zambrano: “Persona y democracia”, Madrid, Siruela, p. 62
[15] E. M. Cioran: “El ocaso del pensamiento”, Barcelona, Tusquets, p. 104
[16] E. M. Cioran: “El ocaso del pensamiento”, Barcelona, Tusquets, p. 87
[17] María Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, Madrid, Alianza, p. 136
[18] Sartre, J.-P.: “El ser y la nada: Ensayo de ontología fenomenológica”,
Buenos Aires, Losada, p. 708.
[19] Friedrich Nietzsche: “Así habló Zaratustra”, Madrid, Alianza, p. 321
[20] G. W. F. Hegel: “Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal”, Madrid, Alianza, 1982, p. 88.
[21] Friedrich Nietzsche: “Así habló Zaratustra”, Madrid, Aianza, p. 35
[22] Kierkegaard: “La enfermedad mortal (o De la desesperación y el pecado)”, Madrid, Guadarrama, 1969 pág. 70.
[23] María Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, Madrid, Alianza, pág. 84.
[24] Ortega y Gasset: “La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº IV, Madrid, Alianza, 1983, p. 521.
[25] León Felipe: “Obras Completas”, Buenos Aires, Losada, pág. 83

martes, 9 de junio de 2020

¿Nos diferenciamos lo suficiente los hombres de las máquinas?

(Recojo y prolongo el profundo y creo que muy interesante debate que en los “Comentarios a la última entrada sobre ‘El poder de la mente sobre el cuerpo’”, del 6 de junio, inició Roberto Enrique Tullet y en el que también hemos participado Salvador Cañez Villa, Ronald Gantier Lemoine y yo mismo. Remito a esos comentarios para situar adecuadamente los asuntos tratados)
     “Blad Runner”, ¡qué gran película! Si en mi ámbito doméstico coincidieran más con mis gustos, me la habría visto varias veces más de las tres o cuatro que lo he hecho. Quizás, eso sí, esté más atento en películas como esta o “Matrix” o incluso “El show de Truman”, no tanto a la diferencia entre el hombre y la máquina, que también, como al sentimiento de inconsistencia que transmite en ellas la realidad. En el caso de esta que protagoniza Jim Carrey, ya directamente su personaje es un esquizofrénico.
     Esa inconsistencia creo que tomó cuerpo (…o dejó de tomarlo) sobre todo a partir de Descartes, desde el cual el mundo externo pasó a ser una especulación del cogito, del mundo interno. Justo con el autor del “Discurso del método”, esa especulación llevó a imaginar (“pienso…”) al hombre, y al universo en general, como si fuera una máquina; más o menos, como el mecanismo de un reloj. Fue muy productiva la idea, pero también muy invasiva: los médicos y los psicólogos han (hemos) sido preparados para enfrentarse en su vida profesional con máquinas que deben su funcionamiento exclusivamente a leyes fisiológicas o a las que reducen la psique humana a una acumulación más o menos compleja de comportamientos que responden al mecanismo del estímulo-respuesta. Ya en los comentarios anteriores recordarás, Roberto Enrique, que yo cifraba en buena medida las diferencias entre los cada vez más perfeccionados robots humanoides y los humanos en el hecho de que estos no supeditan su comportamiento a lo que impone la ley del estímulo-respuesta, como se propone desde Descartes y sus epígonos, sino que su motivación última está en sus finalidades, en sus metas, en su propensión a explorar lo que hay más allá de cualquier estímulo antecedente. Mientras tanto, los robots no pueden más que responder a estímulos previos: programaciones que desencadenen sus sin duda complejísimas respuestas, elaboradas muchas veces a base de combinar numerosos estímulos, pero siempre remitidas a ellos, a antecedentes que acotan y limitan sus posibilidades de respuesta.
     Así que Descartes tiene la culpa. Hemos hecho a las máquinas a imagen y semejanza de nuestra parte mecánica, y absorbidos por esa perspectiva, hemos acabado creyendo que solo somos eso que nos asemeja a las máquinas (o viceversa, que las máquinas son una mera extensión de lo que nosotros somos). Jung se rebelaría contra ese presupuesto. Su idea de la “sincronicidad” de la que hablas (coincidencia de hechos no relacionados causalmente, sino simbólicamente), precisamente aboga por el supuesto de que existe un alma colectiva que unifica los caminos que, embutidos en nuestro cuerpo individual, creemos transitar cada uno por nuestra cuenta. Si existe ese alma colectiva, el cuerpo, nuestra parte mecánica, quedaría subsumido en esta otra realidad supramecánica, que sería la que en estos casos tomaría las riendas.
     El más allá, lo inexistente que reclama al hombre no es lo que meramente desconocemos: es lo misterioso, lo numinoso, lo que no es posible conocer. No llego a imaginar a ningún robot postrándose ante algo que motive el correspondiente arrobo (a algo de esto apuntaba también en nuestro debate Salvador Cañez Villa). Las preguntas que llegue a hacerse el robot solo le validarán para asistir a clases de física o ciencias naturales, pero no de religión. Y la nostalgia de ese robot solo llegará, si lo hace, hasta aquella que el replicante Roy Batty expresó en una de las escenas más emotivas, estremecedoras e irrepetibles de la historia del cine: "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir" (algún día, cuando tenga nietos, me encantaría hablarles así; suprimiré la última frase para no dramatizar demasiado). Pero nosotros somos más peculiares todavía que el pluscuamperfecto y nostálgico Roy Batty, porque, como dice Ortega: “El hombre es el único ser que echa de menos lo que nunca ha tenido”(1). Ahí no podría llegar el amigo Roy.
     Tienes razón cuando dices que toda la filosofía del mundo, así como las complejas interacciones entre sus diversas escuelas, pueden ser volcadas en una máquina de Inteligencia Artificial, con lo cual, eventualmente, esta superaría la capacidad de cualquier pensador y mandaría a todos ellos al paro. Más o menos como preveo que ocurrirá, en buena medida, con los médicos cuando empiecen a funcionar esos superordenadores que ya nos sobrevuelan por la “nube” y que incorporarán todos los saberes médicos, todas las combinaciones de factores posibles entre ellos y toda la información de casos procedentes de todos los hospitales del mundo. El reino de la utilidad, que rigen las ciencias naturales, y singularmente la física, está en trance de alcanzar sus máximas cotas de resultados. Y es que, como también dice Ortega, “La física sirve para muchas cosas, mientras que la filosofía no sirve para nada. Ya lo dijo, conste, un filósofo, el patrón de los filósofos, Aristóteles. Precisamente por eso soy yo filósofo; porque no sirve para nada serlo. La notoria «inutilidad» de la filosofía es acaso el síntoma más favorable para que veamos en ella el verdadero conocimiento. Una cosa que sirve es una cosa que sirve para otra, y en esa medida es servil. La filosofía, que es la vida auténtica, la vida poseyéndose a sí misma, no es útil para nada ajeno a ella misma. En ella, el hombre es sólo siervo de sí mismo, lo cual quiere decir que sólo en ella el hombre es señor de sí mismo”(2). Espero que no suene a simple literatura lo de que la filosofía no sirve para nada. En línea con el hilo argumental que mantengo, eso quiere decir que lo esencial de la filosofía no estriba en los resultados alcanzados, los que podrían volcarse en la mente maquinal de nuestro eventual superordenador, sino que la vocación de la filosofía es abrirse en forma de pregunta (no como la religión, en modo de arrobo) hacia lo que está más allá, hacia el misterio. La filosofía enciclopédica que recogería el robot es el tipo de filosofía que a mí tanto me aburrió en el bachillerato. Esa no enseña a ser filósofo. El replicante en el que pensamos no sería filósofo, sería… una (utilísima) máquina. Cosas ambas que casi hay que situar en los dos extremos contrapuestos del continuo.
 
 
 
     Aún me queda, de tu nutridísimo comentario, el incitante y novelesco capítulo del holograma de una persona del que dicen que se escapó andando del laboratorio. No creo que el susto que se llevara el titular de la imagen al encontrarse con su doble, versión holograma, fuera menor que el que le produciría al doctor Jekyll encontrarse con Mr. Hyde de noche en un callejón oscuro. Ya que hemos metido a Jung en el debate, te diré, bajo su tutela, que lo que sí estoy dispuesto a aceptar es que la mente pueda crear fantasmas… ¡incluso sólidos! Si no fuera a perder todo el crédito que hubiera ido acumulando dando el pego como filósofo, hablaría de los tulpas, unos enigmáticos seres (¡algo así como unos robots!) que, según los monjes tibetanos, crea la mente, y es lo que cuenta que comprobó en la práctica un singular personaje, Alexandra David-Néel (1868-1969), que no debía estar tan trastornada cuando mereció ser galardonada con una medalla de oro por la Sociedad de Geografía de París y nombrada Caballero de la Legión de Honor de Francia. Que un hombre cree un robot o algo así, incluso con ectoplasma mental, estoy dispuesto a creerlo, pero que un robot cree un hombre (o su doble)… ya me cuesta más. En fin, que si siguiéramos por la vía que nos señalan estos enigmas, acabaríamos haciendo de esto una página dedicado a los fenómenos paranormales, y yo ya he cogido apego a lo que va siendo esta.


[1] Ortega y Gasset: “Una interpretación de la historia universal”, O. C. Tº 9, p. 190
[2] Ortega y Gasset: “Bronca en la física”, O. C. Tº 5, p. 278.

miércoles, 3 de junio de 2020

¿La verdad habita en lo interior o es un hecho objetivo?

     Lo primero es lo que afirmaba San Agustín. Concretamente decía: “No busques fuera de ti lo que está dentro de ti: la verdad habita en lo interior del hombre”(1). En un imaginario diálogo que el santo africano mantiene con la Razón, afirma: “Deseo conocer a Dios y al alma”. “¿Y nada más?”, le pregunta su alter ego, la Razón. “Absolutamente nada más”, responde categórico(2). El alma es la intimidad, y Dios es quien la habita. El mundo no entra en la ecuación. Y decía también respecto de la verdad: “El razonamiento no crea (las) verdades; las descubre. Luego antes del razonamiento, ellas existían ya en sí mismas”(3). San Agustín consideraba pecaminoso orientar la vida hacia el mundo, por ejemplo, a través de la curiosidad. La verdad no solo no está en el mundo, sino que hemos de retirarnos de él si queremos llevar una vida piadosa y orientada hacia esa verdad. Como resumen de su pensamiento, San Agustín dejó dicho: “Despreciando las cosas terrenas y humanas, debemos desear y amar (las) divinas”(4). En suma, que nuestro reino no es de este mundo y que aquí no hay ninguna verdad que rastrear, al contrario, todo lo que encierra el mundo es mentira.
     Es preciso seguir la evolución de esta manera de mirar (o dejar de mirar), porque ha sido decisiva en la conformación de nuestra civilización, María Zambrano reconocía, efectivamente, la importancia del pensamiento de San Agustín; afirmaba: “ ‘Vuelve en ti mismo. En el interior del hombre habita la verdad’. El hombre europeo ha nacido con estas palabras”(5). René Descartes, el paradigma de la Modernidad, seguía esa estela cuando afirmó: “Pienso, luego existo”, es decir, la realidad está en mi pensamiento, en mi intimidad; la existencia es una derivada suya. Hegel vino a decir lo mismo cuando afirmó que “todo lo real es racional”. Es decir, la razón, la potencia íntima en la que se almacena el pensamiento, es la fuente de la realidad, la fuente del ser, de la verdad.
     Y, por ir quemando etapas, Michel Foucault, el máximo adalid de la postmodernidad, también discurre, con un bagaje ya un poco destartalado, por este mismo carril, pues él mismo se sintió heredero de Descartes, al que siempre consideró la frontera a partir de la cual fue tomando forma la manera de pensar de la que se sentía partícipe, y cuya aportación más decisiva fue la de que es posible el pensamiento sin representación de cosa alguna, la subjetividad con independencia de cualquier referente objetivo. Para Foucault, las cosas no existen. Recogió de Nietzsche la idea de que “no hay hechos, hay interpretaciones”. ¿Qué dice Foucault que sea el “ser”, la realidad? No es nada, nada concreto. Por tanto, y de forma semejante a como para San Agustín el mundo era algo a desdeñar por pecaminoso, lo que procede, según Foucault, es orillarlo, y dejar que eclosione la subjetividad. Ahí, en lo íntimo, sigue estando, pues, la verdad. Incluso la locura, en cuanto que poderoso medio de cuestionamiento de la razón prevaleciente, la que rige en el inconsistente mundo externo, es un modo plausible de liberarse del poder de las “sociedades disciplinarias”, vale decir, de ese mundo objetivo. El mundo objetivo es, en fin, un orden impuesto que anula la subjetividad, lo que cada cual decida ser, que es lo auténticamente real.
     ¿Qué queda entonces, para Foucault, de todo aquello a lo que el hombre ha solido entregar su vida, de los ideales, de las misiones y tareas que han empujado a los hombres hacia metas que les trascienden, que están más allá de los dominios de su estricta subjetividad? Nada, no queda nada. En un debate televisado en 1971 de Foucault con Noam Chomsky, el primero argumentó contra la posibilidad de cualquier identidad, cualquier naturaleza humana fija, en contra de lo postulado por el concepto de Chomsky de las facultades humanas innatas. Este argumentó que, por ejemplo, la idea de justicia estaba arraigada en la mente humana, mientras que Foucault rechazaba que hubiese ningún concepto de justicia por encima de lo que subjetiva y coyunturalmente le pareciese a cada cual. Tras el debate, Chomsky se vio afectado por el rechazo total de Foucault a la posibilidad de una moralidad universal, afirmando: "Me parecía completamente amoral, nunca había conocido a alguien que fuera tan amoral (...) Quiero decir, me agradó personalmente, es sólo que no podía entenderlo. Es como si fuera de una especie diferente, o algo así ". Como alguien sin identidad, podríamos decir, sin nada fijo ni objetivable a lo que poder referir su personalidad.
     Norbert Elias, uno de los pensadores más importantes (aunque muy insuficientemente conocido) del siglo XX, ya advirtió cómo, sobre todo a partir de la Edad Moderna, esa de la que Descartes –que había reducido el ser a solo pensamiento–, fue su máximo exponente, los hombres se encerraron decididamente en sí mismos. Fue asentándose el que Norbert Elias denominó “homo clausus”, “el ser humano como ser aislado y encerrado en su propio ‘interior’ frente a todo aquello que está ‘fuera’”. Desde el Renacimiento en adelante, “en el centro del universo humano, se encuentra cada persona sola, concebida como un individuo que, en último término, es absolutamente independiente de los demás (…) Las sociedades europeas modernas sostienen una imagen del hombre en la que su propio ‘yo’, su auténtico ‘yo’, es algo encerrado en el ‘interior’, separado de todos los demás hombres y cosas”(6).
     El prototipo de hombre encerrado en sí mismo es el esquizoide y, en su grado exacerbado, el esquizofrénico. Eugène Minkowski, destacado psiquiatra existencial, había resaltado como definitorio de la esquizofrenia el hecho de percibir cualquier salida al mundo, cualquier objetivación de su ser íntimo por parte del esquizofrénico como algo alienante, una traición a su sí mismo, de modo que, cuando esta persona realiza alguna tarea mundana, se siente a sí misma como falseada, como un vacío, como una máscara de sí. Louis A. Sass, psicólogo clínico, filósofo y profesor universitario, considera como característica principal de la esquizofrenia lo que llama “hiperreflexividad”, una tendencia exagerada a encerrarse en sí mismo y construirse un mundo a la medida de las propias ideas, fantasías o pulsiones íntimas antes de que lleguen a tropezar con la realidad exterior(7).
Toda esta trayectoria, que comenzó en aquel desdén del mundo que digamos que inició San Agustín y que, en su fase tardía ha llegado hasta los estrafalarios presupuestos del posmodernismo que tanto sintonizan con el “homo clausus” de Elias y, en el extremo, con la personalidad esquizoide, es la propia de una cultura que, dice Ortega, ha entrado definitivamente en crisis. El “interior” donde San Agustín dijo que estaba depositada la verdad, cuando se hace excluyente, es un ámbito, como se deduce, lleno de peligros y tenebrosidades. Y Ortega, a la vanguardia de la nueva filosofía, viene a proponer la nueva forma de mirar que apunta a la superación de esta crisis. Tratemos de acercarnos, pues, al modo en que podríamos formular esta nueva idea.
 
     Todo lo que conocemos del mundo, lo hemos construido los sujetos, aunque el material de construcción no lo hemos fabricado nosotros. Y así, por ejemplo, gracias a nuestra íntima predisposición (previa a la experiencia) a unificar los fenómenos como causas y como efectos, descubrimos esa parte del mundo en sí que, efectivamente, encaja y se comporta de acuerdo con nuestra categoría mental de causalidad. Es en la mente en donde reside la categoría de la causalidad y la que me permite descubrir que los objetos se comportan según ella dice… pero son las cosas las depositarias de esa relación causal, no es un mero invento mío. Yo soy el descubridor, pero lo descubierto está afuera. En suma: la verdad depende de nosotros, pero pertenece a las cosas.
     Efectivamente, para empezar, algo de las cosas, del mundo externo, está hecho con aportaciones del sujeto; el mundo real, para serlo, debe a nuestra contribución (subjetiva) buena parte de lo que es. “Una parte, una forma de lo real es lo imaginario”, dice también Ortega(8). Pero aquello en lo que consiste nuestra aportación subjetiva (nuestra interpretación, nuestra ordenación, la inclusión de lo que vemos dentro de nuestras categorías mentales… lo imaginado) forma asimismo parte del objeto, de lo que no somos nosotros. Es decir: es preciso un sujeto para que el objeto sea descubierto, pero este también es real, en el sentido de que existe fuera de nosotros. Así que, como decía María Zambrano, “las cosas se fundamentan en algo que yo poseo”(9), pero consisten en algo más que lo que yo les aporto. Incluso, añadiría Ortega, “para responder a ¿qué son las cosas?, tengo que preguntarme ¿qué soy yo?”(10), porque “tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo”(11)… pero esa verdad está ahí afuera, pertenece a las cosas, no es un producto de nuestro pensamiento… que sería lo mismo que decir de nuestro delirio.
     “Todo concepto o significación concibe o significa algo objetivo –dice Ortega explicando a Kant… y a sí mismo de paso– (toda idea lo es de algo que no es ella misma), y, no obstante, es innegable que todo concepto o significación existe como pensado por un sujeto, como elemento de la vida de un hombre. Resulta, pues, a la vez subjetivo y objetivo”(12). Y también: “Las cosas no tienen ellas por sí un ser, y precisamente porque no lo tienen el hombre se siente perdido en ellas, náufrago en ellas, y no tiene más remedio que hacerles él un ser, que inventárselo”(13). Para que las cosas tengan un ser, pues, es preciso añadirles lo que les daría sentido. “No me basta con tener la materialidad de una cosa –afirma también Ortega–, necesito además conocer el ‘sentido’ que tiene, es decir, la sombra mística que sobre ella vierte el resto del universo”(14). Ese sentido lo descubro yo, pero está en el mundo, en las cosas.
     Vamos aclarando (espero) que la verdad es algo que está en las cosas, pero no en lo que en primera instancia ellas nos muestran, sino en un ámbito más profundo que, para ser descubierto y, más aún, para simplemente ser, necesita de nuestra colaboración. La verdad está fuera de nosotros, pero precisa de nosotros para ser des-velada. “Necesitamos, es cierto –confirma el mismo Ortega–, para que este mundo superior exista ante nosotros, abrir algo más que los ojos, ejercitar actos de mayor esfuerzo; pero la medida de este esfuerzo no quita ni pone realidad a aquel. El mundo profundo es tan claro como el superficial, solo que exige más de nosotros”(15).
     La realidad debe su ser, pues, a dos clases de aportaciones: una, la pone el objeto, la cosa en sí; la otra la pone el sujeto con su interpretación y su valoración. Pero que toda realidad necesite ser interpretada, no quiere decir que todo en ella sea interpretación, que todo sea “según el color del cristal con que se mira”. Existe, está ahí afuera, y nuestra interpretación, si respeta su ser en sí (si no es un mero producto del delirio o de la alucinación), lo que hace es descubrir algo que ella guardaba como potencia, y que solo llega a aparecer si nosotros queremos que aparezca (si, como el Príncipe con la Bella Durmiente, nos decidimos a darle el beso amoroso que la despierte). Es lo que también decía Ortega: “Tal vez la visión amorosa es más aguda que la del tibio. Tal vez hay en todo objeto calidades y valores que solo se revelan a una mirada entusiasta (...) Según esto, el amor sería zahorí, sutil descubridor de tesoros recatados”(16).
     Y en fin, dejemos que Ortega ponga el colofón a esta serie de argumentos: “Hay un primer plano de realidades el cual se impone a mí de una manera violenta, son los colores, los sonidos, el placer y el dolor sensibles. Ante él mi situación es pasiva. Pero (…), erigidos los unos sobre los otros, nuevos planos de realidad, cada vez más profundos, más sugestivos, esperan que ascendamos a ellos, que penetremos hasta ellos. Pero estas realidades superiores (…) para hacerse patentes nos ponen una condición: que queramos su existencia y nos esforcemos hacia ellas (…) La ciencia, el arte, la justicia, la cortesía, la religión son órbitas de realidad que no invaden bárbaramente nuestra persona como hace el hambre o el frío; solo existen para quien tiene voluntad de ellas (…) Si no hubiera más que un ver pasivo quedaría el mundo reducido a un caos de puntos luminosos. Pero hay sobre el pasivo ver un ver activo, que interpreta viendo y ve interpretando: un ver que es mirar. Platón supo hallar para estas visiones que son miradas una palabra divina: las llamó ideas. Pues bien, la tercera dimensión de la naranja no es más que una idea, y Dios es la última dimensión de la campiña”(17).



[1] San Agustín: “De vera religione”, cap. XXXIV, en “Ideario”, Espasa Calpe, Madrid, 1957, p. 14.
[2] San Agustín: “Soliloquios”, en “Ideario”, Espasa Calpe, Madrid, 1957, p.158.
[3] San Agustín: “De la verdadera religión”, en “Ideario”, Madrid, Espasa Calpe, 1957, p. 157.
[4] San Agustín: “Del libre albedrío”, libro II: “Creer para entender”, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1982
[5] Zambrano: “La agonía de Europa”. Trotta Editorial, p. 57.
[6] Norbert Elias: “El proceso de la civilización”, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1987, pp. 35-36.
[7] Louis A. Sass: “Locura y modernismo”, Ed. Dikynson, Madrid, 2014.
[8] José Ortega y Gasset: “El Espectador”, Vol. I, Obras  Completas, Tº 2, Madrid, Alianza, 1983, p. 20.
[9] María Zambrano: “Filosofía y Poesía”, en “Obras reunidas”, Madrid, Aguilar, 1971, p. 177
[10] José Ortega y Gasset: “Unas lecciones de Metafísica”, Obras Completas, Tº 12, Madrid, Alianza, 1983, pág. 95
[11] José Ortega y Gasset: “El Espectador”, Vol. VI, Obras Completas, Tº 2, Madrid, Alianza, 1983, pág. 526.
[12] José Ortega y Gasset: “Filosofía pura”, O. C. Tº 4º, Madrid, Alianza, 1983, p. 57
[13] José Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”. Obras Completas, Tomo 5, Alianza, Madrid, 1983, pp. 84-85.
[14] José Ortega y Gasset: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, Madrid, Alianza, 1983, pág. 351
[15] Ortega y Gasset: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, Madrid, Alianza, 1983, pág. 335
[16] Ortega y Gasset: “Las Atlántidas”, O. C. Tº 3, pág. 292
[17] José Ortega y Gasset: “Meditaciones del Quijote”, Obras Completas, Tº 1, Madrid, Alianza, 1983, pág. 336