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jueves, 10 de enero de 2019

La progresía ha muerto (solo falta que los progres se enteren)

     Norbert Elias (1897-1990) fue sociólogo e historiador, y una de las mentes más preclaras del siglo XX. De él dice Steven Pinker, a su vez una de las mentes más lúcidas de lo que llevamos de siglo XXI, que es “el pensador más importante del que tengamos noticia”. Los dos suponen una ayuda imprescindible para, a través, sobre todo, de sus dos libros emblemáticos, respectivamente “El proceso de la civilización” y “Los ángeles que llevamos dentro”, entender por dónde va el mundo. Resumiremos los dos libros (686 páginas el primero y 1.103 el segundo) en una simple frase: el mundo va a mejor.
     Elias investiga los mecanismos sobre los que se fundamenta el desarrollo de la civilización, tomando especialmente como referencia de sociedad no civilizada, o escasamente civilizada, la de la Alta Edad Media europea, de estructura feudal, una sociedad autárquica, en donde predominantemente regía el principio de que cada cual ha de procurarse su propio bien, incluso a costa de los demás, y en donde los impulsos más primarios, singularmente los violentos, carecían de control y buscaban la satisfacción inmediata. Casi podemos secuenciar el modo en que en una sociedad así empieza a abrirse paso la civilización: mientras que antes se consumía lo que cada cual producía, empieza ahora a crecer la actividad comercial y, junto a ella, la división del trabajo y la vida de las ciudades. Lo cual conlleva el aumento de la empatía entre los hombres: los demás, en vez de ser una eventual amenaza para mí y para mi propiedad, pasan a resultarme interesantes, puesto que disponen de lo que me falta y me lo venden, y me compran y consumen lo que yo produzco. El estado, el Leviatán de Hobbes, se ha apropiado del monopolio de la violencia, y eso restringe las peleas como modo de resolver los conflictos. Las normas de educación y de control de los impulsos se generalizan. Y puesto que el comercio, al contrario que el modo de producción autárquico, alarga la cadena que discurre entre la producción y la venta al consumidor final, los hombres aprenden a aplazar la recogida de frutos de sus esfuerzos; aparece el crédito (el bancario y el que se refiere a la necesaria confianza mutua) y la perspectiva del futuro como ámbito sobre el que hacer discurrir nuestro plan de vida, cuyas posibilidades quedan enormemente ampliadas. En conjunto, la idea sobre la que se sustenta el proceso civilizador es la de la existencia de una comunidad asumible como deseable por sus miembros y organizada como estado, es decir, una comunidad en la que sus componentes aceptan y acatan sus leyes e instituciones.
     Steven Pinker se ha provisto de un arsenal de interesantes estadísticas para demostrar cómo ese proceso civilizador que entre nosotros tomó fuerza especialmente a partir del Renacimiento, ha traído consigo una progresiva pacificación del mundo y, sobre todo desde la Ilustración, una auténtica revolución humanitaria. Así, mientras que en las sociedades sin estado las muertes violentas afectaban a entre un 15 y un 24% de la población, hoy, en Europa occidental, se da el índice de homicidios más bajo de la historia de la humanidad: 1 cada cien mil habitantes por año (0,6 cada cien mil en España). Pinker va mostrando cómo se ha ido evolucionando desde aquella brutal circunstancia hasta esta otra mucho más venturosa. Pero esa evolución no solo afecta a la violencia en la sociedad, sino que se puede apreciar en el conjunto de los parámetros que definen a la civilización, a algunos de los cuales también se refiere Pinker, pero que sobre todo extraigo del libro “Progreso. Diez razones para mirar al futuro con optimismo”, de Johan Norberg. Por ejemplo, el índice de pobreza extrema en el mundo en 1820 era de que afectaba al 94% de toda la población. En 1960 aún afectaba al 64%; al 37% en 1990, al poco de caer el muro de Berlín, y ahí el descenso empieza a ser mucho más rápido; en 2015, a pesar de que la población ha ido en vertiginoso aumento había bajado al 10%. A principios de 2019 estamos alrededor del 8%. La esperanza de vida ha ido aumentando también enormemente: pasó, para la población asimismo mundial, de 30 años en 1820 a 61 años en 1970 y a 75 en 2015. El hambre y la desnutrición afectaba en 1970 al 28% de la población mundial, y en 2015, al 11%. El analfabetismo en el mundo pasó del 42% en 1970 al 12% en 2015. Según la Agencia de Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos, las emisiones en el mundo de los seis principales contaminantes atmosféricos se redujeron en más de un 66 por ciento entre 1980 y 2014. El trabajo infantil (entre 10 y 17 años) ha pasado del 28% en 1950 al 10% en 2012. El porcentaje de la población mundial con acceso a fuentes de agua potable ha pasado del 52 al 91 por ciento entre 1980 y 2015. Hace sólo unas décadas, ser gay era ilegal en casi todo el mundo (en el régimen nazi o en los primeros tiempos de la revolución cubana los homosexuales iban a parar a los campos de concentración… Y en el siglo XVI, en Europa, los homosexuales eran castrados, ahorcados o quemados). Ahora lo raro es encontrar casos como los de los países africanos o las naciones de Oriente Medio y Asia Meridional que siguen persiguiendo la homosexualidad. El Índice Global de Desigualdad de Género, elaborado por el Foro Económico Mundial, constata que en el mundo, desde 1900, se han reducido en un 96 por ciento las diferencias entre hombres y mujeres en materia de salud. En el caso de la educación, la brecha se ha cerrado un 95 por ciento. El número de países que reconocen el sufragio femenino, que en 1900 eran cero, pasaron a 160 en 1970 y a 185 en 2015. Y aunque los problemas ecológicos siguen necesitando especial atención, en conjunto, hemos progresado más en los últimos 100 años que en los anteriores 100.000.
     La clave principal del desarrollo del proceso civilizador estriba, según Elias y Pinker, en la incorporación activa de la ciudadanía a la sociedad y a su organización estatal, y, por tanto, al acatamiento de las leyes y de las instituciones, aspectos que se traducen en lo psicológico en la progresiva capacidad para la empatía. Lo cual queda indirectamente demostrado por el hecho de que todos esos parámetros que demuestran que el mundo va a mejor quedaron llamativamente truncados al inicio de la década de 1960, con, por ejemplo, dramáticos ascensos del número de homicidios en todos los países de Occidente y alteraciones de ese cariz en los demás parámetros comentados, hasta que las estadísticas mostraron que a partir de 1990 se volvió a recuperar la buena dirección. A la fase descivilizadora que ocurrió a lo largo de esas tres décadas Francis Fukuyama lo llama la “Gran Ruptura”. Y al tratar de buscar una explicación, dice que “El cambio más importante de las sociedades contemporáneas es un aumento del individualismo”, y que “el aumento del individualismo y la relajación de los controles comunitarios tuvieron sin duda un impacto enorme en la vida familiar, la conducta sexual y la disposición de la gente a cumplir las leyes”. Y páginas antes había explicado que, a lo largo de esas tres décadas, “la gente no solo cuestiona la autoridad de los tiranos y los sumos sacerdotes, sino también la de los representantes elegidos democráticamente, científicos y profesores. Le irritan las limitaciones del matrimonio y las obligaciones familiares, incluso aunque se contraigan de modo voluntario (…) El individualismo, la virtud en que se basan las sociedades modernas, empieza a desplazarse desde la autosuficiencia orgullosa de la gente libre hacia una clase de egoísmo cerrado, en la que maximizar la libertad personal sin pensar en las responsabilidades hacia los demás se convierte en un fin en sí mismo”. Las gentes, pues, dejaron de creer en la colectividad, en sus respectivos estados, en sus leyes e instituciones, y lo que hicieron fue alimentar los movimientos de rebeldía contra el sistema, se vistiesen con la ideología marxista, con la anarquista o con cualquier otra que justificase de algún modo estar en contra de la sociedad en la que se vivía.
     Coincidiendo con la caída del Muro de Berlín y la debacle del comunismo, el sistema volvió a resultar creíble y todos los índices expresivos del proceso civilizador volvieron a recuperarse y a seguir mejorando. Y ello, claro está, discurrió en correlación con el descrédito de todos los movimientos antisistema que aparentemente luchaban por mejorar esos parámetros, pero que, cuando han tenido la oportunidad de poner en práctica sus presupuestos, a lo que han llevado a las sociedades regidas por ellos ha sido, sin excepción, a la catástrofe. Si el sistema, aún imperfecto y en trance de seguir evolucionando, se muestra capaz de mejorar los déficits que venían a denunciar los movimientos antisistema, y estos lo que hacen es empeorar las cosas, ¿qué papel les queda por cumplir a esos movimientos? Solo el de ser una rémora, un residuo de un pasado que se resiste a saber que está muerto. Pero ¿cómo es posible que esta evidencia no sea perceptible por todos los que siguen oponiéndose a la suficientemente buena marcha de este mundo, un mundo que, eso sí, fluye a través de cauces tan desacreditados aún para muchos, como son el capitalismo y la democracia liberal, pero que está demostrando su capacidad de ir a mejor? ¿Cómo es posible que sigan tantos adscribiéndose aún a ideologías antisistema que han demostrado su propensión a la catástrofe?
     La culpa la tiene la épica. Vulnerables a ella –y sé de lo que hablo– son sobre todo los jóvenes que, casi por definición, adolecen de un mayor o menor despiste vital y de la ausencia de un plan de vida que le dote a esta de sentido y claridad. La rebeldía contra el mundo ofrece a quien se alista en ella una panoplia de objetivos con aparente pero luminosa aura de nobleza, por los que merece la pena partirse el pecho: justicia social, lucha contra la tiranía y la explotación, ayuda a los más débiles… a la vez que dota del sentimiento de estar haciendo algo importante, más el respaldo de un nutrido grupo de personas con las que, en lo fundamental, se comparten ideales, y el convencimiento de que se camina por estratos moral e intelectualmente superiores a los de aquellos que aceptan someterse al sistema… Estupendos ingredientes todos ellos para apuntalar una personalidad, sobre todo si al margen de ellos no se tiene mucho más. ¿Cómo aceptar entonces renunciar a esos ideales, aunque se vayan demostrando espurios? Uno acaba así necesitando que el mundo sea injusto, porque si no se queda desamparado de todo aquello que, a base de luchar contra la injusticia, sostenía el sentido de su vida. ¿Cómo admitir el despojo que supone aceptar que el mundo no necesita de mi fervor revolucionario para ir bien encaminado? Aceptar que el sistema funciona y que va mejorándose a ojos vistas sería como quedarse sin escalera y colgado de la brocha.
     Cuando murió Stalin, los de su camarilla disputaban entre sí temblorosamente ante la siguiente tarea que se les venía encima: “Sí, ya, pero ahora quién se lo dice”. Aquí estamos libres de ese tipo de prejuicios a la hora de constatar la evidencia que hoy toca proclamar: la progresía ha muerto. Y ya están tardando los progres en enterarse.

viernes, 30 de junio de 2017

Fácil explicación de la causa de las depresiones económicas según el liberalismo

Resumen: según la teoría aquí expuesta, síntesis de la que fue defendida por el economista de la Escuela austriaca y promotor de la corriente anarcocapitalista, Murray Rothbard, no son, como Keynes supusiera, los comportamientos caóticos del libre mercado los responsables de las periódicas crisis que acontecen en la economía, sino las políticas intervencionistas de los gobiernos las que, alterando el sistema crediticio de los bancos (abaratando excesivamente el dinero), ponen en marcha crecimientos ficticios de la economía que, tras un primer período inflacionario, concluyen en la deflación, el aumento del paro y la destrucción del tejido empresarial.
 
     La depresión económica más famosa de la historia fue la que se produjo en 1929, y que se prolongó hasta la llegada de la II Guerra Mundial. Desde entonces ha habido varias “recesiones”, que es el eufemismo que acabó siendo aceptado para evitar nombrarlas de aquella otra manera, que resultaba demasiado impactante. Desde 1957 se ha ido rebajando aún más la carga conceptual de estos fenómenos, que han pasado a denominarse “descensos” o “desaceleraciones”.
 
     La teoría económica que más crédito ha obtenido al tratar de explicar estos fenómenos ha sido la de John Mainard Keynes, que vio la luz en 1936. La simplista explicación de este autor parte de la idea de que el mercado, dejado a su propia inercia, fluctúa inevitablemente entre fases inflacionistas y fases deflacionistas o depresivas. Si hay inflación, ello se debe, según Keynes, a que el público está dedicándose a consumir de manera excesiva, empujando hacia la subida de los precios (y hacia el consiguiente ascenso en la oferta de trabajo), y la solución ha de ser que el gobierno corrija estos excesos consumistas e inflacionistas detrayendo dinero circulante del mercado a base de aumentar los impuestos, obligando así a la gente a consumir menos. Por el contrario, si hay una depresión o, según se dice después de la “actualización semántica”, una desaceleración, la causa estribará en que la gente consume menos de lo debido (con el consiguiente aumento del paro laboral), de modo que en estas fases depresivas el gobierno debe estimular el gasto, inyectando dinero circulante, preferentemente a base de incrementar el déficit del estado. Esa idea de que aumentar el gasto público (combatir el “austericidio”) en épocas de crisis es bueno y, por el contrario, hacer recortes en los presupuestos es malo, ha triunfado entre los economistas y en la mayoría de los ámbitos políticos, no ya solo en el socialista, que es el foco inicial del que surgieron los partidarios de estas teorías. En suma, lo que se propone desde ellas es aceptar que el libre mercado es un sujeto económico intrínsecamente enfermo, que, por defecto o por exceso, tiende siempre hacia el error o desviación morbosa, y el estado debe de estar vigilando siempre y aplicando medidas correctoras que contrarresten esa fluctuante tendencia hacia la inflación y hacia la depresión.
     La explicación liberal de la marcha de la economía parte, por el contrario, de la idea de que el mercado tiende intrínsecamente a encontrar un punto de equilibrio entre la oferta que promueven los empresarios con los productos que fabrican y la demanda que emite el público con sus preferencias de consumo. Pero entonces, ¿cómo explicar esas incuestionables fluctuaciones entre fases expansivas y depresivas? ¿Cómo es posible que los empresarios no se adecuen a las reales necesidades del mercado y, correlativamente, los consumidores gasten por encima de sus posibilidades en las épocas expansivas y, en sentido contrario, tampoco ofertantes y demandantes se comporten de forma adecuada, por defecto, en las fases recesivas?
     Ya David Hume (1711-1776) y David Ricardo (1772-1823) dieron en  su tiempo con las claves de esos comportamientos extraños del mercado que se habían observado desde mediados del siglo XVIII y que periódicamente conducían hacia la inflación y la deflación. Complementariamente, estos teóricos habían observado que, a la vez que estas fases en la dinámica económica, y coincidiendo con el inicio de la revolución industrial, se había desarrollado otra institución característica en aquellos tiempos, a mediados del siglo XVIII: esa institución era la banca, con su capacidad de expandir el crédito y la oferta de dinero, primero en la forma de papel moneda o billetes de banco y luego en forma de depósitos a la vista o cuentas corrientes que, en principio, eran intercambiables por dinero en efectivo en cualquier momento. Eran las operaciones realizadas por estas instituciones bancarias las que creían estos economistas arriba citados que tenían la clave de aquellos misteriosos ciclos recurrentes de auge y declive en la economía. Este era, en concreto, el análisis de David Ricardo: el dinero material que se mueve en el mercado está respaldado por su valor equivalente en oro o plata que, como garantía, mantenían los bancos en sus depósitos. Si el dinero que efectivamente se mueve en el mercado se limitara a corresponderse con su equivalente en el oro o la plata conservados en los bancos, la oferta de crédito y, consiguientemente, de bienes se equilibraría sin dificultad con la demanda, es decir, con el gasto, de modo que no aparecerían aquellos ciclos de auge y declive, de exceso o defecto de oferta y demanda: en el mercado se produciría un equilibrio entre los que los productores ofrecieran y lo que los consumidores, de acuerdo con su respectiva capacidad adquisitiva y de ahorro, demandaran. Pero la inyección de crédito bancario en el mercado añade otro elemento crucial y perturbador, en la medida en que los bancos expanden el crédito y, por tanto, el dinero circulante en forma de billetes o depósitos, que teóricamente (y solo teóricamente) son inmediatamente convertibles en su valor equivalente en oro (es decir, que se adecuaría a la real capacidad de ahorro de los depositantes), pero en la práctica resultaba que no era así. Y es que si, por ejemplo, un banco tiene mil onzas de oro en sus arcas, pero emite dinero o depósitos bancarios por valor de dos mil, está claro que ha emitido mil onzas más de aquellas de las que efectivamente puede responder y redimir a la vista en valor efectivo. Mientras los depositantes de su dinero en el banco no reclamen su dinero en efectivo, los créditos otorgados por el banco funcionan como si realmente estuviesen respaldados por su valor en onzas de oro. Pero en tal caso, el dinero que ha entrado en el mercado es mayor del que efectivamente se corresponde con su valor real: concretamente, el mercado estará jugando con valores correspondientes a dos mil onzas de oro, en vez de con las mil realmente existentes. De esta forma, mientras puedan mantener esta ficción, los bancos expanden alegremente los créditos, independientemente del valor efectivo con el que puedan respaldarlos, porque cuantos más créditos otorguen, mayores serán sus beneficios. Esto genera la expansión de la oferta monetaria (del dinero circulante) dentro de un país. Al haber más dinero disponible, se aumenta la demanda de bienes de consumo, y esto empuja al alza a los precios. También aumentan los puestos de trabajo, puesto que se necesita mayor producción para satisfacer la demanda.
     Aparentemente se estará produciendo un auge de la economía del país en el que esto ocurra, pero, en realidad, este auge es ficticio y encierra dentro de él la semilla de su propio declive: además de poner en circulación más dinero de aquel que realmente se corresponde con el valor que lo respalda, ese aumento de dinero circulante, y consiguientemente de la demanda, hace que el país en cuestión tienda a comprar más bienes en el exterior, puesto que, al aumentar sus precios, los bienes producidos en este país pierden competitividad en relación con los de los otros países. Se compran, pues, más bienes en el exterior y menos en el interior, mientras que el resto de los países hacen lo contrario: compran más en su propio país o en los vecinos que no sufran esta inflación y menos en el país cuyos precios han aumentado. El resultado es un déficit en la balanza de pagos del país que estaba aparentemente creciendo: menos exportaciones y más importaciones.
     En algún momento, los bancos, que han entrado en un círculo vicioso en el que cada vez están más obligados a emitir créditos sin capacidad real de responder a ellos con valores efectivos, entrarán en pánico y empezarán a contraer los créditos para no alejarse demasiado de su capacidad de respuesta real. A menudo, esta reacción a la baja de los bancos se acompaña con una retirada de fondos masiva por parte de los clientes de los bancos, que tarde o temprano se asustarán al ver su condición cada vez más inestable. De esta forma, la curva del comportamiento económico de la sociedad acaba finalmente invirtiéndose, sobreviniendo la fase contraria, la de deflación: disminuyen los créditos y el dinero circulante, y, consiguientemente, la demanda, el consumo. Los precios entonces bajan, la producción disminuye, el paro aumenta. Sin embargo, esa bajada de precios impulsará una mayor demanda de bienes por parte de los países vecinos, de modo que la balanza comercial va de nuevo invirtiendo su sentido y pasa a ser positiva para el país que sufre deflación. Al disminuir los créditos y el flujo de dinero por parte de los bancos, la condición de estos se vuelve a hacer cada vez más sólida. Con lo cual, se completa el ciclo económico… y vuelta a empezar. Así pues, la fase de contracción es una lógica consecuencia de la culminación de la fase de expansión; no son fases aleatorias  generadas por un mercado caótico e imprevisible. La depresión es una consecuencia, desagradable pero lógica, de los excesos producidos en la fase de expansión. Y a partir de ahí, comienza el siguiente ciclo, porque cuando los bancos refuerzan su posición, vuelven a confiarse y a empezar a emitir crédito por encima de sus posibilidades.
     Se podría decir que, puesto que la banca es una institución privada y forma parte del mercado, sigue siendo este el responsable último del hecho de que se produzcan las crisis. Pero el caso es que los bancos no serían capaces de expandir el crédito de forma concertada si no fuera porque es el gobierno el que, por encima de ellos, estimula ese comportamiento. Si un solo banco tomara la decisión de aumentar unilateralmente sus créditos sin el consiguiente respaldo de sus valores efectivos, acabaría endeudado él solo y el resto de los bancos tarde o temprano serían acreedores de esa deuda y terminarían por reclamársela, cortando de raíz el proceso inflacionista. Los bancos solo pueden expandir el crédito cómodamente al unísono cuando existe un Banco Central, que esencialmente es un banco público, y que es el agente de influencia del gobierno sobre todo el sistema bancario. Este conocido ciclo de expansión y contracción solo se puso en marcha en el mundo moderno cuando apareció esa banca pública central. El Banco Central adquiere su control sobre el sistema bancario a través de medidas gubernamentales como la de hacer que sus pasivos sean dinero de curso legal, aunque no estén respaldados por valores efectivos equivalentes a ese dinero circulante. El gobierno concede al Banco Central el monopolio en la emisión de billetes, de modo que obliga a los bancos privados a recibir el dinero con el que después realizarán sus créditos proviniendo del Banco Central. Es este el que decide hacer dinero, eventualmente por encima de su correspondencia con el valor efectivo del oro o la plata que mantenga en sus depósitos. De modo que podemos ver que el ciclo de expansión y contracción no se produce debido a ningún misterioso comportamiento del libre mercado sino, al contrario, por la intervención del gobierno en la marcha de la economía a través de sus políticas monetarias. No es al libre mercado a quien es preciso vigilar para que esos ciclos no se produzcan, sino al intervencionismo gubernamental.
     La teoría ricardiana de los ciclos económicos encontró su complemento en la obra de Ludwig Von Misses y de Frederic Hayeck. Misses observó que, además de la inyección artificial de dinero en el mercado, otra consecuencia del intervencionismo estatal era que con él se rebajaban los tipos de interés del dinero: cuanto más dinero haya circulando, menos interés se recibirá a cambio de prestarlo; a mayor oferta, precios (intereses) más bajos. Esta intervención perturbadora de los mecanismos naturales que regulan la oferta y la demanda hace que los empresarios, respondiendo a esa señal emitida (artificialmente) por el mercado de holgada disponibilidad de dinero, inviertan más en la adquisición de equipamientos, bienes de capital y producción, materias primas industriales y asimismo en construcción de inmuebles; los mismos bienes que, antes de la bajada de interés, no resulta rentable invertir en ellos, ahora pasa a ser atractivo invertir en ellos. Todo ello repercutirá en la subida de los alquileres y de los costes laborales, que, en principio, las empresas piensan que pueden pagarlos, porque disponen (artificialmente) de más dinero. Pero en realidad, esas empresas han sido engañadas por la intervención del gobierno, que es quien abarató los tipos de interés. Y así, el incremento en el consumo producido no por el ahorro previo sino por esa subida artificial de los salarios acaba llegando a un punto de colapso: las empresas acaban comprobando que habían invertido mal al comprar sus bienes de capital con un dinero que no existía en la realidad. El mercado acaba liquidando las inversiones insensatas y antieconómicas que la intervención gubernamental promovió, y se acaban restableciendo las proporciones reales entre consumo e inversión que la ley de la oferta y la demanda hubiera dictado si no hubiera habido intervención. Y lo hará a través de la inevitable fase depresiva.
     ¿Cuál debe de ser el papel del gobierno una vez que se estén produciendo estos ciclos? En primer lugar, y al contrario de lo que proponía Keynes, el gobierno debe dejar de inflar o deprimir artificialmente el comportamiento del mercado. Cuanto más trate de retrasar la corrección a la baja (inyectando artificialmente dinero y gasto) que, llegado un punto, busca el mercado, peores acabarán siendo los inevitables reajustes. Rescatar empresas en crisis o mantener artificialmente y por decreto el nivel de los salarios tiene como único resultado el prolongar la agonía, convertir una fase de recesión aguda y rápida en una enfermedad persistente y crónica, en la que el paro no solo no se corregirá sino que aumentará. El gobierno, en estas fases recesivas, no debe de hacer nada por estimular el consumo y no debe de aumentar sus propios gastos, porque fueron estos comportamientos los que primero provocaron la inflación, pero a la larga llevaron a la recesión. Lo que la economía necesita no es más gasto en consumo, sino más ahorro, para validar alguno de los excesos inversores de la fase de auge. El gobierno debería, pues, hacer… nada. Todo lo que haga retrasará y obstaculizará el proceso de ajuste del mercado. La crisis de 1929 se hizo inevitable debido a la enorme expansión del crédito por parte de los gobiernos occidentales y principalmente por la Reserva Federal de los Estados Unidos, haciendo imposible la vuelta al patrón oro. La intervención del gobierno lo que hizo fue convertir una crisis que hubiera tenido una resolución aguda y rápida en una enfermedad persistente y casi fatal, solo curada por el holocausto de la Segunda Guerra Mundial.
     Sostener los precios y los salarios por encima de lo que consiente el libre mercado, inflar el crédito y prestar dinero a negocios con problemas, en suma, realizar todo aquello que propone la teoría keynesiana y socialista, fue lo que hizo que la depresión de 1929 se prolongara en el tiempo y que el desempleo fuera masivo. Misses fue uno de los pocos economistas que predijeron la Gran Depresión. Y algo semejante a aquello ocurrió en la depresión que tuvo su origen en 2007: fue la artificial rebaja del interés bancario promovida por la Reserva Federal americana a las órdenes de Alan Greenspan la que desencadenó todo el proceso que acabó moviéndose sobre las mismas pautas que aquí se han descrito. En 2001, y con la intención de evitar la desaceleración económica que se estaba produciendo, Greenspan rebajó los tipos de interés del 3,5% que estaban entonces vigentes hasta el 1% que pasaron a estar en 2003. Lo distintivo en esta ocasión fue que el crédito se concentró en la adquisición de viviendas, inflando artificialmente el mercado inmobiliario con la entrada en él de personas poco solventes atraídas por la facilidad de obtener créditos. Aumento de la demanda, subida de precios… y ya ha quedado explicado lo que en tales ocasiones se pone en marcha.
     ¿Qué es lo que impide reconocer la virtualidad de una teoría tan clara y contrastada como la liberal y, por el contrario, mantener viva aún la teoría keynesiana en casi todos los cenáculos políticos y económicos? Sin duda, lo que Erich Fromm denominaba “miedo a la libertad”, que desencadena la desconfianza en los mecanismos autorreguladores de la sociedad y genera ese movimiento contrapuesto de intervencionismo, mayor cuanto más tendente al totalitarismo resulta el gobierno.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Lo que pasa cuando fallan las instituciones

     Sin duda, este es un buen momento, sobre todo en España, para reflexionar sobre lo que pasa en un país cuando fallan las instituciones. La corrupción, la inoperancia o inutilidad de muchas de ellas, y, en general, el descrédito que hoy están sufriendo esas instituciones en nuestro país, otorgan un mayor alcance a esta reflexión que pretendemos hacer sobre lo que el sistema institucional que la civilización ha ido generando significa y lo que puede suponer la desconexión que hoy se está llevando a cabo entre los españoles y sus instituciones. Como dato significativo diremos que de todas las instituciones públicas y privadas los españoles sitúan como las menos creíbles a los medios de comunicación (35 %) y al gobierno (33 %), que obtienen la peor calificación de las dadas a ambas instituciones en el conjunto de los países europeos.

     Thomas Hobbes, que es considerado el fundador del empirismo, decía que en el estado natural el hombre es un lobo para el hombre, y que cuando se dan esas condiciones, “la vida de los hombres es solitaria, pobre, sucia, brutal y corta”. Hasta tal punto le horrorizaba esa naturaleza que latía por debajo de lo que había conseguido ser el hombre civilizado, que afirmaba que “el miedo y yo nacimos gemelos”. Por suerte, la civilización y el estado habían conseguido dominar a esa peligrosa naturaleza que subyace debajo de lo que somos. Para alcanzar la holgura vital que da la civilización, los hombres habíamos tenido que ponernos de acuerdo en entregar nuestro personal potencial de violencia al estado, que desde que ocurrió ese pacto se convirtió en el único detentador legítimo de toda violencia. Esa violencia que desde entonces pasó a ser monopolizada por el estado, la empleaba este en prevenir y castigar los comportamientos de aquellos que todavía estaban peligrosamente cerca de su estado natural, es decir, propensos a ser unos lobos para sus congéneres. Los hombres, con su contrato, habían dado vida al Leviatán, un monstruo necesario para domeñar a otro monstruo más terrible: el hombre natural. La idea ya la había captado siglos antes el historiador romano Tácito, que decía: “Antes sufríamos crímenes, ahora sufrimos leyes”.


     ¿Cómo sería ese pequeño pero temible monstruo, el hombre natural, para domesticar al cual hemos necesitado inventar la civilización y su brazo armado, el estado, el Leviatán? Lancemos una hipótesis al respecto: sería esa clase de hombre egoísta que aún no ha descubierto que el mundo es algo que se nos resiste, que, al menos en lo inmediato, se opone a nuestros deseos, un hombre de los de antes de que apareciera la sociedad, un solitario para el cual los demás son solo tenidos en cuenta como instrumento al servicio de su propio interés. Algo así, pues, como el hombre-masa que describió Ortega y Gasset, y del que decía: “(El hombre-masa) se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él. Está satisfecho tal y como es. Ingenuamente, sin necesidad de ser vano, como lo más natural del mundo tenderá a firmar y dar por bueno cuanto en sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos”. Y decía también de él que “tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tenga obligaciones”. Frente a este hombre-masa u hombre natural, surge el hombre civilizado. “Civilización –dice asimismo Ortega– es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles”. Al hombre como lobo para el hombre le sucede el hombre urbanizado, civilizado, le sucede el ciudadano. Y así, en fin, concluye Ortega: “La urbe (…) es la república, la politeia, que no se compone de hombres y mujeres, sino de ciudadanos. Una dimensión nueva, irreducible a las primigenias y más próximas al animal, se ofrece al existir humano, y en ella van a poner los que antes sólo eran hombres sus mejores energías. De esta manera nace la urbe desde luego como Estado”.

     Jean Jacques Rousseau tenía, sin embargo, una idea contraria a esta sobre el ser del hombre natural, que para él era el “buen salvaje”, del que decía que, efectivamente, era bueno por naturaleza, pero que le pervierten la sociedad y sus instituciones. Y afirmaba asimismo: “El hombre civil –es decir, el hombre civilizado– nace, vive y muere en la esclavitud: cuando nace se le cose un pañal; a su muerte se le clava en un ataúd; mientras conserva el rostro humano está encadenado por nuestras instituciones”. El hombre civilizado es para Rousseau un ser desdichado, y el orden social al que pertenece está fundamentado en una artificial y esclavizadora desigualdad. El hombre, en fin, no es sociable por naturaleza, y el estado, las instituciones no son entidades que vengan a controlar sus bajos instintos, como decía Hobbes, sino a esclavizarle. Desde que se instauró la primera institución, la propiedad privada, apareció la violencia entre los hombres, que hasta entonces habían sido seres pacíficos y felices. La civilización, para Rousseau, es la gran carcelera del hombre. Una idea sobre el hombre, esta de Rousseau, que tendría buena acogida entre los románticos y, posteriormente, entre los anarquistas, los cuales pusieron en marcha la gran añoranza de ese estado natural perdido, es decir, del paraíso perdido cuando los hombres, dicen, se empezaron a guiar por la razón en vez de por sus instintos naturales y a superponer el alienante estado sobre lo que el anarquista Max Stirner denominaba “el único”, es decir, el individuo.

     ¿Quién tiene razón, pues? ¿Hobbes y Ortega situando en el estado natural al hombre más imperfecto y más violento, o Rousseau, los románticos y los anarquistas, para quienes la violencia es algo propio y exclusivo del hombre civilizado?

     Steven Pinker, un profesor de psicología en la Universidad de Harvard, en Massachusetts, que ha convertido sus libros en grandes éxitos editoriales, en el último de ellos traducido al español y que se titula “Los ángeles que llevamos dentro”, nos da claves empíricas suficientes para saber que son Hobbes y Ortega los que tienen la perspectiva adecuada a la hora de considerar el problema. Efectivamente, Pinker se ha hecho famoso por su afirmación de que los índices de muerte violenta son mucho más altos en las sociedades sin estado que en las sociedades con estado, lo cual suele ir en contra de la creencia común, que empuja en la dirección romántica y roussoniana y lleva a creer en el mito del buen salvaje, que significaría que es en la prehistoria cuando los hombres fueron más pacíficos. Por el contrario, serían las sociedades sin estado, aquellas que fueron características del período paleolítico en que los hombres eran nómadas cazadores y recolectores, las más violentas. El otro extremo del continuo que allí nació lo constituye la Europa occidental del siglo XXI, que es la sociedad más pacífica de la historia.

     Pinker puede hacer esos análisis comparativos porque la ciencia ofrece medios suficientes para establecer cuándo había muertes violentas, incluso en tiempos tan lejanos como la prehistoria, la edad en la que, de modo característico, existían sociedades sin estado. Y en conclusión, el análisis de los restos de diferentes pueblos cazadores y recolectores (es decir, de antes de la aparición en ellos de cualquier clase de organización estatal), pueblos procedentes de Asia, África, Europa y América, da como resultado un índice de mortalidad violenta que a veces llega al 60 % del total de la población, con un promedio del 15 %. Según estudios etnográficos, entre el 65 y el 70 % de los grupos cazadores-recolectores están en guerra al menos cada dos años.

     La comparación de esas sociedades sin estado con las sociedades con estado más antiguas de las que disponemos de datos son las que corresponden a las ciudades y los imperios del México precolombino. En estas, el número de personas asesinadas por otras era del 5 % del total de la población. Un mundo peligroso aquel en el que habitaban los aztecas, sin duda, pero su violencia era entre un tercio y un quinto del promedio de una sociedad preestatal. Y manteniendo constantes otros numerosos factores, podemos observar que vivir en una civilización reduce al menos cinco veces las probabilidades de una persona de sufrir una muerte violenta.

     Hay otro modo de cuantificar la violencia y aplicar esa cuantificación a la comparación entre sociedades, y es el número de homicidios por cada cien mil habitantes a lo largo de un año. En la Europa occidental del siglo XXI, el lugar más seguro de la historia, ese índice de homicidios está cercano a 1 por cada cien mil habitantes al año. Entre los países occidentales, Estados Unidos se halla en un peligroso extremo del registro, pues en los peores años de las décadas de 1970 y 1980, en que hubo en todo el mundo occidental un repunte de los comportamientos violentos, el índice de homicidios llegó allí a 10 anuales por cien mil habitantes. El caso de Estados Unidos y el repunte de la violencia a partir de la década de los sesenta (que de nuevo refluyó en los 90), merecerán un análisis más particular que haremos luego. De momento, quedémonos con este criterio de valoración de los índices de homicidio: si ese índice llegara a 1.000 por cada 100.000 habitantes, es decir, un 1 % anual del total, ello significaría que perderíamos un allegado al año y tendríamos una probabilidad superior al 50 % de ser asesinados.

     Haciendo una conjunción de índices entre el anterior de muertos por guerra respecto del total de la población y este de muertes violentas por cada cien mil habitantes, el índice anual medio de mortalidad por guerra para las sociedades sin estado es de 524 por cada cien mil habitantes, más o menos la mitad de ese 1 % que fijábamos antes. Entre los estados, el índice de mortalidad violenta del Imperio azteca, que estaba en guerra a menudo, era aproximadamente la mitad que ese  de 524 de las sociedades sin estado. Y ciñéndonos a los países occidentales modernos, incluso en los siglos que fueron más devastados por las guerras, mantuvieron un índice de mortalidad violenta que era apenas una cuarta parte del índice promedio de las sociedades sin estado.

     Todas estas cifras confirman que, en lo esencial, Hobbes estaba en lo cierto: “durante la época en que los hombres viven sin un poder común que los intimide –había dicho–, se hallan en ese estado que denominamos guerra” y en tal estado viven en “un temor constante y en peligro de muerte violenta”.
 


     Centrándonos en las estimaciones de índices de homicidios en diferentes épocas, existen significativos estudios que, para empezar, acreditan la constante disminución relativa de los mismos a lo largo de la historia. Por ejemplo, hay índices referidos a la historia inglesa que señalan que, mientras que en la Edad Media se producían entre 4 y 100 homicidios (según ciudades) por cada 100.000 habitantes, en la década de 1950 habían bajado a 0,8 homicidios de media en el conjunto de Inglaterra. Eisner, un investigador de estos índices, ha comprobado que su evolución es similar en todos los países de Europa occidental, al menos en cuanto a la bajada constante de homicidios desde el siglo XIV y a la llegada al actual punto de destino, en el que el índice se ha afincado en torno a un homicidio anual por cada cien mil habitantes. Los investigadores han puesto asimismo de manifiesto que habitualmente los índices de homicidios guardan correlación con los índices de otros delitos violentos (robos, violaciones, agresiones, allanamientos…). Contra lo que intuitivamente piensa un gran número de personas, a medida que Europa se fue haciendo más urbana, cosmopolita, comercial, industrializada y secular, resultó también cada vez más y más segura. Por el contrario, en la Edad Media, las guerras privadas y las justas eran el telón de fondo de una vida violenta en otros muchos aspectos: los artesanos aplicaban su ingenio a sádicas máquinas de castigo, tortura y ejecución, los forajidos convertían los viajes en una amenaza para la vida, y pedir rescate por cautivos era un socorrido negocio lucrativo; las diversiones, asimismo, estaban impregnadas de cruel violencia.


     El caso es que hemos llegado a este punto en que Occidente marca la pauta del descenso progresivo de la violencia respecto de tiempos pasados. Entre los demás países del mundo, aquellos que, junto a Europa occidental, cuentan con índices más bajo de violencia son, por un lado, los surgidos del Imperio británico: Australia, Nueva Zelanda, Islas Fiji, Canadá, las Maldivas y Bermudas. Varios países asiáticos tienen también índices de homicidio bajos, en especial los que han adoptado modelos occidentales, como Japón, Singapur y Hong Kong. China informa asimismo de índices bajos de homicidio (2,2 por cada cien mil habitantes), pero, aunque es cierto que se trata de un país en el que el gobierno centralizado tiene existencia desde hace milenios, resta credibilidad a sus estadísticas la posible manipulación informativa propia de una sociedad tan hermética.

     Para reducir esta violencia de la que hablamos, sin embargo, no basta con que el estado ejerza su fuerza bruta coactiva, sino que es preciso que las poblaciones suscriban el imperio de la ley que les ha sido impuesto, es decir, que las instituciones gocen del prestigio y la aceptación por parte de quienes se someten a ese poder coactivo. Algo que fue ocurriendo en Occidente sobre todo a partir de la Ilustración y la consiguiente llegada de la democracia, y que se convierte en perentorio aviso de lo que puede ocurrir cuando, como hoy ocurre en España, las instituciones pierden credibilidad.

     A la vista del mapa de la criminalidad, podemos concluir que las democracias arraigadas son lugares relativamente seguros, al igual que las autocracias arraigadas, pero las semidemocracias y las democracias emergentes suelen ser muy vulnerables al delito violento y a la guerra civil, En el mundo actual, las regiones más propensas al crimen son países que han experimentado el desmoronamiento de sus instituciones tradicionales, como Rusia (29,7 homicidios por cada cien mil habitantes) y Sudáfrica (69). Lo mismo acontece en otros muchos países que al adquirir la independencia no han conseguido asentar un marco institucional perdurable, como ocurre en el África subsahariana. Y en fin, en ciertas partes de Latinoamérica que tampoco gozan del consenso necesario para sustentar instituciones estables; por ejemplo, Jamaica (33,7 homicidios al año por cada cien mil habitantes), México (11,1) y Colombia (52,7). Asimismo, el descalabro institucional que ha sufrido Venezuela en estos últimos tiempos se ha traducido en un grave aumento de la violencia: de 4.500 homicidios en 1999, primer año de la era Chavez (es decir, 14,8 homicidios por cada cien mil habitantes), se ha pasado a 25.400 homicidios en 2013 (84 por cien mil, seis veces más).

     Hay dos casos de violencia digamos que inesperada dentro de este contexto y de esta línea argumental que estamos siguiendo, que serían el índice de violencia de Estados Unidos, claramente superior respecto del de Europa occidental, y el significativo aumento de violencia que en todo el mundo se produjo en la década de los sesenta del pasado siglo y que duró hasta la década de los 90, en que las cifras volvieron al cauce de lo esperable según la línea evolutiva que hasta los sesenta se iba siguiendo. Argumentaremos someramente las posibles razones que permitirían explicar ambos casos.

     Cuando se trata de la violencia, Estados Unidos no es un país, sino tres. La franja norte, en la que se incluyen estados como Nueva Inglaterra, Minnesota, Iowa, las Dakotas, Montana, los estados del noroeste del Pacífico y Utah, tienen comportamientos respecto de la violencia similares a los que se producen en Europa, con índices de homicidio inferiores a 3 por cada cien mil habitantes al año. El gradiente de homicidios va aumentando de Norte a Sur, y debajo de una zona intermedia, ya en el extremo meridional encontramos estados con altos índices de homicidios: Arizona (7,4), Alabama (8,9), y sobre todo Luisiana (14,2). Las atípicas diferencias correlacionan con el hecho de que en estos últimos estados vive una gran proporción de afroamericanos. Efectivamente, entre 1976 y 2005 el índice medio de homicidios en el conjunto de Estados Unidos era de 4,8 anual entre los americanos blancos, mientras que el de los americanos negros era de 36,9. Estas diferencias hay que achacarlas al hecho de que el proceso civilizador impulsado por el estado, tuvo en el país americano diferente intensidad según los estados y según las razas.

     Efectivamente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, las comunidades de afroamericanos de bajos ingresos pasaron de ser esclavos a ser una especie de apátridas que se basaban en una cultura del honor o “código de las calles” para defender sus intereses, en vez de recurrir a los tribunales, que de hecho resultaban instituciones distantes y ajenas. Y algo similar habría ocurrido en los estados de Sur, en los que la misión civilizadora del gobierno nunca llegó a adentrarse tanto como en el Norte del país, por no hablar de Europa. En buena medida, a lo largo de la historia de esta parte de América, la fuerza legítima la ejercieron pandillas, grupos parapoliciales, bandas de linchadores o policía privada. El Oeste americano, más aún que el Sur, fue una zona de anarquía hasta bien entrado el siglo XX. El tópico de los westerns de Hollywood de que “el sheriff más cercano está a cien kilómetros” era una realidad en millones de kilómetros cuadrados de territorio, de modo que se generalizó una justicia de autoayuda, que pasó a formar parte de los esquemas mentales de la población de estos lugares. Se trata de la llamada “cultura del honor”, que no genera una violencia depredadora o instrumental, sino de represalia tras una ofensa u otros maltratos. En el Salvaje Oeste americano, los índices de homicidios anuales eran de entre cincuenta y varios centenares de veces superiores a los de las ciudades del Este y las regiones agrícolas del medio oeste. Y es que, a falta de estado, la justicia de autoayuda era el único medio de disuadir a los ladrones, salteadores de caminos y otros forajidos.

     Diversos psicólogos han demostrado que esta mentalidad sigue dominando las leyes, la política y las actitudes del sur de Estados Unidos. Allí no se producen más homicidios como resultado de robos que en el resto de Estados Unidos, sino como resultado de peleas. En ellas, lo que se defiende por parte de los contendientes es su sentido de la justicia y de la dignidad personal y familiar, cuya defensa no se deja en manos del estado, sino que se entiende como una obligación personal. La moral o incluso las leyes en estos estados refrendan este modo de individualismo, de manera que se imponen menos restricciones a la venta de armas, se da amplia libertad a las personas para matar en defensa propia o de sus propiedades, se permite el castigo corporal en las escuelas y se establece la pena de muerte por asesinato, que sus sistemas judiciales llevan a cabo de buen grado. Quizás este sentido del honor que subyace a tal apropiación personal de la defensa de la libertad y de la propiedad que la civilización ha ido, sin embargo, delegando en los estados, se mantiene todavía porque el primer hombre que se atrevió a cuestionarla y a abjurar de esta moral recibió todo el desprecio del resto de la gente por cobarde.

     Asimismo resulta muy ilustrativo hacer el seguimiento y estudio del llamativo caso que supone el aumento dramático de los índices de violencia que se produjo en Estados Unidos y Europa a partir de la década de 1960, unos índices que llevaron de nuevo a niveles que se habían abandonado en esos lugares un siglo atrás, y que multiplicó los homicidios por más de dos y medio respecto de la década anterior. El recrudecimiento incluyó también las demás categorías de delitos importantes. Este escenario duró, con altibajos, tres décadas.

     Este repunte de la violencia en 1960 contradijo todas las expectativas. Aquella  década fue una época de crecimiento económico sin precedentes, casi con pleno empleo, niveles de igualdad económica de los que ahora sentimos nostalgia, florecimiento de programas sociales, por no hablar de avances médicos gracias a los cuales las víctimas de disparos o cuchilladas tenían más probabilidades de sobrevivir y así disminuir las cifras de homicidios en las estadísticas.

     Muchos criminólogos han llegado a la conclusión de que la oleada delictiva de la década de 1960 no se puede explicar mediante las acostumbradas variables socioeconómicas, sino que se debió en buena medida a un cambio en las normas culturales. En suma, que después de que el proceso civilizador en Europa y Estados Unidos hubiera realizado su recorrido, fue reemplazado por un proceso que si resulta excesivo decir que fue descivilizador, podríamos denominarlo de informalización. El proceso civilizador había supuesto un flujo de normas y estilos que se extendieron desde las clases altas hacia abajo. Sin embargo, a medida que los países occidentales se fueron volviendo más democráticos, las clases superiores estuvieron cada vez más desprestigiadas como modelo moral, y la gente entró en un proceso de informalización contrario a las normas vigentes hasta entonces que afectó a la manera de vestir, al lenguaje, al trato interpersonal, a la conducta… Todos ellos se volvieron menos afectados y más espontáneos. Asimismo, el desprestigio de las clases superiores que habían marcado las pautas morales aumentó a medida que estas iban haciéndose menos creíbles y convincentes: el descrédito de la religión, la defensa de la igualdad de derechos entre diferentes sexos y razas, la defensa del medio ambiente, el pacifismo frente la amenaza nuclear y las guerras… fueron algunas de las consecuencias, que muchas veces llevaron hacia posturas radicales y antisistema. El marxismo, el anarquismo y el movimiento de la contracultura ganaron prestigio. Diversos sondeos de opinión realizados desde la década de1960 hasta la de 1990 pusieron de manifiesto una caída en picado de la confianza de la población en todas las instituciones sociales.

     En el núcleo de las nuevas actitudes de rebeldía que se desencadenaron en los sesenta está ese poderoso regulador de la conducta civilizada que es el autocontrol. De forma que la espontaneidad, la expresión personal sin tapujos y el desafío a las inhibiciones se convirtieron en grandes virtudes. El instinto empezó a gozar de mucho más prestigio que la razón. “El rock and roll es música del cuello para abajo”, alardeaba Keith Richards, el guitarrista de los Rolling Stones. En la misma línea, la impulsiva adolescencia se valoraba y la sensata edad adulta se desvalorizaba: “No confíes en nadie de más de treinta años” pintaban en las paredes los agitadores; “Espero morir antes de llegar a viejo”, cantaban los Who en un tema que hizo historia, “My Generation”. Los escritores e intelectuales de la época, como Herbert Marcuse, Paul Goodman, la Escuela de Frankfurt o los representantes de la Antipsiquitría racionalizaron el nuevo libertinaje. El emergente consumo masivo de drogas se encaja en esto que podríamos denominar aspiración al descontrol.

      Además del autocontrol y las normas sociales, fue atacado un tercer ideal: el matrimonio y la vida familiar, que en las décadas precedentes tanto habían hecho por domeñar la violencia masculina. La idea de que un hombre y una mujer debieran dedicar sus energías a una relación monógama en la que criar a los hijos en un entorno seguro se convirtió en objeto de clamoroso ridículo. Como consecuencia extrema, hoy una mayoría de niños negros nacen en Estados Unidos fuera del matrimonio y muchos crecen sin padre. La cultura popular, asimismo, despreciaba la limpieza, el decoro y la continencia sexual.

     Aunque los 60 se suelen presentar como una época de paz y amor, y en muchos aspectos lo fue, también se exaltó la vida disoluta, que a menudo se convirtió a la larga primero en complacencia con la violencia y más tarde en violencia propiamente dicha. No es que la cultura popular estuviera directamente relacionada con el aumento de la violencia (una abrumadora mayoría de los jóvenes rebeldes no realizó nunca un acto violento), pero la crisis institucional y de pérdida de los valores tradicionales que promovió sí que están en la base de ese fenómeno. Fue en ese contexto como Eldridge Cleaver, dirigente de los Panteras Negras pudo escribir: “La violación era un acto insurreccional. Me llenaba de alegría el hecho de estar desobedeciendo y pisoteando la ley del hombre blanco, su sistema de valores y que yo estuviera deshonrando a sus mujeres”.

     Asimismo, jueces y legisladores, impregnados en mayor o menor medida de esta contracultura, se mostraron cada vez más indulgentes con los transgresores de la ley. En Estados Unidos, desde 1962 a 1979, la probabilidad de que un delito terminara en detención disminuyó casi a la mitad, y de que terminara en encarcelamiento, pasó a ser cinco veces menor.

     Una vez más contra todo pronóstico, este aumento de violencia revirtió de nuevo a cauces previsibles a partir de la década de 1990. En 1992, el índice de homicidios en Estados Unidos cambió de dirección, y disminuyó casi un 10 % con respecto al año anterior, y siguió descendiendo durante otros siete años más; se estancó ahí durante otros siete años, y siguió reduciéndose aún más hasta 2009. Los mismos altibajos ocurrieron tanto en Canadá como en Europa occidental. No solo se mataba menos sino que disminuyeron también los demás delitos. Y esto ocurrió tanto en países en los que descendió el desempleo como en otros en los que aumentó.

     ¿Cómo podemos explicar este descenso del crimen? Hay dos explicaciones generales verosímiles: la primera es que el Leviatán (el estado controlador) se volvió más grande, más listo y más eficaz. Efectivamente, por ejemplo, aumentó drásticamente la población carcelaria… aunque no en todos los sitios en los que disminuyó la violencia. Y aumentó también el número de policías. La segunda explicación es que el proceso civilizador recuperó su dirección progresiva y las normas sociales cambiaron en esa dirección civilizadora. Para empezar, las ideologías más extremistas y antisistema (marxismo, anarquismo, contracultura…) habían perdido atractivo (el muro de Berlín cayó en 1989). La violencia revolucionaria dejó de tener el aura romántica del que había gozado antes. El legado más positivo de las revueltas de los sesenta, la lucha por los derechos civiles, los derechos de las mujeres, la tolerancia a la homosexualidad, incluso la defensa del medio ambiente y la lucha contra el maltrato animal dejó de ser privativo de las personas rebeldes y pasó a ser incluido en el sistema de valores institucionalizado. Francis Fukuyama señala también varios aspectos interesantes que habría que incorporar a la explicación de por qué descendió la violencia a partir de 1990: este analista social destaca cómo también descendieron otros indicadores de patología social, como el divorcio, la dependencia de la asistencia social, el embarazo de adolescentes, el abandono escolar, las enfermedades de transmisión sexual y los accidentes de adolescentes con armas y automóviles.

     Hay un aspecto curioso en el que la década de 1990 no invalidó la descivilización de 1960, el referido al auge de la cultura popular: y así, la música popular surgida desde entonces (el punk, el heavy metal, el gótico…) deja a la que, por ejemplo, hacían los Rolling Stones como perfectamente asimilable por las audiencias musicales más conservadoras. Por otro lado, las formalidades en el trato social siguen siendo ampliamente desdeñadas. Las películas son hoy más sangrientas que nunca, la pornografía está al alcance de un clic del ratón del ordenador, los videojuegos parecería que son ingeniados por mentes sádicas… Y sin embargo, todo eso ha sido asimilado por el proceso civilizador. Parece ser que este proceso ha filtrado aquellas cosas a las cuales merece la pena atenerse y dejado pasar también a aquellas que resultan inofensivas para mantener vivo el impulso civilizador. Hace siglos resultaba peligroso en este sentido cualquier signo de espontaneidad e individualidad. Hoy aquella rigidez ha pasado a ser algo obsoleto, porque en gran medida la espontaneidad ha resultado compatible con la civilización.

     La auténtica música de fondo de esta entrada de mi blog ha sido la falta de credibilidad en nuestras instituciones públicas que sufrimos los españoles y a la que aludíamos al principio. Unas instituciones minadas por la corrupción, una burocracia estatal sobrecargada por culpa de una organización territorial irracional, con duplicidades, con instituciones inútiles como –es solo un ejemplo– el Senado o un excesivo número de Ayuntamientos. Instituciones, en fin, que despilfarran y son ineficientes. Asimismo, una Justicia politizada y servil con el poder ejecutivo, unos partidos políticos mayoritarios y unos sindicatos que se han convertido en fábricas de clientelismo y medios de abuso del contribuyente, y que practican métodos de selección inversa, según la cual son los más serviles e ineptos, no los más aptos los que suben en el escalafón. O en fin, unos medios de comunicación obedientes a sus respectivos patrones políticos, en vez de ser críticos formadores de opinión.

     A la vista de las conclusiones a las que podemos llegar después de nuestro análisis, podemos confirmar que nuestra crisis institucional, aunque no sepamos exactamente hacia dónde nos lleva, podemos deducir que no será a nada bueno. Y desde luego, no se trata tanto de volver a dar vida a nuestras instituciones tal y como son ahora, sino de regenerarlas, sacrificando lo que en ellas sea necesario sacrificar y revitalizando lo que merezca sobrevivir. Esta será una crisis de crecimiento o de regresión; es decir, que a través de ella alcanzaremos la regeneración o bien, probablemente, acabaremos de sumirnos en el caos. Desde luego, en este futuro inmediato no vamos a tener tiempo de aburrirnos.