domingo, 28 de junio de 2015

Podemos y otros (no tan nuevos) extremismos

     Los síntomas principales a través de los cuales una sociedad demuestra su estabilidad, que podríamos hacer equivalente a la coexistencia pacífica entre los individuos y el estado, es el respeto al principio de legalidad, la confianza en las instituciones, la consideración hacia las normas culturales, y una idea suficientemente implantada en los individuos de arraigo y pertenencia a su comunidad. Cuando esto no es así, es que la sociedad ha entrado en crisis.

     La civilización occidental ha atravesado varias crisis de gran envergadura a lo largo de su historia, que han respondido a pautas que son comunes a todas ellas. La primera gran crisis tuvo lugar en el mundo antiguo. La retracción hacia lo particular y correlativa desconfianza hacia lo público coincidió con la aparición de las filosofías escépticas y cínicas, y más tarde, en una etapa de reactivación o recrudecimiento de aquella crisis, del cristianismo. En tales ocasiones, como dice Ortega y Gasset, “desde las alturas de la sociedad se ve pulular en sus capas profundas una muchedumbre de hombres extraños, vestidos de sayal burdo, con una estaca en la mano y un morral al hombro, que reúnen a la gente popular y gritan delante de ella (…) Esos propagandistas demagógicos son filósofos cínicos o semiestoicos (y más tarde se añade) una casta nueva: los proselitistas cristianos. Todos ellos coinciden en el radicalismo de sus discursos: van contra la riqueza de los ricos, el orgullo de los poderosos; van contra los sabios, contra la cultura constituida, contra las complicaciones de todo orden. Según ellos, quien tiene más razón, quien vale más, es precisamente el que no tiene nada, el sencillo, el pobre, el humilde, el profano”. El mismísimo San Pablo dejó establecida la pauta del comportamiento contracultural que caracteriza los tiempos de crisis cuando clamó diciendo “Porque escrito está: Destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé la prudencia de los prudentes”.


     El individuo, pues, reacciona contra una sociedad y una cultura en las que ha dejado de creer, seguramente que por motivos sustanciales. Pero esa reacción se convierte fácilmente en extremismo, en tendencia a poner patas arriba todo lo que hasta entonces había valido, en desestabilización social y, finalmente, en desprecio de la ley y en violencia. Tal como dice Ortega, en estas oleadas contraculturales y anti-institucionales que recurrentemente acontecen en la historia y “por una propensión mecánicamente dialéctica de la mente humana, cuando se desespera de una forma de vida, la primera solución que se ocurre, la más obvia, la más simple, es volver del revés todas las valoraciones. Si la riqueza no da la felicidad, la dará la pobreza, si la sabiduría no resuelve todo, entonces el verdadero saber será la ignorancia (…) Si la ley y la institución no nos hacen felices, esperemos todo de la iniuria y la violencia”. Y sigue aún nuestro filósofo explicando las vías por las que tienden a discurrir y degenerar las situaciones de crisis: “Fácilmente toda ‘reacción a’ se convierte en ‘reacción contra’, que va movida por feas pasiones, por la envidia, el odio, el resentimiento. Diógenes el cínico, antes de entrar en la elegante mansión de Aristipo, su compañero de escuela bajo Sócrates, se ensucia los pies en barro concienzudamente para patear luego los tapices de Aristipo. Aquí no se trata de sustituir la complicación del tapiz por la sencillez del barro, sino de destruir el tapiz por odio a él”. Los hombres se vuelven extremistas, irracionales. “Es esencial al extremismo la sinrazón. Querer ser razonable es ya renunciar al extremismo”.

     En España, ha asomado ya con fuerza evidente la cuota de extremismos que nos tocaba en la crisis por la que atravesamos. Puesto que esos extremismos no son todavía suficientemente prevalentes, los síntomas a través de los cuales se manifiestan pueden parecer todavía marginales o anecdóticos. No hay tal: son emergencias o erupciones que brotan del caldo de cultivo en el que se va convirtiendo la sociedad, o al menos los estratos sociales que va ganando el extremismo. Recojamos de la prensa alguna de las formas en que se manifiesta el hecho de que el extremismo, es decir, la propensión hacia la quiebra del principio de legalidad, hacia el cambio revolucionario de las instituciones, el revanchismo, el odio, y la sinrazón, van constituyendo un magma hirviente del que tales manifestaciones son erupciones significativas y que vienen a anunciar por dónde irían las cosas si seguimos por ese camino:

     La policía detuvo la tarde del 16 de junio, junto a la parroquia de San Carlos Borromeo (“la iglesia roja”) en Entrevías, en Madrid, a Alfonso Fernández Ortega, conocido por Pablo Iglesias y por sus amigos como Alfon, un delincuente con antecedentes juveniles por robo con violencia, agresión sexual y tráfico de drogas. Esta vez el individuo en cuestión había sido condenado a cuatro años de prisión por portar explosivos durante una huelga general en 2012, sentencia que acababa de confirmar el Tribunal Supremo, al considerar que la bomba que llevaba en la jornada de huelga general convocada por los sindicatos, el 14 de noviembre de 2012, era "especialmente peligrosa", puesto que llevaba incorporados "gases extremadamente inflamables" y contenía tornillos a modo de metralla "susceptibles de causar daños a la personas". A raíz de la decisión del Supremo, la Audiencia Provincial de Madrid ordenó su detención e ingreso en prisión para cumplir la pena impuesta. Con tal motivo, cerca de 500 personas se concentraron junto a Alfonso F.O. poco antes de la detención para formar un "muro" que aislara al detenido ante la actuación policial, adoptando las formas del entorno de ETA en el País Vasco para dificultar los arrestos. Los policías fueron abucheados e increpados con gritos como: “Vergüenza me daría ser policía” y “policías asesinos”. Sectores de extrema izquierda pusieron el grito en el cielo por la sentencia. Concretamente, IU, BNG, Amaiur, ERC, Compromís y Geroa-Bai. Por su parte, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, calificó en Twitter de "injusto" el arresto del condenado por tenencia de explosivos.

     Otra noticia de prensa ha desvelado que en 1992, año en que ETA mató a 26 personas, Manuela Carmena, actual alcaldesa de Madrid y entonces Jueza de Vigilancia Penitenciaria, excarceló a un peligroso etarra, José Manuel Azcárate, y a dos miembros de los GRAPO, José Ignacio Cuadra –condenado a 72 años por varios delitos de terrorismo– y Mercedes Herranz –detenida en 1982 tras asesinar con una bomba a un chatarrero, y que volvió a ser detenida después de que Carmena la sacara de prisión–, aduciendo que sufrían enfermedades incurables. En junio de aquel mismo año, Carmena concedió el tercer grado penitenciario a José Manuel Azcárate, un terrorista que había sido condenado a 57 años de prisión, entre otros delitos, por el secuestro del directivo del Athlétic de Bilbao Juan Pedro Guzmán. Decía Carmena para justificar su decisión que padecía varices esofágicas crónicas que le provocaban de forma regular hemorragias internas. No destacaba, sin embargo, que esa enfermedad crónica la padecía desde los 14 años sin que esto le impidiera emprender una carrera criminal en las filas de ETA. Además, y para escarnio de las víctimas, sólo unos días después de salir de prisión, el terrorista compareció en rueda de prensa para proclamar que no se arrepentía de sus crímenes. Incluso reconoció que se le había ofrecido acogerse a las medidas de reinserción y las había rechazado. Fueron, todas estas, decisiones muy polémicas y que provocaron un fuerte enfado del entonces ministro de Justicia del PSOE, Tomás de la Cuadra Salcedo, quien pidió modificar la Ley para que las eventuales excarcelaciones de terroristas dependieran del Ejecutivo.

     En 2013, en un debate sobre política penitenciaria que tuvo lugar en el programa Fort Apache, que dirige Pablo Iglesias en Hispan TV, la actual alcaldesa de Madrid opinó que el 94% de los reclusos actuales deberían salir en libertad. Curiosamente, excluía a los que hubieran realizado delitos violentos, respecto de los que, sin embargo, había demostrado tener también, como se ha visto, una actitud digamos que relajada.

     Según otra reciente noticia, diversas mujeres con acreditada influencia en la opinión pública, entre otras, Maruja Torres, Pilar Bardem, Ada Colau, Cristina Almeida, Ángeles Caso, Belén Gopegui, Pilar Manjón… han firmado un manifiesto en apoyo a la portavoz del Ayuntamiento de Madrid y miembro del Consejo Ciudadano Estatal de Podemos, Rita Maestre, en el que han querido respaldarla "tras la campaña de acusaciones vertidas contra ella por políticos y medios de comunicación por su participación en una “protesta pacífica” contra la presencia de capillas cristianas en la universidad pública que tuvo lugar hace cuatro años, cuando ella era estudiante en la Complutense". Por parte de Podemos han estampado su firma en el manifiesto todos los portavoces estatales, entre los que están Pablo Iglesias, Carolina Bescansa, Íñigo Errejón o Sergio Pascual.

 
     Los hechos, que han sido objeto de procedimiento penal instado por el Ministerio Fiscal, se juzgarán próximamente en el Juzgado de lo Penal número 6 de Madrid. El Ministerio Fiscal solicita para Maestre y Héctor Maleiro –este último figuraba en la lista de Podemos a la Comunidad de Madrid–, un año de prisión por un delito de ofensa a los sentimientos religiosos, conforme al escrito de acusación. Según el escrito, los procesados entraron sobre las 13.30 horas de ese día en la capilla del campus de Somosaguas y en presencia del capellán y varios estudiantes que se encontraban rezando, invadieron el espacio dedicado al altar. Los acusados portaban imágenes del Papa con una cruz esvástica y leyeron distintos pasajes de la Biblia, así como diversas citas de Santos y Obispos. Tras ello, Rita Maestre y otras mujeres, unas treinta, no identificadas, se desnudaron de cintura para arriba. Posteriormente, abandonaron la capilla profiriendo varias frases como “Vamos a quemar la Conferencia Episcopal” y  "Arderéis como en el 36".
 
 

     El caso es que el Ministerio Fiscal no imputa a Rita Maestre, como dan a entender todos los personajes que se han solidarizado con ella, por pedir la laicidad y que desaparezcan los lugares de culto en los edificios públicos (muchos habríamos suscrito tales peticiones), sino por un delito tipificado en el Código Penal, artículo 521.1: el de ofensa a los sentimientos religiosos. Obviar esto es ignorar el principio de legalidad y, a fin de cuentas, el estado de derecho, algo a lo que evidentemente están acostumbrados nuestros extremistas y que no parece significar gran cosa para ellos. De forma semejante, tampoco, en su particular sistema de valoraciones, significa atentar contra la libertad de expresión el hecho de haber participado, como asimismo hizo Rita Maestre, en el escrache a Rosa Díez junto a Pablo Iglesias y Errejón, el 21 de octubre de 2010 en la Universidad Complutense de Madrid, en el que se impidió a la diputada y dirigente de UPyD dar una conferencia. Por el contrario, para ellos parece ser una manera de ejercitar la libertad de expresión: la suya exclusiva y excluyentemente. Como dice Pablo Iglesias (ver en el YouTube adjunto): "La palabra democracia mola. La palabra dictadura no, aunque nosotros sabemos que no hay mayor democracia que la dictadura del proletariado". Estos peculiares presupuestos políticos, ideológicos y expresamente antijurídicos son, evidentemente, los que aspirarían a implantar en toda la sociedad si triunfaran en las próximas elecciones.

      Por otro lado, en una entrevista concedida a El País, la actual alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, respondiendo a la pregunta de qué haría si el sistema judicial impugna la convocatoria de referéndum para la independencia de Cataluña, afirmó: “Si hay que desobedecer leyes injustas, se desobedecen”. Es decir, que propone sustituir el principio de legalidad por el arbitrario sentido de la justicia que cada cual, con el poder preciso para imponerlo, pueda tener.

     Y en fin, una última noticia de estas últimas jornadas post-electorales nos anuncia que la Fiscalía de la Audiencia Nacional ha pedido la imputación del concejal madrileño de Podemos, Guillermo Zapata, por humillar a las víctimas de ETA a través de los tweets que hizo públicos en internet. En el informe, la fiscal Blanca Rodríguez considera que sus tuits generaron "descrédito, menosprecio, humillación" a las víctimas del terrorismo de ETA. En el informe, la fiscal repasa algunos de los comentarios vejatorios que el concejal de Podemos profirió a las víctimas en los citados tweets, en los que hacia comentarios del estilo de: “Han tenido que cerrar el cementerio de las niñas de Alcasser para que no vaya Irene Villa a por repuestos" o "¿Cómo meterías a cinco millones de judíos en un 600? En el cenicero". Este último tweet venía seguido de otro en el que este eximio concejal preguntaba por qué necesitaba Israel tanto espacio si en ceniza ocuparía tan poco. Algo bastante parecido a lo que solo se atreverían a opinar los más exasperados de entre los militantes del Estado Islámico. Los hechos que han dado lugar a la imputación por parte de la fiscalía estarían tipificados como delito en el artículo 578 del Código Penal, que señala claramente que todo acto que entrañe "descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos terroristas o de sus familiares se castigará con la pena de prisión de uno a dos años". Sin embargo, acostumbrados como están nuestros extremistas a la impunidad (no sin motivo), han entendido que las reacciones de indignación que han producido los comentarios del concejal (que, según ellos, solo eran chistes, no expresiones de lo que realmente piensa el personaje) no pueden responder a sentimientos genuinos, sino que obedecen a una campaña orquestada por oscuras fuerzas reaccionarias. Consecuentemente, el conjunto de nuestros extremistas se han lanzado en tromba contra el indignante ataque sufrido, no por las víctimas y sus familias, sino, según ellos, por el concejal.
     Los más importantes extremismos de nuestro tiempo han sido el fascismo, el nazismo, el comunismo y el islamismo. Los dos primeros han sido prácticamente borrados después de la culminación del fracaso que para ellos significó el resultado de la Segunda Guerra Mundial. El islamismo podemos considerarlo en cierto sentido como un extremismo importado. Así que nos queda todavía como extremismo propio y genuino el del comunismo. Como todos los demás, este extremismo está caracterizado por una esencial irracionalidad que se muestra de dos formas fundamentales: muchos de sus militantes más politizados son inasequibles a la argumentación racional, que sustituyen por tópicos y automatismos mentales pétreos, y, además, es este un extremismo incapaz de confrontarse con la evidencia de que los países que han sido gobernados por regímenes comunistas han acabado en algo más que un fracaso social, político y económico estruendoso: el rastro de víctimas y las secuelas del desbarajuste sociológico que crearon sigue actuando sobre las generaciones futuras. Pues bien: ese extremismo goza en nuestro país de un crédito, al parecer, creciente. Sus ideas sobre el principio de legalidad, la libertad de expresión, el tratamiento de los que disientan de su forma de entender las cosas y el desastre territorial al que nos llevaría su cada vez más explícita idea sobre lo que es España y su indisimulada simpatía hacia toda clase de nacionalismos centrífugos son, entre otras, amenazas que solo una conciencia cívica negligente se atrevería a considerar vanas o de imposible realización. Tal vez, el mayor peligro estribe en que esa descuidada conciencia esté impidiendo ver el cariz de lo que puede echársenos encima.

sábado, 13 de junio de 2015

Si la crisis tiene salida, no está en este callejón


     Nuestra supuestamente modélica Transición de la dictadura a la democracia fue, en gran medida, una operación de ingeniería política destinada a perpetuar en el poder a determinadas castas privilegiadas desde mucho tiempo atrás y a hacer sitio a otras nuevas, apenas perceptibles hasta aquel momento, y que por entonces emergieron con fuerza. La Constitución de 1978 vino a ser el reflejo jurídico de esa operación, y las castas que tomaron el poder fueron la Iglesia, la monarquía, las oligarquías catalana y vasca, los partidos políticos, los sindicatos y las patronales. En el nuevo sistema, a falta de una verdadera separación de poderes y de algún tipo de control suficiente sobre ellas, las castas privilegiadas que tenían poder para hacerlo multiplicaron los estratos políticos y administrativos en los que colocar a sus respectivas clientelas, generando un estado mastodóntico, intervencionista y, como se acabaría viendo, tremendamente costoso, en el que ahora estamos atrapados y sin fácil salida ordenada. La guinda del pastel la constituye esa ubicua corrupción que, a falta también de controles, ha penetrado en todos los intersticios de la Administración.
     Los desajustes que se generaron en aquella manipulada Transición han llegado a estas alturas a un punto crítico, y en la desencantada opinión pública se ha instalado la zozobra y la confusión propia de las situaciones de crisis, cuando se tiene claro que las cosas tienen que cambiar, pero no se sabe bien hacia dónde. Ortega dice de estas situaciones de crisis que en ellas “el hombre (se siente) perdido, azorado, sin orientación. Se mueve de acá para allá sin orden ni concierto; ensaya por un lado y por otro, pero sin pleno convencimiento, se finge a sí mismo estar convencido de esto o lo otro”. Si saliéramos con bien de esta, habríamos dado un gran paso adelante, porque ello supondría que habríamos corregido los desajustes que han desembocado en el actual atasco político, social y económico, y el porvenir se habría vuelto prometedor. Afirma Julián Marías, sin embargo, que a lo largo de la historia, y por esta circunstancia que hace que todo esté bañado de incertidumbre y confusión, cuando se han dado las condiciones adecuadas para dar un paso adelante, muchas veces han venido los extremismos a estropearlo todo y dar un paso atrás. Pone el ejemplo de la Revolución Francesa que, dice, con su violencia y su extremismo, desbarató el trayecto y el impulso que había promovido la Ilustración, y retrasó varias décadas el acceso a la libertad, la democracia y la ciudadanía incluso en la misma Francia (eso sin contar las innumerables e irreparables víctimas del Terror revolucionario). No digamos nada de los catastróficos efectos involucionistas (del mejor de los reinados, el de Carlos III, pasamos sin solución de continuidad a los calamitosos de Carlos IV y, sobre todo, de Fernando VII), además de la terrible Guerra de la Independencia, que aquellas convulsiones acontecidas en el país vecino produjeron en nuestro país.
     El caso es que también en un momento como el actual, en que procedería dar un paso adelante, ha aparecido en España esa cuota de extremismos parece que irremediablemente adscrita a toda situación de crisis. Y como siempre en estos casos, las propuestas políticas que, como las de Podemos, han tomado auge en los últimos tiempos, solo significarían, de llevarse a la práctica, una agudización de nuestros problemas. Esta vez, porque nuestros extremismos no solo no pretenden desmontar este dinosaurio estatal que ha crecido a base de clientelas e intervencionismo, y que está en la base de nuestros males, sino que aspiran a engordarlo aún más.


Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     Según el Instituto Nacional de Estadística, el número de empleados públicos en 1976 era de 1.385.100. En 1987, época ya de madurez del sistema, había ascendido ya a 1.869.200. Al final de 2013, ese número alcanzaba la cifra de 2.909.400. Se estima que unos 2 millones son funcionarios y el resto, un millón, personal laboral y eventual. El máximo número de empleados públicos se alcanzó en 2011, el año del fin de gobierno de Zapatero, y fue de 3.306.600 en el tercer trimestre de dicho año. Ese ha sido el crecimiento en funcionariado y empleo público en general necesario, no para mejorar las prestaciones públicas, que no ha sido el caso (ninguna persona sensata diría que hemos casi triplicado las prestaciones estatales desde 1976), sino para mantener las clientelas y el intervencionismo estatal.
     España sufre el déficit público más alto de la Zona Euro, excluyendo a la rescatada Chipre. Traducido a cifras: el estado está gastando ahora mismo al año 60.000 millones de euros por encima de lo que ingresa. Dicho de otra forma: por cada español, incluidos los recién nacidos, gasta al año 1.300 euros más de lo que ingresa. Y así un año tras otro desde 2009. La deuda pública total es casi del 100% del PIB, la más alta desde principios del siglo XX. Los privilegios fiscales, económicos y políticos de los que disfrutan los partidos, los sindicatos, la Iglesia…, y el gasto público que generan los múltiples ramales de la Administración estatal, extremado en el caso de los nacionalismos, han originado una presión fiscal que ahoga nuestro sistema productivo e hipoteca el de las próximas generaciones. Por si fuera poco, la corrupción se ha extendido como una mancha de aceite por todo el sistema. Y he aquí la original propuesta de solución de los extremistas de Podemos: gastar mucho más y montar un estado aún más intervencionista, con muchos más empleados públicos. Pero ¿y si esta dinámica alocada no se pudiera mantener indefinidamente? ¿Y si hacia lo que estamos yendo por este camino es hacia el colapso y la bancarrota, igual que Grecia, que es, entre otros aún más catastróficos, el país que sirve de referencia a nuestros podemitas?
     Habrá que buscar alguna salida a todo esto, especialmente si Podemos llega, efectivamente, al poder, pero, por favor, que no tenga que ser por tierra, mar o aire.

lunes, 8 de junio de 2015

El papel reaccionario de la Iglesia a lo largo de nuestra historia

     El punto de inflexión que habremos de tomar como referencia, puesto que en él quedó marcada la Iglesia como institución reaccionaria frente a la dinámica histórica más poderosa y decisiva de todos los tiempos, podemos situarlo en el Concilio de Trento de 1545, origen de la Contrarreforma, que España decidió abanderar. Y quedaría reflejada la situación que entonces se creó en el recrudecimiento de la polarización que ya estaba caracterizando a la cultura europea: en uno de los polos estaban germinando maneras de ver el mundo que quedarían representadas por personajes como Galileo Galilei (1564-1642), creador del método científico e iniciador de una serie de descubrimientos que servirían de anuncio y preparación para la gran revolución científica y tecnológica de los siglos posteriores; en el otro polo se situaba la poderosa Iglesia, obsesionada con castigar como herejías esas actitudes intelectuales entonces emergentes y que han desembocado en lo que, gracias a ellas,  hoy es Occidente. El brazo armado de la Iglesia, la Inquisición, se dedicó a perseguir a las personas que estaban dejándose impregnar de la curiosidad por los fenómenos naturales que había empezado a irrumpir en el Renacimiento. Fue la Iglesia, a través de la Inquisición, la que ordenó quemar vivo a Giordano Bruno por abrir su mente a aquella curiosidad indagadora. Galileo, por su parte, pecó asimismo de haber comprendido que “el Universo está escrito en el lenguaje de las Matemáticas” y de observar con espíritu indagador lo que ocurría en ese Universo, hasta deducir, por ejemplo, que la Tierra giraba alrededor del Sol. Acusado de herejía por ello, fue obligado a desdecirse; su confesión le libró de la prisión y la tortura a los 70 años que entonces tenía. A cambio, sufrió arresto domiciliario de por vida y fue obligado a “rezar los siete salmos” en penitencia, obligación en la que quiso sustituirle su querida y abnegada hija monja, María Celeste.

 
     En plena sintonía con esa Iglesia reaccionaria, y mientras en Europa se abría paso la ciencia experimental, en la España que había empezado a regir la dinastía de los Austrias  –ellos fueron quienes nos pusieron a la cabeza de la Contrarreforma–, los referentes culturales, podríamos decir que alternativos, eran los místicos. Y aunque, ciertamente, la Inquisición no fue en España más cruel que en otros sitios, su impronta marcó, sin embargo, los límites del ambiente intelectual al que estuvimos sometidos los españoles durante varios siglos, hasta la tardía desaparición de aquella lamentable institución en 1834.

     Llegamos al tiempo del siguiente gran impulso histórico, la Ilustración, plenamente condicionados por el poder omnímodo de la Iglesia, que, a través de su absoluto control sobre la educación, siguió suponiendo un lastre a la hora de permitir que en España penetraran las nuevas actitudes intelectuales que encaminaban hacia la revolución científica. Por otro lado, la Iglesia contaba con un enorme poder económico en bienes inmuebles, que en sus manos se convirtió en gran medida en improductivo. Tal era su influencia sobre la marcha de las cosas, que cuando nuestros liberales llevaron a cabo la revolución que supuso la proclamación de la Constitución de 1812, no se atrevieron a cuestionar aquel poder eclesiástico, de modo que en esta ley fundamental no quedó consagrado el principio de libertad religiosa. Las conciencias iban a seguir seguido siendo vigiladas y tuteladas por la institución eclesiástica y por la Inquisición. La vuelta de Fernando VII en 1814 significó incluso un mayor reforzamiento de su poder.

(A partir de aquí, me apoyaré, sobre todo, en datos extraídos del libro “El traje del emperador”, de César Vidal, Premio Stella Maris de Ensayo de 2015)

     Murió el rey felón en 1833, y el clero se apuntó masivamente al bando del carlismo absolutista, que entró en guerra contra los liberales, postura que se reforzó cuando en 1834 la Iglesia quedó privada de la perla de su poder al ser abolida la Inquisición. El Estado liberal nunca fue suficientemente fuerte a lo largo del siglo XIX, y sus medidas para acabar con el poder de las castas hasta entonces dominantes, como la misma Iglesia, fueron frágiles e insuficientes. Una de las tareas que era preciso abordar era la de la desamortización, que había de consistir en el hecho de  poner en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las tierras y bienes que hasta entonces no se podían enajenar (vender, hipotecar o ceder) y que se encontraban en poder de las llamadas “manos muertas” (improductivas), es decir, fundamentalmente, la Iglesia Católica y las órdenes religiosas; también la nobleza y las tierras de propiedad comunal de los pueblos quedaban afectadas por esta medida. Los propietarios hasta entonces de todas estas tierras tampoco tributaban por ellas al fisco. La desamortización ya se había llevado a cabo en la Europa del Norte en la que triunfó la Reforma durante el siglo XVI y en Francia durante la revolución del siglo XVIII. Mendizábal, ministro de la regente María Cristina no hizo bien la desamortización en 1836-37, pues consiguió que fueran los grandes propietarios los únicos capaces de entrar en la puja por las tierras liberadas, con lo que se aumentó el poder de los latifundistas, especialmente en el sur de España, sin llevar a cabo la necesaria reforma agraria que debía de haber convertido en propietarios a los pequeños y medianos campesinos, objetivo que tampoco logró Madoz en 1855, cuando llevó a cabo una nueva desamortización. Además, aunque se hacía preciso desamortizar el excesivo número de conventos y monasterios existentes, el patrimonio cultural quedó muchas veces devastado, y asimismo, la deforestación que llevaron a cabo los nuevos propietarios supuso una catástrofe ecológica. Por su parte, la Iglesia a lo que se dedicó fue a excomulgar tanto a los expropiadores como a los compradores de las tierras: ni buena ni mala, era partidaria de ninguna desamortización.

     En 1834, los liberales moderados procedieron a la elaboración de un Estatuto Real, una especie de sucedáneo de la Constitución, de cuya redacción se encargó Martínez de la Rosa. Partía de la base de que la soberanía no residía en la nación sino en el rey, y dejaba sin reconocer la libertad religiosa. Tras un pronunciamiento de sargentos de la Granja en 1836, se promulgó una nueva Constitución en 1837, pretendiendo corregir ambas insuficiencias. En tal ocasión, el general Espartero, liberal progresista, desplazó de la regencia a María Cristina de Borbón, que asumió él mismo con la pretensión de asentar un verdadero orden constitucional liberal. Las oligarquías catalanas (afectadas por la pretensión del nuevo gobierno de suprimir el proteccionismo arancelario) y la eclesiástica conspiraron hasta lograr la expulsión de Espartero de la vida política. Fue sustituido por el general Narváez, el cual trabajó para conseguir una nueva Constitución intermedia entre el Estatuto Real de Martínez de la Rosa y las constituciones liberales, en la cual se consideraba que la soberanía era esta vez compartida por el rey y la nación; asimismo se suscribió un Concordato que regulaba las relaciones entre el Estado y la Iglesia, y que consagraba numerosos privilegios favorables a esta: de nuevo se negaba la libertad religiosa en favor del catolicismo, se dejaba la educación en manos de la Iglesia y el estado asumía la obligación de mantener al clero diocesano.

     En 1854 Espartero regresó al poder con la pretensión de que el liberalismo recuperara la iniciativa, y cuando en 1856 una nueva constitución iba a devolver la soberanía a la nación, el general O’Donnell se hizo con el poder y consiguió que no llegara a aplicarse nunca. Los privilegios que la Iglesia había recuperado con Narváez se mantuvieron e incluso se ampliaron.

     En 1868 se derrocó a Isabel II y se dio por terminado un régimen entonces exhausto. Aunque el nuevo régimen que empezaba, el del Sexenio Revolucionario, tenía una vocación profundamente democrática y pretendía limitar privilegios como aquellos de los que disfrutaba la Iglesia, la disgregación política entonces existente hizo finalmente inviable primero la nueva monarquía que iba a encarnar en Amadeo de Saboya, y después, desde 1873, la República que entonces se instauró. El clero católico no dudó entonces en azuzar a los carlistas para que se levantaran de nuevo contra el régimen constituido. Del fracaso final del Sexenio Revolucionario nació el régimen de la Restauración, con Alfonso XII convertido en nuevo rey.

     La Constitución de la Restauración, promulgada en 1876, significó en general un claro retroceso: la soberanía volvía a dejar de residir en la nación para pasar a ser compartida por el rey y las Cortes; el Poder Legislativo también estaba mediatizado por el rey, y el Ejecutivo recaía asimismo sobre este. Y aunque el conservador Cánovas entendió como indispensable la proclamación de la libertad religiosa y que el Estado conservara su autoridad sobre las escuelas y universidades, dictó medidas para apoyar a las finanzas eclesiales con dinero público. La reacción de la Iglesia fue, pese a todo, de una extrema hostilidad, que se intensificó cuando en 1881 Sagasta y los liberales llegaron al poder.

     Dios los cría y ellos se juntan: los nacionalismos vinieron a heredar, tanto en su ideología absolutista y feudalizante como en las zonas geográficas en las que predominaron, a los carlistas. Y allí estuvo también la Iglesia, a fines del siglo XIX, articulando el nacionalismo vasco y el catalán. Cuando en 1903 murió Sabino Arana, el PNV sobrevivió gracias al respaldo explícito de la Iglesia católica. En conjunto, detrás de la mayoría de los numerosos infortunios que aquejaron nuestro atormentado siglo XIX, estuvo la Iglesia como deplorable promotora o participante.

     El conde de Romanones, a la sazón ministro liberal de Instrucción Pública, anunció en 1901 que se respetaría la libertad de cátedra de los profesores universitarios y suprimió la religión como asignatura obligatoria en las escuelas públicas de enseñanza secundaria. En 1906, el nuevo gobierno liberal presidido por Segismundo Moret presentó un programa de reformas que de nuevo incluía la libertad religiosa y otras medidas indispensables para cualquier estado en que el poder civil y el eclesiástico estén delimitados y sean independientes. La reacción de la Iglesia, para variar, fue de una virulencia extrema. Tras un gobierno del conservador Maura, cuando Canalejas retomó el poder para los liberales retrocedió ante las presiones eclesiales. La dictadura de Primo de Rivera fue bien acogida en 1923 por la Iglesia católica, aunque esa buena sintonía se rompió por el enfrentamiento del dictador con los separatistas catalanes, aliados de la Iglesia.

     El año en que llegó la República, en 1931, se volvió a proclamar la libertad religiosa, la voluntariedad de la educación religiosa en las escuelas públicas, el matrimonio civil, un poco más adelante el divorcio, además de otras medidas secularizadoras igualmente sensatas y tendentes a la separación de la Iglesia y el Estado que fueron, todas ellas, recibidas por aquella no ya como una ofensa, sino con beligerancia. Lo cual no ayudó a calmar, precisamente, el clima de creciente crispación que estaba encaminando hacia la guerra civil. Cuando en 1933 la CEDA pudo condicionar, después de ganar las elecciones, al gobierno del republicano Lerroux, se permitió el regreso de la enseñanza confesional. Cuando en 1934, el PSOE, los nacionalistas catalanes y otros grupos dieron un golpe de estado revolucionario y, después de fracasar, llegó la hora de la represión, resultó significativo el hecho de que las solicitudes de clemencia de los obispos favorecieran únicamente al nacionalismo catalán, no a los demás condenados de ideología izquierdista.

     El colectivo más beneficiado por el triunfo de Franco en la Guerra Civil fue, sin duda, la Iglesia católica: no solo logró que se derogara toda la normativa republicana que había estado encaminada a separar Iglesia y Estado, sino que la enseñanza quedó en sus manos, de modo que la asignatura de religión se declaró obligatoria en la enseñanza primaria y secundaria; se eliminaron de las bibliotecas todos los libros que pudieran considerarse “contrarios a la moral cristiana”; se purgó del estamento del profesorado no solo a aquellos que hubieran apoyado al Frente Popular, sino incluso a los que no hubieran asistido a misa con regularidad. Durante décadas, la esencia del régimen de Franco no estaría decidida por la Falange, el Ejército u otras facciones del llamado Movimiento Nacional, sino por la Iglesia católica. No deja de ser significativo que España quedara en 1948 fuera de la ayuda del Plan Marshall porque la condición que exigían los Estados Unidos, esto es, que hubiera libertad religiosa para los protestantes españoles, no fuera aceptada por los obispos. Toda esta situación quedó consolidada con el Concordato que suscribió el régimen de Franco con la Santa Sede en 1953, en el que además se estableció que los clérigos disfrutaran de inmunidad judicial (lo que significaba que solo podrían ser procesados con permiso del obispo y cumplir condenas en cárceles especiales), que las instituciones eclesiásticas y los emolumentos del clero estuvieran exentos de impuestos, y que los programas de televisión y radio tuvieran espacios para defender “la verdad religiosa”, según la entendía la Iglesia, que asumía también las tareas de prohibición y censura de publicaciones y de libros.

     Desde el comienzo de la década de los sesenta, la Iglesia iba a realizar un giro radical que le permitiría situarse como una de las fuerzas sociales más decisivas de cara al futuro, junto a otras fuerzas que irían emergiendo paulatinamente hasta la llegada de la Transición. El nuevo camino escogido por la Iglesia no iba a alterar excesivamente, sin embargo, su posición reaccionaria y de rémora histórica. El punto de inflexión lo marcó el Concilio Vaticano II, que fue anunciado por Juan XXIII en enero de 1959, comenzó en 1962 y terminó en 1965. En España, el cambio de rumbo de la Iglesia respecto del régimen franquista se suele situar en el papel activo que desempeñó en el nacimiento de ETA, organización que surgió en el colegio de san Ignacio de San Sebastián, en 1959. No solo los nacionalistas vascos en general, vinculados ya a la Iglesia desde sus orígenes, iban a ser los beneficiarios de esa Iglesia renovada: en abril de ese mismo año estallaron en Asturias huelgas relacionadas con la minería, en las que se implicaron activamente algunos sacerdotes y obispos. En 1963, asimismo, el abad de Montserrat, Aurelio María Escarré, defendía el nacionalismo catalán en unas declaraciones a Le Monde.

     En diciembre de 1970 tuvo lugar el Juicio de Burgos contra dieciséis miembros de ETA acusados, entre otras cosas, del asesinato de tres personas. En el contexto de aquel juicio, la organización terrorista secuestró al cónsul honorario de la República Federal Alemana en San Sebastián, para lo cual contó con el apoyo directo e indispensable de varios sacerdotes. Asimismo, la Iglesia católica cedió locales para reuniones y encierros en favor de ETA y difundió distintas pastorales en apoyo de los terroristas juzgados. En paralelo, en Cataluña, la abadía de Monserrat se abría para servir de sede para un encierro en solidaridad con los terroristas. Por otro lado, cuando en 1972 la policía detuvo a los principales dirigentes de la organización comunista entonces ilegal, Comisiones Obreras, fue significativo el hecho de que la detención tuviera lugar en el convento de Oblatos de Pozuelo de Alarcón. Ninguna de estas tomas de postura de la Iglesia fue circunstancial ni aislada, sino parte de una línea de actuación sistemática y consecuente. Si no otras, o no en demasía, sí fueron lacerantes las actuaciones de la Iglesia catalana y vasca a favor del nacionalismo, e incluso la implicación de esta última en las acciones terroristas, bien colaborando muchos de sus sacerdotes directamente en ellas o bien prestando sus locales a los terroristas y negando, por el contrario, sus iglesias a las víctimas para sus funerales o, en fin, expresando más o menos sutilmente en sus pastorales y declaraciones su proximidad o comprensión con el terrorismo. El resto de la Iglesia española, como casi siempre, se dedicó en gran parte al sofisticado arte de lavarse las manos, buscar simetrías o hacer mutis por el foro. El nuevo régimen de “coexistencia” con el terrorismo (es decir, a fin de cuentas, de rendición a las exigencias de este) que siguió a los acuerdos de la banda terrorista con Zapatero, y que Rajoy mantuvo vigentes, nació significativamente en la casa de los jesuitas de Loyola, donde se firmaron los acuerdos. Incluso el papa Benedicto XVI bendijo el denominado “proceso de paz”, que coadyuvó decisivamente para colocar el porvenir de nuestra nación sobre un plano descendente que estamos recorriendo y que a nada bueno puede conducir.

     Y a lo que íbamos: la Iglesia católica, principal beneficiaria de la dictadura de Franco, se situó decididamente, a partir de la década de los sesenta, en contra del régimen, e incluso acabaría jugando un muy importante papel, a través sobre todo de la figura del cardenal Tarancón, en el modo en que se fue diseñando la Transición. A la vez, como se ve, iban emergiendo nuevas castas políticas que, con ayuda de la Iglesia, fueron también posicionándose en puestos hegemónicos de cara a esa futura Transición.

     En enero de 1979 se procedió a la firma del acuerdo entre España y la Santa Sede, en donde la Iglesia, entre otras ventajas, adquiría una dotación económica que no suponía merma alguna respecto de la que disfrutó bajo la dictadura de Franco. A lo cual se sumaba un extraordinario abanico de exenciones fiscales, especialmente la de los impuestos reales o de producto sobre la renta y sobre el patrimonio, así como de sucesiones y donaciones (en 1987, con Felipe González en la Jefatura del Gobierno, estos privilegios fiscales se ampliarían con la posibilidad que se permitió a las grandes fortunas de constituir SICAVs, que estaban exentas de numerosos impuestos). También se garantizaba en aquel acuerdo la enseñanza obligatoria de la asignatura de religión salvo en COU y estudios universitarios, impartida por docentes autorizados por la diócesis respectiva (en 1990 pasó a ser asignatura optativa). En 1993, Felipe González equiparó a efectos salariales y de seguridad social a los profesores de religión católica (unos 13.000) con el resto de los profesores, que habían accedido a su puesto mediante oposición (aquellos quedaron incorporados como interinos). Los privilegios de la Iglesia quedaron significativamente ampliados cuando en 1996 Aznar, de manera anticonstitucional, le entregó la posibilidad de inmatricular bienes inmuebles sin necesidad de justificar, mediante procedimiento judicial, escrituras públicas o actas notariales, que la propiedad que se registraba a nombre de la Iglesia era realmente suya; todo ello, claro está, siempre y cuando esas propiedades carecieran de escrituras previas. El número de fincas inmatriculadas por la Iglesia por este método fue de varios millares. Zapatero, en septiembre de 2006, suscribió asimismo unos acuerdos con la Iglesia católica en materia económica por los cuales adquiría esta un status económico aún más privilegiado que en las décadas anteriores.

     De todo lo expuesto, se decanta la conclusión de que la Iglesia, apoyada en su papel de reconocida administradora de las formas de acceso a un más allá que dé sentido a la existencia en la tierra, ha sido la institución más poderosa de la historia de España, y muy pocas veces para bien. Aunque tuvo una función civilizadora en sus primeros siglos de existencia, especialmente a partir del Renacimiento ha jugado, sin embargo, un papel estrictamente reaccionario, coartando la libertad de pensamiento bien por la fuerza bruta o por la derivada de su control de las instituciones de enseñanza, y, a partir de la Ilustración, luchando abiertamente contra los impulsos del liberalismo de ir generando unas instituciones democráticas y una sociedad abierta. Asimismo, su papel como gran propietaria de inmuebles ha sido propio de un sistema feudal, lastrando gravemente la producción de riqueza; y los privilegios fiscales y tratos de favor acumulados en cuestiones de economía han resultado ser atentatorios contra el principio de equidad. Y respecto de su papel con los nacionalismos y el terrorismo, es de esperar que cuando los actores eclesiásticos implicados tengan su entrevista post mortem con San Pedro, este les diga que se han equivocado de destino y que a donde tienen que ir a parar es al puñetero infierno.