lunes, 30 de diciembre de 2019

La razón es una necesidad vital-MIS LECTURAS DE ORTEGA Y GASSET


    La realidad es algo fuera de nuestro alcance. Ante nosotros se presenta no como si de antemano supiéramos qué hacer, cómo manejarnos con ella, sino que se nos aparece como problema. Y en buscar la manera de ir resolviendo ese problema que nos supone la realidad consiste la vida. “Vida es lucha con las cosas para sostenerse entre ellas”. A ese combate con las cosas vamos ante todo pertrechados con nuestra mente. Para tratar de comprender lo que son esas cosas disponemos de la razón y de los instrumentos a través de los cuales se desenvuelve, los conceptos. Pero los conceptos no se forman como estricto reflejo de la realidad, sino que son algo que emitimos nosotros, un intento por nuestra parte de responder al problema y a la dificultad de movernos entre las cosas.

     Si se escruta bien la entraña de cualquier concepto se comprueba que no nos dice nada de la cosa misma, sino que alude solo a lo que el hombre puede hacer o padecer con ella. Lo que vemos de las cosas, lo que llegamos a entender de ellas depende de alguna clase de papel que llegan a cumplir en nuestra vida. El contenido del concepto, de la razón, es siempre vital, referido a nuestra vida, a eso que podemos hacer o padecer con las cosas.

     Un concepto –abramos algo más el abanico de esta reflexión– es, por exceso o por defecto, una exageración, una manera de redondear lo que en la realidad no llega a ser tan rotundo como los conceptos expresan, sino que a todos ellos debe ir adherida la consideración de un “más o menos”. ¿Qué son en sí mismos la luz, la oscuridad, el mundo…? No lo sabemos; solo llegamos a relacionarnos con aquella parte de las cosas que, igual que la gama de colores que percibimos es solo la que se acomoda a nuestro limitado sistema sensorial, entra dentro del marco de nuestra vida.  Por otro lado, los conceptos se construyen no ateniéndose estrictamente a las cosas concretas, sino haciendo referencia a modos de ser ideales (exagerados) hacia los que apuntan esas cosas concretas. Una silla es algo que más o menos se corresponde con la idea de silla que tenemos guardada en nuestra mente; una acción justa es algo que más o menos encaja con nuestra representación de lo que es la justicia ideal. La realidad en su conjunto, tomada desde la perspectiva de los conceptos o ideales hacia los que es referida, es algo así como un estado provisional, un momento de descanso en el tránsito hacia ese ideal.

Escher: Reptiles - "La forma es un movimiento detenido"

     Es lo que venía a decir Ortega cuando afirmaba que “la forma es un movimiento detenido”. Es decir, que lo que ha llegado a ser es una interrupción en su camino hacia algo más. También E. M. Cioran: “El universo es una pausa del espíritu”. Incluso Unamuno gravitaba alrededor de esta misma idea cuando decía: “El espíritu dice: ¡quiero ser! Y la materia le responde: ¡no lo quiero!”. El espíritu es precisamente la parte de nosotros que nos mueve es pos del ideal, un ideal que siempre está más allá que la concreta realidad, que la materia que nos sirve de punto de partida. La vida es lo que invertimos en el esfuerzo de ir en pos de los ideales. Nuestra tendencia a exagerar, a redondear nuestra percepción de las cosas construyendo conceptos a los que referirlas es la misma tendencia que nos impide conformarnos con lo que materialmente son las cosas, y nos empuja a emplear la vida en empresas que estén al servicio de los ideales. Por eso dice Ortega: “La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, inscrita en nuestra existencia”.

     Si faltara ahí afuera esa tarea a la que interiormente nos vemos compelidos, la vida se quedaría vacía, pues precisamente consiste en ese quehacer que nos saca de nuestra realidad inmediata –la que solo necesita de nuestra inercia, que es lo que en nosotros representa a la muerte–, que nos empuja fuera de lo que ya somos, en pos del ideal. “Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá”.

lunes, 23 de diciembre de 2019

El hombre: un animal inadaptado e inadaptable-MIS LECTURAS DE ORTEGA Y GASSET


     Existe un consenso casi diríamos que abrumador en la aceptación de la teoría de la evolución en los términos aproximados en que la dejó enunciada Charles Darwin en el siglo XIX, al menos en el sentido de que los componentes básicos de la misma serían las mutaciones aleatorias que se producen en los organismos y la selección natural que obra sobre ellas para que finalmente sean los organismos mejor adaptados al entorno los que sobrevivan. Hasta tal punto ha llegado el consenso que podríamos decir que tales aseveraciones han adquirido la categoría de dogma científico, equivalente al que disfrutan la ley de la gravedad o la teoría heliocéntrica. A Ortega estas situaciones le incomodan: “Cultura –dice– es, frente a dogma, discusión permanente. Por esta razón conviene presentar frente a la idea canónica la revolucionaria. Conviene, conviene la herejía —como en la Iglesia— en la ciencia”. Así que, siendo consecuente, empieza por insertar en este ámbito que Darwin acotó su cuña anticanónica sin muchos miramientos: “El hombre representa, frente a todo darwinismo, el triunfo de un animal inadaptado e inadaptable”. Es decir, que el hombre no se conformó –digámoslo así– con lo que el entorno demandaba de él que fuera y puso en marcha la creación de un mundo alternativo con el que le resultara más fácil entrar en sintonía, el mundo –si lo formuláramos en términos morales– tal y como “debería ser”. Si tuviéramos que enunciar brevemente lo que Ortega propone en contraposición a Darwin, diríamos que mientras que casi todos los organismos buscaron la adaptación al medio, evolucionando en el sentido que esa adaptación exigía, el hombre se resistió, no siguió, en muchos aspectos, las líneas evolutivas que demandaba de forma especializada cada entorno, sino que se autoafirmó en lo que era y lo que hizo fue, por el contrario, convertirse en homo faber, transformar el medio para acomodarlo a sus necesidades. En vez de transformar su organismo para someterse al medio, desarrolló técnicas con las que someter él al medio. En las propias palabras de Ortega: “Conviene abandonar la idea de que el medio mecánicamente modela vida; por tanto, de que la vida sea un proceso de fuera a dentro. Las modificaciones externas actúan sólo como excitantes de modificaciones intraorgánicas; son, más bien, preguntas a que el ser vivo responde con un amplio margen de originalidad imprevisible (…) Vivir, en suma, es una operación que se hace de dentro a fuera, y por eso las causas o principios de sus variaciones hay que buscarlas en el interés del organismo”.

     Hasta tal punto cree Ortega que el hombre se ha mantenido firme frente a un entorno que le exigía evolucionar en un sentido adaptativo, que lo considera el más viejo de los mamíferos y bastante coincidente evolutivamente con los vertebrados. Su antigüedad filogenética hace que nuestro filósofo se atreva a decir incluso que, en cierto sentido, el hombre es más antiguo que el mono, del que a veces se dijo que descendíamos; en rigor, sabe Ortega que nadie pone en cuestión que tanto el hombre como el mono proceden de una especie anterior, y solo discute si ese mono estaría más cercano del antecesor o, como él cree, lo estaría el hombre. Haciendo frente a la idea de que la especie humana es una de las más recientes y avanzadas del proceso evolutivo, dice en concreto: “Sería el hombre un caso extremo de resistencia a la variación, una especie retardataria e inadaptada, extrañamente detenida y fija: en cierto modo, un estancamiento biológico y un callejón sin salida de la evolución orgánica”.

     Para argumentar a propósito de la gran antigüedad de la especie humana, Ortega se apoyará fundamentalmente en trabajos de Herman Klaatsch (1863-1916), médico y antropólogo evolucionista alemán, y, sobre todo, Max Westenhofer (1871-1957), patólogo, biólogo y académico también alemán. Con su ayuda, va rellenando con algunos datos su línea argumental. Ejemplo: “La dentadura humana nos lleva a situar nuestra especie en tiempo posterior a la aparición de los peces. La dentina, que, bajo el esmalte, constituye su materia, procede de las escamas de los peces. En rigor, todo el esqueleto está compuesto de materias —fosfatos, carbonatos, flúor, magnesia— que existen en disolución en el agua marina. Lo que en el pez era coraza exterior, se ha internado, y es hueso y boca”. El pez es, pues, un antecesor nuestro, como se deduce por la conformación de la boca. A partir de ahí, y respondiendo a las exigencias del medio, la boca de aquel mamífero primigenio fue evolucionando según las necesidades de respuesta a lo que los diferentes mamíferos que le sucedieron tuvieron ante sí como posible alimento. Surgieron de esta forma las armas dentales especializadas del roedor, del carnívoro, del rumiante… cada una de ellas especializada en un tipo de alimentación que el entorno prefijaba. “La dentadura humana –sigue diciendo Ortega– presenta en germen todas las diferenciaciones futuras, ninguna desarrollada, en confusa unidad. El síntoma es de importancia suma: acusa una extrema inadaptación en función tan decisiva como la alimenticia”. Aquel antiguo mamífero tan ligado filogenéticamente al hombre no dejó que su boca evolucionara, como la de los demás mamíferos, para adaptarse, especializándose, a los diversos entornos.

     Lo mismo sucede con las extremidades: “Las especies vivientes más antiguas, como el barramuda (sic) de los ríos australianos, tienen otro par de aletas traseras que con las delanteras anuncian la colocación de las cuatro extremidades en los sauromammalia del período primario”.

Barracuda

Ornitorrinco

     Aparecen los saurios en este período, y con ellos, la mano. La mano con sus cinco dedos, la que, en lo esencial, mantenemos los humanos, incluido el pulgar, más engrosado. “Todo el que haya visto, aunque sólo sea en reproducción fotográfica, la huella del cheirotherion —que pertenece a la época primitiva—habrá experimentado cierto pavor advirtiendo su enorme semejanza con la huella de la mano humana”.

Chiroterium, fósil de hace aproximadamente 243 millones de años. Probablemente era un animal carnívoro de marcha semi erecta




Huellas del chiroterium



     Queda descartado, pues, que la mano resulte ser una última adquisición del hombre, la que, precisamente, determinara su aparición como tal hombre: la tenían ya los más antiguos vertebrados. La mano del hombre no fue resultado de una evolución que buscara la mejor adaptación al medio, sino que, por el contrario, conservó tenazmente, en lo esencial, la que le legaron los antiguos vertebrados. Otros vertebrados y mamíferos respondieron a las condiciones especiales del medio e hicieron evolucionar su mano por apelmazamiento o compactación de los dedos hacia el casco, la pezuña o la garra. Pero la mano es anterior, un retraso biológico, una antigualla zoológica. A través de ella podemos situar al hombre, evolutivamente, junto a los primeros vertebrados. Estos eran cuadrumanos, la cuadrupedia es posterior. “El embrión humano de dos meses es cuadrumano. Poned al recién nacido, que no sabe tenerse, un bastón entre pies y manos; se agarrará con tal fuerza, que podéis, levantando el bastón, verle sosteniéndose en vilo. El embrión humano es un animal trepador y reptil”.

     Respecto de la otra extremidad, el pie, a medida que reptiles y anfibios van haciéndose más terrestres que acuáticos, los huesos del pie, sustitutos de las aletas posteriores, van anquilosándose. Pero hubo un reptil que en este sentido no evolucionó y mantuvo esos huesos blandos, los cuales, ayudándose de los tendones, le permitieron erguirse. Este reptil inicia el pie humano. Otros mamíferos lo hicieron evolucionar hacia la pezuña para poder correr, y otros más, como el mono, hacia el pie prensil. El hombre se mantuvo en la erección, y así liberó la mano, ese instrumento poco diferenciado que no servía para nada especializado, pero cuya torpeza derivó hacia usos finalmente más sofisticados. “El pie —no primariamente la mano— ha sido, pues, quien ha permitido al vertebrado terrestre más antiguo hacerse un animal de cerebro. El otro retraso orgánico, la dentadura inadaptada, vino a facilitar esto último, porque impidió la formación del morro, el desarrollo de los músculos maxilares, que restaban sangre al progreso cerebral. El morro y el cerebro están fisiognómicamente en razón inversa”.

     Como con la dentadura, el hombre primigenio se mantiene tenazmente afirmado en lo que venía siendo. “Tendríamos, pues, que hombres y monos formarían un grupo de animales más próximos que ningún otro al primer vertebrado terrestre y ocuparían el puesto de primeros mamíferos. Si ahora preguntamos en qué relación sitúa esta teoría al hombre y al mono, se nos responde lo siguiente: el mono es un animal que somáticamente ha progresado más que el hombre; por tanto, procede de él, y no al revés, como suele creerse”.

     Otro ejemplo que hay que citar: los ojos. En las especies anteriores, los ojos se hallan situados a uno y otro lado de la cabeza, lo que impide que las visiones de ambos se reúnan, de forma que no llegan a percibir ni el volumen ni la profundidad. Para lograr esto, los ojos se tenían que aproximar, colocándose en un mismo plano. En esa pretensión, los demás pitecántropos han ido evolutivamente más lejos que el hombre, hasta el punto de que sus cuencas oculares han restado espacio al cerebro (y a los órganos olfativos).

     También empezaron a perder el pulgar.

     Los demás antropoides, por consiguiente, evolucionaron tanto que se pasaron de la raya y acabaron deshumanizándose. El hombre fue más conservador y mantuvo su organismo sin evolucionar en muchos sentidos, a pesar de que ello le hubiera permitido, como a los demás animales, la adaptación al entorno. Se mantuvo inadaptado y, a pesar de ello, sobrevivió. Y lo hizo porque se dedicó a lo contrario que los demás animales: a cambiar el entorno para adaptarlo a sus necesidades. ¿Cómo saber hacia dónde transformar el medio para facilitarse la supervivencia? Ah, claro, tuvo que inventar la imaginación –la idea de un mundo alternativo– y, para eso, desarrollar la base orgánica necesaria: el cerebro. 

     Otra pauta posible de persistencia frente a la evolución la representa el liquen: gracias a la asociación en él de hongos y algas han conseguido conformar un organismo resistente a las variaciones del medio, permitiendo un mejor aprovechamiento del agua, la luz y la eliminación de sustancias perjudiciales. Como el hombre, también ha sabido este organismo pluricelular extenderse por toda la tierra. No necesitó para ello cerebro. Era otra alternativa, menos compleja, eso sí, de resistencia al entorno. Una resistencia pasiva, estoica, indolente. El hombre, por el contrario, y salvo circunstanciales concesiones a la ataraxia, se constituyó como activo, rebelde, innovador.

domingo, 15 de diciembre de 2019

La sociedad contra sí misma-MIS LECTURAS DE ORTEGA Y GASSET


   Se nos ha hecho tan familiar la idea de que la sociedad esté políticamente organizada en partidos que luchan entre sí para alcanzar el poder que hemos llegado a pensar que esta es la forma natural de administrarse toda sociedad. Pero no siempre fue así. Sí que han existido, evidentemente, grupos combatientes en las sociedades que han tratado de conducirlas hacia uno u otro objetivo. La lucha decantaba cuál de los grupos se alzaba con la preeminencia y era el victorioso el que decidía el plan que iba a llevarse adelante. Pero tanto la victoria como la derrota conducían al mismo efecto: “Disuelven el grupo combatiente, y con él, el grupo contrincante. Suprimidos ambos, la lucha se desvanece también y la sociedad retorna a la convivencia pacífica y unitaria. A nadie se le ocurre perpetuar los grupos hostiles ni el temple mismo de hostilidad después de la victoria o la derrota”. La contienda permanente solo llegaba a acontecer entre sociedades diferentes.

Francisco de Goya: Duelo a garrotazos

     El siglo XIX fue matriz de muchas cosas encomiables, pero también de otras muchas decididamente desastrosas. Entre estas últimas, el triunfo de una interpretación de la vida social según la cual le es esencial el combate entre las partes de las que la sociedad se compone. Y así, aquellas agrupaciones coyunturales que en otro tiempo se disputaban la preeminencia de una política u otra, pasaron a constituirse en “partidos”, en el sentido moderno del término, agrupaciones permanentes de combate dentro de la misma sociedad. Hasta tal punto se acabó considerando el combate dentro de la sociedad como algo esencial a ella que los motivos de ese combate dejaron incluso de ser lo prioritario y esencial. Lo que importaba era la lucha partidista, y se entendía que los motivos, si parecían en algún momento no existir, ya llegarían. “Se quiere que la sociedad esté normalmente escindida en grupos, haya o no pretexto para ello. Cuando no lo hay, se inventa. Es preciso nutrir al partido refrescando su programa bélico. Se considera que la lucha es la forma esencial de la convivencia entre hombres”. Mientras que las luchas intestinas, sin duda frecuentes, se habían considerado hasta entonces una desdicha y, por tanto, un hecho anómalo y accidental, puesto que prevalecía el sentido unitario de la sociedad, pasan ahora, a partir del siglo XIX, a ser entendidas como algo consustancial a esta. “La sociedad será en su propia esencia lucha y nada más que lucha. Convivir es pelear—franca o artificiosamente”.

     Viniendo a confluir con este movimiento partidista que desbarataba la idea de comunidad como algo unitario, y quizá respondiendo a una misma raíz desmoralizadora, apareció, por las mismas fechas, otra idea complementaria, la de que no existe una verdad trascendente a cada individuo que merezca ser defendida, sino solo particulares intereses que se revisten de una epidermis argumentativa para ser así dignificados, pero de la que está ausente cualquier sustento objetivo. “Napoleón creó el vocablo para denominar ese pensar falso cuando llamó a sus enemigos, despectivamente, ideólogos. Desde entonces una ideología significó el conjunto de ideas inventadas por un grupo de hombres para ocultar bajo ellas sus intereses, disfrazando éstos con imágenes nobles y perfectos razonamientos”. Más tarde apareció Carlos Marx para dar una mayor sistematización a esta idea, conjuntándola con la de que a una sociedad le es esencial la división entre grupos combatientes. La sociedad está dividida en clases que luchan entre sí para defender cada una sus propios intereses, económicos en última instancia, frente a los de la contraria. Cada clase social tiene una forma de pensar que no se ha construido en aras a la búsqueda de la verdad –la cual hay que desechar por inexistente–, sino como superestructura ideológica con la que quedan camuflados aquellos intereses. El individuo, al pensar, al razonar, no está realizando un acto libre y motivado por la aspiración de comprender su mundo, solamente está reflejando sus intereses de clase. En suma, se concluye que “toda idea es partidista”. No existe, se dice, ninguna verdad objetiva, trascendente, que unos y otros podamos compartir, ni una idea de justicia que se eleve por encima del interés particular, todo el mundo va a lo suyo, individual o colectivamente, y lo demás es camuflaje (superestructura ideológica, según la terminología marxista).

      (Anticipémonos a posibles malentendidos y aclaremos que no se ha de deducir de todo esto un alegato en contra de la democracia representativa. Solo, más bien, en contra de la partitocracia).

     De forma paralela, la realidad, en cuanto que escenario en el que desarrollar la vida sentido como algo objetivo y asimismo compartido por el conjunto de los individuos, fue desapareciendo. De manera que “los psicólogos de entonces intentaban convencernos de que la percepción del mundo exterior consistía en una alucinación consuetudinaria”. Siguiendo esta estela, cada cual pasa a construirse su propio mundo y a alojar en él sus particulares gustos y valoraciones, dejando poco a poco de sentirse comprometido con lo que las instituciones colectivas representen.

     Aparece, pues, a la vista el destino final de este movimiento desmoralizador, en donde el individuo es plenamente soberano y la realidad una simple emanación de su subjetividad, hasta el punto en que hoy ya cada cual puede decidir, más allá de las (consideradas como inexistentes) verdades objetivas, incluidas las biológicas o las históricas, si, por ejemplo, es hombre o mujer, o si pertenece a una nación o puede inventarse otra alternativa más a su gusto o congruente con su emotividad, o si una Guerra de Sucesión puede caprichosamente pasar a ser Guerra de Secesión. Los que han llegado hasta el extremo –esos que Ortega llamará hombres-masa–, viven en Matrix, dentro de una ensoñación en la que nada de ellos está puesto al servicio de algo que les trascienda, de algo a lo que incluso supeditar su personal interés o su particular apetencia. Nuestra circunstancia se diluye y, a falta de la resistencia que ella intrínsecamente supone, nuestro yo –es decir, la contrapartida de esa circunstancia, el esfuerzo que supone la realización de nuestro proyecto de vida frente a esa resistencia– pierde autenticidad, trata de sobrevolar por encima de su destino y, concluye Ortega, se convierte en receptáculo de toda perversión.

     Juntemos esta dinámica desmoralizadora con los aciagos sesgos que proceden del carácter español, que, en resumen, para Ortega se derivan de nuestra acusada propensión a dejarnos llevar por los estímulos inmediatos. Esa capacidad para ser hoy de una manera, principios incluidos, y mañana de otra sería, según Ortega, una destacada peculiaridad del carácter español. Vale decir también, una acusada expresión de aquella propensión generada por la posmodernidad según la cual, como la verdad no existe y la realidad es lo que cada individuo interprete que es, en suma, como no existen instancias creíbles por encima de los individuos, lo que procede es retirarse cada cual hacia la defensa de sus más particulares e inmediatos intereses. Y el resultado  final es, inevitablemente, el deterioro de las instituciones y de la ley, que representan los modos estables de ser, aquellos que debieran suscitar el compromiso en su defensa por parte de los individuos, si estos tuvieran clara conciencia de la colectividad a la que pertenecen.

jueves, 10 de enero de 2019

La progresía ha muerto (solo falta que los progres se enteren)

     Norbert Elias (1897-1990) fue sociólogo e historiador, y una de las mentes más preclaras del siglo XX. De él dice Steven Pinker, a su vez una de las mentes más lúcidas de lo que llevamos de siglo XXI, que es “el pensador más importante del que tengamos noticia”. Los dos suponen una ayuda imprescindible para, a través, sobre todo, de sus dos libros emblemáticos, respectivamente “El proceso de la civilización” y “Los ángeles que llevamos dentro”, entender por dónde va el mundo. Resumiremos los dos libros (686 páginas el primero y 1.103 el segundo) en una simple frase: el mundo va a mejor.
     Elias investiga los mecanismos sobre los que se fundamenta el desarrollo de la civilización, tomando especialmente como referencia de sociedad no civilizada, o escasamente civilizada, la de la Alta Edad Media europea, de estructura feudal, una sociedad autárquica, en donde predominantemente regía el principio de que cada cual ha de procurarse su propio bien, incluso a costa de los demás, y en donde los impulsos más primarios, singularmente los violentos, carecían de control y buscaban la satisfacción inmediata. Casi podemos secuenciar el modo en que en una sociedad así empieza a abrirse paso la civilización: mientras que antes se consumía lo que cada cual producía, empieza ahora a crecer la actividad comercial y, junto a ella, la división del trabajo y la vida de las ciudades. Lo cual conlleva el aumento de la empatía entre los hombres: los demás, en vez de ser una eventual amenaza para mí y para mi propiedad, pasan a resultarme interesantes, puesto que disponen de lo que me falta y me lo venden, y me compran y consumen lo que yo produzco. El estado, el Leviatán de Hobbes, se ha apropiado del monopolio de la violencia, y eso restringe las peleas como modo de resolver los conflictos. Las normas de educación y de control de los impulsos se generalizan. Y puesto que el comercio, al contrario que el modo de producción autárquico, alarga la cadena que discurre entre la producción y la venta al consumidor final, los hombres aprenden a aplazar la recogida de frutos de sus esfuerzos; aparece el crédito (el bancario y el que se refiere a la necesaria confianza mutua) y la perspectiva del futuro como ámbito sobre el que hacer discurrir nuestro plan de vida, cuyas posibilidades quedan enormemente ampliadas. En conjunto, la idea sobre la que se sustenta el proceso civilizador es la de la existencia de una comunidad asumible como deseable por sus miembros y organizada como estado, es decir, una comunidad en la que sus componentes aceptan y acatan sus leyes e instituciones.
     Steven Pinker se ha provisto de un arsenal de interesantes estadísticas para demostrar cómo ese proceso civilizador que entre nosotros tomó fuerza especialmente a partir del Renacimiento, ha traído consigo una progresiva pacificación del mundo y, sobre todo desde la Ilustración, una auténtica revolución humanitaria. Así, mientras que en las sociedades sin estado las muertes violentas afectaban a entre un 15 y un 24% de la población, hoy, en Europa occidental, se da el índice de homicidios más bajo de la historia de la humanidad: 1 cada cien mil habitantes por año (0,6 cada cien mil en España). Pinker va mostrando cómo se ha ido evolucionando desde aquella brutal circunstancia hasta esta otra mucho más venturosa. Pero esa evolución no solo afecta a la violencia en la sociedad, sino que se puede apreciar en el conjunto de los parámetros que definen a la civilización, a algunos de los cuales también se refiere Pinker, pero que sobre todo extraigo del libro “Progreso. Diez razones para mirar al futuro con optimismo”, de Johan Norberg. Por ejemplo, el índice de pobreza extrema en el mundo en 1820 era de que afectaba al 94% de toda la población. En 1960 aún afectaba al 64%; al 37% en 1990, al poco de caer el muro de Berlín, y ahí el descenso empieza a ser mucho más rápido; en 2015, a pesar de que la población ha ido en vertiginoso aumento había bajado al 10%. A principios de 2019 estamos alrededor del 8%. La esperanza de vida ha ido aumentando también enormemente: pasó, para la población asimismo mundial, de 30 años en 1820 a 61 años en 1970 y a 75 en 2015. El hambre y la desnutrición afectaba en 1970 al 28% de la población mundial, y en 2015, al 11%. El analfabetismo en el mundo pasó del 42% en 1970 al 12% en 2015. Según la Agencia de Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos, las emisiones en el mundo de los seis principales contaminantes atmosféricos se redujeron en más de un 66 por ciento entre 1980 y 2014. El trabajo infantil (entre 10 y 17 años) ha pasado del 28% en 1950 al 10% en 2012. El porcentaje de la población mundial con acceso a fuentes de agua potable ha pasado del 52 al 91 por ciento entre 1980 y 2015. Hace sólo unas décadas, ser gay era ilegal en casi todo el mundo (en el régimen nazi o en los primeros tiempos de la revolución cubana los homosexuales iban a parar a los campos de concentración… Y en el siglo XVI, en Europa, los homosexuales eran castrados, ahorcados o quemados). Ahora lo raro es encontrar casos como los de los países africanos o las naciones de Oriente Medio y Asia Meridional que siguen persiguiendo la homosexualidad. El Índice Global de Desigualdad de Género, elaborado por el Foro Económico Mundial, constata que en el mundo, desde 1900, se han reducido en un 96 por ciento las diferencias entre hombres y mujeres en materia de salud. En el caso de la educación, la brecha se ha cerrado un 95 por ciento. El número de países que reconocen el sufragio femenino, que en 1900 eran cero, pasaron a 160 en 1970 y a 185 en 2015. Y aunque los problemas ecológicos siguen necesitando especial atención, en conjunto, hemos progresado más en los últimos 100 años que en los anteriores 100.000.
     La clave principal del desarrollo del proceso civilizador estriba, según Elias y Pinker, en la incorporación activa de la ciudadanía a la sociedad y a su organización estatal, y, por tanto, al acatamiento de las leyes y de las instituciones, aspectos que se traducen en lo psicológico en la progresiva capacidad para la empatía. Lo cual queda indirectamente demostrado por el hecho de que todos esos parámetros que demuestran que el mundo va a mejor quedaron llamativamente truncados al inicio de la década de 1960, con, por ejemplo, dramáticos ascensos del número de homicidios en todos los países de Occidente y alteraciones de ese cariz en los demás parámetros comentados, hasta que las estadísticas mostraron que a partir de 1990 se volvió a recuperar la buena dirección. A la fase descivilizadora que ocurrió a lo largo de esas tres décadas Francis Fukuyama lo llama la “Gran Ruptura”. Y al tratar de buscar una explicación, dice que “El cambio más importante de las sociedades contemporáneas es un aumento del individualismo”, y que “el aumento del individualismo y la relajación de los controles comunitarios tuvieron sin duda un impacto enorme en la vida familiar, la conducta sexual y la disposición de la gente a cumplir las leyes”. Y páginas antes había explicado que, a lo largo de esas tres décadas, “la gente no solo cuestiona la autoridad de los tiranos y los sumos sacerdotes, sino también la de los representantes elegidos democráticamente, científicos y profesores. Le irritan las limitaciones del matrimonio y las obligaciones familiares, incluso aunque se contraigan de modo voluntario (…) El individualismo, la virtud en que se basan las sociedades modernas, empieza a desplazarse desde la autosuficiencia orgullosa de la gente libre hacia una clase de egoísmo cerrado, en la que maximizar la libertad personal sin pensar en las responsabilidades hacia los demás se convierte en un fin en sí mismo”. Las gentes, pues, dejaron de creer en la colectividad, en sus respectivos estados, en sus leyes e instituciones, y lo que hicieron fue alimentar los movimientos de rebeldía contra el sistema, se vistiesen con la ideología marxista, con la anarquista o con cualquier otra que justificase de algún modo estar en contra de la sociedad en la que se vivía.
     Coincidiendo con la caída del Muro de Berlín y la debacle del comunismo, el sistema volvió a resultar creíble y todos los índices expresivos del proceso civilizador volvieron a recuperarse y a seguir mejorando. Y ello, claro está, discurrió en correlación con el descrédito de todos los movimientos antisistema que aparentemente luchaban por mejorar esos parámetros, pero que, cuando han tenido la oportunidad de poner en práctica sus presupuestos, a lo que han llevado a las sociedades regidas por ellos ha sido, sin excepción, a la catástrofe. Si el sistema, aún imperfecto y en trance de seguir evolucionando, se muestra capaz de mejorar los déficits que venían a denunciar los movimientos antisistema, y estos lo que hacen es empeorar las cosas, ¿qué papel les queda por cumplir a esos movimientos? Solo el de ser una rémora, un residuo de un pasado que se resiste a saber que está muerto. Pero ¿cómo es posible que esta evidencia no sea perceptible por todos los que siguen oponiéndose a la suficientemente buena marcha de este mundo, un mundo que, eso sí, fluye a través de cauces tan desacreditados aún para muchos, como son el capitalismo y la democracia liberal, pero que está demostrando su capacidad de ir a mejor? ¿Cómo es posible que sigan tantos adscribiéndose aún a ideologías antisistema que han demostrado su propensión a la catástrofe?
     La culpa la tiene la épica. Vulnerables a ella –y sé de lo que hablo– son sobre todo los jóvenes que, casi por definición, adolecen de un mayor o menor despiste vital y de la ausencia de un plan de vida que le dote a esta de sentido y claridad. La rebeldía contra el mundo ofrece a quien se alista en ella una panoplia de objetivos con aparente pero luminosa aura de nobleza, por los que merece la pena partirse el pecho: justicia social, lucha contra la tiranía y la explotación, ayuda a los más débiles… a la vez que dota del sentimiento de estar haciendo algo importante, más el respaldo de un nutrido grupo de personas con las que, en lo fundamental, se comparten ideales, y el convencimiento de que se camina por estratos moral e intelectualmente superiores a los de aquellos que aceptan someterse al sistema… Estupendos ingredientes todos ellos para apuntalar una personalidad, sobre todo si al margen de ellos no se tiene mucho más. ¿Cómo aceptar entonces renunciar a esos ideales, aunque se vayan demostrando espurios? Uno acaba así necesitando que el mundo sea injusto, porque si no se queda desamparado de todo aquello que, a base de luchar contra la injusticia, sostenía el sentido de su vida. ¿Cómo admitir el despojo que supone aceptar que el mundo no necesita de mi fervor revolucionario para ir bien encaminado? Aceptar que el sistema funciona y que va mejorándose a ojos vistas sería como quedarse sin escalera y colgado de la brocha.
     Cuando murió Stalin, los de su camarilla disputaban entre sí temblorosamente ante la siguiente tarea que se les venía encima: “Sí, ya, pero ahora quién se lo dice”. Aquí estamos libres de ese tipo de prejuicios a la hora de constatar la evidencia que hoy toca proclamar: la progresía ha muerto. Y ya están tardando los progres en enterarse.