lunes, 27 de agosto de 2012

Soledad y vacío en Edward Hopper

Muchas gracias, amig@, por acercarte a este rincón y enriquecerlo con tu comentario, lleno de sugerencias, a mi anterior artículo sobre Hopper. Voy a tratar de seguir la pista de alguna de ellas. Decía Kant que la realidad en sí, antes de ser incluida en nuestra forma de mirarla es un “caos de sensaciones”; que, por tanto, se ordena y cobra vida realmente sólo cuando cada uno de nosotros añadimos a lo que ella pone ante nosotros nuestra perspectiva, que es tanto como decir nuestra predisposición vital. Dicho de otra forma: el paisaje, lo que vemos ahí afuera forma una unidad con lo que somos por dentro; el mundo es una inmensa lámina de Rorschach que está esperando a que descubramos qué forma tiene, qué nos está diciendo (qué estamos impulsados nosotros a decir de ella), desde qué actitud vital la estamos percibiendo. Ortega decía: “Tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo”. Un pintor, pues, cuando busca un motivo para su cuadro, ha de hacerse, consciente o inconscientemente, esta misma pregunta que Ortega se hacía: “Para responder a ¿qué son las cosas? tengo que preguntarme ¿qué soy yo?”. Lo que Hopper veía –lo que añadía a aquel “caos de sensaciones” primordial– dependía, pues, de la forma en que lo miraba.



Este gran descubrimiento que sobre todo Kant puso en manos del hombre moderno, y según el cual cada individuo es responsable en gran medida del mundo en el que vive, de la forma que adquiere en última instancia, y, hasta cierto punto, de lo que nos da y lo que nos exige, produjo una gran conmoción. Hasta entonces (de manera prototípica durante la Edad Media), el mundo nos venía dado a los hombres, y también el diseño de lo que había de ser nuestra vida en él; había un marco rígido en el que inevitablemente habría de encajar el trabajo que iba a tener cada individuo, con quién se habría de casar, qué ideas habría de tener… La verdad estaba ya escrita y decidida. A lo largo de la Edad Moderna, y singularmente a partir de Kant, cada individuo había de descubrir su verdad, no existía ninguna verdad preestablecida. “Cada ser –decía Ortega en sintonía con Kant– posee su paisaje propio, en relación con el cual se comporta”. No venía a decir algo muy distinto María Zambrano: “Al encontrar la realidad nos encontramos a nosotros mismos”.

Los románticos aplicaron esta enseñanza de Kant de una forma maximalista. Del desconcierto que en ellos produjo son muestra estas palabras de Heinrich von Kleist, uno de los más conspicuos entre ellos, escritas, precisamente, después de leer a Kant: “La idea de que no sabemos nada de la verdad, nada en absoluto, que aquello que aquí llamamos verdad, tras la muerte se llamará de otra manera, y que por tanto el afán de conseguir algo propio que nos siga también a la tumba es totalmente vano y estéril, esta idea me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi único y máximo objetivo ha caído y ya no tengo ninguno”. Tal fue el impacto que en él produjo esta manera de acoger las ideas de Kant que acabó suicidándose a los 34 años. También Novalis, el romántico por excelencia, se retiró a su manera de ese mundo que de antemano no le ofrecía ninguna certeza, ninguna seguridad: “El mundo me resulta cada vez más extraño. Las cosas que me rodean me resultan indiferentes”. El historiador del arte y de las ideas Arnold Hauser comenta: “El desasosiego y la indecisión románticos se convierten en una epidemia, en la ‘enfermedad del siglo’; el sentimiento de aislamiento, en un culto resentido de la soledad; la pérdida de la fe en altos ideales, en individualismo anárquico; la fatiga cultural y el tedio de la vida, en un coqueteo con la vida y la muerte”.

Bien, pues, en arte (y no sólo en arte) no estamos haciendo hoy todavía otra cosa que recorrer la estela que dejó el Romanticismo. Incluso Edward Hopper, tan poco romántico en principio. De Hopper se suele destacar, tú mismo lo haces en tu comentario, esa marca de soledad y vacío que deja en sus cuadros. “La soledad no es punto de partida, sino de llegada”, decía a este respecto María Zambrano, certificando ese resultado en el que desemboca la mentalidad moderna al constatar que nadie va a venir a decirnos ya qué hemos de hacer, y que somos cada uno de nosotros los que tenemos que descubrir nuestra particular manera de ver la verdad. Cada uno de nosotros confrontado, a solas, con su propia conciencia. Que ese punto de llegada, la soledad, sea a su vez el inicio de un nuevo recorrido psíquico y moral es algo que todavía no ha cuajado suficientemente en la mentalidad del hombre actual.

Y respecto del vacío, ese otro gran referente de la pintura de Hopper que nombras, también María Zambrano decía: “El anhelo es un signo de vacío. El hombre podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío (…) un vacío que ha de llenarse”. Los personajes y los paisajes de Hopper transmiten esa sensación de vacío, precisamente, en cuanto que anhelo interrumpido. Esperan algo que no acaba de llegar, que no llega a cumplir, pues, con esa instrucción de Zambrano de “ser un vacío que ha de llenarse”.

Decía también, por otra parte, María Zambrano: “La esperanza es la substancia de nuestra vida, su último fondo; por ella somos hijos de nuestros sueños, de lo que no vemos ni podemos comprobar”. Esa esperanza se distribuye en miríadas de esperas concretas a lo largo de nuestra vida cotidiana, depositaria cada una de ellas de una pequeña porción de aquella esperanza global que el cristianismo elevó incluso a virtud teologal. No es preciso, sin embargo, saber con claridad qué es lo que se espera: “La esperanza (…) no siempre sabe lo que pide”, dice también Zambrano; a menudo, queda envuelta esa esperanza en el vaho indefinido de los sueños. Pero la vida discurre precisamente sobre las rutas que va abriendo la esperanza, así que, a la larga, necesitamos darle algún tipo de concreción. En palabras de la misma Zambrano: “Buscamos saber lo que vivimos (…) ‘vigilar el sueño’ ”.

Pero el hombre actual está atravesando ahora mismo el largo y oscuro túnel del nihilismo, que le está conduciendo a aquel mismo estado de ánimo que a von Kleist le hizo desesperar definitivamente de encontrar una verdad sobre la que sostener su vida. Los individuos solitarios y decaídos que Hopper pinta son estos mismos hombres que viven sin saber dónde aterrizar su esperanza, que no consiguen trasladar sus sueños al estado de vigilia, que no llegan a saber para qué viven.

Muchas gracias por visitar este blog. Espero que no sea ésta la última ocasión en que te decides a aportar algún comentario y añadir perspectivas nuevas a lo que aquí se propone.
_________________________________________________________________________

Artículos de este blog relacionados:

"Edvard Munch: Pintar cuando la muerte es inminente":

"Miedo y culpa en el mundo moderno y su reflejo en el arte":

"Edward Hopper: la vida que no acaba de llegar":

"La cueva de los sueños olvidados. El porqué de las pinturas rupestres":

"Antonio López: una delicada vocación por la muerte":

domingo, 19 de agosto de 2012

Edward Hopper: la vida que no acaba de llegar

No creo que Edward Hopper, del que el Museo Thyssen-Bornemisza está exponiendo una parte de su obra hasta el próximo 16 de septiembre, haya adquirido su fama como pintor por su dominio de la técnica, aunque sea notable su tratamiento de la luz. Tampoco sobresale, desde luego, porque los motivos de sus cuadros nos produzcan arrobo o nos conmuevan, como lo hacían los románticos cuando buscaban transportar nuestro ánimo a lugares de riesgo emocional o hacia escenarios vertiginosos. Las escenas de los cuadros de Hopper suelen reflejar, por el contrario, situaciones que lindan con lo anodino. Al revés que con los románticos, sentimos cómo ante su contemplación nuestro pulso empieza a decaer un poco, aunque no tanto que nos incapacite para empatizar con la actitud de los personajes de sus cuadros, los cuales, detrás de su pasividad o lasitud, esconden un grado suficiente de energía o inervación, si bien contenidas, en estado de latencia y, a veces, derivando hacia la angustia. Lo que nos atrae de la pintura de Hopper es, precisamente, la forma en que refleja lo que debería de pasar… pero no pasa, el hueco que quienes pueblan sus pinturas van dejando frente a ellos, allí donde su actitud de inquieta espera apunta hacia alguna clase de acontecimiento que no acaba de llegar o de expectativas que quedan interrumpidas o congeladas antes de que lo que las promueve llegue a producirse.

“Esperando a Godot” es una obra de ese teatro que asumió la tarea de reflejar aquel sesgo en la perspectiva sobre las cosas que enfrenta al hombre moderno con el absurdo de la vida, sin llegar a articular maneras de sobreponerse a él. La escribió Samuel Beckett a finales de los cuarenta, cuando Hopper había alcanzado su madurez como pintor. La obra se divide en dos actos, y en ambos aparecen dos vagabundos llamados Vladimir y Estragon, que esperan en vano junto a un camino a un tal Godot, con quien (quizás) tienen alguna cita. El público nunca llega a saber quién es Godot, qué tipo de asunto han de tratar con él o por qué es tan importante. En determinado momento, aparece en escena un muchacho que hace llegar a Vladimir y Estragon el mensaje de que Godot no vendrá hoy, “pero vendrá mañana por la tarde”. El caso es que el tal Godot nunca acaba de aparecer. En la obra llega a expresarse la situación general de esta manera: “¡Nada ocurre, nadie viene, nadie va, es terrible!”.
Si buscáramos una metáfora gramatical para describir la posición de los personajes pintados por Edward Hopper, incluso la de los escenarios que escogía, la mejor sería el signo “entre paréntesis”: individuos dentro de una habitación de hotel que han llegado de algún sitio y que habrán de ir a otro, pero que ahora, por tanto, no están ni en Pinto ni en Valdemoro. O que se acomodan en los asientos de un teatro en el que la función todavía no ha comenzado. O que leen el diario o un catálogo de algo con aparente despreocupación, aunque latente inquietud. O que cruzan los brazos y pasan, a veces, al estado de introversión. O se toman una copa en un bar, alargando la hora de volver a una casa que no parece atraer lo suficiente. O miran no se sabe si a la lejanía o al vacío. O fuman un cigarro antes de ponerse en actividad o porque precisamente han de rebajar esa actividad al grado de mera inquietud. Personajes, pues, que están realizando, en general, gestos que denotan interrupción, estado de latencia o, mejor (tratemos de alcanzar la textura más profunda y dramática de las situaciones que viven), aquello que en la obra de Beckett quedaba expresado en aquella patética exclamación: “¡Nada ocurre, nadie viene, nadie va, es terrible!”.

Los mismos escenarios vienen a ser también, como los paréntesis, acotaciones de algo a lo que, por definición, le falta significado por sí solo: gasolineras, es decir, lugares intermedios entre lo que ya se dejó atrás y lo que aún no ha llegado. O casas junto a un camino o una vía de tren, como si fueran producto de la disecación de un dinamismo que vendrían a expresar ese camino o esa vía de tren, pero que, a falta de por qué y de para qué, quedó allí interrumpido. O momentos del día en transición: tal vez es casi de noche o ya totalmente de día, pero se trata de momentos indeterminados, al menos, en cuanto a lo que en ellos tocaría hacer de una genuina manera.

En ocasiones, Hopper toma el punto de vista del voyeur, pintando lo que ocurre ventanas adentro. Pero su puritanismo sigue sin dejarle observar situaciones interesantes o excitantes, esto es, que hayan alcanzado ya alguna clase de culminación o de rotundidad en cuanto a su poder de comunicar algo: se conforma con ver a una mujer haciendo la limpieza de su casa o a una pareja que está haciendo tiempo o, simplemente, a una mujer sentada o a un oficinista junto a la ventana, ellos mismos víctimas de ese modo de ser propio de quien no sabe a dónde ir o qué esperar.
Creo que la vida de cada individuo se va configurando alrededor de unas pocas constantes vitales, como si quisiera dar definición al destino por el que se rige en una especie de sentencia epigramática, que bien podría acabar transcribiendo en forma de epitafio una vez concluida aquélla. Un artista plástico como Hopper nos da la facilidad de observar cómo sus constantes vitales quedan incorporadas a sus cuadros a lo largo del tiempo, incluso de intuir cómo tales constantes impregnarían el conjunto de las facetas de su vida. El epigrama que serviría a Hopper como resumen a la hora de dar cuentas de su vida en la hora postrera podría ser: “Me he pasado la vida esperando, pero no he llegado a saber qué”.
En otro tiempo, los hombres tenían resuelta esa espera: aspiraban a alcanzar la visión de Dios, que, si bien negada en esta vida, habría de llegar al alcanzar otra postrera. Hoy, Dios (God-ot) ha muerto, y los hombres nos hemos quedado en gran medida sin saber cómo sustituir esa espera por otra capaz de dar contenido no a una vida futura y trascendente, sino a ésta, empequeñecida y vulgar, que nos queda por vivir en este mundo. Hasta cierto punto, podría valer para ayudarnos a expresar esta idea aquello que decía John Lennon: “La vida es eso que va pasando mientras estamos ocupados haciendo otros planes”. Más exactamente, aún no hemos aprendido a gestionar nuestra vida sin la ayuda de un ser que paternalmente nos la dirija. Luigi Pirandello escribió otra de las obras de teatro características de nuestra modernidad y que nos ayuda a perfilar un poco más la situación existencial del hombre moderno; la tituló “Seis personajes en busca de autor”, y en ella el público es confrontado con la llegada inesperada de seis personajes durante los ensayos de una obra teatral (incidentalmente, una propia obra de Luigi Pirandello: “El juego de roles”) que insisten en ser provistos de vida, en que se les permita contar su propia historia, que es ni más ni menos que la de su propia vida, pero que, por lo visto, necesita ser sancionada o reconocida como algo necesario por un ser trascendente. Personajes, pues, que sienten que no son protagonistas de sus vidas, que han de esperar a que alguien, el director, acepte elevar esas vidas hasta un escenario en el que sientan que ya están viviendo de verdad, que eso que les pasa no es una mera contingencia o azar, sino algo que consigue tener sentido, entidad suficiente como para dar contenido a una vida.
Vivimos, pues, efectivamente, entre paréntesis: nadie va a venir a decirnos lo que hemos de hacer con nuestra vida, ningún acontecimiento categórico vendrá a redimirnos de nuestras insuficiencias, y mientras sigamos esperándolo, estaremos como el pintor al que se le ha caído la escalera: colgados de la brocha. O como los personajes de Hopper, oteando el horizonte, a ver si acaba de llegar lo que resolverá nuestra situación, u observando lo que ocurre en la vida de los demás a través de las ventanas, por si es allí donde está ocurriendo algo trascendente. O, en fin, acomodándonos en nuestros asientos del teatro de la vida, dispuestos a asistir a la función teatral, bien como espectadores o incluso como actores que demandan tener en ella un papel.

El final de la obra de Beckett es conocido; después de esperar infructuosamente a Godot, éste es el último diálogo entre los dos protagonistas:
Vladimir: “¡Qué! ¿Nos vamos?”
Estragon: “Sí, vámonos”.

Pero ninguno de los dos se mueve de su sitio. Todavía no saben, no sabemos a dónde ir.


 
_________________________________________________________________________________
 
 
Artículos de este blog relacionados:





"Soledad y vacío en Edward Hopper":


"Edvard Munch: Pintar cuando la muerte es inminente":

"Miedo y culpa en el mundo moderno y su reflejo en el arte":

"La cueva de los sueños olvidados. El porqué de las pinturas rupestres":

"Antonio López: una delicada vocación por la muerte":





jueves, 9 de agosto de 2012

Elogio de la soledad (sin que sirva de precedente)

¡Don Ángel Molledo! ¡Cuánto me alegra saber de ti! Y cómo pones a cien mis ganas de charlar: si a dos solitarios como tú y como yo nos libraran de las vulgares ocupaciones del día y nos dejaran desde temprano sentados en una tasquilla y con un tema como éste (“El malestar de la civilización…”, la soledad) como punto único del orden del día… nos tendrían que avisar a las tantas para que les dejáramos cerrar, y aún seguiríamos dándonos palique otro rato, aunque fuera a la intemperie de un paseo, por supuesto, solitario.

Ya te digo: a solitario no me ganas, o no mucho. ¿Qué somos en general (perdona el oxímoron) sino el envoltorio de un montón de decepciones que se van acumulando a través de los años y que cada vez aspira más a retirarse a un rincón suficientemente acogedor a leer, escribir y lamerse las heridas? (Cioran, otro solitario como nosotros, decía, consecuente: “No hay que leer para comprender a los demás, sino para comprenderse a sí mismo”). Si argumento tan decididamente en contra de Raskólnikov y de esos vulgares imitadores suyos (en soledad y en criminalidad) americanos o noruegos es, en buena medida, para espantar a mis propios demonios interiores. Hoy me toca apoyarme en Cioran: “¿Es imaginable un ciudadano que no posea un alma de asesino?”, decía. Sé que detrás de toda acusada marca en el carácter se esconde, en la zona de sombra, un doble compensatorio. Y, para mi relativa tranquilidad, no estoy seguro de si es mi parte sociable la que lleva por la noche a su mazmorra bocadillos a mi misántropa contraparte o es esta otra parte de mí que está hasta los cojones del mundo la que se dedica a hacer obras de caridad con mi mitad buena y sociable. Lo cierto es que, variando según los momentos, es de ambas maneras como alternativamente cuido de esos irrenunciables (tanto como irreconciliables) Dr. Jeckyll y Mr. Hyde que cada cual guardamos en nuestro interior. Eso sí, intento que no se lleven del todo mal, y es así como consigo un mínimo de tranquilidad. A lo que voy: en definitiva, y compensando la imagen consciente que tenemos de nosotros en estado de vigilia, “el ‘otro’ con el que soñamos –decía Carl Gustav Jung– no es nuestro amigo o nuestro vecino, sino el otro en nosotros mismos, respecto al cual preferimos decir: ‘Señor, te doy las gracias por no ser como ése’ ”.

¿No te has fijado, Ángel, en la poca tolerancia que solemos tener a la decepción? Las amistades incluso más firmes tienden a discurrir hacia el día en que un coyuntural momento de exasperación, una palabra mal calculada, un pequeño conflicto resuelto con escasa habilidad… acaban destrozando relaciones en las que se había invertido un montón de afecto, de tiempo, de generosidad. Vivimos demasiado predispuestos a la decepción, como si estuviéramos secretamente deseando que cualquier chorrada nos permita liberar a ese Mr. Hyde que transportamos en la zona oscura del alma para que ponga patas arriba nuestro mundo relacional. Pero, por otra parte, habrá que admitir que, a partir de cierto umbral, la decepción es legítima, y, vigilándonos por el rabillo del ojo mientras llegamos a esta conclusión (por si estuviéramos justificándonos: los demás no, pero nosotros sí), quizás tú y yo hayamos llegado a traspasar ese umbral más veces de las debidas; hayamos, pues, alcanzado ese mismo punto de sabiduría que a Cioran le permitía tomar conciencia de que “todo lo que me opone al mundo me es consustancial. La experiencia me ha enseñado pocas cosas. Mis decepciones me han precedido siempre”. O de esto otro: “La verdad sólo se revela al rechazado, a quien nunca firmará un boletín de victoria”.

Habríamos llegado, pues, a un momento peligroso. Ese terrible zumbado que mató a doce personas en el cine de Denver, aquel otro nazi espantoso que mató a decenas en Oslo, es verdad (¡miremos de frente a nuestro Mr. Hyde!), no andarían muy lejos de ese tipo de verbalizaciones a las que yo aquí me he permitido ir llegando; la diferencia estribaría, quizás, en que ellos han descendido hasta los más bajos fondos de la decepción, pero no han llegado a descubrir que iba ya con ellos antes de que el mundo llegara a tener la culpa. Por tanto, hay que conocer a esos paradójicos y extremosos dobles que nos habitan, y dar un paso más, también como Cioran: “Haber conocido la fascinación de los extremos… y haberse detenido en algún lugar situado entre el diletantismo y la dinamita”.

Un placer reencontrarte y haberte leído, Ángel.

Un abrazo solidario (¿o he dicho solitario?).