viernes, 29 de noviembre de 2013

Por qué riman cultura y locura (incluso cordura)

   “La vida humana está aprisionada en el tiempo –dice María Zambrano–. Y precisamente de este sentimiento del tiempo como cárcel, ha nacido en todas las épocas el afán de librarse de él”. Baudelaire proponía un método para, efectivamente, librarse de él, y nos instaba de esta manera  a ponerlo en práctica: “¡Embriagaos! Hay que estar siempre borracho. Todo radica ahí: es la única cuestión. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo, que destroza vuestras espaldas y os inclina hacia el suelo, es preciso emborracharse sin tregua.

¿Y de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo, pero emborrachaos.

Y si alguna vez os despertáis en la escalinata de un palacio, en la verde hierba de un foso, en la mustia soledad de vuestro cuarto, habiendo disminuido o desaparecido la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, gime, rueda, canta y habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el reloj os responderán: ‘¡Es hora de emborracharse! ¡Para no ser esclavos martirizados por el Tiempo, emborrachaos, emborrachaos constantemente! De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo’ ”.

   Baudelaire nos exhortaba, a fin de cuentas, para que huyéramos de la realidad, eso que de manera evanescente, como el río de Heráclito, discurre a lomos del tiempo, una realidad de la que, en el fondo, sin embargo, no podemos escapar: todo lo que hagamos, incluso intentar huir, habrá de contar con ella. Huimos porque, como también decía María Zambrano, “la necesidad de descubrir lo real y de enfrentarse con ello, ha tenido que luchar desde siempre con un pánico a la realidad”. Parece mentira, siendo ella tan poca cosa… o quizás, precisamente, por esa razón: según Demócrito, está hecha solo de átomos y vacío. George Santayana (Jorge Santayana en el original), en sus “Diálogos en el Limbo”, cuya lectura, según avisó aquí Carlota, recomendaba el otro día Fernando Savater (http://cultura.elpais.com/cultura/2013/11/25/actualidad/1385412473_528107.html ), y precisamente suplantando, a través del artificio literario, la personalidad a Demócrito, dice de los átomos que “su ser es sustancia y movimiento y acción indomables, y añadirle pensamiento, impalpable y espectral, es añadirle locura”. Concibe como pensamiento cualquiera de las formas de la fantasía, que añadida a aquella locomoción ciega en que consiste la naturaleza (la realidad), “engendra la falsa opinión y envuelve a los desnudos átomos en un velo de sueños”. También Ortega decía: “Frente al objeto real que la razón descubre nace así el objeto deseable o “desideratum” que la fantasía, orientada por el deseo, construye. Nuestra mente fabrica leyenda”… fabrica locura.

 
   Podemos llamar fantasía a cualquiera de las formas en que pretendemos huir de la realidad: Demócrito-Santayana lo llama directamente locura, pero si reservamos para esta una acepción más restringida, podríamos añadir también la huida que se manifiesta en los vahos de la embriaguez que tan enfáticamente Baudelaire nos recomienda, así como la que lo hace a través de esas convenciones interpretativas de lo real que conforman la cordura, y, de manera general, la que se propone como capa concéntrica enriquecedora de lo real y que constituye la cultura. Demos un paso más en nuestra reflexión: el hombre adquirió su estatuto de tal cuando, tratando de huir de la realidad, logró acceder al reino de la fantasía, cuando logró superponer al escueto campo que forman los átomos y el vacío el manto enaltecedor de alguna metáfora. El hombre y la fantasía (el hombre y la locura o la embriaguez o la cultura) son inventos coetáneos.

   “Cultura” es una palabra que nos ha legado el uso conceptual que procede de ese ámbito utilitario y casi realista de ocupaciones en que consiste la agri-cultura, y que hace referencia al cuidado y aplicación que se ponen en las cosas con el objeto de perfeccionarlas; perfeccionar la realidad es añadirle unidad y reposo (lo que pretenden hacer, precisamente, los conceptos con los que los hombres cultos la investimos). El pánico que, como decía Zambrano, nos produce la confrontación directa con la realidad procede, por el contrario, de su inconsistencia, su fluidez, su futilidad, su dispersión, su fugacidad. Es la consecuencia de que, como decía Demócrito, esté compuesta de átomos (lo único que de las cosas persiste a través de los cambios) y vacío. A la naturaleza (la realidad), dice Demócrito-Santayana, “la encontrarás deshaciendo de mil modos lo que hace, intentándolo de nuevo cuando el fracaso es seguro, y despreciando los finos logros que alguna vez alcanzó”. Pero “si la división y el movimiento constituyen la naturaleza más profunda de las cosas, demencia sería más bien el vano deseo de imponerles unidad y reposo”. Solo “el vacío y los átomos, impasibles y siempre prestos, son eminentemente cuerdos”.

   Desde este punto de vista, resulta que la cultura, el intento de aproximar las cosas hacia su ideal para que allí alcancen la estabilidad que la realidad no les da, es una subdivisión de la locura. Aún más dice Santayana por boca de Demócrito: “La locura es inseparable y a veces una parte predominante de la vida: todo cuerpo viviente es un demente desde el momento que busca internamente la permanencia cuando las cosas que lo rodean son inestables…”. Necesitamos, para vivir, fantasear, construir metáforas, escapar de la realidad… añadir argamasa imaginaria (locura) a la absurda inconsistencia de la realidad. La locura es el sentido con el que intentamos vestir una realidad que se nos presenta como absurda. Pero Don Quijote, al ver no molinos de viento sino esa metáfora suya que son los gigantes, no está ejercitando aquella forma tenue de locura que es la poesía, sino otra más severa e inoportuna. No cualquier locura es igualmente eficaz a la hora de añadir sentido al absurdo.

   “A los ojos de la naturaleza –sigamos dejándonos llevar por Santayana–, toda apariencia es vana y mero ensueño, puesto que añade a la sustancia algo que la sustancia no es”; pero para vivir necesitamos de ese otro mundo aparente que se superpone al real, necesitamos perder la insoportable cordura que nos daría someternos a la realidad, esto es, admitir que todo está hecho de átomos y de vacío. Es lo que hacen los depresivos, lo que hizo Don Quijote cuando, habiendo perdido la fe en sus delirios (“Yo hasta agora no sé lo que consigo a fuerza de mis trabajos”, dice, decepcionado, al final de la novela, mientras iba recuperando la cordura), decide recuperar la razón, adaptarse a la realidad. “Después de todo –reflexionan Santayana y su prohijado Demócrito– algún sentido tenía aquel sinsentido de Sócrates de que el sol y la luna estaban gobernados por la razón, pues continúan describiendo serenamente sus círculos, sin hablar ni pensar”, es decir, sin fantasear, aceptando lo que la realidad tenía previsto para ellos.

   “Siendo tal la naturaleza y causas de la locura, ¿no hay remedio para ella?” (continúa aquella exposición que Santayana sitúa en el Limbo). Si para vivir hay que adentrarse en la locura, parecería que la única solución para librarse de ella, como intuye el depresivo, es la muerte. “Mi medicina será más gentil –prosigue–; no prescribiré la muerte instantánea como único remedio. La sabiduría es una locura evanescente, cuando el sueño aún continúa pero ya no engaña”. Al sabio, al que es capaz de sobreponerse a su locura, “sus forzadas ilusiones no le engañarán más, puesto que conoce la causa de ellas, y en su mano está, si sucede lo peor, alejar de sí para siempre todas esas fiebres y dolores mediante un bebedizo de átomos arteramente mezclados. Mientras tanto, en interés de la vida humana, y antes de ponerse a indagar sobre su suprema vanidad, puede establecerse una distinción convencional entre locura y cordura. Creer en lo imaginario y desear lo imposible será llamado, con toda justicia, locura; mientras que, convencionalmente, serán llamados cuerdos aquellos hábitos e ideas que están sancionados por la tradición y que, cuando se los ejercita, no llevan directamente a la destrucción de uno mismo o de su propio país. Esta cordura convencional es una locura normal”. Mientras que el verdadero loco se autodestruye o acaban destruyéndole los demás para defenderse de él, el sabio domina su locura, la conjuga con la realidad. Como dice Ortega, y que eso nos vaya sirviendo de conclusión: “El ideal de una cosa o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de su realidad”. Si necesitamos, como Alonso Quijano, realizar grandes hazañas y deshacer entuertos para dar sentido a nuestra vida, hagámoslo construyendo metáforas de lo real que no nos lleven por caminos alucinados, como a Don Quijote, sino respetando los límites de la realidad de la que huimos. Dejemos a Santayana la última palabra: “La locura es natural (…) y con frecuencia, por su inocencia o por su significación, vive en armonía con el resto de la naturaleza; en caso contrario, por las acciones que comporta, encuentra su sosiego en el castigo y la muerte”. Reconozcamos, en fin, que, como dijo el mismo Santayana en otro lugar, “el mundo material es una ficción; pero cualquier otro mundo es una pesadilla”.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Los beneficios que aporta la filosofía y los inasumibles riesgos que conllevan los psicofármacos

   Me estoy queriendo referir a un serio problema que podríamos también titular como el de la excesiva medicalización de las dificultades y contrariedades (no tan solo enfermedades) que conlleva el hecho de vivir, así como otras formas de intervencionismo médico y farmacológico a propósito de las cuales habría que cuestionarse no solo su eficacia, sino sus posibles efectos contraproducentes.

   Mi intención es aportar una perspectiva más bien cultural y filosófica del problema, porque los demás ángulos del mismo están ya desbordando en aportaciones por todos los rincones de internet; no hay más que poner en You Tube, en el recuadro de búsqueda, las palabras “psiquiatría” y “medicamentos” y aparecerán multitud de vídeos críticos con la idea actualmente vigente de que el trastorno mental es resultado de una deficiencia bioquímica en el cerebro, y de que, por consiguiente, esa deficiencia ha de ser contrarrestada ineludiblemente con medicamentos; aquí abajo dejo la referencia de uno de esos vídeos, que recomiendo ver fervientemente.
 


   Desde la perspectiva que he escogido para hacer mi reflexión, empezaré mi exposición recurriendo a un ejemplo que extraeré del último libro de Nassim Nicholas Taleb, “Antifrágil”. Taleb es el muy inteligente creador de la teoría de los “cisnes negros”, sobre la importancia de los sucesos altamente improbables, y refiere en ese libro una experiencia personal, que empieza a relatar diciendo: “Un día me rompí la nariz”. Y prosigue: “En el servicio de urgencias del hospital, el médico y el personal sanitario insistieron en que me pusiera ‘hielo’ en la nariz, es decir, que me aplicara una especie de parche helado sobre esta. En medio de tanto dolor como sentía en aquel momento, se me ocurrió que, muy posiblemente, aquella hinchazón que la madre naturaleza me estaba provocando no estaba causada directamente por el traumatismo, sino que era la respuesta de mi propio organismo a la lesión. Me pareció entonces que estaría insultando a la naturaleza si tratase de saltarme su programa de reacciones sin tener un buen motivo para hacer algo así, respaldado por un amplio contraste empírico que pruebe que los seres humanos podemos hacerlo realmente mejor; la carga de la prueba recae, pues, sobre nosotros, los humanos. Así que mascullando entre dientes, pregunté al médico de urgencias si disponía de alguna prueba estadística de las ventajas de aplicar hielo sobre mi nariz o si la práctica no era más que el resultado de una versión ingenua de intervencionismo”.

   El médico hizo un comentario sarcástico, pero no le respondió. Y efectivamente, cuando Taleb salió del hospital y pudo acceder al ordenador, confirmó que no existen pruebas estadísticas convincentes a favor de los beneficios de la reducción de una inflamación, al menos, no más allá de los cuadros (sumamente raros) en los que la hinchazón puede amenazar la vida del paciente, lo que claramente no era su caso. Lo que aquel médico había hecho con él, por tanto, fue impedir o dificultar la reacción que la naturaleza tiene prevista ante traumas como el que él había sufrido, por el simple hecho de que esa reacción, aunque orientada a reparar el trauma, resultaba molesta y dolorosa. Con su manera de intervenir, el médico había estado enseñando al cuerpo de Taleb a ignorar o debilitar su forma natural de reaccionar para sustituirla por otros pretendidos remedios artificiales que trataban de eludir esa parte de dolor y de incomodidad que conlleva la reacción natural.

   El caso es que esta concreta forma de actuar de la medicina que queda reflejada en el ejemplo que nos muestra Taleb no es algo casual ni coyuntural. Es el reflejo de una cultura, hoy bastante generalizada, que está haciendo que se pongan los recursos de la sociedad al servicio de una manera de entender la vida según la cual se pretende hacer desaparecer de ella las aristas más ásperas, las que conllevan o presagian incomodidad, esfuerzo, declive, sufrimiento o dolor, para que solo sobrevivan aquellas otras que exclusivamente dan cabida a lo placentero, divertido, fácil, relajado y emocionalmente positivo. Pero resulta que la vida está hecha con todos esos ingredientes, los positivos y los negativos, algo que ya sabía Heráclito en el siglo VI antes de Cristo, que decía: “Es la enfermedad lo que hace agradable la salud; el mal, el bien; el hambre, la saciedad; el cansancio, el reposo”. Y el seguidor más friki de Heráclito en los tiempos modernos, Friedrich Nietzsche, lo ratificaba al decir: “El hombre necesita para sus mejores cosas de lo peor que hay en él”. E incluso, entre nosotros, Unamuno advertía que “el que no sufre tampoco goza, como no siente calor el que no siente frío”.

   ¿Qué ha ocurrido para que los hombres, en gran medida, hayamos acabado insertados en una cultura que pretende excluir de nosotros esa parte que da a nuestra zona oscura, desagradable y dolorosa, pero que nos es consustancial? Ha ocurrido, para empezar, que nos hemos dividido en fragmentos. “Fragmentación” es la palabra clave a la hora de entender nuestra cultura actual. Una vez fragmentados, hemos pretendido atender solo la parte agradable de las cosas y rechazar o ignorar los fragmentos desagradables. La consecuencia ha sido que los hombres nos hemos vuelto más endebles, más frágiles, más pusilánimes, más timoratos, más inseguros. Renunciando a adentrarnos en las zonas de sombra de la vida que también son la vida, nos estamos volviendo ineptos a la hora de enfrentarnos consecuentemente al mal, al dolor, a la desgracia, y más diestros de lo debido cuando de lo que se trata es de huir de las situaciones que, como la vida misma, traen consigo el mal, el dolor o la desgracia. Como dice el psiquiatra Alberto Ortiz en su libro “Hacia una psiquiatría crítica”, recién publicado, “ya no consideramos el sufrimiento y la muerte como algo inherente al ser humano sino como problemas sanitarios que pueden resolverse. Nuestra concepción de una vida plena es una vida sin sufrimiento, no una vida en la que seamos capaces de manejarlo”.

   Este sería el contexto desde el que entender los peligros que hoy amenazan a la medicina en general, a la psicología y, sobre todo, a la psiquiatría. Cuando se ha llegado al punto en el que muchos profesionales de la salud medican a niños con fracaso escolar o con timidez (o para decirlo con más solemnidad, con trastorno TDAH o fobia social), empieza a resultar evidente que, en esa misma medida, la psiquiatría está respondiendo a aquella pauta cultural que, tratando de amputar de la vida las partes desagradables, está también anulando las emociones a las que la naturaleza ha encargado de hacer reaccionar a quienes sufren esos problemas para que se pongan en el camino de superarlos. Lo mismo, pues, que ocurría en el caso de Taleb del que hablábamos antes, en el que la inflamación de su nariz era la manera de reaccionar de su naturaleza, molesta y dolorosa también, pero destinada a reparar los efectos del trauma. De modo que si, por la vía de los fármacos, amputamos del niño que fracasa en la escuela o del tímido los sentimientos de inquietud, de frustración, de insatisfacción, de estar por debajo de donde él a sí mismo se exige, estaríamos anulando las emociones que la naturaleza tiene previstas para hacerle reaccionar contra sus insuficiencias. Esta perspectiva la confirma el gran psicólogo y psiquiatra que fue Carl Gustav Jung, cuando en un lenguaje que, por la forma y por el fondo, hoy repudiarían la mayoría de los psiquiatras, advertía: “No curamos la neurosis, sino que ella nos cura. El hombre está enfermo, pero la enfermedad es el intento de la naturaleza de curarle. Así pues, de la enfermedad misma podemos aprender muchas cosas para sanar”. Es decir, que si médicos, psiquiatras y psicólogos solo trataran de eliminar el síntoma, puede que estuvieran eliminando también la fuerza curativa que está encerrada en él. Porque, al fin y al cabo, como también dice Jung: “La neurosis es siempre un sucedáneo del auténtico sufrimiento”. No se trataría, pues, tanto de suprimirla como de reconducirla hacia el punto en el que la misma fuerza que da sentido a la vida (y no los medicamentos) se encargue de combatir el sufrimiento.

   El punto de más difícil abordaje, el más polémico en este ámbito es el de las enfermedades mentales graves, aquellas que conllevan delirios y alucinaciones, tan difíciles de tratar, y para las que parecería que solo existe un remedio relativamente eficaz, el de los psicofármacos. Una llamada de atención a este respecto, sin embargo, provendría de muchos pacientes, que han llegado a considerar que la entrada en el tratamiento psiquiátrico supuso para ellos no una liberación de su sufrimiento, sino una auténtica desgracia, aunque normalmente el entorno familiar y social del paciente recibe como una liberación esa intervención médica. Y otra llamada de atención que me permito traer a colación provendría del gran psiquiatra que entre nosotros fue Carlos Castilla del Pino, que tituló uno de sus últimos libros: “El delirio, un mal necesario”, y en el cual viene a posicionarse en una perspectiva que nos obliga a reflexionar, porque dice: “Al abandonar el delirio, el sujeto, que se sabía quién era cuando deliraba, no sabe ahora quién es, o literalmente aún no es nadie, y la depresión aparece indefectiblemente”. ¿Estaría diciéndonos Castilla del Pino que si el tratamiento solo suprime el delirio estaría también suprimiendo la queja pero no el dolor? Cuando Don Quijote, al final de su vida, dejó, efectivamente, de delirar y se volvió cuerdo, fue a costa, precisamente, de entrar en una fase depresiva que le empujó hacia su hora final. Así que el delirio cumple una función, no es algo a amputar, sino a reconvertir (aunque, siendo realistas, quienes sufren una psicosis no están muy dispuestos a esa labor de reconversión). En el caso del que empezó por ser Alonso Quijano, que era un rentista desocupado, un hidalgo que tenía prohibido por ley trabajar, el delirio que le empujó a los campos a realizar “grandes hazañas” y a “deshacer entuertos”, nació de la necesidad de hacer algo con su vida, de darle un sentido, puesto que estaba transcurriendo de manera inane, y necesitaba de algo que la llenase, que la justificase, que le diese un contenido. Esa necesidad de sentido era tan fuerte que si la realidad entraba en contradicción con ella… pues peor para la realidad; si él, en su búsqueda de aventuras, necesitaba gigantes contra los que luchar y la realidad solo le ponía enfrente molinos de viento, su deseo acababa prevaleciendo sobre lo real. Pero el delirio o la alucinación eran en él un último intento de dar sentido a su vida, y si simplemente se hubiera tomado un fármaco antipsicótico que, con dramáticos efectos mal llamados secundarios, le hubiera eliminado sus delirios y alucinaciones –en vez de reconducir el impulso que le llevaba a delirar y a alucinar hacia donde los términos de la realidad quedaran respetados–, la depresión, como dice Castilla del Pino, “aparecería indefectiblemente”.

   La conclusión hacia la que quedamos abocados es la de que el medicamento es un instrumento muy delicado a la hora de plantearse cómo luchar contra la enfermedad en general y la mental en particular. Y que es probable que no se alcance ningún remedio mágico, definitivo o total en los casos más graves. Como, refiriéndose a las enfermedades mentales, también decía Carl Gustav Jung: “Los problemas graves de la vida jamás se resuelven del todo. Si alguna vez puede parecer que es así es indicio seguro de que se ha perdido algo. El sentido y el propósito del problema parece que estriban no tanto en su solución como en nuestro laborar incesante con él. Solo esto evita que nos embrutezcamos y petrifiquemos”.

sábado, 16 de noviembre de 2013

En defensa de la filosofía (y del sentido de la vida que ella trata de desvelarnos)

   Respecto de esas “cuestiones filosóficas” que usted, John Carlos, me ve abordar frecuentemente, le diré que, para mí, llegar a aficionarme a la filosofía ha sido una bendición. Los filósofos son mis ángeles de la guarda laicos; unos más, otros menos, pero gracias al estímulo que supone su lectura (no siempre fácil; quitando a Ortega y pocos más, no suelen destacar por su claridad y sus cualidades literarias), he podido obtener claves, no precisamente para entretener mi intelecto, sino para orientarme en el laberinto de las cosas. Gracias a que por no sé qué azar afortunado, apareció en mis manos un libro de Ortega en los tiempos álgidos de esa neurosis juvenil que tantos hemos atravesado, discurrió desde entonces junto a mí esa fuente de luz que convierte una alteración así en un potencial de crecimiento (lo que intrínsecamente es toda neurosis). Y a estas alturas puedo decir, ojalá que fuera lo suficientemente alto y claro: la filosofía es la disciplina intelectual más importante de todas, y aprender a filosofar (no ya, o no solo, a saber lo que decían los filósofos) debiera de ser el aprendizaje más importante de la vida. Si hemos aprendido a leer (ahora lo comprendo) es, sobre todo, para poder estudiar filosofía y, acto seguido, todo lo que sale de su matriz (podríamos decir que “todo”, a secas). Así de rotundo me pongo hoy, John Carlos. Si la vida tiene sentido, no van a ser las ciencias naturales las que lo descubran (se dedican a otras cosas), ni siquiera la psicología, salvo la que enraíce en la filosofía (hoy ese tipo de psicología es muy marginal, pese a que yo me atrevo a afirmar que un trastorno psíquico es, en última instancia, el síntoma de una vida desorientada, no, como presupone el modelo biomédico hoy imperante, consecuencia de un trastorno neurológico).

 



   “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”, afirmaba Ortega. Es decir, que de partida solo tenemos el deseo de que la vida tenga sentido, sin más soporte objetivo. Al contrario, ahí afuera todo se nos aparece como múltiple y disperso, desordenado y absurdo. No hay nada, para empezar, fiable, de nada podemos esperar que vuelva a ser lo que creíamos que era. En suma: lo primero que experimentamos es que nada tiene un ser (nada es comprensible). Así lo decía también Ortega, “el ser fundamental por su esencia misma no es un dato, no es nunca un presente para el conocimiento, es justo lo que le falta a todo lo presente (...). Su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente”. Y entonces, para enfrentarse a la sensación de extravío que ello produce, para poder orientarse en la vida, y después de otros intentos menos sofisticados (la magia, la mitología, la religión), el hombre inventó la filosofía. De esta surgió la metafísica, que es la rama de la filosofía encargada de buscar acomodo al ente particular, cambiante, fragmentario y finito en el marco del ser sustancial, estable, imperecedero; en suma, en algo de lo que podamos fiarnos, algo que no cambie de hoy para mañana y que, en esa medida, lo podamos comprender (y que, para empezar, sin embargo, como dice Ortega, no está presente). En tiempos de Heráclito y Parménides, el problema residía en saber si todas las cosas fluyen o hay algo que permanezca. A estas alturas, hemos refinado la cuestión: los entes, finalmente, hemos resultado ser ante todo nosotros, los pobres individuos, conscientes de nuestra finitud, de nuestra vulnerabilidad, de, en última instancia, nuestra insustancialidad. ¿Podemos, pese a todo, aspirar al ser? ¿Hay alguna sustancia que alcanzar y que, por tanto, dé sentido a nuestra vida? Este es el problema metafísico tal y como ha de ser formulado a la altura de los tiempos actuales: ¿la vida tiene sentido o no?
   Insertemos ya en esta exposición la alarma que produce el hecho catastrófico de prescindir de la filosofía y de las humanidades en general en los currículos educativos. Ello significa tanto como enseñar a resignarse, a aceptar los avatares de la vida tal y como objetivamente se nos presentan, o sea, como un caos, como un absurdo; en suma, dar por sentada esa multiplicidad, dispersión y falta de sentido de los entes en que se divide nuestra circunstancia. Ese programa educativo desolador que hoy se está imponiendo parte, pues, del presupuesto de que solo existe el hecho objetivo, independiente del sujeto que lo observa, y de que la educación consiste en buscar cómo adaptarnos a él, en procurar aprendizajes instrumentales que nos acoplen a nuestro medio. Y sin embargo, Ortega aseguraba que “la educación, sobre todo en su primera etapa, en vez de adaptar el hombre al medio, tiene que adaptar el medio al hombre”, es decir, añadir a la caótica multiplicidad de entes con que el medio viene a nosotros, la necesidad de encontrar tras ellos el ser, de encontrar en el mundo un orden, un sentido, que es la exigencia con que nosotros vamos hacia el medio. El hombre, provisto de su misión en la vida, “lleva su sí mismo a lo otro, lo proyecta enérgica, señorialmente sobre las cosas, es decir, hace que lo otro –el mundo– se vaya convirtiendo poco a poco en él mismo”. En suma, concluye Ortega, “el hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”.
   Sin filosofía, nos quedamos inermes y vulnerables ante el absurdo (lo que antes se llamaba misterio), que, insisto, es la manera primordial que tiene el mundo de presentarse ante nosotros. Hemos aceptado como premisa cultural la visión instrumental de la vida que no aspira a que esta tenga un sentido, sino solo a que nos diluyamos entre las cosas, entre la multiplicidad de los entes, a escindir el yo de su ineludible unidad con su circunstancia y dejar desasistidos los hechos objetivos del sentido que nuestra razón debe descubrir en ellos. Todo eso no nos hace más felices. Aunque nuestra cultura pretende hacernos coexistir pacíficamente con el absurdo, nuestras tripas no nos dejan aceptarlo. Así que o damos respuesta a nuestra necesidad de sentido o la industria farmacéutica de los psicofármacos seguirá haciendo el agosto (total, para nada: ya digo que no son las alteraciones neurológicas la causa última de nuestra infelicidad, ni la bioquímica lo que la resolverá). O rehabilitamos a la filosofía y la restituimos en sus funciones de exploración de la posibilidad de que la vida tenga sentido y de lucha contra el absurdo, o será este el que rija nuestros destinos.

viernes, 8 de noviembre de 2013

¿Hay alguien ahí afuera a quien poder llamar Dios?

Mi querido Ángel Molledo, me reitero en declarar mis insuficiencias para abordar un asunto como este, y en que al abordarlo siento reverdecer las mismas inquietudes juveniles que me llevaron, sin casi solución de continuidad, desde el más acendrado meapilismo a un fervoroso proselitismo antiteísta. No sé si ahora estoy en la fase de síntesis dialéctica o en la de simple extravío esquizofrénico, aunque a lo que realmente aspiro es a, simplemente, dejar amortiguadas las desavenencias interiores a las que me obliga mi compulsiva afición a las paradojas.

Estos asuntos que hoy propongo hay que exponerlos utilizando la primera persona del singular. Lo cual me lleva a empezar confesando que siento que mi sustento intelectual, el bagaje de ideas con el que trato de contraponerme a esa maraña de enigmas que llamamos mundo, está aún en fase de construcción (tampoco podría estar de otra forma, vale). Uno de los obstáculos intelectuales con los que me he peleado en los últimos tiempos (ya sé que soy un poco rarito) es el de entender cuál era la diferencia sustancial entre la filosofía de Kant y la de Ortega. Este último, que es el filósofo a quien considero mi principal guía intelectual, cuenta cómo le resultó muy difícil soltar amarras respecto del idealismo de Kant. Ya voy entendiendo por qué. Y no es una cuestión baladí.

Dice Kant que el mundo, desprovisto de la labor ordenadora que nuestra mente ejerce sobre él, no es más que un “caos de sensaciones”. Es decir: un puñetero absurdo. Solo gracias a las formas a priori del conocimiento sensible, que hacen surgir de nuestra mente el tiempo y el espacio con los que ordenamos nuestras sensaciones, y gracias asimismo a las formas a priori del conocimiento inteligible con las que ordenamos los fenómenos que ante nosotros pone el conocimiento sensible, el mundo se nos aparece ordenado y con sentido (perdón por lo enrevesado de este párrafo). La interpretación más facilona de esta secuencia conceptual que propone Kant es que el mundo es absurdo y que los hombres nos inventamos el que tenga sentido. El mundo, en fin, es una barca, como dijo Calderón de la Mierda, y, para sobrevivir en él, nos engañamos con la ilusión de que está ordenado y tiene una razón de ser. El orden y el sentido son, pues, atributos con los que la mente inviste al mundo, pero que no le pertenecerían a este.

Hace pocos artículos recordé una dramática consecuencia de la manera postkantiana de entender las cosas que, de la forma más radical, asumieron los románticos, por ejemplo, Heinrich von Kleist, que se expresaba de esta manera en una carta dirigida a su hermana: “La idea de que no sabemos nada de la verdad, nada en absoluto, que aquello que aquí llamamos verdad, tras la muerte se llamará de otra manera, y que por tanto el afán de conseguir algo propio que nos siga también a la tumba es totalmente vano y estéril, esta idea me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi único y máximo objetivo ha caído y ya no tengo ninguno”. Von Kleist entendió que, efectivamente, la “verdad” era un invento con el que tratamos de vestir al mundo para que nos resulte soportable, una pura ilusión, pues, que no nos sobrevive, que solo sirve para engañar al que Cioran llamaba “suicida que llevamos dentro”. Una vez desengañado, Von Kleist quedó inevitablemente abocado a sacar afuera a ese que llevaba dentro: con 34 años, se suicidó.

Tal y como Kant dejó las cosas, o al menos interpretadas en la línea que lo hicieron los románticos y ss., Albert Camus no tuvo más remedio que concluir que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder”. Y suicidarse o no es una decisión que solo le corresponde a cada uno en su intimidad. El mundo no sirve de soporte a la hora de valorar si la vida debe de ser vivida o no. No: el mundo no tiene sentido, es absurdo, y, partiendo de ahí, allá tú, y solo tú, si lo que quieres es seguir viviendo o suicidarte. En esas, precisamente, estuvo el existencialismo.

Así pues, desde Kant (malinterpretándolo, pero ese es otro Kantar) estamos entendiendo que la verdad es una construcción subjetiva; la idea de lo que está bien y lo que está mal también es, por lo mismo, un invento de cada sujeto; y la belleza, la justicia, el amor… ídem de ídem. Ahí afuera no hay más que un “caos de sensaciones”, es decir, un mundo maleable que deja que creamos que es una cosa o la contraria. En suma, ahí afuera, desde Kant, todo es (maleable) absurdo. Un momento… ¿He dicho desde Kant? ¿Pero no fue San Agustín el que dijo que “la verdad habita en lo interior”? Más aún: ¿no dijo Jesucristo que su reino no era de este mundo? ¿No estaba Santa Teresa sacando a relucir al suicida que llevaba dentro cuando dijo aquello de “muero porque no muero”, de tanto querer abandonar este mundo absurdo? En este contexto, o contra él, decía Ortega precisamente que “se (impone) una peripecia cultural, una catástrofe psicológica: un nuevo Dios, un nuevo lenguaje, una barbarie redentora”.

 
 
Bueno, amigo Ángel, pues ya voy comprendiendo por qué Ortega se libró de una pesada carga cuando soltó el lastre que, para su intento de orientarse en el mundanal laberinto, suponía el idealismo de Kant (o, al menos, la interpretación más estrictamente idealista de Kant). Porque, como titulé hace poco uno de los artículos de este blog, la verdad necesita de nosotros… ¡pero está en el mundo! Efectivamente, tenemos que esforzarnos y construirla con nuestra mente. ¿He dicho construirla? Corrijo: más bien, descubrirla, porque, como Hegel decía, la realidad es racional, aunque, para empezar, solo para empezar, sea un caos de sensaciones, un absurdo (una mierda). Cuando, por ejemplo, descubro que el calor dilata los metales, añado a la realidad del fenómeno calor y del fenómeno metal una categoría mental (un apriorismo kantiano), algo que está en mi mente: la relación de causalidad. ¡Pero no me lo invento! Esa relación causal está ahí afuera, en la realidad. ES VERDAD que el calor (causa) dilata los metales (efecto). La verdad está en el mundo, aunque la descubramos gracias a una categoría mental anterior a la experiencia que es la relación de causalidad.

Y si la verdad está ahí afuera, esperando a que la descubramos, si el mundo tiene sentido, aunque de partida se nos aparezca como absurdo, si no tenemos que engañarnos para convencernos de que lo que ocurre tiene una razón de ser (…aunque tengamos que dedicar la vida a intentar descubrirla y nunca lo consigamos del todo)… ¿Cómo podríamos llamar a ese sentido de las cosas que está ahí afuera esperando a que lo descubramos (y vale, también a que lo construyamos)? Amigo Ángel, si a estas alturas ya no me asusta que me llamen facha por sentirme patriota, tampoco me asustan los inconvenientes de llamar a eso ánima mundi o incluso Dios, porque a esa razón de ser de las cosas, la cual intuimos gracias a ese apriorismo kantiano que Jung denominaba arquetipo de Dios, no la alcanzamos con el solo método hipotético deductivo. No digo que haya que recuperar lo que sí son meras ilusiones y autoengaños. Me conformo con quedarme en eso: algo en mí (mis insoslayables apriorismos) sabe que el mundo tiene sentido, y mientras lo intento descubrir ahí afuera tengo demasiado que hacer como para pensar en suicidarme.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Lo que pasa cuando quiebran las instituciones

   En absoluto creo que se equivoca, John Carlos. Seguramente que para analizar las cosas con ecuanimidad tengamos que controlar nuestra propia tendencia a interpretarlas en la dirección que nuestro descorazonamiento y nuestro pesimismo actuales nos señalan. Ahora mismo, después de ver cómo en España las cosas parecen escoger tozudamente el camino que lleva hacia su empeoramiento, yo al menos me siento empujado a vislumbrar casi por inercia un horizonte negro. Hasta el punto de que he sentido que ello pueda deberse a mi mejorable estado de ánimo y no a la realidad; es decir, que procuro estar atento a la posibilidad de que mi pesimismo se convierta en un prejuicio. Pero también es cierto que este tipo de situaciones que vivimos están ya bastante meditadas y teorizadas, más allá de mis coyunturales estados de ánimo. De manera que aprovecharé para hablar de ello y dar así contenido a esta nueva entrada del blog.

   Pienso que los acontecimientos tienden a desarrollarse a lo largo de una línea que va configurándose con lo que es habitual, lo previsible, lo ordenado y sometido a norma… hasta que esa línea se rompe. Y cuando ese momento llega, lo hace no de una manera paulatina, sino brusca y repentina (el cambio de lo cuantitativo a lo cualitativo que decía Hegel). En las fases preparatorias, pueden aparecer coyunturales rupturas de lo que era normal y normativizado que no tienen fuerza suficiente para quebrar la propensión de los acontecimientos a mantenerse en el campo de lo repetible. Pero a partir de cierto momento, los acontecimientos empiezan a ir por libre; la ley deja de tener fuerza suasoria y disuasoria suficientes como para servir de cauce a los comportamientos, y después de que durante un tiempo acontezcan fenómenos anormales o antinormales, el caos emerge decididamente. Esto ocurre tanto en el nivel de los acontecimientos sociales como en el de los individuales. En el primero, el punto de ruptura quedaría marcado por el descalabro de las instituciones, que dejan de servir de marco y acotamiento a lo que ocurre. Aristóteles, que vivía en una época crítica y que sabía lo que este tipo de cosas significan, llegó a decir que es preferible que existan malas leyes a la ausencia de leyes.
 
 
   Para comprender mejor este ámbito intelectual en el que estamos adentrándonos, creo que podemos echar mano del sociólogo Gustave Le Bon, que consideraba que la barbarie se caracteriza precisamente por el predominio del azar y de lo imprevisible: “(Un pueblo) –dice en concreto– no saldrá de la barbarie sino cuando, después de prolongados esfuerzos, (…) haya adquirido un ideal. Poco importa su naturaleza. Ya se trate del culto a Roma, del poderío de Atenas o del triunfo de Alá, bastará para dotar a todos los individuos de la raza en vías de formación de una perfecta unidad de sentimientos y pensamientos (…) Tras las características móviles y cambiantes de las masas estará aquel estrato sólido, el alma de la raza, que limita estrechamente las oscilaciones de un pueblo y regula el azar”. Y también considera cierto Le Bon lo complementario: “Con el progresivo desvanecimiento de su ideal, la raza va perdiendo cada vez más aquello que mantenía su cohesión, su unidad y su fuerza (…) Aquello que constituía un pueblo, una unidad, un bloque, concluye por convertirse en una aglomeración de individuos sin cohesión y que aún mantienen artificialmente durante algún tiempo las tradiciones y las instituciones (…) Con la definitiva pérdida del antiguo ideal, la raza concluye perdiendo también su alma (…) Presenta todas sus características transitorias, sin consistencia y sin mañana. La civilización carece ya de solidez y cae a merced de todos los azares. La plebe es reina y los bárbaros avanzan”.

   No creo que fuera casual que en unos tiempos de tanta tribulación como fueron aquellos del primer tercio del siglo XX,  hubiera intelectuales que verbalizaran el espíritu de la época en ese sentido favorable a lo azaroso y a lo que atentaba contra las normas generales. Fernando Pessoa, por ejemplo, llegó a decir: “No hay normas. Todos los hombres son excepciones a una regla que no existe”. Y André Breton, en nombre del surrealismo, llevaba ese presupuesto a sus últimas consecuencias: “Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien ha sido capaz de ejecutarlo”. Carl Gustav Jung, también por entonces, extraía este tipo de inferencias: “Difícilmente podremos negar que nuestro presente es una de esas épocas de escisión y enfermedad. Las circunstancias políticas y sociales, la fragmentación religiosa y filosófica, el arte moderno y la moderna psicología están de acuerdo en esto. ¿Hay alguien que, dotado, aunque solo sea de un vestigio de sentimiento de la responsabilidad humana, se sienta bien con este estado de cosas? Si somos sinceros debemos reconocer que en este mundo actual ya nadie se siente del todo a gusto, y la incomodidad será del todo creciente”. El mismo Jung confesó que vio venir la Segunda Guerra Mundial analizando el desasosegante contenido de los sueños de sus pacientes alemanes en los años previos. A Ortega no le extrañarían esa clase de inferencias, porque decía que “tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo”; es decir, que hay algún tipo de sintonía, o incluso sincronía o relación simbólica, entre lo que ocurre en el mundo externo y lo que las personas viven en su interior, más allá de lo inmediatamente evidente.

   Es decir, que los acontecimientos futuros son detectables, si no en su estricta resolución, sí en las tendencias que se van formando, a través de los estados de ánimo de las personas (en España, hoy, catatróficos), así como en la aparición de lo que me voy a tomar la licencia (otro día cuento por qué) de denominar OSNIs (Objetos Sociológicos No Identificados o No Institucionalizados), es decir, acontecimientos sociales anormales, que se salen del marco de lo previsible, ordenado y normativizado. Entonces, dice Ortega, “las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte. A este fenómeno de la vida histórica lo llamo particularismo y si alguien me preguntase cuál es el carácter más profundo y más grave de la actualidad española, yo contestaría con esa palabra”. Seguiría pudiendo contestar a estas alturas con esa misma palabra. Hegel apuntala esta misma idea: “La ruina (del espíritu del pueblo) arranca de dentro, los apetitos se desatan, lo particular busca su satisfacción y el espíritu sustancial no medra y por tanto perece. Los intereses particulares se apropian las fuerzas y facultades que antes estaban consagradas al conjunto”.

   En suma, cuando se deja de respetar la ley, a veces aparentando que se es esclavo de ella (por ejemplo, cuando se excarcela de manera escandalosa a asesinos y violadores), cuando, rompiendo toda previsibilidad, un gobierno promete unas cosas y hace las contrarias, cuando una sociedad deja de tener ideales comunes que la vertebren y, por el contrario, asoman por doquier fuerzas disgregadoras (que incluso subvenciona el estado), cuando las instituciones, desde la Justicia, los partidos políticos o los sindicatos a la monarquía, bañados en la corrupción, pierden toda credibilidad… se está haciendo lo que hay que hacer para que se abra la caja de Pandora. Yo quiero sujetar mis inferencias, pensar que el mundo (que España) está sometido a un cauce suficiente y que es probable que mi ya consustancial pesimismo produzca sesgos en mis interpretaciones de las cosas. Pero tantos OSNIs no pueden augurar nada bueno.