lunes, 18 de diciembre de 2017

La fragmentaria e inconsistente forma de mirar de nuestro tiempo y su reflejo en la pintura de Luis Fernández

Resumen: la forma de mirar con la que nos confrontamos con el mundo ha ido evolucionando desde el Renacimiento hacia un punto en el que casi hemos acabado por quedar atrapados en lo interior. Un interior construido (o arruinado) por fragmentos, en donde predomina lo inconsistente y efímero, y que busca correlatos en el mundo exterior que confirmen esos presupuestos desde los que lo percibimos.
 
     En el arte de hoy en día, casi todo empezó con el Romanticismo. Con él se trasladó de manera concluyente al campo de la estética una perspectiva que había ido impregnando la cultura desde el Renacimiento, y en la cual la idea de totalidad o generalidad pasaba a estar en declive y a ser sustituida por otra en la que el individuo y lo fragmentario adquirían un papel preponderante. Podríamos resumir el significado de esa nueva forma de mirar con estas palabras del crítico Arnold Hauser: “(El romántico) consideraba el mundo simplemente como materia prima y sustrato de la propia experiencia, y lo utilizaba como pretexto para hablar de sí mismo”.
     Encontraremos un precedente de estos planteamientos, por ejemplo, en la filosofía de René Descartes, que recelaba de toda idea a la que no pudiera llegar por la vía de su propio pensamiento. Por otra parte, el mecanicismo que este filósofo impulsó presuponía que no existe propiamente el todo, sino solo las partes, cada una de las cuales es independiente de las demás. El ser, venía a decir, se construye paso a paso; o más bien, no existe propiamente el ser como globalidad, solo cada parte del mismo. Así, el ser del cuerpo, que el mecanicismo cartesiano determinará que está hecho de partes u órganos independientes, lo que, sin ir más lejos, acabará decidiendo el modo de hacer de la especializada medicina actual.
     Una perspectiva, esta de Descartes, a la que no es ajena su personal modo de estar en la vida, en la cual tampoco había habido una continuidad entre sus partes que les sirviera de nexo, una posible narración que permitiera establecer una identidad en su personalidad por encima de cada concreta situación o experiencia. Huérfano de madre desde los trece meses, mal avenido con su padre y sus hermanos, sin personas de referencia suficientemente consistentes en su infancia, en contacto con los cuales pudiera haber construido un sentimiento de identidad firme, le faltaba a Descartes la confianza necesaria para asentarse en la idea de que existir en un momento determinado permite suponer que va a seguir siendo así después. Otra causa, independiente de la que produjo el momento anterior, habrá de sobrevenir produciendo el momento siguiente para que sea posible la sensación de que se conserva el propio ser, de que uno, efectivamente, existe. Como él mismo dice en la tercera de sus Meditaciones metafísicas: “Todo el tiempo de mi vida puede ser dividido en una infinidad de partes, cada una de las cuales no depende de ninguna manera de las demás; y por ello, del hecho de que un poco antes yo haya sido, no se sigue que deba ser ahora, a no ser que en este momento alguna causa me produzca y me cree, por así decirlo, de nuevo, es decir, me conserve”.
     La inseguridad personal, pues, que había sido tan persistente a lo largo de la vida de Descartes, quedaba así transformada en instrumento filosófico a la hora de construirse una perspectiva desde la que abordar el conocimiento de las cosas. Esa inseguridad se concretaba en el hecho de que nada del mundo llega a garantizar que, aunque seamos y tengamos consistencia en un momento determinado, vayamos necesariamente a seguir siendo un momento después: “Del hecho de que seamos no se sigue que seamos un momento después”, dice concretamente Descartes.  Al final, sin embargo, el filósofo echa mano de Dios para contrarrestar esa cuesta abajo hacia la depresión a la que le abocaba un sentimiento de identidad tan frágil y fragmentario: Él, que es quien nos produjo, que es la primera causa de que nosotros seamos, continúa produciéndonos, conservándonos. Si existimos y seguimos existiendo es porque Dios lo quiere, dado que el mundo y el resto de los congéneres no lo garantizan en absoluto.
     Otro precedente filosófico de esa forma de mirar en la que está involucrado un frágil sentimiento de identidad, puesto que no caben en él las ideas rotundas, completas, globales sobre lo que sea yo y lo que sean las cosas, sino una forma de entender el mundo que se construye a base de coser fragmentos independientes y deslavazados, la encontramos en el pensamiento de David Hume, figura señera del empirismo. Ya en plena juventud, con 23 años, y tal y como refleja en su Tratado de la naturaleza humana, su inquietud y fragilidad personal le llevaron a hacerse este tipo de preguntas y consideraciones: “¿Dónde estoy o qué soy? ¿A qué causas debo mi existencia y a qué condición retornaré? ¿Qué favores buscaré y a qué furores debo temer? ¿Qué seres me rodean; sobre cuál tengo influencia o cuál la tiene sobre mí? Todas estas preguntas me confunden, y comienzo a verme en la condición más deplorable que imaginarse pueda”. Como Descartes, Hume había sufrido también en su tierna infancia duros embates que afectaron seriamente a la construcción de su propia identidad: su padre murió cuando él tenía dos años de edad, y su desarbolada afectividad evolucionó desde ahí hasta desembocar en una grave depresión que sobre todo le aquejó desde los diecinueve hasta los veintitrés años.
     Su depresión supuso un filtro que fue determinando su manera de mirar y de pensar: “Mi enfermedad me puso un enorme obstáculo –escribe en una carta a su médico anónimo–. Me di cuenta de que era incapaz de seguir ningún tren de pensamiento de un solo tirón, sino mediante repetidas interrupciones y dejando que mi vista se recuperase de vez en cuando con otros objetos”. El hecho de aproximarse a una idea y mantenerla continuamente ante sus ojos “me pareció impracticable, (no) estaban mis talentos a la altura de tan denodado esfuerzo”. Así que optó por contemplar las ideas reduciéndolas previamente a sus “mínimas partes”, de manera similar a como Descartes obró a la hora de formalizar su método analítico. Esa incapacidad psicológica de unir fragmentos de pensamiento resultó ir en paralelo, pues, a su doctrina filosófica, según la cual, precisamente, toda experiencia está hecha de fragmentos. A esta conclusión llegó después de decidir recelar, como asimismo había hecho Descartes, de todos los interminables y baldíos debates sobre los que se había construido la historia de la filosofía, y optar por construirse su propia cosmovisión.  
     La idea principal a extraer de la filosofía de Hume es que el hombre, para empezar, es una tabla rasa y que todo el conocimiento al que llegue a acceder se deriva de la experiencia. Según él, todas las operaciones que llegue a realizar la mente (toda reflexión) se llevan a cabo primariamente a partir del material suministrado por los sentidos, y está compuesto ese material por los elementos atómicos que constituyen las sensaciones corporales: cada sonido, cada olor, sabor, percepción de colores… Para Hume, pues, la única entidad sobre la que se puede sostener la existencia de algo que podamos llamar humano es la sensación (...lo cual convierte a Hume en un concreto predecesor del impresionismo). Nada hay en los individuos que dé consistencia a la idea de que en ellos exista algo que permanezca, que les permita tener una identidad: somos, según esto, el resultado de la acumulación de sensaciones que van y vienen a lo largo de la vida. El mundo varía a nuestro alrededor y nosotros no somos sino un reflejo del mundo, lo que de él llega a nosotros a través de las sensaciones. En suma, no existe el yo. “Tiene que haber una impresión que dé origen a cada idea real –dice en su “Tratado de la Naturaleza humana”. Pero el yo o persona no es ninguna impresión, sino aquello a que se supone que nuestras distintas impresiones e ideas tienen referencia. Si hay alguna impresión que origine la idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer, tristeza y alegría, pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca existen todas al mismo tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y, en consecuencia, no existe tal idea (…) Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción (…) Yo sé con certeza que en mí no existe (el yo)”.
     Son conclusiones, estas a las que Hume llega por la vía de su pensamiento, que vienen a traducir a lenguaje filosófico aquellas a las que, de modo similar, hubiera podido llegar por la vía de su depresión: no existe el yo, no existe un “objeto” con cualidades perdurables que venga a contraponerse a las percepciones que emite nuestro sistema sensorial, tampoco existe la relación de causalidad, pues nada de lo que uno haga llevará necesariamente a producir un determinado efecto… todo eso es algo que de la misma forma percibe quien sufre de los síndromes de despersonalización, desrealización e impotencia característicos de la depresión y de otras graves enfermedades mentales. Hume ni siquiera tuvo la posibilidad de recurrir, como hizo Descartes partiendo de una cosmovisión igualmente hecha de fragmentos, a la intervención de Dios para obtener la garantía de que su ser personal tuviera alguna continuidad. La filosofía de Hume resultó ser directamente depresiva.
     Todos estos precedentes que hemos simbolizado en Descartes y Hume, vinieron a desembocar, como decíamos, en el Romanticismo y, por el cauce que él abrió, en el arte contemporáneo, en donde lo individual, lo fragmentario o ruinoso, la pérdida de referencias espaciales o de las valorativas que jerarquizan entre lo importante y lo accesorio, pasan decididamente al primer plano. Refiriéndonos a este último ámbito, usaremos para nuestros fines expositivos el ejemplo que supone la pintura de Luis Fernández López (1900-1973), pintor asturiano que, a partir de 1924, residió en París, donde entró en contacto sucesivamente con el Purismo, un derivado del Cubismo, y con el Neoplasticismo, a los que siguió más tarde el Surrealismo. Allí en París entablará amistad con Picasso, con el que colaboró en diferentes proyectos y que tendrá una gran influencia en una etapa de su obra.
     El pintor Luis Fernández, al que María Zambrano dedicó instructivas páginas, tuvo (como Descartes, como Hume…) una infancia desgraciada, asolada por pérdidas irreparables: a los seis años perdió a su madre; a los nueve, a su padre. Fue entonces a vivir junto con su hermano a casa de su abuelo, en Madrid, pero este también murió al poco tiempo. Acabó separándose de su hermano para irse a vivir con un tío materno. Cuando una vida se inicia de esta manera, privada de permanencias, es difícil construirse un sentimiento de identidad, así como vincularse al mundo exterior, y resulta fácil, por el contrario, encerrarse dentro de uno mismo, en los dominios que acaban señoreando la tristeza y la depresión. Luis Fernández consiguió salir de su mundo interior, en alguna medida, a través de la expresión artística, pero, como decía Zambrano, su pintura era, sobre todo en una larga primera etapa, “un descenso a los infiernos del ser, a las oscuras entrañas”. “Las telas más antiguas –dice también Zambrano refiriéndose a su obra– ofrecen de modo directo ese mundo oscuro de las entrañas, de la sangre y sus pesadillas”. Los motivos de su pintura eran a menudo tétricos: calaveras, trozos de carne, materia en descomposición… Eso, o investido de esa manera, era el modo en que le llegaba a él la realidad. El mundo externo tenía evidentemente para él un significado dominado por la muerte y por la pérdida. Y más allá del contenido, de los temas por él escogidos para sus cuadros, probablemente el estilo en el que prefirió insertarse también fuera significativo. Así, el cubismo bajo cuyo amparo se inscribió, en la medida en que descompone las figuras en fragmentos que solo parecen sujetarse a ciertos requerimientos geométricos, podría entenderse en el sentido que propone Cioran cuando dice: “El desapego a la vida engendra un gusto por la rigidez. Comenzamos a ver un mundo de formas rígidas, líneas precisas, contornos muertos”. Formas, contornos o líneas que no vienen a delimitar objetos rotundos y definidos, sino que son el resultado de sensaciones aisladas (como hubiera dicho Hume) o producto del análisis y descomposición de las, en realidad inexistentes, totalidades (como hubiera preferido decir Descartes). Y también apuntando hacia ese amago de solipsismo del que (de modo evidentemente incompleto o interrumpido) hacían gala Descartes y Hume cuando recelaban de los criterios u opiniones que pudieran llegarles de su entorno, dice María Zambrano que en Fernández “el alma y los sentidos se nutren de su alimento propio” y que “está absorto en una visión sólo perceptible para él, mientras que los que lo rodean en nada parecen advertirla; está en otro mundo”. Casi, si sabemos entenderlo, podríamos citar en este mismo sentido al romántico Beethoven cuando, concentrado en su mundo interior, decía que “lo que está en mi corazón debe salir a la superficie”.
     “La vida humana –dice asimismo Zambrano, elevando su reflexión desde la pintura de Fernández hacia una fórmula general– se distingue de las otras por tener un interior; un interior oscuro, donde hay ya un secreto que no puede revelarse bajo la luz natural. Las entrañas, el corazón, son la metáfora con que el lenguaje común designa desde siempre esa oscuridad habitada que aspira a su propia luz”. Desde aquí podríamos ya transitar hacia la conclusión de que el arte contemporáneo, y, de su mano, la perspectiva a la que parecemos abocados como hombres de nuestro tiempo, nos empuja hacia la formulación, hacia la formalización de nuestro secreto interior. Pero que estamos a medio camino de esa tarea quedaría demostrado por el hecho de que miramos el mundo aún de una forma deprimente, incapaces de asentar un sentimiento de identidad que nos sostenga suficientemente, y extraviados todavía entre fragmentos de nosotros mismos y fragmentos de cosas… fragmentos o restos, en fin, de lo que parecería ser un naufragio.
 
ALGUNOS CUADROS DE LUIS FERNÁNDEZ




 

martes, 28 de noviembre de 2017

El trasfondo emocional del nacionalismo y de las ideologías extremistas

Resumen: madurar consiste en ir comprendiendo que en la vida estamos abocados a la decepción, a constatar que la realidad nunca estará a la altura de nuestros deseos. A eso los psicólogos lo llaman “tolerancia a la frustración”. Lo contrario, la intolerancia a la frustración, busca a menudo en las ideologías extremistas un disfraz que dignifique lo que no es sino inmadurez emocional. Normalmente, no se llega hasta ese extremismo, pues, por la vía de los argumentos y de la razón, sino por sintonía emocional con tales discursos.
     Sigmund Freud consideraba que la libido, la energía psíquica (que él entendía como primariamente sexual), discurría a través de dos fases claramente diferenciadas: la libido narcisista y la libido de objeto. La primera es la que caracteriza sobre todo al bebé, pero quedará como residuo regresivo en todas las personas que no consigan madurar emocionalmente, y en ella, dice Freud, “el yo no precisa del mundo exterior”. De esa forma, dice también el fundador del psicoanálisis, en las fases más primitivas de la psique, el yo, que está bajo el dominio del “principio del placer”, solo reconoce “los objetos que le son ofrecidos en tanto en cuanto constituyen fuentes de placer y se los introyecta, alejando, por otra parte, de sí aquello que en su propio interior constituye motivo de displacer”. La libido objetal es, por el contrario, la que es capaz de vincularse a la realidad exterior. Esta, si la hacemos equivalente a la “circunstancia” de Ortega, se nos aparece como resistencia, dificultad o contraste. Aceptar solo las cosas que nos procuraban placer nos mantuvo, durante aquellas primeras etapas de nuestra vida, en un orbe indiferenciado (el de la unión simbiótica con nuestra madre), en el que las fronteras entre el yo y el mundo no quedaban cabalmente determinadas, porque no existía la distancia para ello requerida entre lo que deseábamos y lo que la realidad externa (es decir, exclusivamente la madre por entonces) satisfacía. De esa forma narcisista de instalarse en el mundo derivaría el sentimiento megalomaníaco: el yo, un yo infantilizado y relacionado tan solo con la parte del mundo que se subordina a los propios deseos, y rechazando e ignorando la que le opone resistencia y dificultades, sufriría una inflación y derivaría hacia un patológico delirio de omnipotencia (el “yo soy Napoleón” o “la encarnación de la divinidad” del esquizofrénico), asociado a su vez al delirio paranoide o de persecución cuando irrumpe la parte de mundo que se rechaza, que no se adecua a los propios deseos.
     La fase de transición desde la libido narcisista hasta la libido objetal, es decir, el paso desde un ámbito en el que solo existe una realidad subordinada a nuestros deseos hasta otro en el que aparece lo que se nos resiste y nos frustra (los objetos), quedará delimitada por un sentimiento primigenio: el odio. Dice Freud que “el odio hace el objeto”, y que “el mundo externo, el objeto y lo odiado habrían sido al principio idénticos”. El mundo externo, filtrado a través de ese sentimiento de odio, es un mundo que quisiera verse destruido; la primera forma de relación con los objetos (con lo que no es una mera prolongación del incipiente yo) es la que empuja hacia su rechazo, hacia el deseo de que desaparezca (y aquí encajarían los delirios sobre el fin del mundo característicos también de la esquizofrenia). Podríamos decir que el mundo externo, para empezar, solo viene a estorbar. Llegar a reconocer, a aceptar la existencia de los objetos, es decir, de lo que se nos opone y resiste, habrá de ser posible solamente a la vez que la personalidad se haga capaz de desarrollar la tolerancia a la frustración; pero antes, insistamos en ello, la primera reacción, la que sirve de puente entre la mera negación de la realidad frustrante y su aceptación, es el sentimiento de odio, que el bebé pone en marcha como reacción frente a lo que considera peligro de ser aniquilado por ese mundo que siente que se le opone y le amenaza.

     Mientras tanto, si la libido acaba finalmente enfocándose hacia los objetos, si el sujeto acata el “principio de realidad” y acepta el mandato que nos impone aquella ley que Ortega cifraba al decir que “se vive de dentro a fuera” (desde la libido narcisista a la libido objetal, diría Freud), ello significa que esa persona ha madurado emocionalmente, es decir se ha vuelto capaz de aceptar la realidad, a pesar de que ello suponga emplear un esfuerzo y una tolerancia a la frustración que habrán de ser el contrapunto de esa realidad que nunca se adecua suficientemente a nuestros deseos.
     Si dejamos a un lado el lenguaje técnico del psicoanálisis y tratamos de formular estas ideas en otro lenguaje más directamente experiencial, podríamos decir que, en nuestra relación con la realidad, el sentimiento que más interviene es el de decepción o frustración, porque nunca la realidad estará a la altura de nuestros deseos. Una persona madura no es aquella que solo está dispuesta a relacionarse con la realidad (finalmente utópica) que se subordina a sus deseos, sino la que sabe sobrellevar sin demasiados aspavientos esa decepción acumulativa en que, en gran medida, consiste la vida; estaríamos hablando, pues, de aquello que los psicólogos denominan “tolerancia a la frustración”, y que sería la actitud que serviría de frontera respecto de las personas emocionalmente inmaduras. La realidad nunca llegará a ser el cabal correlato de nuestras pretensiones y hay que aprender a aceptarlo (sin llegar a renunciar, claro está, al intento de procurar que esa realidad se aproxime, pese a todo, a nuestros deseos en alguna medida). La persona emocionalmente inmadura, sin embargo, se rebela intempestivamente contra la decepción, busca culpables, añadir a su frustración una causa exterior. El resultado es el odio, un odio o resentimiento a la busca de destinatarios. Y ese sentimiento así surgido, cuando menos, ofusca la mente, y en personas que en algún otro ámbito de desenvolvimiento pueden demostrar ser inteligentes, en estos en los que intervienen las emociones inmaduras puede llegar a contaminar y distorsionar gravemente los juicios.
     La intolerancia a la frustración es característica, pues, de muchas personalidades que podríamos incluir en mayor o menor grado en el ámbito de la psicopatología, y que manifiestan una serie de rasgos con los que fácilmente podríamos construir una tipología psicológica suficientemente definida. Los rasgos de ese personalidad-tipo serían congruentes con los que podríamos deducir de los mecanismos mentales que hemos ido analizando. Hablaríamos, pues, de sujetos que dividen drásticamente a los demás en dos bandos: los que están conmigo y los que están contra mí, y que a estos últimos les dedican un odio o animadversión furibundos; personalidades paranoides, litigantes, impacientes, que tienden fácilmente a la exasperación y a hacer juicios contundentes y sin matices (a menudo contrarios a la evidencia), que son inadaptables, que difícilmente acaban de encontrar acomodo o satisfacción en el mundo que les ha tocado en suerte, y son asimismo manifiesta o latentemente propensas a la violencia.
     Y bien: es de este tipo de sujetos de los que precisamente se nutren las ideologías extremistas y las que más llegan a distorsionar la convivencia. Estas ideologías vienen a servir de coartada y disfraz para aquellos rasgos de carácter que alimentan esa gama de patologías que hemos incluido en el epígrafe general de intolerancia a la frustración. Son los propios de personas acostumbradas a negar la realidad o a combatirla por sistema, y a ir persistentemente en busca de contrincantes sobre los que volcar su animadversión. Estos eventuales contrincantes, filtrados por la ideología, pueden convertirse en el “enemigo de clase”, el “enemigo de la nación” o el “enemigo racial”, pero el sustrato de esa enemistad no hay que buscarlo en los argumentos más o menos coyunturales que proporciona la ideología, sino, tal y como hemos ido viendo, en una emotividad patológica.
     Podríamos fácilmente ampliar el ámbito de nuestra descripción recurriendo a quienes han sabido valorar con perspicacia algunas de esas concretas ideologías (que, por otro lado, pueden llegar a seducir también a personas normales). Por ejemplo, Henry Hazlitt (1894-1993), que fue un filósofo y economista liberal estadounidense, periodista del The Wall Street Journal, el New York Times, Newsweek y The American Mercury, entre otras publicaciones, y que da una definición del marxismo que encaja perfectamente con los presupuestos que hemos ido estableciendo. Decía: “Todo el evangelio de Karl Marx puede resumirse en una frase: Odia a quien esté mejor que tú. Bajo ninguna circunstancia admitas que su éxito puede deberse a su propio esfuerzo, a la contribución productiva que ha hecho a la vida de otros. Atribuye siempre su éxito a la explotación, al fraude o el robo más o menos abierto a otros. Nunca admitas que tu propio fracaso puede deberse a tu propia debilidad, o que el fracaso de cualquier otro puede deberse a sus propios defectos, como pereza, incompetencia, falta de inteligencia o falta de previsión”. Valoración esta que podría servir de marco a las que hicieron precisamente los adalides de tales ideologías; por ejemplo, la de Lenin cuando dijo: “La muerte de un enemigo de clase es el más alto acto de humanidad posible en una sociedad dividida en clases”. O la del Ché Guevara: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”. Tales personajes han encontrado fieles seguidores que nos resultan más inmediatos, como Pablo Iglesias, que el 21 de marzo de 2015 en una conferencia recogida en Youtube decía: "El enemigo solo entiende el lenguaje de la fuerza".
     Y abriendo el abanico de las ideologías que sirven de coartada a este tipo de perversiones del carácter, añadiremos alguna cita de próceres del nacionalismo que podríamos incluir dentro de una lista fácilmente ampliable. Caben aquí, por ejemplo, las siguientes palabras que Prat de la Riba, el fundador del nacionalismo catalán, incluyó en su libro “La nacionalitat catalana” para describir el modo en que se realizó el proselitismo nacionalista de la primera hora: "Debía acabar de una vez esta monstruosa bifurcación de nuestra alma, debíamos saber que éramos catalanes y sólo catalanes (…) Esta obra, esta segunda fase del proceso de nacionalización catalana (no iba a hacerla) el amor, como la primera, sino el odio". En el mismo libro se incluye esta otra cita: “Rebajamos y menospreciamos todo lo castellano, a tuertas y derechas, sin medida”. Por su parte, Joan Estelrich (1896-1958), intelectual catalán, no precisamente de los más extremistas, arengaba de esta manera en sus escritos: “Catalán, por mucho que te cueste, algún día tendrás que ser insensible, duro y vengativo. Si no sientes la venganza —la venganza depurada del odio, que restablezca el equilibrio roto—, si no sientes la misión de castigar, estás perdido para siempre. No lo olvides —confían en tu falta de memoria—. No te enternezcas —confían en tu sentimentalismo fácil—. No te apiades —confían en tu compasión ellos, los verdugos”.
     Así pues, este tipo de ideologías no se sustenta finalmente tanto en argumentos, como en emociones. Emociones que son las propias de personalidades que no han tenido un desarrollo cabal. Difícilmente, por tanto, los argumentos y la razón serán armas suficientes para conseguir derrotar a tales ideologías y a las políticas subsiguientes… aunque es probable que sean las únicas que tenemos a mano.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Por qué los grandes hombres empiezan por ser los más insignificantes

Resumen: en la vida de los grandes hombres suele ser evidente la aparición de un punto de inflexión a partir del cual se produce una transformación en su personalidad.
     La vida es un recurso que ponemos en marcha para conseguir contrarrestar nuestra primaria sensación de vulnerabilidad, insignificancia, y extrañamiento. El peligro, especialmente en las primeras etapas de esa vida nuestra, nos acecha y estamos permanentemente a punto de sentirnos abandonados, solos e inermes. Pero esa debilidad, ese sentimiento de soledad a flor de piel es, sin embargo, la palanca a partir de la cual, en un movimiento compensatorio, levantamos poco a poco nuestra fortaleza, nuestros logros, nuestro sitio en la sociedad y, en fin, alcanzamos a dar un sentido a nuestra vida. Y resulta significativo el hecho de que, como ha quedado de manifiesto en anteriores artículos de este blog, las personas que más altura alcanzan en la consecución de esos logros vitales hayan llegado a ello precisamente levantándose desde un estrato aún más bajo que el de la mayoría; que, en definitiva, hayan sufrido de un plus de soledad, sentimiento de insuficiencia, incluso carencias psíquicas o físicas que, para ser compensados, han necesitado de un sobreesfuerzo que acaba situándolas por encima de otras cuya vida ha transcurrido con menores dificultades y obstáculos que vencer. Algo de todo esto vislumbraba Ortega cuando decía: “El hombre es afán de ser –afán en absoluto de ser, de subsistir– y afán de ser tal, de realizar nuestro individualísimo yo (…) Pero sólo puede sentir afán de ser quien no está seguro de ser, quien siente constantemente problemático si será o no en el momento que viene, y si será tal o cual, de este o del otro modo. De suerte que nuestra vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo tiempo, en su raíz, radical inseguridad”.
     En su trayecto vital, las personas que han llegado a ser sobresalientes atraviesan puntos de inflexión a partir de los cuales se produce una transformación que señala un antes y un después entre su menesterosa condición de partida y su adquirida fortaleza compensadora. Son momentos, esos que marcan la vida de estas personas, que vienen a significar algo así como una conversión que, efectivamente, lleva a menudo a tomar distancia respecto de las cosas vulgares, las que se refieren a la vida que hasta entonces había sido cotidiana, y que queda reducida a ser mero soporte de apariencias, no de la realidad sustancial, renovada y renovadora que ahora aparece. Ocurre, pues, algo semejante a lo que le acontecía a quien salía de la caverna de Platón, dejando atrás el mundo aparente, para asomarse a un mundo de luz y de esencias eternas.
 
     No siempre esa conversión y distanciamiento del mundo aparente es tan súbita y tajante como la que supuso la caída del caballo de San Pablo, y que a él le llevó desde entonces a hacer afirmaciones cuando menos impactantes, como la siguiente: “Si mediante el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis” (Carta a los Romanos, cap. 8, vers. 13). Siendo el cuerpo, pues, para San Pablo, la residencia de lo aparente e insustancial, y el Espíritu el receptáculo de lo que permite trascender de las insuficiencias del cuerpo.
     Súbita también, en algún sentido, fue la transformación que sufrió San Agustín, el cual se había mantenido volcado sobre “los placeres del mundo” hasta que tuvo su particular experiencia de conversión en un momento de máxima tribulación, en el que, mientras paseaba por el jardín de su residencia de Milán, oyó a un niño que estaba en una casa vecina decir una y otra vez: “Tolle lege” (toma y lee). Interpretó aquello como un mandato divino (o, lo que vendría a ser lo mismo, un mensaje que le emitía su doble incipiente, la parte movilizadora de sí), y abriendo al azar una Biblia que tenía en las manos, leyó lo primero que apareció ante sus ojos, precisamente un párrafo de la Carta a los Romanos de San Pablo, en el que se decía: "Nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias". (Carta a los Romanos, 13, 13-14). Palabras que le pareció a Agustín que estaban precisamente aludiéndole a él y a lo que había sido su vida hasta entonces. A partir de aquello, se transformó, se alejó de este mundo de apariencias y pasó a decir cosas parecidas a las de San Pablo: “Despreciando las cosas terrenas y humanas, debemos desear y amar (las) divinas”. Pensar pasó a significar para él gravitar no hacia los objetos mundanos, a los que hacía depositarios de la vida falta de sentido que había llevado, sino hacia la Verdad “que habita en lo interior”. En esa profundidad interior donde mora la Verdad (es decir, la Unidad o, dicho de otra forma, la Bondad, la Belleza, la Justicia…), está también Dios, que es la reunión de todas esas Ideas, lo cual resulta imposible encontrar en el mundo real, el que está al alcance de los ojos y que nos aboca hacia el absurdo, la desazón, la inseguridad y el miedo.
     En el inicio de sus “Meditaciones metafísicas”, Descartes da cuenta también, con sutileza, de ese momento crítico en el que acontece el cambio vital que ayuda a sobreponerse a un mundo que da pábulo a nuestra inseguridad y a la carencia de sentido de la vida. Dice allí: “Hace ya algún tiempo que me he dado cuenta de que, desde mis primeros años, había recibido como verdaderas gran cantidad de opiniones falsas, y que lo que yo había fundamentado sobre principios tan poco firmes no podía ser más que dudoso e incierto; de manera que se me hizo ineludible emprender por una vez en mi vida la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, para comenzar de nuevo desde los fundamentos si quería establecer algo firme y constante en las ciencias”. En suma, Descartes, como San Agustín, fiaba a su propio yo, a su intimidad, la tarea de descubrir la verdad, que comprendió que estaba oculta tras un velo de convencionalismos, de opiniones venidas de fuera. Debía, por tanto, pensar por sí mismo. Su “Tratado sobre las pasiones del alma” se abre también de esta manera: “(Las pasiones) sintiéndolas cada cual en sí mismo, no es menester recurrir a ninguna observación ajena para descubrir su naturaleza; lo que los antiguos han enseñado de ellas es tan poco, y tan poco creíble en general, que solo alejándome de los caminos seguidos por ellos puedo abrigar alguna esperanza de aproximarme a la verdad. Por esta razón me veré obligado a escribir aquí como si se tratara de una materia que nadie, antes que yo, hubiera tocado”. Solo es posible, pues, la claridad cuando se piensa desde sí mismo, no cuando uno recibe pasiva o mecánicamente los pensamientos ajenos, en la medida en que estos no brotan de la presión ejercida por el sentimiento de insignificancia y la angustia propios, y son estos sentimientos, precisamente, los que resulta necesario primero aceptar y luego contrarrestar para que, al sobreponerse a ellos, la vida adquiera sentido.
     Baruch de Spinoza (1632-1677), al principio también de su “Tratado sobre la reforma del entendimiento y de la mejor vía a seguir para llegar al conocimiento verdadero de las cosas, refiere asimismo un momento crítico que determinó una nueva dirección en su trayectoria filosófica y vital: “Veía –dice al relatarlo– que estaba expuesto a un peligro extremo, y obligado a buscar, con todas mis fuerzas, un remedio, aunque fuera inseguro, como el enfermo grave que, cuando prevé una muerte segura si no recurre a algún remedio, se ve impelido a buscarlo con todas sus fuerzas, por incierto que sea, pues constituye toda su esperanza. Ahora bien, las cosas que el vulgo persigue no solo no ofrecen ningún remedio para la conservación de nuestro ser, sino que la impiden y son, a menudo, causa de la ruina de los que las poseen y siempre causa de muerte de los poseídos por ellas”. Y buscó la manera de sobreponerse al mundo ordinario y vulgar, aquel que sirve de residencia a nuestras angustias e inseguridades y que es preciso dejar atrás para encontrar un fundamento cabal a la existencia. Sigue diciendo más adelante: “Un solo punto era claro: mientras mi espíritu estaba entregado a tales meditaciones, se apartaba de las cosas perecederas y seriamente pensaba en la institución de una vida nueva”. Y poco antes: “La experiencia me enseñó que cuanto ocurre frecuentemente en la vida ordinaria es vano y fútil; veía que todo lo que para mí era causa u objeto de temor no contenía en sí nada bueno ni malo, fuera del efecto que excitaba en mi alma: resolví finalmente investigar si no habría algo que fuera un bien verdadero posible de alcanzar y el único capaz de afectar el alma una vez rechazadas todas las demás cosas; un bien cuyo descubrimiento y posesión tuvieran por resultado una eternidad de goce continuo y soberano”. A partir de entonces, Spinoza relegó, pues, su atención hacia lo finito y temporal (es decir, hacia la vulgar realidad de cada día) y marchó en busca de lo infinito e intemporal, pues “el amor hacia una cosa eterna e infinita alimenta el alma con una alegría pura y exenta de toda tristeza; bien grandemente deseable y que merece ser buscado con todas nuestras fuerzas”.
     Dentro de ese contexto de experiencias vitales que determinan este tipo de transformaciones sustanciales en la vida de personajes sobresalientes, podemos entender lo que le ocurrió a uno de los más grandes que dio el siglo XX, el genial psiquiatra Carl Gustav Jung, que cuenta en sus Memorias cómo aquel punto de inflexión transformador quedó en él señalado por la lectura de los libros de Immanuel Kant, lo que transformó profundamente su actitud hacia el mundo y hacia la vida. Dice precisamente: “Mientras que antes había sido retraído, tímido, desconfiado, pálido, delgado y aparentemente de salud inestable, ahora comencé a mostrar un tremendo apetito en todos los frentes. Sabía lo que quería y me lancé tras ello. Me hice asimismo más accesible y comunicativo a ojos vistas”. También el filósofo Fichte, curiosamente, encontró en la lectura de la “Crítica de la razón práctica” de Kant un estímulo vitalizador. Cuenta que el libro llenó su corazón y su espíritu, y fortaleció su mente. “Aquellos fueron los mejores días de mi vida”, dice al referirse a los que ocupó con tal lectura.
     De forma semejante, Nietzsche había encontrado su punto de inflexión vital cuando leyó “El mundo como voluntad y representación”, de Schopenhauer. Nietzsche estaba entonces, según su propia descripción, como suspendido en el aire, sin principios, ni esperanzas, ni gratos recuerdos. Un buen día, cayó en sus manos el libro de Schopenhauer, que encontró en una librería de ocasión. Entonces, y de manera semejante a como San Agustín escuchó aquel “tolle lege”, describe lo que le pasó: “No sé qué daimon me susurró: ‘Llévate este libro a casa’… Me eché en un extremo del sofá con el tesoro recién adquirido y me dispuse a recibir los efectos de aquel vigoroso genio del pesimismo. Todas sus líneas pregonaban la renuncia, la negación, la resignación, allí vi un espejo en el que contemplé el mundo, la vida y mi propia naturaleza terriblemente agrandados. Allí vi la clarificadora mirada del arte, completamente indiferente, allí vi la enfermedad y la salud, el exilio y el refugio, el cielo y el infierno”.
     Vamos comprobando, pues, aquello que decía María Zambrano (“Hacia un saber sobre el alma”): “Un filósofo es el hombre en quien la intimidad se eleva a categoría racional; sus conflictos sentimentales, su encuentro con el mundo, se resuelve, se transforma en teoría. Es el hombre que logra cristalizar su angustia en el diamante puro, geométrico, transparente, el que resuelve sus pasiones ‘more geométrico’. La biografía de un filósofo es su sistema”. El filósofo, y los hombres sobresalientes en general, elevan su filosofía o su vida, a partir de cierto momento crítico, a una altura que eventualmente les permite sobreponerse a un mundo, a una realidad que han sentido, no ya como ajena o insuficiente, sino, aún más, como hostil, amedrentadora y absurda. Su filosofía o su idea religiosa les lleva a estos hombres desde lo contingente, dudoso, azaroso, fútil, inestable, inseguro… hasta conseguir instalarse en un nuevo orbe en el que pasa a predominar lo sustancial, firme, permanente, ordenado, previsible, sujeto a leyes… Y cuando no lo consigue, o quedan parcelas de su vida atrapadas en aquel otro reino de inseguridades, se filtran a través de ellas patologías que estaban al acecho.
     Dejaremos atrás los ejemplos e iremos ya en busca de las inferencias que creemos pertinentes: el pensamiento brillante, e incluso las biografías sobresalientes, son, al menos muy a menudo, la otra cara que presentan personalidades que evolucionan bajo el acoso de una neurosis o un trastorno de personalidad que transpira o rezuma por las costuras de aquellos elevados logros, y de lo cual, como ya se ha dicho, hemos ido poniendo diferentes ejemplos en artículos anteriores. Jung valora todo ello de una forma que también empuja a deducir que no todo el mundo vale para llevar adelante una vida tan singular como la referida en nuestros ejemplos de hoy o de ocasiones anteriores: “Hay capas enteras de la población –dice– en las cuales, pese a su inconsciencia notoria, no se produce la neurosis. Los pocos que sufren este destino son propiamente gente ‘superior’ que empero, por cualquier causa, han permanecido mucho tiempo en un estadio primitivo. A la larga, su naturaleza no pudo soportar el estancamiento en esa condición apagada, contranatural para ellos; a causa de la estrechez de su conciencia y de su restricción existencial, dejaron sin gastar una energía que, acumulándose en el inconsciente, acabó por estallar en la forma de una neurosis más o menos aguda”. La misma energía, sin embargo, que, paradójicamente, y cuando consigue ser reconducida, alimenta sus logros.

domingo, 29 de octubre de 2017

Descartes: cómo la vida lleva hasta la filosofía

Resumen: la vida de Descartes es un ejemplo más de cómo la inseguridad básica, el sentimiento de vulnerabilidad que nos acompaña desde nuestros inicios como habitantes de este mundo, constituyen la piedra angular sobre la que después se edificará nuestra personalidad y nuestra manera de mirar el mundo.
    
     Tal y como uno es, así es el mundo que percibe. No necesariamente quiere eso decir que el mundo en sí sea un resultado de la forma en que se mira, la consecuencia, pues, de un delirio. Más a menudo parece ser que de lo que se trata es de que el mundo, el mundo en sí, es poliédrico, y llegamos a percibirlo a través de los anteojos de nuestras predisposiciones, que encogen el campo de lo percibido hasta el punto de que solo llegamos a comprender la porción de mundo que encaja en la hornacina de nuestra forma de mirar.
     El mundo que percibió y llegó a comprender René Descartes (1596-1650) era real (sin perjuicio de que otros, incluso contrapuestos, lo sean también). Tan real que nuestra civilización ha ido discurriendo en gran medida por el cauce que él abrió con su forma de mirar. Pero sorprende la manera en que esa perspectiva suya quedó determinada por las circunstancias que fueron conformando su vida ya desde su más tierna infancia, de modo que casi parecería que su filosofía no es sino su vida narrada en lenguaje cifrado. Veámoslo.

     Descartes perdió a su madre unos trece meses después de nacer, al poco de que ella diera a luz a una hermana suya que tampoco sobrevivió. La conmoción que supuso la ausencia de su madre quedó acentuada con el distanciamiento físico y emocional de su padre, que, por ser consejero del Parlamento de Bretaña, tenía que asistir a períodos de sesiones de tres o cuatro meses cada año, dejando a la familia en casa, en La Haya. Precisamente, cuando nació Descartes y cuando murieron su madre y su hermana recién nacida, el padre estaba ausente. A partir de que el futuro filósofo cumpliera cuatro años, las ausencias del padre se alargaron hasta seis meses, incluso el año entero. También por entonces este se casó en segundas nupcias. En realidad, Descartes se crio con su abuela, que murió cuando él tenía catorce años, aunque por entonces ya llevaba tres o cuatro viviendo en un pensionado. Cuando, ya mayor, Descartes había publicado algún libro, su padre manifestó su descontento porque su hijo se dedicara a tales “majaderías”, lo que confirma la distancia afectiva que hubo entre padre e hijo. Por lo que se refiere a un hermano y una hermana que tenía, también Descartes vivió distanciado de ellos. “La mayor aflicción de su vida”, según sus palabras, sin embargo, la sufrió por la muerte, tras una rápida enfermedad, de una hija suya de cinco años, Francine, que tuvo con una sirvienta suya a la que esta vez era él quien no quería sentirse emocionalmente unido.
     Estos angostos cauces por los que discurrió su vida emocional es muy probable que, en buena medida al menos, fueran la causa de su carácter enfermizo y su fragilidad, que hasta los trece años fueron extremos. Y la inseguridad afectiva que todos aquellos infortunios provocaban fueron asimismo causa suficiente de que tomara una determinación: si quería alcanzar la satisfacción en la vida debería para ello depender exclusivamente de sí mismo. Este encastillamiento afectivo encontró, por lo demás, una vía de evolución intelectual a partir de su internamiento en el Collège de la Flèche, gestionado por los jesuitas, donde permaneció entre los diez y los dieciocho o diecinueve años, y en el cual el director, debido a su delicada salud, le permitía permanecer largo rato en la cama durante las mañanas, tiempo que Descartes aprovechaba para llevar a cabo largas meditaciones a caballo entre el sueño y la vigilia, hábito mental que conservó durante toda su vida.
     Aquella inseguridad básica a la que le habían llevado sus circunstancias vitales serviría, precisamente, de materia prima para su presupuesto filosófico fundamental: la duda metódica. De todo era preciso dudar, decía, puesto que nada servía de apoyo firme y confiable (y en él la ausencia de padres lo hacía resultar evidente); para empezar, a la hora de buscar establecerse en la vida, y para continuar, esa duda había de emplearse también a la hora de abordar el conocimiento de las cosas. Y aquella determinación suya de depender exclusivamente de sí mismo cuando se trataba de buscar un punto donde apoyarse para responder a las dudas y a los embates de la vida, encontró asimismo una proyección filosófica en su famoso cogito: la única garantía de seguridad reside en uno mismo, en lo que el propio pensamiento, sin ningún otro condicionante, es capaz de decirnos.
     La noche del 10 de noviembre de 1619 Descartes tuvo tres sueños que dice que le cambiaron la vida. En el primero de esos sueños se encontraba a sí mismo paseando por las calles; entonces sintió una gran debilidad en su lado derecho que le hizo caminar torpemente y tener la sensación de que iba a caer a cada paso, así que trató de enderezarse. Sin embargo, un violento viento, en una especie de remolino, le hizo dar tres o cuatro vueltas sobre su pie izquierdo. Decidió entonces prestar atención al camino y a cada paso por separado. Se trataba de un sueño que daba a dos vertientes: por un lado, a su actitud ante la vida. Dice de sí, en este sentido, en el “Discurso del método”: “Y siempre sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida”. Y más adelante: “Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los caminantes que, extraviados en algún bosque, no deben andar errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo, pues de este modo, si no llegan precisamente a donde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque”. Así pues, dejaba en evidencia su necesidad de contrarrestar sus fuentes de duda y de inseguridad, las que se asemejaban a esa circunstancia de andar perdido en un bosque. ¿Y cómo contrarrestarlas? Aquí su sueño le daba también pautas para llegar a conseguirlo: atender al camino dando cada paso por separado. Lo cual tuvo traducción, asimismo -y aquí está la otra vertiente a la que daba su sueño-, al lenguaje de su filosofía, cuando propuso el método deductivo como fórmula para acceder al conocimiento. Según este método, pareciera que extraído de su sueño, cuando se aborda alguna cuestión compleja que no puede ser evidente por sí misma, lo que procede es desmenuzarla, analizarla, hasta que quede descompuesta en sus elementos más simples y que, en cuanto tales, lleguen a resultar evidentes. Una vez hecho esto, se procede a realizar la síntesis, que consiste en recomponer ordenadamente la totalidad compleja, avanzando de elemento simple en elemento simple, de evidencia en evidencia. El todo resulta así de la suma de las partes… y nada más que de esa suma.
     Un método, pues, que su sueño le había revelado en clave simbólica: prestar atención a cada paso por separado. No solo el sueño sirve de alusión extra-filosófica a su método, sino que, como dice en la tercera de sus Meditaciones metafísicas: “Todo el tiempo de mi vida puede ser dividido en una infinidad de partes, cada una de las cuales no depende de ninguna manera de las demás; y por ello, del hecho de que un poco antes yo haya sido, no se sigue que deba ser ahora, a no ser que en este momento alguna causa me produzca y me cree, por así decirlo, de nuevo, es decir, me conserve”. No existe, pues, propiamente el todo, solo las partes, cada una de las cuales no depende de las demás, de la misma forma que en su vida tampoco había habido una continuidad entre sus partes que les sirviera de nexo, una posible narración que permitiera establecer una identidad en su personalidad por encima de cada concreta situación. Faltaba la confianza necesaria para asentarse en la idea de que existir en un momento determinado permite suponer que va a seguir siendo así después. Otra causa, independiente de la que produjo el momento anterior, habrá de sobrevenir produciendo el momento siguiente para que sea posible la sensación de que se conserva el propio ser, de que uno, efectivamente, existe. Uno construye su ser paso a paso; o más bien, no existe propiamente el ser, solo cada parte, igual que el cuerpo, como establecerá el mecanicismo cartesiano, está hecho de partes u órganos independientes (presupuesto, por otro lado, que ha servido de base al modelo que actualmente, en su acusada especialización, sigue la medicina). La inseguridad personal, pues, que había sido tan persistente a lo largo de la vida de Descartes quedaba así transformada en instrumento filosófico a la hora de construirse una perspectiva desde la que abordar el conocimiento de las cosas.
     Esa inseguridad quedaba referida en Descartes, ante todo, a su entorno social. Además de la que apuntaba a la ausencia de sus padres, llegaba a ampliarse hasta incluir en ella la que le provocaba su prójimo en general. Uno de sus biógrafos decía que “Descartes casi no admiraba ni nada ni a nadie”; se afirmaba asimismo en la idea de que a nadie debía nada. Estos modos de autoafirmación bien pueden ser entendidos como un mecanismo de defensa frente al sentimiento de abandono que en lo más profundo le invadía. Por eso, en lo que confiaba era en sus propias reflexiones. ¿Y cómo estar convencido de que uno mismo no se engaña sin saberlo? Al final, Descartes se remitía a Dios: el hecho de que la suma de los ángulos de un triángulo sea igual a la suma de dos ángulos rectos se debe a que Dios ha querido que así sea, y ha grabado esa ley natural en nuestras mentes. Nada del mundo garantiza que, aunque seamos y tengamos consistencia en un momento determinado, vayamos necesariamente a seguir siendo un momento después: “Del hecho de que seamos no se sigue que seamos un momento después”, dice concretamente Descartes. Así que, para no hundirse en el pesimismo y la depresión por ser tan inconsistentes, tuvo que echar mano de Dios: Él, que es quien nos produjo, que es la primera causa de que nosotros seamos, continúa produciéndonos, conservándonos. Si existimos y seguimos existiendo es porque Dios lo quiere, dado que el mundo y el resto de los congéneres no lo garantizan en absoluto. Desconfianza que dejaba de manifiesto cuando opinaba que una mujer hermosa, un buen libro y un perfecto predicador se contaban entre las cosas más difíciles de encontrar en este mundo. Nada de eso llegaba a equipararse en altura a la verdad.

miércoles, 18 de octubre de 2017

También Ícaro era catalán

     La felicidad completa no existe, claro. Pero podemos imaginar un continuo que vaya desde esas abstracciones que serían la extrema infelicidad hasta la completa felicidad y, descartando los márgenes de ese continuo que discurran en el campo de lo que no puede ser, podríamos ponernos de acuerdo en que la felicidad posible la conformarían dos ingredientes básicos: la adecuación de buena parte de nuestras expectativas a lo que la realidad acepta darnos y la incorporación del resto de nuestras expectativas a lo que una valoración sensata de nuestras posibilidades nos permitiera entender que la realidad nos dará en un futuro, de forma que sobre ello podamos construirnos un plan de vida estimulante y prometedor pero realista y adaptativo. Dicho de otra forma, la que hubiera preferido Aristóteles, la felicidad posible sobrevendría cuando el hombre encontrara su topos, su lugar en el mundo, ese ámbito en el que pudieran coexistir sin grandes dificultades el mundo interior que segrega nuestras expectativas y el mundo externo que fabrica nuestras limitaciones.
 
 
     La infelicidad, por el contrario, tendría entonces que ver con el hecho de que la vida transcurra fuera de su lugar, en u-topos, al margen de la realidad, proyectando, pues, esa vida de forma vana e infructuosa sobre lugares meramente ensoñados o delirados. Y no han sido pocas, o al menos minoritarias, las ideologías que, empujando a los hombres hacia interpretaciones delirantes de lo que hay, han llevado asimismo a malograr muchas vidas prometiendo destinos igualmente delirados, y que, al chocar con la realidad, han acabado una y otra vez conduciendo a catástrofes sociales. Entre esas ideologías, han destacado en nuestro tiempo el nazismo, el comunismo y los nacionalismos.
 
 
     Vivir en el ámbito etéreo que construyen los delirios ha de estar directamente relacionado con la incapacidad de aceptar y apreciar la realidad, de adaptarse suficientemente al topos que a uno le ha caído en suerte. En el caso de un nacionalista catalán, afirmarse en ese tipo de ensoñaciones es lo que, para empezar, le impide ver que vive en un lugar privilegiado, y que con los comportamientos que ponen en marcha sus planteamientos utópicos está desestabilizando una realidad que valdría la pena defender. Efectivamente, España es uno de los países del mundo en los que mejor se vive. Citaremos como muestra algunos ejemplos que corroborarían que esto es así:
     España resulta atractiva para ell resto del mundo: es el tercer país en número de turistas, después de Estados Unidos y Francia, y el primero en relación a su número de habitantes. Recibimos 73,5 millones de turistas en 2016, y este año esa cifra quedará aumentada... salvo que el parón catalán lo impida.
     Según una encuesta mundial realizada entre 26.000 altos directivos por HSBC (el tercer mayor banco del mundo por activos, con sede en Londres), España es el segundo país con mejor calidad de vida del mundo después de Nueva Zelanda. Asimismo, según otra encuesta realizada por Networking Service InterNations (ver_aquí), Madrid es la tercera mejor ciudad del mundo para vivir, detrás de Melbourne y Houston. Barcelona se sitúa en el puesto número once.
     España es, asimismo, el destino preferido de los estudiantes europeos a la hora de decidir dónde hacer el Erasmus (seguida de Alemania, Francia, Reino Unido e Italia), y lo viene siendo de forma ininterrumpida desde 2001. Entre los motivos de que así sea estarían, además de la buena relación entre coste y calidad de vida, el atractivo de nuestro sol, de nuestro mar, los paisajes, la historia, el arte, las buenas infraestructuras y el deseo de aprender el español, una lengua que hablan más de 500 millones de personas y es el segundo idioma de comunicación internacional.
     La esperanza de vida en España es de 82,8 años, solo por debajo de Japón, Suiza y Singapur.
     En cuanto a seguridad ciudadana, según datos de la OCDE, España es el séptimo país más seguro del mundo. Respecto de los países de la Unión Europea, solo estamos por debajo de Suiza. Nuestra tasa de homicidios es de 0,7 por cada cien mil habitantes y por año; la media del conjunto de los países es de 4,1. Según Turespaña, esta es la principal razón por la que los turistas deciden venir a nuestro país. Por desgracia, el aumento de la delincuencia correlaciona con la desestabilización social, eso en lo que en Cataluña parecen empeñarse muchos. Baste citar en este sentido que en Venezuela, país profundamente desestabilizado por causas políticas (y referente de los más radicales de entre los nacionalistas catalanes), la tasa de homicidios es de 91,8.
     Ícaro es un personaje de la mitología griega. Un soñador. Se narra en el mito cómo Ícaro estaba retenido en la isla de Creta por el rey de la isla, llamado Minos. Creta hacía por entonces las veces de la dura realidad, eso a lo que María Zambrano se refería cuando decía: “La circunstancia –esa rencorosa carcelera de nuestra libertad”. Ícaro decidió escapar de la isla, pero dado que Minos controlaba la tierra y el mar, fabricó unas alas para escapar por el aire, por ese mismo ámbito etéreo que vislumbramos cuando nos dedicamos a vagar por nuestros ensueños. Pero las plumas laterales de las alas estaban enlazadas con cera, y cuando levantó el vuelo la experiencia de la ingravidez le resultó tan gozosa que subió y subió… hasta que el calor del sol derritió la cera de las alas y, sumido en la perplejidad por no haberlo previsto, acabó sucumbiendo a la ley de la gravedad y estrellándose contra el mar. El utopismo, las ganas de echar a volar por encima de las circunstancias, es una tentación evidentemente peligrosa. La incapacidad de hacer encajar las propias expectativas vitales en la circunstancia que nos ha caído en suerte no solo es una fábrica de infelicidad para quien la sufre, sino un persistente modo de distorsionar la convivencia con quienes formamos parte de esa circunstancia. Y si, por si fuera poco, resulta que esa circunstancia es un ámbito privilegiado dentro de las posibles que oferta este mundo en el que vivimos, la tentación de eludirla, de echarse a volar por encima de ella con las frágiles alas que proporciona el ensueño, es, además de peligroso, estúpido. Como la de Ícaro, la aventura revolucionaria de los catalanistas no va a acabar bien.

martes, 3 de octubre de 2017

La revolución catalana: morder la mano que te da de comer

Resumen: Cataluña lleva siglos disfrutando de unos privilegios que han coadyuvado decisivamente a su actual riqueza. Esos privilegios, especialmente originados en los aranceles que protegían sus productos industriales, manteniendo así cautivo el mercado del resto de España, se han obtenido a costa del perjuicio de las demás regiones españolas. No es que España no les haya robado; es que les ha pagado en gran medida su riqueza.
     Cataluña está viviendo una situación revolucionaria. Una revolución tiene lugar cuando las leyes y las instituciones sobre las que se asentaba una sociedad dejan de estar vigentes y pasan a estarlo otras que desplazan y sustituyen a las que había. Las sociedades, para que lleguen a adquirir carta de naturaleza como tales, antes de que ello quede sancionado en las leyes y en las instituciones, necesitan compartir un sustrato cultural, social, económico, histórico y político que, sirviendo de argamasa unificadora, consolide un sentimiento de pertenencia compartido entre sus componentes. Mientras tanto, las revoluciones son, en sentido contrario, el resultado de la pérdida de vigencia de ese sustrato común en el que se basaba la existencia de la sociedad, al menos para una parte significativa de los integrantes de esa sociedad. De forma subsidiaria a la pérdida de ese sustrato, son las leyes y las instituciones lo que deja de ser acatado.
     Efectivamente, una gran parte de la sociedad catalana ha perdido la referencia de ese sustrato común que nos une a los españoles. Rechazan las instituciones y leyes del conjunto de España porque, antes que eso, han concluido que la argamasa cultural, social, económica, histórica y política que les hacía participar de la sociedad española era falsa o fraudulenta y consideran que no hay tal, sino que en todos esos ámbitos la sociedad catalana tiene un discurso propio e incompatible con su pertenencia a la nación española.
     Ante esta situación, caben en última instancia dos actitudes por parte del resto de los españoles, especialmente de sus autoridades, y que en su formulación más estricta serían estas: una, aceptar, de derecho o de hecho, ese discurso e ir cediendo ante las exigencias nacionalistas, que, por tanto, se consideran fundamentadas, poniendo así la proa hacia un proceso que, consecuentemente, solo acabará en el momento en el que se produzca la separación. Otra, considerar que el fraude y la falacia residen en los presupuestos y en los argumentos de los nacionalistas, y combatirlos no solo con la ley, que por supuesto, sino dando también la batalla ideológica, con el objeto de restaurar la vigencia de aquel sustrato común. Desgraciadamente, nuestros gobernantes llevan inclinados desde hace décadas hacia la primera opción: no dan la batalla ideológica porque, descontando unas leyes que acatan pero que consideran contingentes y reconvertibles en cualquier cosa, se han subsumido de hecho en el argumentario nacionalista.

     Entre los historiadores españoles que han sacado a la luz argumentos que con toda fortaleza contrarrestan los de los nacionalistas, el que probablemente lo ha hecho con más pericia e intensidad ha sido Jesús Laínz. Laínz tiene ya los suficientes libros publicados sobre estos temas, y sus muy documentados argumentos bastarían para que, si los políticos tuvieran la costumbre de leer algo más que el Marca, adquirieran el bagaje intelectual necesario para no solo vencer en la batalla dialéctica a los nacionalistas, sino para incluso dejar en evidencia que sus fundamentos ideológicos traspasan ampliamente la línea roja del esperpento. En el último libro de Laínz, "El privilegio catalán" (Ediciones Encuentro, 2017), están todos los argumentos necesarios para dar con ventaja la última batalla ideológica que los nacionalistas catalanes han planteado, la de la ofensiva del "España nos roba". En otros momentos, plantearon la batalla del “España nos invadió”, fundamentándola sobre todo en dos sucesos históricos de un modo que, si existiera algún pudor intelectual en los nacionalistas, o incluso algún sentido del ridículo, les habría hecho prudentemente enmudecer. Esos dos sucesos fueron la Guerra de Sucesión entre 1701 y 1714, que  ellos han reconvertido en Guerra de Secesión, y la Guerra Civil española de 1936-39, reconvertida de nuevo en guerra entre españoles y catalanes. Y es la versión esperpéntica la que desde hace décadas se estudia en los colegios de Cataluña. La otra batalla que persistentemente llegaron a plantear los nacionalistas fue la de “España nos somete a un genocidio lingüístico”. Pero en realidad, Cataluña es la única región del mundo que impide que la lengua oficial del país sea lengua vehicular en la enseñanza, en contra de las recomendaciones de instituciones como la Unión Europea, la Unesco o la Unicef, que promueven que la enseñanza se transmita en la lengua materna. En Cataluña, el español tiene consideración de lengua extranjera, y se multa a los comercios que rotulan en tal idioma. Insistamos: no existe un caso igual en todo el mundo.
     Centrémonos en la consigna más propagada desde hace un tiempo por parte de los nacionalistas y a la que más específicamente dedica su último libro Jesús Laínz: “España nos roba”, presupuesto que es aceptado de hecho por nuestros gobernantes, que, por tanto, solo proponen tratar de contrarrestar la insatisfacción que ello provoca en los partidarios de la secesión mitigando ese supuesto robo con constantes compensaciones económicas y privilegios, con lo cual no hacen sino incorporarse a la dialéctica nacionalista en vez de combatirla. Descontemos las etapas históricas (siglos XVI y XVII) que hicieron que el peso fiscal y de reclutamiento de soldados de las (cuestionables) políticas imperiales los sobrellevaran de manera descompensada los castellanos en relación a lo que aportaban los súbditos aragoneses, y que ni el Conde-duque de Olivares, a pesar de intentarlo, pudo corregir. Pasando directamente a la instauración de la dinastía borbónica en la persona del denostado por los nacionalistas Felipe V (que reinó en España entre 1700 y 1746), Laínz argumenta de manera documentada cómo el gran despegue económico de Cataluña tuvo lugar precisamente a partir de la toma de posesión del nuevo rey y de, por un lado, las medidas modernizadoras del estado que llevó a cabo; pero, por otro, además, concediendo privilegios a los catalanes en el comercio con América y a través del establecimiento de aranceles para los vinos, aguardientes, tejidos y productos industriales de otros países que competían, ante todo, con esos mismos productos catalanes. Políticas que mantuvieron Fernando VI, Carlos III y Carlos IV.
     El siglo XIX, tan nefasto para España en general, fue, sin embargo, el del gran despegue industrial del País Vasco y Cataluña, especialmente durante el último tercio del siglo. Pero para que esto fuera así, ambas regiones necesitaron de la política proteccionista de los gobiernos españoles –que se mantuvo ya desde Fernando VII y durante el Trienio Liberal, y se prolongó durante todo el siglo–, que aseguraban para sus productos la cautividad del mercado español y de los territorios de ultramar que aún quedaban bajo soberanía española. Lo cual se hizo a costa de perjudicar el comercio internacional y la industria de otras regiones (de manera significativa, los productos del agro valenciano), que quedaban sometidos a las restricciones con las que, en compensación por los aranceles impuestos por los gobiernos  españoles, gravaban al resto de los productos nacionales. Ya en 1837, Stendhal, a raíz de una visita que el escritor hizo a Barcelona, dejó escrito lo siguiente: “Es digno de mención que en Barcelona (…) quieren leyes justas, con la excepción de la ley de aduanas, que debe estar hecha a su antojo. Los catalanes exigen que (…) el español de Granada, Málaga o La Coruña no compre, por ejemplo, los tejidos de algodón ingleses, que son excelentes y cuestan un franco la vara, y se sirva de los tejidos catalanes, muy inferiores y que cuestan tres francos la vara”. Pero no solo se protegió la industria de estas regiones privilegiadas a través de los aranceles, sino también mediante subvenciones recibidas del Estado.
     Entre 1868 y 1878 tuvo lugar la primera de las guerras de independencia cubanas, que prendió por varios motivos: las quejas de los cubanos por la creciente tributación casi nunca empleada en asuntos locales, las limitadas libertades políticas y de prensa, las ansias de autogobierno de cierta cantidad de criollos y, de manera especialmente destacada, las trabas al comercio con otros países de la región, especialmente Estados Unidos, debido a las políticas proteccionistas que beneficiaban singularmente a la industria catalana, y que, en represalia, llevaron a Estados Unidos a incrementar los aranceles de los azúcares y tabacos cubanos. Fueron precisamente los catalanes los más exaltados defensores de la unidad de la patria, amenazada por los independentistas cubanos, y en el llamamiento que hizo la Diputación barcelonesa para animar al alistamiento de soldados que habrían de ir a combatir en Cuba, se destacó “la trascendencia (que tendría) la pérdida (de Cuba) para el sostenimiento de nuestro comercio, industria y agricultura”. El batallón de voluntarios catalanes fue el primero de España en embarcarse hacia Cuba en marzo de 1869. En meses posteriores se reclutarían otros dos batallones. Apenas lograda la independencia por parte de Cuba, los mismos medios e instituciones catalanes que se habían destacado por su defensa exaltada de España y su unidad, pasaron, sin embargo, en cuestión de semanas, si no de días, a promover el separatismo en Cataluña. No por casualidad los separatismos vasco y catalán comenzaron a desarrollarse en aquellos días.
     Desde 1817, el tráfico de esclavos estaba prohibido por el gobierno español. Sin embargo, durante décadas, esa norma tuvo una aplicación muy deficiente. En lo que sí repercutió fue en el hecho de que los precios de los esclavos se dispararan. Y esa fue la causa del fabuloso enriquecimiento de algunos indianos. Entre los principales traficantes y propietarios de esclavos se destacaron los de origen catalán; fue gracias al dinero que afluyó a Cataluña a causa el comercio esclavista por lo que se hizo posible buena parte del enriquecimiento urbano de Barcelona (el parque Güel, por ejemplo) y otras localidades catalanas. Muchos de los patriarcas de las actuales dinastías de la burguesía catalana que pusieron a Cataluña en la primera fila de la economía española emergieron de este comercio esclavista. Debido al antiabolicionismo de los españoles, centrado en buena parte en Cataluña, España fue la última potencia europea en acabar con la esclavitud.
     La política proteccionista de la que se beneficiaba principalmente la industria catalana prosiguió durante la Restauración, y quedó bien representada en el llamado “arancel Cambó”, que este dirigente nacionalista sacó adelante durante los ocho meses que fue ministro de Hacienda, en 1921-22. Este arancel sobrevivió hasta 1960. El proteccionismo se mantuvo durante la Dictadura de Primo de Rivera. Personalidades como Unamuno, Blasco Ibáñez, Ramón y Cajal o Valle Inclán alzaron su voz contra los privilegios que ello suponía sobre todo para la industria catalana, en detrimento de la de otras regiones.
     Respecto de la etapa franquista, se puede decir de ella que las regiones más favorecidas en su política económica por el régimen fueron precisamente Cataluña y el País Vasco. No solo porque fueron oriundos de estas dos regiones un gran número de personalidades del aparato franquista que así lo propiciaron, sino porque contaban ambas regiones con muchas ventajas de partida: estaban muy industrializadas y excelentemente ubicadas, con grandes puertos de mar, con fronteras de salida hacia Europa… No fue, por tanto, casualidad que las primeras autopistas que hubo en España se construyeron para dar a estas regiones una salida a Francia. En 1975, final del régimen franquista, Cataluña, con el 6,3 % del territorio nacional, contaba con el 45,5% de los kilómetros de autopista. En cuanto a los ferrocarriles, en esa misma fecha, Cataluña contaba con 268.500 millones de pesetas de stock ferroviario frente a los 172.100 de Madrid, su inmediata seguidora. Asimismo, Cataluña y el País Vasco fueron especialmente favorecidas por la intervención gubernamental con grandes inversiones en su promoción industrial, en detrimento de otras regiones, que vieron cómo se seguían aumentando sus diferencias respecto de aquellas. Recuérdese, por ejemplo, en el caso de Cataluña, cómo el Instituto Nacional de Industria situó en Barcelona la SEAT, que, con 25.000 empleados, suponía la mayor concentración obrera de España. O la Empresa Nacional de Autocamiones (ENASA), fabricante de los vehículos Pegaso. O diversas centrales nucleares. O la Empresa Nacional de Petróleo de Tarragona. Durante el régimen franquista, Cataluña estuvo a la cabeza de España en renta per cápita, puesto que ha perdido frente a Madrid, País Vasco y Navarra durante las décadas de predominio nacionalista.
     Y en la etapa democrática hay que contabilizar el hecho de que la Constitución y el Estado de las Autonomías fueron, en buena medida, el resultado del intento de satisfacer a los nacionalistas, y que estos han recibido numerosas prebendas al ser favorecidos por la Ley Electoral, que ha llevado a constantes pactos de legislatura del PP y el PSOE con ellos, siempre a cambio de más y más privilegios, que, entre otras cosas, han conducido en ellas a la marginación y denigración de todo lo que significa España, desde su lengua a su régimen político y sus leyes.
     Ahora ha llegado el momento de decir que la Constitución, el régimen jurídico-político y la misma España, que tanto les han favorecido a estos nacionalistas a lo largo del tiempo, ya no sirven, y que hay que levantarse virulentamente contra ellos, exigiendo, además, que el resto de los españoles asistamos a su rebelión sin rechistar. El último argumento a exhibir, como ya hemos dicho, es el inscrito en el lema o mantra “España nos roba”. Como todos los nacionalismos, el de los catalanes también se levanta contra España considerándose, por razones históricas, acreedor respecto de ella. Sin embargo, el economista catalán, coordinador de la edición del libro “Cataluña en España. Historia y mito” (Ed. Gadir, Madrid, 2016), calcula que el sobrecoste pagado por todos los ciudadanos españoles por la protección arancelaria a la industria algodonera catalana (obligando a esos españoles a comprar, en un mercado cautivo, productos catalanes más caros y peores que los que hubieran llegado aquí si en el mercado hubiera regido el libre cambio) ascendería, solo en el siglo XIX y utilizando las cifras más bajas, a 510.720 millones de euros actuales. No se contabiliza en esa cifra todo lo que el resto de las regiones españolas dejó de ingresar al no poder exportar sus productos, gravados en represalia en los eventuales países importadores con aranceles correlativos a los aquí levantados en favor de la industria catalana. Tampoco se cuentan las subvenciones e inversiones que los gobiernos españoles han realizado durante siglos en Cataluña. Ni los agravios (¿cómo contabilizarlos?) que el resto de los españoles hemos recibido de los nacionalistas, a menudo en forma de muertos, por no someternos a sus dictados. Esta deuda histórica de, en el caso que nos ocupa, Cataluña con el resto de España a nadie se le ha ocurrido ni se le ocurrirá jamás reclamarla.
     Y sin embargo, nuestros actuales gobernantes han aceptado incorporarse al relato nacionalista: España les roba, admiten de hecho; y no encuentran otro modo de tratar con el separatismo que no sea intentar amortiguar ese supuesto robo con más y más concesiones. Hoy mismo, después de la rebelión abierta y de la inminente declaración de independencia por parte de los dirigentes políticos de la Autonomía catalana, sumidos como están nuestros dirigentes nacionales en el discurso de los separatistas, aún tratan de no romper con ellos los puentes de diálogo y de buen rollo, imposibles en realidad, de manera que, en vez de hacer cumplir la ley, toleran hasta el absurdo el conjunto de los actos de los independentistas que están configurando un flagrante golpe de estado. De este modo, esos dirigentes nacionales, con Rajoy a la cabeza, pero aún más Pedro Sánchez y los suyos, resultan ser parte del problema y un obstáculo para la solución. Solución que, en plena orfandad política, los españoles apenas podemos vislumbrar hoy todavía que llegue por alguna parte.