miércoles, 18 de octubre de 2017

También Ícaro era catalán

     La felicidad completa no existe, claro. Pero podemos imaginar un continuo que vaya desde esas abstracciones que serían la extrema infelicidad hasta la completa felicidad y, descartando los márgenes de ese continuo que discurran en el campo de lo que no puede ser, podríamos ponernos de acuerdo en que la felicidad posible la conformarían dos ingredientes básicos: la adecuación de buena parte de nuestras expectativas a lo que la realidad acepta darnos y la incorporación del resto de nuestras expectativas a lo que una valoración sensata de nuestras posibilidades nos permitiera entender que la realidad nos dará en un futuro, de forma que sobre ello podamos construirnos un plan de vida estimulante y prometedor pero realista y adaptativo. Dicho de otra forma, la que hubiera preferido Aristóteles, la felicidad posible sobrevendría cuando el hombre encontrara su topos, su lugar en el mundo, ese ámbito en el que pudieran coexistir sin grandes dificultades el mundo interior que segrega nuestras expectativas y el mundo externo que fabrica nuestras limitaciones.
 
 
     La infelicidad, por el contrario, tendría entonces que ver con el hecho de que la vida transcurra fuera de su lugar, en u-topos, al margen de la realidad, proyectando, pues, esa vida de forma vana e infructuosa sobre lugares meramente ensoñados o delirados. Y no han sido pocas, o al menos minoritarias, las ideologías que, empujando a los hombres hacia interpretaciones delirantes de lo que hay, han llevado asimismo a malograr muchas vidas prometiendo destinos igualmente delirados, y que, al chocar con la realidad, han acabado una y otra vez conduciendo a catástrofes sociales. Entre esas ideologías, han destacado en nuestro tiempo el nazismo, el comunismo y los nacionalismos.
 
 
     Vivir en el ámbito etéreo que construyen los delirios ha de estar directamente relacionado con la incapacidad de aceptar y apreciar la realidad, de adaptarse suficientemente al topos que a uno le ha caído en suerte. En el caso de un nacionalista catalán, afirmarse en ese tipo de ensoñaciones es lo que, para empezar, le impide ver que vive en un lugar privilegiado, y que con los comportamientos que ponen en marcha sus planteamientos utópicos está desestabilizando una realidad que valdría la pena defender. Efectivamente, España es uno de los países del mundo en los que mejor se vive. Citaremos como muestra algunos ejemplos que corroborarían que esto es así:
     España resulta atractiva para ell resto del mundo: es el tercer país en número de turistas, después de Estados Unidos y Francia, y el primero en relación a su número de habitantes. Recibimos 73,5 millones de turistas en 2016, y este año esa cifra quedará aumentada... salvo que el parón catalán lo impida.
     Según una encuesta mundial realizada entre 26.000 altos directivos por HSBC (el tercer mayor banco del mundo por activos, con sede en Londres), España es el segundo país con mejor calidad de vida del mundo después de Nueva Zelanda. Asimismo, según otra encuesta realizada por Networking Service InterNations (ver_aquí), Madrid es la tercera mejor ciudad del mundo para vivir, detrás de Melbourne y Houston. Barcelona se sitúa en el puesto número once.
     España es, asimismo, el destino preferido de los estudiantes europeos a la hora de decidir dónde hacer el Erasmus (seguida de Alemania, Francia, Reino Unido e Italia), y lo viene siendo de forma ininterrumpida desde 2001. Entre los motivos de que así sea estarían, además de la buena relación entre coste y calidad de vida, el atractivo de nuestro sol, de nuestro mar, los paisajes, la historia, el arte, las buenas infraestructuras y el deseo de aprender el español, una lengua que hablan más de 500 millones de personas y es el segundo idioma de comunicación internacional.
     La esperanza de vida en España es de 82,8 años, solo por debajo de Japón, Suiza y Singapur.
     En cuanto a seguridad ciudadana, según datos de la OCDE, España es el séptimo país más seguro del mundo. Respecto de los países de la Unión Europea, solo estamos por debajo de Suiza. Nuestra tasa de homicidios es de 0,7 por cada cien mil habitantes y por año; la media del conjunto de los países es de 4,1. Según Turespaña, esta es la principal razón por la que los turistas deciden venir a nuestro país. Por desgracia, el aumento de la delincuencia correlaciona con la desestabilización social, eso en lo que en Cataluña parecen empeñarse muchos. Baste citar en este sentido que en Venezuela, país profundamente desestabilizado por causas políticas (y referente de los más radicales de entre los nacionalistas catalanes), la tasa de homicidios es de 91,8.
     Ícaro es un personaje de la mitología griega. Un soñador. Se narra en el mito cómo Ícaro estaba retenido en la isla de Creta por el rey de la isla, llamado Minos. Creta hacía por entonces las veces de la dura realidad, eso a lo que María Zambrano se refería cuando decía: “La circunstancia –esa rencorosa carcelera de nuestra libertad”. Ícaro decidió escapar de la isla, pero dado que Minos controlaba la tierra y el mar, fabricó unas alas para escapar por el aire, por ese mismo ámbito etéreo que vislumbramos cuando nos dedicamos a vagar por nuestros ensueños. Pero las plumas laterales de las alas estaban enlazadas con cera, y cuando levantó el vuelo la experiencia de la ingravidez le resultó tan gozosa que subió y subió… hasta que el calor del sol derritió la cera de las alas y, sumido en la perplejidad por no haberlo previsto, acabó sucumbiendo a la ley de la gravedad y estrellándose contra el mar. El utopismo, las ganas de echar a volar por encima de las circunstancias, es una tentación evidentemente peligrosa. La incapacidad de hacer encajar las propias expectativas vitales en la circunstancia que nos ha caído en suerte no solo es una fábrica de infelicidad para quien la sufre, sino un persistente modo de distorsionar la convivencia con quienes formamos parte de esa circunstancia. Y si, por si fuera poco, resulta que esa circunstancia es un ámbito privilegiado dentro de las posibles que oferta este mundo en el que vivimos, la tentación de eludirla, de echarse a volar por encima de ella con las frágiles alas que proporciona el ensueño, es, además de peligroso, estúpido. Como la de Ícaro, la aventura revolucionaria de los catalanistas no va a acabar bien.

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