jueves, 28 de febrero de 2013

Teoría del improperio y de los gestos histéricos (alegato en favor de Toni Cantó)

Originalmente el lenguaje era simple interjección. Tiempos aquellos, los que vieron el nacimiento del habla, en que los objetos servían de mera ampliación o de capa epidérmica a la intimidad, como ocurre con los niños, para los que el mundo posee la función de servir de escenario para sus juegos y sus sueños, y no tiene aún entidad suficiente para imponerse como exigencia y limitación a sus ingenuos prejuicios y a sus inocentes abusos interpretativos. “Lo que los niños llaman cosas –decía Ortega mucho mejor de como lo estoy diciendo yo– son en realidad las siluetas fugitivas que se van dibujando en sus pasiones”. Para expresar alegría, tristeza, irritación, frustración, deseo… basta con los gritos y poco más; y esa es la base del lenguaje del niño y del salvaje, antes de que aparezca la necesidad de articular palabras y conceptos con los que tratar de apresar intelectualmente las cosas que nos rodean.

Allí donde la palabra viene a expresar un mínimo de idea y un máximo de afectividad estamos, pues, aprovechándonos del lenguaje no para describir las realidades objetivas sino para dar rienda suelta a nuestras pasiones. Es lo que ocurre sobre todo con los improperios. “La abundancia de improperios –dice también Ortega– es el síntoma de la regresión de un vocabulario hacia su infancia”. Y añade: “Es sabido que no existe pueblo en Europa que posea caudal tan rico de vocablos injuriosos, de juramentos e interjecciones, como el nuestro. Según parece, sólo los napolitanos pueden hacernos alguna concurrencia”.

De esta forma, apremiados, por ejemplo, por la necesidad de exponer lo que queremos decir en un máximo de 140 caracteres, como nos exige ese medio de comunicación hoy tan prevalente que es Twiter, no hay más que ver cómo los españoles entendemos que ir al grano, a la sustancia de eso que queremos decir, equivale demasiado a menudo a conjuntar improperios. “Suele ser para nosotros los (…) iberos –pasamos a concluir también de la mano de Ortega– cada palabra un jaulón, donde aprisionamos una fiera, quiero decir un apasionamiento nuestro”. Si fuéramos capaces de salir de esa prisión de nuestras pasiones elementales, de atender al perfil que, más allá de nuestros deseos y pulsiones prematuras, emiten realmente las cosas y las opiniones ajenas, nuestro idioma relajaría la preeminencia que concede al improperio y dejaría un más amplio campo de acción a los argumentos. Pero ya advertía Ortega asimismo que esa perspectiva sesgada que nos regresa egocéntricamente hacia nosotros mismos y, correlativamente, “ese error persistente en nuestra propia valoración implica una ceguera nativa para los valores de los demás (…) La pupila estimativa (…) se halla vuelta hacia el sujeto, e incapaz de mirar en torno, no ve las calidades del prójimo”. Entiéndase también, junto a las del prójimo, las cualidades objetivas de las cosas.

Cuando Toni Cantó, diputado de UPyD, expuso hace unos días su valoración sobre los perjuicios a los que, según él, está adscrita nuestra Ley Integral sobre la Violencia de Género, muchos de aquellos que se dedican a conjuntar interjecciones e improperios en vez de atender a la realidad que –con mayor o menor acierto en las estadísticas en las que se apoyó– Cantó señalaba, aprovecharon para cebarse en él de una manera inmisericorde. De Izquierda Unida, ese ámbito político que parece que acepta servir como lugar de acogida para resentidos e inadaptados en general (y que en momentos tan dados a la exasperación como los actuales está, efectivamente, llamada a tener un gran futuro) es de donde vinieron las mayores descalificaciones. Entre ellas destacan las propuestas de empalamiento al diputado de UPyD por parte de Jorge García Castaño, concejal de IU en el Ayuntamiento de Madrid, en su cuenta de Twitter, o este antológico tuit del Área de Juventud de Izquierda Unida (12.202 seguidores): “Ilegalización ya de @upyd y dimisión de @tonicanto1 por apología del #terrorismomachista el machismo mata! Y vuestra ideología también!” (http://bit.ly/W8sV6o).

Pero –sigamos con Ortega para así neutralizar los efluvios de la mala literatura– “además de las interjecciones, es curioso el prurito de nuestra raza por expresarse con gestos excesivos”. En este marco hay que incluir asimismo el que PSOE, Izquierda Plural y BNG hayan pedido la reprobación del diputado Toni Cantó y PP, CiU y PNV hayan condenado sus declaraciones sobre las denuncias por violencia doméstica. De modo que entre improperios y gestos excesivos se ha conseguido una vez más usurpar el espacio que naturalmente deberían ocupar los argumentos. Si estos hubieran podido asomar, se debería haber podido atender al hecho de que somos el único país que ha pretendido defender a la mujer de la violencia de género llevándose por delante un precepto constitucional, en concreto el artículo 14, que dice: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. O aquel otro presupuesto básico del Estado de Derecho según el cual se presume la inocencia de las personas mientras no se demuestre lo contrario. De modo que, en España, hoy, si una mujer acusa a su marido de comportamiento violento con ella, es éste el que debe de probar su inocencia no aquella su culpabilidad, y, mientras tanto, puede, sin más requisitos, ser detenido y esposado delante de sus hijos, encarcelado preventivamente, expulsado del hogar familiar por una orden de alejamiento y obligado a perder la custodia y compañía de sus hijos menores de edad, así como a socorrerlos económicamente (no son éstos de los que hablo supuestos abstractos: son hechos, está ocurriendo así). ¿Pero y si la denuncia fuera falsa, como de hecho es muy posible que ocurra en los exasperados momentos de conflicto que suelen vivir muchas parejas, quizá próximas al divorcio? Pues si, como ocurre de hecho, no se persigue judicialmente la denuncia falsa, la mujer encontraría un gran incentivo en aprovechar ese sesgo de la ley para sacar una gran ventaja de la conflictiva situación… a costa de que el hombre, sintiéndose tan injustamente tratado, aumentara gravemente su resentimiento hacia la mujer o, en el colmo de la frustración, cayera en la depresión y en posibles pensamientos (y muchas veces actos) suicidas.

De esto venía a hablar Toni Cantó. No de dar pábulo a los terribles comportamientos de violencia intrafamiliar (de que esto es así sólo habría que convencer a aquellos a quienes su inteligencia no les permite confirmar lo evidente), sino de las tremendas consecuencias que puede tener una ley como esta que hoy pretende contrarrestar los efectos de la llamada violencia de género y que no sólo no ha conseguido disminuirla, sino que, en esos casos a los que aquí se alude, por el contrario, lleva a aumentar el nivel de conflictividad, resentimiento e incluso posible violencia final. Y puesto que contamos con un diputado valiente, además de brillante, capaz de traer a la luz de la discusión pública un problema de esta envergadura, quienes transcendiendo de ese nivel intelectual y político en el que los improperios y los gestos histéricos sustituyen a los razonamientos somos capaces de escuchar y entender, estamos obligados a arroparle y defenderle. Incluso a procurar que no se amilane.


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viernes, 22 de febrero de 2013

El (espeluznante) triunfo de la voluntad

(PUBLICADO, RESUMIDO, EN EL CORREO DE BURGOS EL 2 DE ABRIL DE 2013)

En septiembre de 1934 tuvo lugar en Núremberg un histórico congreso del Partido Nacionalsocialista alemán. El mismísimo Adolf Hitler encargó a Leni Riefenstahl, la cineasta del régimen, la filmación del desarrollo de dicho congreso. La película-documental fue titulada finalmente “El triunfo de la voluntad”, y ha sido considerada como el mejor documental político de la historia (se puede ver en youtube).

Gitta Sereny, fue una periodista, historiadora y biógrafa de origen húngaro que vivió entre 1921 y 2012. Cuando era adolescente, yendo de regreso a su internado en Inglaterra, el tren en el que viajaba sufrió una avería y tuvo que detenerse varios días en Núremberg, justo mientras se celebraba aquel famoso congreso, al que pudo asistir como espectadora, y allí quedó impresionada por el espectáculo de las grandes masas uniformadas desfilando y moviéndose al unísono, por el colorido de las banderas, las antorchas en la noche, por el entusiasmo y la alegría de los asistentes… Finalmente, sin embargo, acabó publicando varios libros centrados en el registro y análisis de todo lo que tuvo que ver con aquella época en Alemania, especialmente lo referido al Holocausto de los judíos por los nazis. Uno de los libros fue el titulado “Desde aquella oscuridad: conversaciones con el verdugo Franz Stangl, comandante de Treblinka”. Treblinka fue uno de los campos de exterminio nazi, en donde murieron asesinadas casi un millón de personas. Stangl le dijo a Sereny en un momento de la conversación que mantuvieron: “Matar con gas a cinco o seis mil personas en veinticuatro horas era una tarea que exigía la máxima eficiencia. Ningún gesto inútil, ningún conflicto, nada de complicaciones, nada de acumulaciones. Llegaban, y al cabo de dos horas ya estaban muertos”. Sereny le interpeló entonces de esta forma: “Pero usted, con su posición, ¿no podía acabar con aquellas desnudeces, aquellos latigazos, aquellos horrores de los recintos de ganado?”. “¡No, no, no! –contestó Stangl– Era el sistema (…) Funcionaba. Y puesto que funcionaba era irreversible”. Resultaba que en aquel sistema era más importante la eficiencia que incluso el objetivo mismo al que esa eficiencia se aplicaba; este objetivo no podía ser cuestionado porque la acción que se ponía en marcha funcionaba; la voluntad, la “voluntad de poder” según Nietzsche la llamó, debía de prevalecer sobre la meta, más o menos coyuntural, escogida para ejercitarla.


No es algo fácil de entender, pero, si lo consiguiéramos, habríamos comprendido no sólo la esencia del nazismo, sino también el lado más siniestro de nuestra civilización, en el que tal principio tiene su caldo de cultivo fundamental. Carl G. Jung, tratando de llegar a ese fondo demoníaco que había aflorado en la catástrofe nazi, deliberaba de la siguiente manera en 1945, a poco de acabar la guerra: “¿Qué pasa con nuestro arte, ese finísimo instrumento de registro del alma popular? ¿Qué significa el dominio, extendido por todas partes,  de lo indisimuladamente patológico en la pintura? ¿Y la música atonal, o el amplio efecto que ha tenido la abismática novela Ulises? Todo ello es in nuce lo que en Alemania se ha convertido en realidad política”. ¿De qué está hablando Jung, de que estamos intentando hablar aquí en busca de respuestas a esta caída en el abismo que se hizo explícita de la manera más cruda con el nazismo, pero que se esconde y mantiene latente detrás de esas manifestaciones culturales propias también del actual momento histórico?

“En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”, dejó dicho Nietzsche, apuntando a esa voluntad, la misma que acogieron los nazis, y que no se subordina a nada concreto, sino que, como Don Juan con sus amantes, va migrando a través de las cosas sin vincularse a ninguna de ellas. Sigue Nietzsche dando forma a esa idea nuclear de nuestra cultura cuando afirma: “Al descubrir las cosas, lo que hacemos es aprender a describirnos a nosotros mismos”. Y es así porque “eso a lo que habéis dado el nombre de mundo, eso debe ser creado primero por vosotros”. Propone, pues, asumir una perspectiva según la cual el sujeto es soberano, y el objeto, el mundo, pasa a ser un apéndice de ese sujeto. El hombre nuevo de Nietzsche, el superhombre, no había de estar limitado por ninguna circunstancia objetiva ni por ninguna idea previa de lo bueno y lo malo, sino hacer surgir de sí, de su subjetividad, de su voluntad, las únicas directrices sobre las que debería montarse el mundo. “En Nietzsche –observa Jung en consecuencia– encontramos el eco del superhombre, del hombre amoral guiado por impulsos, cuyo dios ha muerto y que se arroga él mismo la divinidad, o más bien lo demoníaco, más allá del bien y del mal”.

Esta idea tiene un rastro que, si lo siguiéramos hacia atrás, nos llevaría muy lejos: “Todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro”, dijo, por ejemplo, Novalis en representación del Romanticismo; y también: “Todo me conduce, de nuevo, hacia mí mismo”. “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”, afirmó por su parte Sören Kierkegaard, que también decía: “Las deducciones de la pasión son las únicas seguras, las únicas convincentes”. Descartes fue un gran puntal en ese alegato a favor de la subjetividad por encima de la realidad del mundo: “Pienso, luego existo”, fue su contribución a tal idea. Y hasta San Agustín echó su semilla para que alguna vez aflorara este pensamiento en toda su plenitud cuando afirmó que “la verdad habita en el interior del hombre”. No hacía sino seguir la senda que ya San Pablo había marcado: “Nuestro hombre exterior –dijo este– se va desgastando, pero el interior se renueva de día en día”.

Esta afirmación de la subjetividad por encima de la realidad tiene una vertiente muy fructífera: ni más ni menos que Occidente es su resultado. Así lo afirma María Zambrano: “ ‘Vuelve en ti mismo. En el interior del hombre habita la verdad’. El hombre europeo ha nacido con estas palabras”. No es esta vertiente la que hoy toca analizar, sino su contrapartida, la que, partiendo del mismo foco original, liberó fuerzas demoníacas. Es aquella vertiente que, por abundar en las sugerencias a las que se refería Jung en relación con nuestra cultura, hizo definir el surrealismo a su mentor, André Breton, de la siguiente manera: “Surrealismo: (…) Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”. Y que cuando, siguiendo estos mismos principios, se adentró en el terreno moral, le hizo decir: “Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien ha sido capaz de ejecutarlo”. También: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Y que asimismo le llevó a concluir que el movimiento artístico que él lideraba, y que ha sido uno de los más representativos de nuestro tiempo, perseguía “el deseo de superar la insuficiente, la absurda distinción entre lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal”. Los mismos principios que, destilados, le hacían decir a Kandinsky, el iniciador del arte abstracto: “Cuando la religión, la ciencia y la moral (esta última gracias a la mano fuerte de Nietzsche) se ven zarandeadas y los puntales externos amenazan derrumbarse, el hombre aparta su vista de lo exterior y la centra en sí mismo.

Partiendo de ahí, el hombre actual, heredando esta tradición filosófica y cultural, ha roto los puentes con todas las cosas que le trascienden, y ha fundamentado exclusivamente en sí mismo los principios que han de regir su vida. Esa es la raíz de la teoría del arte por el arte, el poder por el poder, el placer por el placer, la producción por la producción o el consumo por el consumo. “Si Dios no existe, todo está permitido”, que sostenía el Iván Karamazov de Dostoievski. O como lo dijo María Zambrano: “El hombre occidental, embriagado del afán de crear, quizás ha llegado a querer crear desde la nada, a imagen y semejanza de Dios. Y como esto no es posible se precipita en el vértigo de la destrucción; destruir y destruirse hasta la nada, hasta hundirse en la nada”.
 

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viernes, 15 de febrero de 2013

El Alzheimer: su razón de ser

Se entra en la vida como si fuera a través de un embudo que, encogiendo el perímetro de nuestra megalómana predisposición hacia lo infinito, viniera a ubicarnos en alguna más o menos restringida parcela de la pobre, gravosa y decepcionante realidad que nos estaba esperando. Puesto que, como venía a decir Platón, vivimos para recordar (recordar algo anterior a la vida), nos pasamos buena parte de esa vida aferrados a aquella idea primordial (prenatal) según la cual todo es posible, y, mientras se presta a ello, entendemos el cuerpo como si fuera un medio puesto a nuestro servicio para tratar de superar cualquier dificultad o de explorar cualquier placer. Aun con 78 años, Carl Gustav Jung le confesaba a Aniela Jaffé, su secretaria personal y redactora de sus Memorias: “Como soñé una vez, mis ganas de vivir constituyen un daimon ardiente que a veces me hace terriblemente difícil mantener la conciencia de ser mortal”. Parece ser imprescindible, para que la vida tenga dónde sostenerse, disponer de ese afán de trascender, de vivir por encima de lo que la misma vida (muerte incluida) permite, de estar siempre aspirando a más. “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”, decía María Zambrano, que completaba la idea añadiendo en otro lugar: “Vivir es no poder reposar hasta la muerte”. Una idea en la que ya había recalado Ortega, que decía: “El hombre es incapaz, mientras no esté enfermo, de parar”.


Pero llega un momento a partir del cual el cuerpo deja de ser un instrumento puesto a nuestro servicio y empieza a ser un obstáculo. Ya con 85 años, a pocos meses de morir, Jung cambia hacia esa dirección el sentido de su discurso: “Llegar a una edad avanzada (…) comporta un derrumbamiento gradual del cuerpo, de esa máquina con la que nuestra locura nos hace identificar (…) Cuanto más envejezco (…) más me refugio en la simplicidad de la experiencia inmediata para no perder el contacto con las cosas esenciales”. Es decir, que, al parecer, envejecer resulta ser equivalente a dejar de “estarse yendo hacia siempre más allá” y empezar a “refugiarse en la simplicidad de lo inmediato”, desistir de aquello y centrarse en el contacto con lo más cercano, con lo posible, con lo que, para alcanzarlo, no nos haga forzar demasiado el estado basal de reposo.

 
  
Ampliemos nuestra perspectiva y añadamos a las anteriores definiciones de la vida una más: la vida es un estado de rebeldía contra la inercia a la que quisieran reducirnos nuestros componentes inorgánicos. Cuando ya sólo nos preocupamos por lo más inmediato, es decir, y afinando los conceptos, cuando dejamos de pre-ocuparnos, nos estamos escorando peligrosamente hacia nuestra inerte parte química. Y parece ser que también viceversa: cuando el cuerpo se anquilosa y se va aproximando a la inmovilidad mineral, nuestros intereses reducen, en la misma medida, su campo de acción hacia lo más cercano. No hay una línea clara de separación más allá de la cual cuerpo y mente se pongan en sintonía para llevar a cabo tal desistimiento. Stephen Hawking lleva mucho tiempo persistiendo en su curiosidad, en sus tareas intelectuales, en su ansia de ir más allá de donde ha llegado, a pesar de estar embutido en un cuerpo empeñado en convertirse en un puro obstáculo.

Aún podríamos ampliar algo más nuestra perspectiva sobre la vida: esta vez, y aprovechando el mismo formato conceptual de antes, podríamos decir de ella que es un estado de rebeldía contra la inercia a la que, a partir de cierta edad, quisieran reducirnos nuestros componentes ambientales. Ingresar en la vejez viene a ser, desde esta nueva perspectiva, equivalente a ir convirtiéndose de manera acumulativa en un estorbo, en alguien cada vez más prescindible. En las conversaciones, por ejemplo, y puesto que el campo de experiencias se ha ido reduciendo hacia lo más inmediato, el viejo tiende a repetirse exponiendo los mismos argumentos o contando las mismas anécdotas (en una palabra, tiende a chochear); así que, a poco que tome conciencia de ello, ha de aprender a participar en la vida familiar y social sin pretender ser demasiado escuchado. El deseo sexual, por otra parte, no desaparece, pero el cuerpo encargado de dar satisfacciones en ese sentido se va degradando patéticamente, hasta que la única actitud digna pasa a ser la de ocultar cualquier interés al respecto. La jubilación, asimismo, acaba por amputar la mayoría de las veces los únicos medios a través de los cuales se ha conseguido aprender a hacer en la vida algo útil, así que el viejo se convierte en un experto en hacer del tiempo algo prescindible. Para cuyo objetivo, precisamente, nuestra cultura pone a su alcance todos sus recursos sociales y tecnológicos: veinticuatro horas de televisión desensibilizadora, clubs de jubilados, agencias de viaje e incluso, si hubiera lugar, fármacos antidepresivos. Si desde la anterior perspectiva veíamos la vejez como un modo de aproximarse al estado inorgánico, desde esta otra, la vejez es un modo de ir acercándose a la soledad.

Y aún quedaría otra manera más de definir la vida: como permanente combate contra el deletéreo poder de la rutina, de la eterna repetición de lo ya sabido y conocido, manteniendo frente a ello una poderosa disposición a actuar, proyectar, crear, soñar, esperar… Marco Aurelio, el emperador filósofo, demostraba haber atravesado ese peligroso umbral que acompaña a la vejez cuando reflexionaba de esta manera: “Todo lo que acontece es tan habitual y conocido como la rosa en primavera y los frutos en verano, pues igual a esto es también la enfermedad, la muerte, la calumnia, la conspiración y cuantas cosas encantan o entristecen a los necios”; y poco después añadía: “Todo, arriba y abajo, es lo mismo y proviene de lo mismo. ¿Hasta cuándo, pues?”. Son maneras estas de aceptar esa vertiente de la vejez que, más intensamente a medida que va pasando el tiempo, da hacia la muerte, la cual, una vez que se ha llegado al desistimiento de aquel estado de rebeldía que significaba vivir, acaba sintiéndose como un descanso y un alivio. El mismo Marco Aurelio lo veía así: “La muerte es el reposo de la impresión sensorial, del impulso que nos mueve como marionetas, de la reflexión pensante y de la servidumbre de la carne”.

Pero ¿y si una vez que se ha desistido, es decir, que el cuerpo se ha convertido en un obstáculo, que se ha alcanzado la forma más improductiva y triste de la soledad y que ya no se espera nada nuevo de los días que aún nos quedan, no llega de hecho la muerte, como ocurre tan a menudo en este mundo que ha visto tantos avances de la medicina? Entonces sólo queda desconectar, ignorar, olvidar… Morir, pues, de una manera sucedánea y, desgraciadamente, no tan descansada aún como la genuina y definitiva.


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domingo, 10 de febrero de 2013

El caos (aquel paraíso que nunca dimos por perdido)

Vivimos para llevar a cabo una tarea: construir realidad. De ésta sólo se nos dieron, para empezar, sus elementos más primarios: fragmentos, instantes, átomos de experiencia… La vida era entonces, como David Hume decía, nada más que una sucesión de impresiones. Discurriendo por aquel río en el que Heráclito nunca había logrado bañarse dos veces, todo resultaba ser rápido, inconsistente, precario y fugaz. Thomas Hobbes sabía que en aquel tiempo “los hombres (vivían) sin otra seguridad que la que les suministraba su propia fuerza y su propia inventiva”. No había  “cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. El dios de aquella época fue Dionisos, un dios errante que nunca dio tregua alguna ni permitió ningún descanso. No fue posible reconciliarse con nada que prometiera ser definitivo. Dionisos era un dios que se sabía obligado a añadir a todo signo de estabilidad su fuerza corrosiva. De ningún delito cometido por entonces se pudo llegar a decir que quedara rastro alguno, ni pudo la culpa, por tanto, trazar sobre ello algún plan reparador. Si no sobrevivía ningún “por qué”, ¿cómo adivinar que pudiera existir un “hacia dónde”? Si no daba tiempo a echar nada en falta, ¿qué sentido hubiera tenido la esperanza?

Dicen que aquello fue el paraíso, y aquel un tiempo en que la vida fue bella y en cuyo regazo nos mecíamos somnolientos. Un paraíso que aún nos resistimos a dar por perdido. Pero llegó Kant diciendo: “Dormía y soñaba que la vida era bella; desperté y advertí que la vida era deber”. Y desde entonces supimos que estamos obligados a construir la realidad.

domingo, 3 de febrero de 2013

La psicología: entre el pensamiento y la realidad externa

Para valorar adecuadamente lo que hoy es la psicología hay que retrotraerse hasta Descartes, referente básico de nuestra modernidad. Con él se inauguraron los dos paradigmas fundamentales a través de los cuales se viene interpretando la realidad desde entonces. Esos paradigmas son consecutivos a la diferenciación que él estableció entre cuerpo y mente, res extensa y res pensante, materia y espíritu. Para intentar entender la res extensa, Descartes optó por el mecanicismo. El mundo, interpretado de acuerdo con los presupuestos de este paradigma, es como un gran reloj, y su funcionamiento obedece a las leyes de la causalidad mecánica. Se puede así llegar a saber cómo funcionan las cosas descomponiéndolas en sus partes y viendo después cómo se encadenan causalmente unas con otras, hasta que todas ellas acaban configurando ese gran reloj que es el universo. El todo resulta ser así la suma de sus partes.


La psicología hoy dominante es uno de los frutos del paradigma mecanicista. El comportamiento humano es entendido, según esto, como resultado de dos clases de causas, ambas ubicadas en la res extensa, ambas objetivables, es decir, observables, medibles y cuantificables (aunque nuestros aparatos de medida no hayan logrado todavía la perfección): las procedentes del organismo (la bioquímica corporal) y las que emite el entorno (en resumidas cuentas, el aprendizaje a través de la experiencia, del contacto repetido con el mundo exterior). La vertiente del comportamiento que enraíza en el organismo (en última instancia, en la forma en que interactúan neurotransmisores y hormonas), cuando deriva hacia alguna clase de trastorno, es atajada a través de los psicofármacos. Cuando, por el contrario, la patología del comportamiento es achacable a un mal aprendizaje, es decir cuando es el entorno el responsable de esa patología, la terapia se orienta hacia programas de reeducación conductual, alterando las variables ambientales que supuestamente causan el trastorno comportamental. Transformando las causas (procesos bioquímicos o estímulos ambientales) se supone que también transformaremos los resultados, es decir, las conductas y los trastornos a ellas asociados.

Hay otras psicologías, de modo significativo las que se vinculan con las teorías orientalistas, que enraízan en el otro ramal de la filosofía cartesiana, el que nace de su más conocido enunciado: “pienso luego existo” (“pensar” era también equivalente para Descartes a sentir, recordar, imaginar, desear… todas las funciones que nacen en la mente del sujeto). Decía el filósofo francés que “yo (soy) una sustancia cuya total esencia o naturaleza es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material”. Desde esta perspectiva, entender a un sujeto no tiene nada que ver, o sólo subsidiariamente, con entender su comportamiento externo (eso que se desenvuelve en la res extensa). La causa de nuestros pensamientos, deseos, imaginaciones… nos es intrínseca en última instancia, lo mismo, consiguientemente, que la de los trastornos psíquicos. La curación de nuestras perturbaciones mentales no tendría que ver, según esto, con la modificación de las variables orgánicas o ambientales, sino que ha de deducirse de un proceso de exclusiva transformación interior, pues, como dice Descartes, lo que yo soy “no necesita, para ser, de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material”. Dentro de este paradigma mentalista podríamos incluir, por ejemplo, las propuestas de Rhonda Bhyrne, autora del superventas de largo recorrido “El secreto”, que sostiene cosas como esta: “Tu vida presente es un reflejo de tus pensamientos del pasado (…) Debido a que atraes a tu vida lo que más piensas durante todo el tiempo (…) esto es lo que experimentas”.

Dos paradigmas contrapuestos, pues, aunque ambos nacidos de la escisión cuerpo-mente que propuso Descartes. Respecto del paradigma mecanicista resulta oportuno recordar que Ortega decía: “La modificación producida en (el hombre) por cualquier hecho externo no es nunca un efecto que sigue a una causa. El ‘medio’ no es causa de nuestros actos, sino sólo un excitante; nuestros actos no son efecto del ‘medio’, sino que son libre respuesta, reacción autónoma”. “Medio” es tanto el entorno ambiental como el orgánico (nuestro cuerpo es una circunstancia nuestra más). Quien decide finalmente cómo comportarse es el sujeto; la circunstancia es sólo un límite impuesto a nuestra capacidad de decidir, no un sustituto de esta. El mecanicismo nunca podrá dar razón, por ejemplo, del efecto placebo, según el cual la esperanza de curar (y no el medicamento, es decir, la intervención sobre variables objetivas, sobre el medio en última instancia) es lo que de hecho, muchas veces, acaba curando. El deseo, la esperanza, la ilusión, el para qué… son variables que intervienen decisivamente en la curación no sólo de los trastornos psíquicos, sino también de muchos trastornos orgánicos; y ninguna de esas variables puede ser objetivable, aislable en el laboratorio, observable o reducible a comportamientos externos.

Mientras que, por el contrario, el paradigma mentalista, que reduce al ser humano a su res pensante, a lo que ocurre en su interior, a los dinamismos internos producidos por su pensamiento, está condenado a la inoperancia hasta que no incorpore en su planteamiento las variables procedentes de la circunstancia, las que obligan no sólo a la transformación interior, sino también a la actuación y transformación del mundo en el que a cada uno le ha tocado vivir. No sólo la mente interviene en la salud psíquica, esta no consiste sólo en “estar a gusto con uno mismo”; también es preciso el compromiso con lo que ocurre en el mundo exterior y la inserción de la propia vida en esa circunstancia.

Las psicologías dinámicas que tienen su fuente en el psicoanálisis (tan denostado en los últimos tiempos) vienen a ser una alternativa superadora de los sesgos respectivos de estos dos paradigmas. Ellas son las que han incorporado la trayectoria vital de los sujetos como marco desde el que hay que entender al sujeto y sus trastornos psíquicos. La vida es un proceso que, como repite Ortega a menudo, va de dentro a fuera. Nace en la libido o energía psíquica y busca acomodo en el mundo exterior, según decreta lo que Freud denominó “el principio de realidad”; y lo hace a lo largo de un proceso en el que tienen lugar las transformaciones de la libido. Un trastorno mental sería así el anclaje en alguno de esos puntos del proceso evolutivo previos a la madurez. La vida, podríamos decir, es el proceso que lleva desde el yo hasta la circunstancia, o que consiste en encajar de una manera productiva la energía potencial en que consistimos al nacer en el mundo que nos ha tocado vivir. En suma, que “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.


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