viernes, 22 de febrero de 2013

El (espeluznante) triunfo de la voluntad

(PUBLICADO, RESUMIDO, EN EL CORREO DE BURGOS EL 2 DE ABRIL DE 2013)

En septiembre de 1934 tuvo lugar en Núremberg un histórico congreso del Partido Nacionalsocialista alemán. El mismísimo Adolf Hitler encargó a Leni Riefenstahl, la cineasta del régimen, la filmación del desarrollo de dicho congreso. La película-documental fue titulada finalmente “El triunfo de la voluntad”, y ha sido considerada como el mejor documental político de la historia (se puede ver en youtube).

Gitta Sereny, fue una periodista, historiadora y biógrafa de origen húngaro que vivió entre 1921 y 2012. Cuando era adolescente, yendo de regreso a su internado en Inglaterra, el tren en el que viajaba sufrió una avería y tuvo que detenerse varios días en Núremberg, justo mientras se celebraba aquel famoso congreso, al que pudo asistir como espectadora, y allí quedó impresionada por el espectáculo de las grandes masas uniformadas desfilando y moviéndose al unísono, por el colorido de las banderas, las antorchas en la noche, por el entusiasmo y la alegría de los asistentes… Finalmente, sin embargo, acabó publicando varios libros centrados en el registro y análisis de todo lo que tuvo que ver con aquella época en Alemania, especialmente lo referido al Holocausto de los judíos por los nazis. Uno de los libros fue el titulado “Desde aquella oscuridad: conversaciones con el verdugo Franz Stangl, comandante de Treblinka”. Treblinka fue uno de los campos de exterminio nazi, en donde murieron asesinadas casi un millón de personas. Stangl le dijo a Sereny en un momento de la conversación que mantuvieron: “Matar con gas a cinco o seis mil personas en veinticuatro horas era una tarea que exigía la máxima eficiencia. Ningún gesto inútil, ningún conflicto, nada de complicaciones, nada de acumulaciones. Llegaban, y al cabo de dos horas ya estaban muertos”. Sereny le interpeló entonces de esta forma: “Pero usted, con su posición, ¿no podía acabar con aquellas desnudeces, aquellos latigazos, aquellos horrores de los recintos de ganado?”. “¡No, no, no! –contestó Stangl– Era el sistema (…) Funcionaba. Y puesto que funcionaba era irreversible”. Resultaba que en aquel sistema era más importante la eficiencia que incluso el objetivo mismo al que esa eficiencia se aplicaba; este objetivo no podía ser cuestionado porque la acción que se ponía en marcha funcionaba; la voluntad, la “voluntad de poder” según Nietzsche la llamó, debía de prevalecer sobre la meta, más o menos coyuntural, escogida para ejercitarla.


No es algo fácil de entender, pero, si lo consiguiéramos, habríamos comprendido no sólo la esencia del nazismo, sino también el lado más siniestro de nuestra civilización, en el que tal principio tiene su caldo de cultivo fundamental. Carl G. Jung, tratando de llegar a ese fondo demoníaco que había aflorado en la catástrofe nazi, deliberaba de la siguiente manera en 1945, a poco de acabar la guerra: “¿Qué pasa con nuestro arte, ese finísimo instrumento de registro del alma popular? ¿Qué significa el dominio, extendido por todas partes,  de lo indisimuladamente patológico en la pintura? ¿Y la música atonal, o el amplio efecto que ha tenido la abismática novela Ulises? Todo ello es in nuce lo que en Alemania se ha convertido en realidad política”. ¿De qué está hablando Jung, de que estamos intentando hablar aquí en busca de respuestas a esta caída en el abismo que se hizo explícita de la manera más cruda con el nazismo, pero que se esconde y mantiene latente detrás de esas manifestaciones culturales propias también del actual momento histórico?

“En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”, dejó dicho Nietzsche, apuntando a esa voluntad, la misma que acogieron los nazis, y que no se subordina a nada concreto, sino que, como Don Juan con sus amantes, va migrando a través de las cosas sin vincularse a ninguna de ellas. Sigue Nietzsche dando forma a esa idea nuclear de nuestra cultura cuando afirma: “Al descubrir las cosas, lo que hacemos es aprender a describirnos a nosotros mismos”. Y es así porque “eso a lo que habéis dado el nombre de mundo, eso debe ser creado primero por vosotros”. Propone, pues, asumir una perspectiva según la cual el sujeto es soberano, y el objeto, el mundo, pasa a ser un apéndice de ese sujeto. El hombre nuevo de Nietzsche, el superhombre, no había de estar limitado por ninguna circunstancia objetiva ni por ninguna idea previa de lo bueno y lo malo, sino hacer surgir de sí, de su subjetividad, de su voluntad, las únicas directrices sobre las que debería montarse el mundo. “En Nietzsche –observa Jung en consecuencia– encontramos el eco del superhombre, del hombre amoral guiado por impulsos, cuyo dios ha muerto y que se arroga él mismo la divinidad, o más bien lo demoníaco, más allá del bien y del mal”.

Esta idea tiene un rastro que, si lo siguiéramos hacia atrás, nos llevaría muy lejos: “Todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro”, dijo, por ejemplo, Novalis en representación del Romanticismo; y también: “Todo me conduce, de nuevo, hacia mí mismo”. “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”, afirmó por su parte Sören Kierkegaard, que también decía: “Las deducciones de la pasión son las únicas seguras, las únicas convincentes”. Descartes fue un gran puntal en ese alegato a favor de la subjetividad por encima de la realidad del mundo: “Pienso, luego existo”, fue su contribución a tal idea. Y hasta San Agustín echó su semilla para que alguna vez aflorara este pensamiento en toda su plenitud cuando afirmó que “la verdad habita en el interior del hombre”. No hacía sino seguir la senda que ya San Pablo había marcado: “Nuestro hombre exterior –dijo este– se va desgastando, pero el interior se renueva de día en día”.

Esta afirmación de la subjetividad por encima de la realidad tiene una vertiente muy fructífera: ni más ni menos que Occidente es su resultado. Así lo afirma María Zambrano: “ ‘Vuelve en ti mismo. En el interior del hombre habita la verdad’. El hombre europeo ha nacido con estas palabras”. No es esta vertiente la que hoy toca analizar, sino su contrapartida, la que, partiendo del mismo foco original, liberó fuerzas demoníacas. Es aquella vertiente que, por abundar en las sugerencias a las que se refería Jung en relación con nuestra cultura, hizo definir el surrealismo a su mentor, André Breton, de la siguiente manera: “Surrealismo: (…) Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”. Y que cuando, siguiendo estos mismos principios, se adentró en el terreno moral, le hizo decir: “Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien ha sido capaz de ejecutarlo”. También: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Y que asimismo le llevó a concluir que el movimiento artístico que él lideraba, y que ha sido uno de los más representativos de nuestro tiempo, perseguía “el deseo de superar la insuficiente, la absurda distinción entre lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal”. Los mismos principios que, destilados, le hacían decir a Kandinsky, el iniciador del arte abstracto: “Cuando la religión, la ciencia y la moral (esta última gracias a la mano fuerte de Nietzsche) se ven zarandeadas y los puntales externos amenazan derrumbarse, el hombre aparta su vista de lo exterior y la centra en sí mismo.

Partiendo de ahí, el hombre actual, heredando esta tradición filosófica y cultural, ha roto los puentes con todas las cosas que le trascienden, y ha fundamentado exclusivamente en sí mismo los principios que han de regir su vida. Esa es la raíz de la teoría del arte por el arte, el poder por el poder, el placer por el placer, la producción por la producción o el consumo por el consumo. “Si Dios no existe, todo está permitido”, que sostenía el Iván Karamazov de Dostoievski. O como lo dijo María Zambrano: “El hombre occidental, embriagado del afán de crear, quizás ha llegado a querer crear desde la nada, a imagen y semejanza de Dios. Y como esto no es posible se precipita en el vértigo de la destrucción; destruir y destruirse hasta la nada, hasta hundirse en la nada”.
 

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