domingo, 24 de abril de 2011

LA REGENERACIÓN: UNA NECESIDAD HISTÓRICA

Estamos tocando fondo. Al menos si comparamos nuestro nivel actual con el que nos exigen nuestra posibilidades y nuestras potencialidades como país. Esta de España, más que una sociedad, a veces parece un ¡sálvese quien pueda! O como ya Ortega lo decía: “Hoy es España, más bien que una nación, una serie de compartimientos estancos”. Si es cierto, como Hegel sostiene, que cuando “los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) esto es la ruina del pueblo”, por ningún rincón de nuestra mentalidad colectiva parece asomar todavía, con el ímpetu necesario para compensar esta situación, la idea de que el bien común necesita de cuidados y atención. Los políticos (dejemos aparte esa rara y hoy por hoy minoritaria clase de políticos con vocación regeneracionista que se cobijan, nos cobijamos, en pequeños partidos como UPyD o Ciudadanos) se han acabado consolidando como castas perversas que tienen el doble poder de generar sus propios privilegios y de, acto seguido, administrarlos. El gasto público (… ¡el despilfarro del gasto público!) discurre por derroteros que demasiadas veces hacen de las (supuestas) necesidades objetivas sólo una coartada o disfraz para esos otros intereses espurios que, soterrados, van a desembocar en el beneficio privado de personas, partidos, clientelas o chiringuitos múltiples. La corrupción moral ha llegado a tan altos grados de indignidad que el partido gobernante, con la aquiescencia de hecho, o cuando menos la dolosa laxitud moral del PP, vende el entendimiento con un grupo terrorista (que no ha cambiado, que no ha hecho más que adaptar su estrategia a la nueva circunstancia de sentirse cortejado por el poder) y el correlativo desprecio y humillación de las víctimas como uno de los máximos logros de las dos últimas legislaturas. A la defensa de la cohesión nacional la llaman atentado contra las “naciones” que componen España; por el contrario, el deshilachamiento progresivo de la nación y del estado, que hace sentir a quienes quieren destruir ambos que están a punto de alcanzar sus objetivos máximos, cursa, correlativamente como respeto a las particularidades territoriales. La justicia, las leyes y los jueces que las administran no son el cauce ineludible por el que han de discurrir los comportamientos de nuestros gobernantes, sino al contrario, éstos conforman el criterio al que, por las buenas o por las bravas, han de acoplarse aquellos, hasta el punto de que cosas tan espeluznantes como el atentado del 11-M quedan sin investigar y, por tanto, no hay castigo para sus culpables, porque así se ha decidido desde instancias políticas. La educación, extraviada en los paletos andurriales que caprichosamente diseñan los poderes regionales, se está hundiendo, y con ella nuestro potencial como país, en un pozo sin fondo, como año tras año certifican los informes de la OCDE… Y quienes damos la voz de alarma sobre todo esto, todavía parecemos, sin embargo, disonantes catastrofistas que apenas llegan a perturbar la conformista adaptación de la mayoría a tal situación.

Desolador.

Sin embargo, gracias a la filosofía es posible saber que éste del que hablamos es sólo un momento dentro de una dinámica histórica que tiende a abrirse paso hacia el progreso y, por tanto, sólo queda comprender la manera de encajar la actual situación dentro de esa dinámica.

Hegel, efectivamente, considera que los momentos de crisis social son sólo un paso en la infinita dialéctica de contrarios sobre la que discurre el progreso. Lo esencial en ellos es el retraimiento de las personas hacia sus intereses exclusivamente privados: “La ruina (del espíritu del pueblo) –dice– arranca de dentro, los apetitos se desatan, lo particular busca su satisfacción y el espíritu sustancial no medra y por tanto perece. Los intereses particulares se apropian las fuerzas y facultades que antes estaban consagradas al conjunto”.
Ampliemos la idea en el sentido que Ortega propone, según el cual es el particularismo no sólo de los individuos, sino también el de las regiones y el de las clases o grupos sociales lo que, haciendo que cada persona o grupo deje de sentirse a sí mismo como parte de un todo y de compartir los sentimientos de los demás, está en el origen de las crisis sociales. “Las partes del todo –afirma también– comienzan a vivir como todos aparte. A este fenómeno de la vida histórica lo llamo particularismo y si alguien me preguntase cuál es el carácter más profundo y más grave de la actualidad española, yo contestaría con esa palabra” (desde que Ortega escribió esto, en 1921, las cosas, en este sentido, no han mejorado precisamente).

Sin embargo, sostiene también Hegel, “el espíritu particular de un pueblo particular puede perecer; pero es un miembro en la cadena que constituye el curso del espíritu universal, y este espíritu universal no puede perecer”. Aquel momento de retraimiento hacia el exclusivo interés particular que pone en marcha las crisis sociales ha de encontrar, pues, la forma de volver a enlazarse con el bien general, para que la sociedad se regenere y la historia siga su camino. Como en toda clase de evolución, desde la de los organismos hasta la que la historia humana supone, lo simple (lo particular) ha de ir siendo sustituido por lo complejo (lo general). Dejemos que Hegel siga tutelando nuestra reflexión: “Debemos buscar en la historia un fin universal –afirma–, el fin último del mundo, no un fin particular del espíritu subjetivo o del ánimo. Y debemos aprehenderlo por la razón”.

La dificultad estriba en conseguir hacer discurrir el interés particular hacia el general. Hegel dice que hay una ley histórica que acaba procurando ese vínculo: “Los hombres satisfacen su interés; pero, al hacerlo, producen algo más, algo que está en lo que hacen, pero que no estaba en su conciencia ni en su intención”. Y pone un ejemplo de cómo el interés personal, perverso en este caso, acaba activando resortes que ponen en marcha el interés general: supongamos que un hombre incendia la casa de otro, en venganza por una afrenta. Él, para satisfacer su exclusivo deseo personal, no ha hecho más que acercar una pequeña llama a un punto, quizás una viga de madera. Pero lo que así empieza toma autonomía y acaba haciéndose luego por sí mismo: el punto de la viga está unido a otros muchos puntos de la casa, y ésta a otras casas, y se produce un gran incendio que consume la propiedad de otros muchos hombres, distintos de aquél hacia quien iba dirigida la venganza; acaso cuesta incluso la vida a muchas personas. Lo que en la intención privada de quien puso en marcha el incendio era sólo una venganza personal, resulta que pasa a ser un delito y las consecuencias rebasan con mucho la primera intención. “Pero tal es su hecho en sí, lo universal y sustancial del hecho”, más allá de lo que parecía ser a los particulares ojos del incendiario. Y en consecuencia, y contra lo que el particular pretendía, acaban poniéndose en marcha la justicia, el derecho y, en general, los intereses colectivos. Entendemos así que Hegel diga también que “con la ruina de lo particular se produce lo universal”.

El interés particular, cuando se desentiende del todo del interés general, acaba degenerando en corrupción y arruinando los valores que sostienen al conjunto. Cuando un particular andaluz, aprovechando el clima de corrupción generalizada, se beneficia de uno de aquellos EREs fraudulentos que se promovieron desde la Junta de Andalucía, está poniendo en marcha un proceso que, como el de aquel incendiario, acaba afectando a todas las personas que aportan sus impuestos al erario público. Llegadas a extremos como éste, las actitudes egoístas generan perjuicios en los demás, y eso es lo que, como en el caso del incendiario, acaba poniendo en marcha, tarde o temprano, el cambio de ciclo en el que quedará de nuevo realzado el interés general. Algo es cierto, sin embargo: la historia no tiene ninguna prisa, y desespera ver lo que tarda en imponer ese necesario cambio de ciclo en España.

domingo, 17 de abril de 2011

III-PERSONAS SOBRESALIENTES A LAS QUE CONVIENE VIGILAR

Explicábamos dos artículos más atrás que la excelencia no es sino una capa de la cebolla de la personalidad que se superpone a otra previa y original: el sentimiento de inferioridad. Desde aquí, podremos ahora proponernos comprender por qué las personas que han conseguido ser sobresalientes lo hacen bordeando la patología. Son ellas, precisamente, las que de manera más angustiosa y apremiante entablaron combate con sus propios defectos de partida, y, por tanto, las que más decididamente llegaron a contrarrestar los perjuicios que éstos les suponían. Para explicar su creatividad valdría esto que dijo Nietzsche: “El mal sumo forma parte de la bondad suma: mas ésta es la bondad creadora”. Y su superior grado de excelencia se debería, por su parte, a esto otro que dijo Kierkegaard: “Sólo el horror que ha llegado hasta la desesperación desarrolla en el hombre sus más altas fuerzas”.


La humildad es en estas personas una virtud más difícil de conseguir que en el resto (¡no es obligatorio que así sea!), porque, defensivamente, tienden a olvidarse más fácilmente de ese estrato inferior de su personalidad que tanto les abrumó cuando trataban de sobreponerse a él. Por el contrario, resulta previsible que tales personas hayan cultivado esas indirectas excrecencias de sus defectos que son la soberbia y la prepotencia, que, en el trato con los demás, también cursan como incapacidad para la empatía, para ponerse en el lugar del otro, y como ausencia de sentido del humor, esto es, incapacidad para percibir la chistosa paradoja ambulante en la que consistimos. Porque, como decía Ortega, “ese error persistente en nuestra propia valoración implica una ceguera nativa para los valores de los demás (…) La pupila estimativa (…) se halla vuelta hacia el sujeto, e incapaz de mirar en torno, no ve las calidades del prójimo”.


En mi experiencia personal, he comprobado reiteradamente la abundancia de este tipo de personas que cree haber amputado definitivamente la parte de su personalidad en la que habitan sus insuficiencias en dos gremios abundantemente nutridos de personas sobresalientes: los escritores y los políticos. De los primeros diré que, si su soberbia resulta muy evidente, procuro tacharles de mi próximo plan de lecturas, porque desconfío de que sus virtudes literarias resulten tan rentables que puedan llegar a compensar la inversión de tiempo y atención que habría de emplear en la lectura de una literatura que preveo lastrada por ese carácter. No siempre lo hago, porque, si fuera muy estricto, es posible que me quedara sin recursos suficientes con los que alimentar mi ocupación preferida, aunque en estos casos soy consciente de que, muy probablemente, el desdén por los demás hará que su escritura sea más abstrusa y desconsiderada. Y es que (sigue Ortega ayudándome en la reflexión) “con agudo diagnóstico, se llama vulgarmente a la soberbia ‘suficiencia’. El puro soberbio se basta a sí mismo, claro es que porque ignora lo ajeno. De aquí que las almas soberbias suelen ser herméticas, cerradas a lo exterior, sin curiosidad, que es una especie de activa porosidad mental”.

Los políticos necesitan de un punto y aparte. Supuestamente, en quien escoge este oficio debería haber actuado antes el filtro de una vocación en la que el interés por el bien común prevaleciera sobre cualquier otra consideración. Sin embargo, es fácilmente constatable que, si ese interés existe en alguna medida, está muy a menudo mediatizado por estas otras actitudes a las que abre paso la prepotencia. Y entonces el desdén por los demás tiende a convertirse en este caso en argucia y manipulación. Un inconveniente a añadir: cuando el interés por lo público queda diluido en estas emanaciones de la prepotencia, el político se sentirá fácilmente tentado a suponer que sus decisiones no tienen por qué contar con los límites que la ley o los buenos usos imponen. Cuesta más pensar en que la corrupción económica, demasiado vulgar, sea propia de personas sobresalientes.

Así pues, hay al menos dos especies de sujetos prepotentes que merecen especial vigilancia: los unos, a la hora de escoger lecturas, los otros, a la hora de votar. Y para el caso de que alguno de ellos decidiera ir a mirárselo, debería de tener en cuenta también que ese gran caudal que constituye la prepotencia animó asimismo a muchos psicoterapeutas a escoger una profesión que les permitiera enmascarar y olvidar sus propias insuficiencias. Y aún más: quien viviendo en estas inmediaciones se plantee controlar sus propia inclinación hacia esta clase de pecados, tendrá que aprender a sobreponerse a las sugestiones de su propio entorno, si es que Ortega tenía razón cuando advertía de que “la soberbia es nuestra pasión nacional, nuestro pecado capital”.


En fin, que la verdad más profunda que escondemos en nuestra personalidad es que no somos nadie. Sólo desde donde esa verdad nos deposita podemos algún día llegar a ser alguien.

viernes, 8 de abril de 2011

II-EL TESORO (ESCONDIDO) DE NUESTRA INSIGNIFICANCIA

Coincides con el punto de vista de Machado, Pilar. Es que me he acordado de un poema suyo muy filosófico y, como siempre, elocuente que, aunque por esta vez lo fío a la memoria, creo que decía así:

“El hombre es por natura la bestia paradójica:
un animal absurdo que necesita lógica.
Hizo de nada un mundo y, su obra terminada,
¡Ya estoy en el secreto -se dijo-: todo es nada!”

También León Felipe decía:

“...Yo no soy nadie, filósofos...
Y éste es el solo parentesco que tengo con vosotros”

Puesto que no vamos a andar negando la doctrina de estas autoridades,aceptémoslo: somos “nadie” o “nada”. Pero no sólo: como decía en un artículo anterior, creo que somos “Nada” + “insatisfacción”. La insatisfacción nos la produce, precisamente, nuestra Nada de partida, nuestra insignificancia, un pelín más acá: nuestro ser apenas ocupa la fugaz zona de transición entre billones de años (o lo que sea) de inexistencia por detrás y trillones de años de olvido por delante. Y eso nos desasosiega y nos rebela. Es decir, que gracias a que, como también decía en otro artículo hace unas semanas, no somos nadie, surge en nosotros la imperiosa necesidad de intentar ser alguien. “El ser y el no ser surgen juntos”, decía Lao Tsé en el “Tao te King” (un libro muy recomendable). Y también decía: “Estar vacío es llenarse”. El mundo en general –lo tiene dicho la Biblia– surge de la Nada. Hegel diría que de la negación. Y Sartre: “He aquí que la nada se da como aquello por lo cual el mundo recibe sus contornos de mundo”.

Así que no es la Nada lo bueno; al revés, es lo malo (San Agustín decía literalmente eso: el mal es la Nada). Ni se trata de aceptar nuestros vicios y nuestros defectos, sólo de estarles agradecidos. Agradecidos al demonio y a nuestros vicios, porque nos hacemos en lucha contra ellos, por tanto, gracias a ellos. “Lo eminente tiene su fundamento en lo bajo”, decía asimismo Lao Tsé. ¡Fíjate que me dan ganas de ponerme franciscano y llamar a esa parte sombría que nos habita “hermano demonio”! ¿Qué hubiera sido de nosotros sin la Nada?... ¡No hubiéramos salido de la ídem! Ni del mal, que es el otro nombre de la Nada (Pecado) original, por lo cual decía Cioran: “El mal es abandono; el bien, un cálculo inspirado”; es decir, algo sobrevenido, superpuesto al mal. Y de la Nada y de nuestros vicios y pecados se sale a través de ese gran invento que es la vida y el quehacer que nos da. “En el fondo –decía también Cioran–, ¿qué hace cada hombre? Se expía a sí mismo”. Kierkegaard abundaba cuando aludía a los efectos que la Nada produce en nosotros: “La angustia, sin embargo, no es hermosa por sí misma, sino solamente cuando aparece acompañada por la energía que sabe dominarla”. Hegel expresaba la misma idea a su manera: “Lo imperfecto –decía– no debe concebirse en la abstracción, como meramente imperfecto, sino como algo que lleva en sí, en forma de germen, de impulso, su contrario, o sea, lo que llamamos perfecto”.

La cultura protestante tiene una ventaja sobre la católica: mientras que por aquí nos hemos acostumbrado a ser indulgentes con nuestros pecados (con nuestras imperfecciones, con nuestra insignificancia), porque no hay (había) mas que irse a confesar y quedar libre de pecado (es decir, que salía casi gratis pecar), los protestantes, a causa de su idea de la predestinación, no se pueden (podían) permitir condescender con sus imperfecciones, porque si éstas se hacen patentes, ello sería la señal de que se está predestinado a la condenación. Un buen protestante no puede convivir tan relajadamente con sus pecados como nosotros; se exige mucho más que un católico (a veces, demasiado: algunas sectas calvinistas tienen prohibida la música o los adornos, como los talibanes). Así que, mientras que aquí en España, abanderando la Contrarreforma (y preparando las cotidianas noches de botellón de la actualidad), teníamos una idea de la vida muy laxa e improductiva (muy propia de los hidalgos, que tenían prohibido el trabajo manual, por deshonroso), en los países protestantes se daban una caña tal (la vida productiva era para ellos una señal de estar entre los señalados por la predestinación como salvados) que la acumulación de capital que dio origen a la sociedad capitalista actual se dio sobretodo en los países protestantes (Max Weber lo demostró).

Bueno, Pilar, gracias por animar el cotarro mientras esperamos que otros amig@s se decidan a convertir esto en un hervidero de comentarios. Algun@s ya lo hacen, y también se lo agradezco, pero la mayoría se quedan atascados (no como tú) en el “¡Bufff!" inicial.

sábado, 2 de abril de 2011

I-EL CAMINO HACIA LA EXCELENCIA (Y POR QUÉ SE BORRAN LAS HUELLAS)

Desde Hegel sabemos que somos una forma de compensación de lo que no somos, que la vida es el recurso que tenemos a mano para ir llenando nuestros vacíos, que nuestros límites sólo son el reto que pertinazmente busca cómo superar nuestra incorregible atracción por lo excesivo. Alfred Adler, un psicólogo injustamente olvidado y miembro de la terna que, junto a Sigmund Freud y Carl Gustav Jung, revolucionó la psicología en el siglo XX, señalaba al sentimiento de inferioridad como el núcleo a partir del cual se edifica nuestra personalidad. Gracias a la angustia que nos producen nuestras deficiencias, activamos los resortes de que disponemos para sobreponernos a ellas y llegar a ser alguien.
De modo que resulta legítimo inferir que, si llegamos a alcanzar, por fin, la excelencia en la que queden redimidas nuestras insuficiencias, no hemos hecho sino añadir una capa más a la cebolla de nuestra personalidad: también en este campo de lo moral, lo superior sería sólo una elevación que se sostiene sobre los pilares de lo inferior, lo mejor no es sino la capa visible y manifiesta de lo peor, que late más al fondo, la virtud, en suma, es una derivada del vicio. Así mismo lo decía Nietzsche: “Lo peor es necesario para lo mejor del superhombre”. O bien: “La creación de valores morales es, en definitiva, consecuencia de sentimientos y consideraciones inmorales”. Kierkegaard aportaba a esta misma idea los matices propios de su religiosidad: “La bienaventuranza solamente se vislumbra a través del pecado”.
Pero resulta difícil saber o aceptar que somos una paradoja viviente. Una vez alcanzadas las cotas desde las que podemos sentir que, más o menos, hemos compensado nuestras insuficiencias, tendemos a dejar de advertir que también ellas forman parte de nosotros, a expulsar sin contemplaciones a la zona sombría de la personalidad a nuestras entrañables deficiencias, sumiéndolas en el silencio y el olvido. Entonces, tales deficiencias sólo tienen un modo indirecto de transpirar, de asomarse en nuestras conductas manifiestas: a través de la prepotencia y la soberbia, síntomas que exhibe precisamente quien cree que ha llegado a sus formas de ser compensatorias directamente, sin la ayuda de aquel sentimiento de inferioridad que, pese a todo, sigue tutelando nuestros logros. Sólo puede recibir los dones de la humildad quien sigue sabiendo que las excelencias a las que su personalidad ha logrado acceder son nada más que un préstamo que le han hecho sus deficiencias. Por el contrario, quien se oculta a sí mismo su parte menos afortunada está alimentando un peligroso parásito en su alma: “Todas las verdades silenciadas se vuelven venenosas”, decía Nietzsche. Y Carl Gustav Jung, desde posiciones aún más próximas al estudio de las psicopatologías, afirmaba: “Aceptando el propio pecado se puede vivir con él, mientras que su rechazo trae consigo incalculables consecuencias”.