Los hombres primitivos se aferraban tanto a su pasado que
periódicamente hacían ceremonias para restaurar simbólicamente el “tiempo
original”, que merecía subsistir “por los siglos de los siglos”. El
historiador de las religiones y antropólogo Mircea Eliade decía: “Lo
que hace el hombre arcaico ya se hizo. Su vida es la repetición ininterrumpida
de gestos inaugurados por otros”[1].
Las verdades a las que se aferraba ese hombre primitivo eran eternas e
inamovibles. No había nada que añadir a lo que en ellas se establecía, por lo
que el progreso era imposible. A partir del Renacimiento, pero sobre todo desde
el siglo XVII, los hombres se fueron desprendiendo de ese lastre inmovilizador.
El mismo Eliade dice: “La
diferencia capital entre el hombre de las civilizaciones arcaicas y el hombre
moderno, ‘histórico’, está en el valor creciente que este concede a los
acontecimientos históricos, es decir, a esas ‘novedades’ que, para el
hombre tradicional constituían hallazgos carentes de significación, o
infracciones a las normas (por consiguiente, ‘faltas’, ‘pecados’, etc.), y que
por esa razón necesitaban ser ‘expulsados’ (abolidos) periódicamente”[2].
Pero el caso es que el péndulo de la cultura se fue yendo para el otro extremo:
van dejando de estar vigentes cada vez más los valores que nos ligan al pasado:
la fidelidad, el compromiso, el sentimiento de pertenencia… Incluso nuestro
pasado en sentido biológico: el sexo ya no es parte de la propia identidad; el
ciborg, el hombre-máquina, se propone como referencia de lo que vamos a pasar a
ser. Las fuentes de identidad han ido desapareciendo. Ya no sabemos quiénes
somos. O como dice Ortega y Gasset: “No
sabemos lo que nos pasa, y esto es precisamente lo que nos pasa, no saber lo
que nos pasa: el hombre de hoy empieza a estar desorientado con respecto a sí
mismo, dépaysé, está fuera de su país, arrojado a una circunstancia nueva que
es como una tierra incógnita. Tal es siempre la sensación vital que se apodera del hombre en
las crisis históricas”[3].
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