Quizás resulte paradójico, pero la superioridad de Occidente
reside ni más ni menos que en las dificultades que hemos decidido intercalar en
el camino que transcurre entre nosotros y la verdad. Cuando San Agustín, en el
friso de los siglos IV y V, sentenciaba que “en el interior del hombre habita
la verdad”, dejaba a salvo la evidencia de que, como ya había dicho
Platón, respecto de lo que hay en el mundo exterior solo podemos albergar
opiniones, interpretaciones, hipótesis, dudas… La vida en el mundo la
hemos acabado construyendo en Occidente a partir del método de ensayo-error, porque, reconociendo implícitamente que debía ser así, ya decía el
mismo San Agustín que “no puede errar quien no vive”… luego todos los demás, sí. Lo
cual quedó confirmado a sensu contrario cuando admitió que “si me engaño, existo”.
El legado de San Agustín estriba tanto en la seguridad que mostraba respecto de
la idea de que la verdad a la que había que aspirar estaba fuera del mundo como
en la correlativa evidencia de que vivir significa, no olvidarse de la verdad,
que es algo irrenunciable, sino tratar de ir descubriéndola y decantándola
mientras discurrimos a través de ese campo de incertidumbres e inseguridades
que es la realidad. “(Quien) duda, vive”, decía también el santo antes de afirmar
que, consiguientemente, “(quien) duda, piensa”.
Trece siglos más tarde, Descartes sancionaba la vigencia de
la duda en nuestro trato con el mundo, y relegaba asimismo a la verdad a un
puesto ubicado en nuestro interior, en el ámbito de la subjetividad, y accesible solo al pensamiento puro. Gracias a
estas premisas, a esta capacidad de convivir con la duda, fue posible construir
el método científico en nuestro trato con la realidad: según él, toda
afirmación no pasa de ser una hipótesis provisional que ha de someterse al
criterio de falsabilidad, es decir, exponerse a la posibilidad de que aparezca
un hecho hasta entonces ignorado que obligue a la elaboración de una nueva
hipótesis que suba un escalón respecto del grado de verdad hasta entonces
alcanzado. Es a todo esto que empuja nuestra íntima intuición de lo que es
verdadero a buscar ratificación en el mundo externo a lo que se refería Ludwig
Wittgenstein cuando decía que "un 'proceso interno' necesita
criterios externos". Y gracias al método científico fueron
posibles las subsiguientes revoluciones científica, tecnológica e industrial
sobre las que se levantó lo que hoy es Occidente. La verdad, para nosotros los
occidentales, es solo el final inaccesible de un camino hecho de
incertidumbres, el resultado de una evolución que solo finalizará en la línea
que marca un horizonte inalcanzable. “Evolución” es otro concepto que solo ha
aflorado en el contexto de la mentalidad occidental, según el cual la vida, mientras es vida, es
un camino, no algo que pueda reposar en nada definitivo.
El Islam, al contrario que nosotros, no consiente la duda.
Un musulmán se siente instalado en la verdad, la verdad que transmite el Corán.
Dudar es pecado. No hay ningún sustrato en tal mentalidad que permita la
evolución. La verdad en el siglo XXI es la misma que en el siglo VII, cuando
las huestes mahometanas se pusieron a expandir la verdad que poseían en el
único ámbito que podía ser expandida: el geográfico. Intelectualmente ya no
quedaba ningún esfuerzo más por hacer: implantado el Corán, ¿qué sentido, qué
función les queda a los demás libros? Por eso, los inmigrantes musulmanes en Europa
sacan a sus hijos de los centros escolares durante largas temporadas para
enviarlos a memorizar el Corán en algún país musulmán (unos periodistas de TV3
averiguaron en febrero de 2014 que los padres pagaban solo unos 30 euros al mes
por hijo; no averiguaron quién subvencionaba el resto de los gastos).
Sacrifican la enseñanza académica para que sus hijos aprendan de memoria el
único texto que a fin de cuentas importa: el Corán. Como es lógico, en ese ambiente
intelectual, los países islámicos han alcanzado ya el nivel que les es posible
alcanzar: la duda (y sus secuelas: el pensamiento evolutivo, la ciencia, la
filosofía…) no tiene cabida en ellos, y si no fuera por el petróleo y por los
frutos que son capaces de recoger del árbol que crece en Occidente, su riqueza
sería congruente con tal restrictiva cosmovisión. Todo lo cual viene a ser una
forma de ratificar aquello que decía Bertrand Russell: “Gran parte de las dificultades
por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente
seguros y los inteligentes llenos de dudas”.
Como bien saben los islamistas, su cultura y la nuestra no
son demasiado compatibles. Allí donde, desde el siglo VII, todo está resuelto
es difícil que quepa una manera de entender el mundo donde todo está en
permanente estado de crecimiento, donde todo es, como Platón decía, doxa, opinión, debate, cuestionamiento,
evolución… y, por tanto, tolerancia con el discrepante. Conscientes de esa
incompatibilidad cultural, las comunidades musulmanas instaladas en Occidente, tienden
a formar guetos cerrados que aspiran a que de nuestros modos de vida pase a
ellos la menor contaminación posible. ¿Se puede deducir entonces que lo
previsible habrá de ser que ambas comunidades puedan en Europa convivir
aisladas una de otra, pero pacíficamente avecindadas? Es probable que no: un musulmán
consecuente no puede renunciar a imponer la verdad. Por las buenas o por la yihad. Su último e irrenunciable
objetivo es conseguir que Dar al-Islam,
la casa del Islam, sea el universo entero. Lo que quiere decir que solo
circunstancialmente, en función de que el momento sea o no el adecuado para
poner en marcha sus pretensiones, esos musulmanes cabales interrumpirán su yihad. No se quiere decir, claro está,
que los mil quinientos millones de musulmanes que hay en el mundo sean
guerreros vocacionales dispuestos a imponer su religión como sea, pero tampoco
están demostrando que muchos de ellos se vayan a constituir en un obstáculo
para que aquellos que se pongan en la vanguardia de tal pretensión no traten de
llevarla adelante.
Según el estudio demográfico que cada año realiza la Unión
de Comunidades Islámicas de España, había en nuestro país, a finales de 2015, 1.887.906
musulmanes, el 4,06 por ciento de la población, un número que ha crecido desde
2005 un 77%. Por nacionalidades, los más numerosos entre los musulmanes en
nuestro país son los españoles: 779.080 conversos e inmigrantes que han
adquirido la nacionalidad (el 41%), y en segundo lugar, los marroquíes:
749.274. En Melilla hay 85.584 habitantes; a finales de 2015 el número de
musulmanes, evidentemente marroquíes o descendientes de ellos en su gran
mayoría, era allí de 43.981, por tanto, mayoritario. Ceuta tiene una población
de 84.498 habitantes; a finales de 2015, los musulmanes eran en esa ciudad
36.181. Son las dos ciudades de Europa más impregnadas de islamismo. En estas
ciudades, así como en la periferia de Barcelona, es donde de manera más clara se
está produciendo un peligroso caldo de cultivo entre, especialmente, los
jóvenes musulmanes, que les empuja hacia el islamismo más radical. Después de
Francia, que tiene un 8% de población musulmana, España, con un 4,06%, es el
país europeo en el que las fuerzas de seguridad han realizado más operaciones contra
el terrorismo islamista, más que Alemania (6% de población musulmana), Bélgica
(6% y 25,5% en Bruselas) o Reino Unido (5%). No todo ello será achacable,
seguramente, a la mayor eficacia de nuestra policía.
El principal motivo que hace a los jóvenes musulmanes
vulnerables frente a la propaganda de los grupos terroristas como el Estado
Islámico no es la pobreza o el paro, sino la crisis de identidad que padecen en
el contexto de un país al que incluso pertenecen y en el que estudian o trabajan,
pero en el que rechazan integrarse. En España resulta significativo que casi la
cuarta parte de los detenidos por yihadismo
tenga formación universitaria. Esa crisis de identidad, dice Ignacio Cembrero
en su libro recién editado “La España de
Alá” (La Esfera de los Libros, 2016) “no surge entre los inmigrantes de primera
generación, aún enraizados en el país en el que nacieron y empeñados en abrirse
camino en el país donde se instalaron. Germina entre sus hijos y sus nietos (…)
Son esas nuevas generaciones las que han proporcionado el grueso de los
combatientes europeos en Siria e Irak”. El 70% de los presuntos yihadistas detenidos en España en 2013 y
2014 son nacionales españoles y viven en Ceuta y Melilla. Inmersos en su crisis
de identidad, estos jóvenes la resuelven a través de un único sentimiento de
pertenencia: el que les identifica como musulmanes.
El contexto que ayuda a valorar el significado de la
existencia de población islámica en Occidente tiene en España una importante
peculiaridad: la que, prolongando el análisis que hicimos en el artículo
anterior, nos permite añadir al mismo las implicaciones que se derivan de
nuestros conflictos territoriales con Marruecos. Las que la vecina monarquía alauita
considera irrenunciables aspiraciones a las ciudades españolas de Ceuta y
Melilla, y, en una siguiente fase, a las Islas Canarias, mantienen en estado de
latencia un enfrentamiento que en algún momento podría pasar a ser efectivo. El
precedente de la Marcha Verde que permitió a Marruecos anexionarse el Sáhara
español, cuando nuestra nación estaba atravesando una grave crisis política, convertiría
en gravemente negligente cualquier análisis que excluyera la posibilidad de que
Marruecos volviera a intentar algo parecido o equivalente en algún momento
futuro con el resto de los territorios en conflicto. La invasión de la isla de
Perejil en julio de 2002 hay que interpretarla no como un hecho aislado, sino
como parte de la secuencia de vicisitudes en que va consistiendo este
conflicto. Y lo cierto es que, llegado el caso de que se produjera el
enfrentamiento abierto entre España y Marruecos, no es previsible que en la
población islámica, y mucho más en la de ascendencia marroquí, prevalezca un
sentimiento de identidad que la vincule políticamente a España sobre el
sentimiento de pertenencia a la comunidad islámica y, por tanto, favorable a
Marruecos. Máxime cuando para el reino alauita el conflicto estará
prioritariamente planteado como de intento de recuperación para la casa de los
musulmanes de un territorio hoy enajenado en manos de los infieles. Una nueva
Marcha Verde sobre Ceuta y Melilla contaría, muy previsiblemente, con una
nutrida quinta columna favorable a Marruecos dentro de esas ciudades, o al
menos no desfavorable.
Ante una eventualidad así, España tiene o tendrá dos
opciones: o retirarse, que es lo que está acostumbrada a hacer desde hace
muchas décadas en todos nuestros conflictos con Marruecos, e ir dejando que la sharia o ley islámica sustituya a la
cultura occidental y democrática en territorios que hoy están bajo su
jurisdicción; o bien poner en marcha las medidas preventivas, y si llegara el
caso las militares, necesarias. Si opta por lo segundo, ello tendría
implicaciones en tres niveles que deberían empezar a asumirse resueltamente:
Primero, el estrechamiento de nuestras alianzas defensivas
con Occidente, pues es precisamente el marco de la civilización occidental el
que debe ampararnos en nuestros posibles conflictos con países musulmanes. Como
dice César Vidal, “quizás más que nunca, Occidente es un archipiélago de libertades
rodeado por un océano de totalitarismos”, y es preciso estar dispuesto
a defenderlo. Estas alianzas internacionales deben otorgar un papel
privilegiado a Estados Unidos y a Europa occidental, pero también a Israel y a
otros países como Canadá, Australia o Japón. El yihadismo islámico es el enemigo global, y en España, además, el
expansionismo marroquí.
En segundo lugar, España (y Europa en general) debe de
implantar limitaciones a la inmigración valiéndose de un sistema de cuotas.
Dado que en España, a diferencia de lo que ocurre en otras naciones
occidentales, se proporcionan además de manera gratuita a los inmigrantes ilegales
recursos sociales, como la sanidad y la educación, que son costosos, la
posibilidad de acogerlos queda más limitada, a menos que deseemos deteriorar la
calidad de estos servicios que se costean con los impuestos de los
contribuyentes. Esas cuotas habrán de establecerse en función del número de
inmigrantes que España necesita y permitir únicamente la entrada de estos en el
territorio nacional. Es lo que impone un humilde reconocimiento de nuestras
limitaciones. Y en ese contexto, habrá que priorizar, de entre los inmigrantes,
a aquellos cuya integración sea más fácil, bien porque hablen nuestra lengua o
porque pertenezcan a nuestra cultura occidental. Correlativamente, habrá que
preterir especialmente aquellos contingentes de inmigrantes que no estén
dispuestos a integrarse en nuestros esquemas de vida o que tengan un sistema de
valores que colisione directamente con el occidental. Respecto de la población
islámica que ya está instalada en nuestro territorio nacional, obviamente debe
ser objeto de un pleno respeto a la libertad religiosa, pero siempre y cuando este
principio no atente contra otros establecidos en nuestro ordenamiento jurídico.
Así, nunca deberá ampararse la libertad de culto cuando este suponga la
aceptación del maltrato o discriminación femeninos, la mutilación sexual de las niñas o
actividades que perjudiquen la seguridad nacional, por ejemplo, a través de
predicaciones incendiarias en las mezquitas.
Por último, debería exigirse la aplicación del principio de
reciprocidad: si consentimos que Arabia saudita financie actividades islámicas
en España, habría de ser a cambio de que su monarquía tolere el ejercicio y
financiación de actividades misioneras cristianas o de expansión de la cultura
occidental en aquel país. No podría ocurrir lo que actualmente ocurre, por
ejemplo, que haya un millón de inmigrantes filipinos en aquel país, en su gran
mayoría católicos, que no pueden acudir a misa porque no hay allí ni una sola
iglesia.
Si no estamos dispuestos a poner en práctica estas medidas,
el porvenir de nuestra civilización y, respecto de España, de nuestra
integridad territorial, estará gravemente amenazado.
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