Todo empezó, podríamos decir, con
aquello de Nietzsche: “No hay hechos, solo interpretaciones”[1]. De aquí salió la
trayectoria filosófica y cultural que ha culminado en el posmodernismo. Como
fiel representante de esa trayectoria, Michel Foucault vino a concluir que la
verdad no existe, que cualquier opción es igual de válida, y hoy puede ser una
y mañana otra. De aquí surgió la idea de la “identidad fluida”,
que Foucault expresó diciendo: “No me preguntéis quién soy y no me pidáis
que siga siendo el mismo”[2].
La moral también así desaparecía: el loco o el criminal representan opciones
tan válidas como cualquier otra. Adiós hospitales y adiós cárceles. En su
dionisíaco desmadre intelectual vino a afirmar que “los seres humanos carecen de
toda norma, estatura o regulación invariable”[3].
Antes de morir de SIDA tuvo premeditadamente relaciones homosexuales a
sabiendas de que transmitiría su enfermedad a sus parejas. Sin verdad ante la
que responder, el hombre cae en el abismo.
Ortega y Gasset admitió que “el hombre no tiene naturaleza,
tiene historia” (4), es decir, que no hay una verdad permanente y para
siempre… pero porque siempre estamos transitando de lo peor hacia lo mejor,
hacia más verdad. Y afirmó: “La vida sin verdad no es vivible
(…) (El hombre) puede definirse como el ser que necesita absolutamente la
verdad y, al revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre,
su única necesidad incondicional. Todas las demás, incluso comer, son
necesarias bajo la condición de que haya verdad, esto es, de que tenga sentido
vivir”(5).
[1] Friedrich
Nietzsche: “Fragmentos póstumos”, Tº IV, Madrid, Tecnos, 2010, p. 222.
[2] Michel
Foucault: “La arqueología del saber”
[3] James
Miller: “La pasión de Michel Foucault”, Santiago de Chile, Ed. Andrés Bello,
1995, p. 95.
(4) Ortega y Gasset: “Goethe sin Weimar”, O. C. Tº 9, p. 589.
[5] Ortega y
Gasset: “Prólogo para alemanes”, O. C. Tº 8, pp. 39-40.
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