“El inteligente no está nunca seguro de serlo, ni de poder contar con
esa inteligencia que impropiamente se dice suya (…) La idea feliz aparece de
súbito en la cavidad de nuestra mente, como el pájaro despavorido se entra en
primavera por nuestra ventana. Por eso, el hombre inteligente, lejos de sentir
seguridad en sus ocurrencias, se ve siempre rodeado por la amenaza innumerable
de las asneiras o tonterías que se le pueden ocurrir, y esto –precisamente
esto– el sentirse en perpetuo peligro de ser estúpido es lo inteligente en el
inteligente, lo que le hace vivir en ese incesante y agudo alerta que le
permite evitar las necedades, sortearlas, de suerte que avanza entre las
probables asneiras, como el ciclista de circo corre en su bicicleta sorteando
las garrafas para evitar derribarlas. El parvo o necio, en cambio, es el hombre
seguro de sí, que no prevé su eventual estolidez y por lo mismo se sumerge a
fondo y sin reservas en el océano de las necedades. Lo cual llevaba a Anatolio
France a decir, con no escasa motivación, que él temía mucho más al necio que
al malvado, porque el malvado, al fin y al cabo, algunas veces descansa, el
necio jamás” (Ortega y Gasset[1]).
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