sábado, 24 de septiembre de 2011

ANTONIO LÓPEZ: UNA DELICADA VOCACIÓN POR LA MUERTE


La muerte no sólo aguarda al final: es también nuestro origen y sustrato. La vida no es sino un provisional intento de rebeldía contra esa sustancia última de la que, por un tiempo, emergemos tan impetuosa como inútilmente. Por un lado, la vida parece discurrir de manera arrolladora, como si estuviésemos poseídos por la ilusión de que pudiera ser eterna; pero por otro, la muerte se nos insinúa de manera persistente como nostalgia de una paz (la misma que sobrevendría si dejáramos de tener tareas pendientes) de la que nos aleja el bregar incansable de cada día y la lucha contra el desencanto acumulativo que el propio vivir genera. Atravesado cierto meridiano, el exuberante gesto de rebeldía en que la vida consiste empieza incluso a impregnarse de languidez y decadencia, igual que los árboles en el otoño, como si se tratara de que nos hiciéramos capaces de comprender, con el Macbeth de su momento más sombrío, que, efectivamente, “la vida es sólo una sombra caminante, un mal actor que, durante su tiempo, se agita y se pavonea en la escena, y luego no se le oye más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada”.

La inercia es el representante de la muerte aquí, en la tierra de los vivos; el modo en que se manifiesta su omnipresente latencia. Cuando Antonio López instruye a sus modelos, le imagino diciéndoles que abandonen todo esfuerzo expresivo, que dejen de tensar cualquiera de sus músculos, que lo que él pretende con sus pinturas y esculturas es deconstruir los cuerpos hasta que lleguen a su máximo momento de inercia e inexpresividad. A su hija María, con diez años, aún le consiente esa muestra de aproximación que significa sostener la mirada, pero la mayoría de sus personajes miran al vacío, están flácidos, abstraídos, ausentes; en el cuadro más conocido de su hija Carmencita, la pinta de espaldas. Llevando hasta el extremo la constatación de Ortega de que “la forma es un movimiento detenido”, muchas veces esos personajes de sus cuadros y esculturas están dormidos o tumbados. Me cuesta pensar que, al recibir a los modelos profesionales en su casa o en su estudio, llegue Antonio López a decirles algo más que “buenos días” o “hasta mañana”. Interactuar con ellos comprometería el resultado que parece que busca: sustraer de su figura todas las distorsiones expresivas a que conduce esa falaz ilusión en que consiste el vivir. Ya decía Cioran que “el desapego a la vida engendra un gusto por la rigidez. Comenzamos a ver un mundo de formas rígidas, líneas precisas, contornos muertos”. A veces, asimismo, los escenarios recreados por López son declaradamente fantasmales u oníricos: platos o velas flotando en el aire, lámparas colgando en el vacío en un espacio exterior, personajes con los ojos difuminados…


Cuando pinta interiores, la atmósfera reflejada empuja al espectador, si no a la claustrofobia, sí, al menos, a cierto grado de congoja: retretes sucios, puertas que dan a nuevos espacios cerrados, ventanas que se abren a suburbios inanimados, luces de neón estupendas para dar el tono luminoso a una sensación de ahogo… Todo ello trasladado al cuadro, eso sí, con encomiable delicadeza, incluida la mugre de los retretes.


Y respecto de los exteriores, singularmente los paisajes urbanos de Madrid, nos dan una exacta idea de lo que sería una ciudad después de ser atacada con bombas de neutrones. Sabido es que el efecto de la radiación de estas bombas consiste en la eliminación de cualquier clase de vida, pero la plena conservación de edificios y estructuras físicas. Impresiona ver la Gran Vía de Madrid sin coches ni viandantes. No voy a negar que resultaría atractivo pasear por una ciudad así, sin ruido, sin tráfico, sin aglomeraciones… durante cinco minutos, para acto seguido echarse a correr, porque un paisaje así tendría toda la pinta de ser un muy mal augurio. No todo lo que pinta o esculpe Antonio López resulta así de fantasmal. Incluso puede que sea cierta una primera constatación que creo haber realizado: le resulta más fácil ganar en expresividad y vivacidad cuanto más se aleja del paradigma del realismo.


Ante la metodología de trabajo de este gran artista no deberíamos pasar de largo, como si no tuviera mayor significado: sus cuadros se desarrollan a lo largo de varios años, décadas en ocasiones, con una plasmación lenta, meditada; no creo que erráramos mucho si dijéramos que hasta obsesiva. Los aspectos de lo cotidiano que refleja se trasladan al lienzo o a la escultura a veces con un detallismo extremadamente minucioso. Retoca, rehace y corrige obsesivamente, llegando a recuperar piezas que ya estaban en manos de sus clientes para dar otra vuelta de tuerca al proceso creativo incluso después de muchos años… y al final devolver la obra a su dueño de nuevo. En su opinión, “una obra nunca se acaba, sino que se llega al límite de las propias posibilidades”. De hecho, muchas de sus pinturas están efectivamente inacabadas, lo cual resulta paradójico si lo relacionamos con el detallismo que por otro lado exhibe. En el mismo tipo de predisposiciones psíquicas que le llevan a realizar así sus obras habría que incluir su intento de reflejar un mismo paisaje en diferente cuadros a distintas horas del día, lo cual le obliga a veces a interrumpir su trabajo y a volver al cabo de un año sobre él, para no perder los matices que la traslación del sol provocaría sobre los efectos de luz y sombras cuando ya han pasado unos días. Hay que deducir que nuestro artista no llega a permitirse, pues, la sensación de certidumbre, de haber concluido ya lo que quería hacer, o de haber capturado, por fin, con su arte, el ser (estético) de las cosas; y así, la duda sobre lo que ha hecho, la indeterminación, pasa a ser un ingrediente más de su trabajo.

La técnica que, por otro lado, exhibe Antonio López, su destreza como pintor y como escultor, el estudio que realiza de las variaciones de luz, el cuidado en cada pincelada o en cada centímetro cúbico de volumen… no hay que decir sobre ello más que una cosa: insuperable. Lo siento por quien se haya perdido la exposición del Thyssen-Bornemizsa (dentro de un rato será 25 de septiembre, el último día).


Pero es lo cierto que, en este rincón virtual en el que escribo, el arte viene tratándose, más que desde el punto de vista estético, como una de las formas en que se manifiesta el alma, que late más abajo, compartiendo magma con los sentimientos y los modos primordiales de situarse en la vida y ante el mundo. Allí al fondo, el núcleo del alma resulta ser un centro de atracción y de proyección a la vez, una especie de péndulo que, oscilando, a ratos se acerca y a ratos se aleja de su más genuino estado: la vertical, allí donde los dinamismos contrapuestos que lo constituyen encontrarían, por fin, su equilibrio y compensación. Aquél sería precisamente el punto de arranque del movimiento pendular, cuando todavía no era movimiento, de modo que el ir y venir de la bola serían en realidad, de ese modo, sendos deslices o transgresiones de la postura esencial que se esconde tras el balanceo: la inmovilidad, algo así como el motor inmóvil de Aristóteles. Todo en el péndulo recalaría allí si no fuera porque todo quiere alejarse de allí. Todo lo que, en el péndulo y en el resto del universo, se dedica a buscar ese punto de equilibrio allí representado lo acaba perdiendo. “El mundo –decía Lao Tsé– es un Recipiente Sagrado que no se puede manipular. Quien lo manipula lo estropea. Quien lo agarra lo pierde”. Cuando crees que te acercas… ya te estás alejando. “Entramos y no entramos en los mismos ríos; somos y no somos”; “Camino arriba, camino abajo, uno y el mismo”, decía también Heráclito sin salirse de este mismo ámbito de paradojas. ¿En qué consiste, pues, ese centro de atracción y repulsión universales desde el que van emergiendo todas las funciones del alma y en donde late todo lo que de nosotros alguna vez se hizo manifiesto? Consiste en… nada. De allí venimos y allí volveremos. Mejor dicho: de allí estamos viniendo y hacia allí estamos volviendo. A la vez. “En la promesa de ser, se esconde la atracción del no-ser”, decía María Zambrano, envuelta también en esta paradoja. La muerte, la nada, es la paz que anhelamos y la desaparición que tememos. La vida es el péndulo alejándose de la vertical, del estado de reposo; la nostalgia, el deseo de regresar a lo que, viviendo, sentimos haber perdido, es el péndulo acercándose a la vertical, atendiendo a la llamada de la muerte. Poniendo el énfasis en esta primera clase de movimiento, decía Ortega: “La vida activa, la vida que se mueve, se mueve hacia la muerte (...) El movimiento es la vida gastándose, es el disfraz de la muerte entrando astuta en la vida”. Heidegger concluía: “vivimos para la muerte”. Completemos ambos pensamientos con una obviedad que compensa su parcialidad: vivimos contra la muerte.


Cuando dormimos, permanecemos inertes o nos retiramos del mundo y de su ruido, estamos acercándonos a la vertical del péndulo (viviendo para la muerte). Esa atracción por la inmovilidad puede llegar incluso a la patología si consigue opacar excesivamente la parte dinámica de lo que somos (la que vive contra la muerte). Pierre Janet, un destacado psicólogo de aquella gran hornada de la que salieron Freud, Jung, Adler… alumbró el concepto de psicastenia para designar con él un trastorno del sentido de la realidad caracterizado por la debilidad psíquica de quien lo sufre, que le impide confrontarse adecuadamente con las experiencias cambiantes que van surgiendo en la vida. Confrontados los variables estímulos con un yo pasivo y retraído, no se consigue darles una forma organizada, de modo que lleguen a la percepción convertidos en conjuntos congruentes, por lo cual el sujeto psicasténico, colocándose a la defensiva, reduce su trato con los estímulos en general, renuncia a adentrarse en esa fuente de inquietud permanente, de caos, que son el mundo y los demás. Prolongando esa retirada, se hacen frecuentes los sentimientos de cansancio, incluso cuando falta la actividad, los dolores corporales, las dudas que llevan a la irresolución, los pensamientos obsesivos, los miedos infundados… El psicasténico está sesgado hacia la parte del movimiento pendular que busca el punto de inmovilidad, y, en la misma medida, se aleja de la parte de sí que querría centrifugarse hacia la vida. “El hombre no tiene más remedio que aprender a (…) sentirse a la par mudable y eterno”, decía Ortega. El psicasténico quisiera, sin embargo, renegar de su mutabilidad; pero aspirando a la eternidad lo que hace es alejarse de la vida. Momentos de perplejidad como éste, le hacían a Lao Tsé preguntarse en el Tao: “¿Qué mal es mayor: la pérdida o la posesión?”.

Pierre Janet, en su libro “De la angustia al éxtasis”, uno de los pocos suyos publicados en español, describe así a uno de sus pacientes psicasténicos-tipo: “Por lo demás, de cuando en cuando, esta misma enferma se queja de dificultades en la percepción, bastante singulares. Los objetos son vistos con un detalle excesivo, sin percepción suficiente del conjunto, y además pierden su significación, y sobre todo su uso: ‘Veo las hojas de los árboles una por una, las piedras de la pared demasiado claras, y no veía yo así antes… veo que es un banco, pero no tengo ya la idea de que es posible sentarse en él, es un banco porque tiene patas, y me parece que no sirve para nada’ ”; algo así como si una ciudad dejara de servir de hábitat para sus ciudadanos. Y como si la excesiva atención a los detalles impidiera referirse a las globalidades, o vislumbrar grandes asuntos dentro de los que lo cotidiano (un frigorífico, una taza de váter, un conejo desollado, un membrillo…) sólo fuera una parte. Porque, como dice María Zambrano, “sólo tras de haberse señalado un fin lejano aparecen las finalidades inmediatas. Esa lejana luz es claridad que recae sobre las circunstancias inmediatas y las ordena, las hace cobrar sentido”.

Prosigue más adelante Pierre Janet describiendo las fluctuaciones del estado de ánimo en sus pacientes, que podríamos asimilar a las que se deducen de la ley del péndulo enunciada antes: “Las más de las veces se reconoce que uno de esos estados presenta una actividad psicológica más débil, lenta, una tendencia a la inercia, con disposición a la tristeza y a la desconfianza, mientras que en el otro estado se observa una actividad mayor (…) La inestabilidad del humor, la oscilación entre dos estados opuestos en que predominan la inercia o la agitación, es extremadamente frecuente, hasta en el individuo casi normal; es absolutamente trivial en todos los neurópatas (…) En el primero de ellos, en el estado de obsesión, que se prolonga durante años, Sofía parece ante todo muy lenta (…) no muestra ninguna firmeza en sus actos o afirmaciones. Necesita horas para lavarse, para escribir una palabra en una carta; borra lo escrito, recomienza cien veces el mismo renglón y a menudo no termina la carta, porque es incapaz de firmarla (…) Sofía se queda una hora ante una puerta preguntándose si quiere entrar, sopesando los argumentos en pro y en contra”. La irresolución como método.

A veces, cuenta Janet, hubo que ir a buscar a Sofía y sacarla de unos almacenes a los que había ido a comprar: “¡Es tan doloroso –explica al terapeuta– tener que decidir entre una canasta redonda y una canasta cuadrada! ¿Por qué no escogieron por mí? (…) Es demasiado complicado para mí, me enredo, me siento desdoblada, una cree una cosa, la otra cree otra, yo no puedo unificar todo eso”. Finalmente, siente que “carecen de realidad (…) todos los objetos, todos los seres sobre los que se fija su atención, y en los que trata de creer sin lograrlo”. El mundo y el yo devienen en fantasmagorías, en entidades extrañas e inaprensibles. Y entonces recuerdo a María Zambrano diciendo: “El conocimiento de cualquier género de realidad que sea requiere su horizonte adecuado (…) Y cuando no lo hay, sucede que se vive, en lo que hace a esa realidad, como en sueños”. Y aún más decía nuestra filósofa: “Si este horizonte cayera destruido de repente nos encontraríamos que lo que estábamos mirando en este momento, por insignificante que fuese, se convertiría en algo terrible, en algo que no nos permitiría ni movernos; seríamos presa del terror de su presencia”. Lo presente, lo cotidiano… lo insignificante, cuando no son tan sólo el primer plano de unas realidades enmarcadas por el lejano horizonte, nos atrapan en la inmovilidad. En una angustiosa inmovilidad.


No caigo en la temeridad (y en la trivialidad) de considerar el arte de Antonio López como producto de una personalidad patológica. Pero sí estoy hablando de tendencias, flujos o gravitaciones hacia determinados complejos de energía que dan su contenido y perfil al alma humana. Y el sesgo de la obra de Antonio López es el mismo que el de la cultura que impregna hoy nuestra manera de estar en el mundo: la que ha generado el desencanto, la persistente deconstrucción de todo lo que trasciende de lo inmediato, del aquí y ahora, del detalle, de lo estrictamente cotidiano; la instalación en la incertidumbre, en la ausencia de principios claros que rijan nuestras decisiones y comportamientos; la pasividad ante unas circunstancias que nos llevan y nos traen porque hemos dejado de tener objetivos vitales sobre los que sostener nuestra voluntad. En una entrevista concedida a El País en abril de 2008, declaraba el artista de Tomelloso: “Yo no he decidido mi vida, tengo esa sensación. He sido como obediente a algo que me ha hecho hacer las cosas de una determinada manera. Es la sensación que tengo”. El yo, por tanto, como lugar de paso de las circunstancias, y nada más. Y sin embargo, de aquí mismo parte el camino hacia las metas culturales que ya están proponiendo los nuevos tiempos: las que nos permitan comprender que también la circunstancia es, además, algo que hiende, atraviesa y configura nuestro yo.

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domingo, 18 de septiembre de 2011

LO TERRIBLE QUE RESULTA QUE YA NO EXISTAN LAS NARANJAS

Jamás conseguiremos ver una naranja. Sólo llegaremos a ver fragmentos de ella, nunca la naranja entera. Como la Luna, aquélla siempre nos guardará el secreto de una de sus caras, igual que vimos, no hace mucho, que el bosque nos velaba su existencia, porque siempre había árboles que nos lo tapaban. “A la naturaleza le gusta ocultarse”, dejó dicho Heráclito. Sin embargo, los hombres, llenos de fe, hemos decidido creer en lo que no vemos, y recogiendo los fragmentos sucesivos de nuestras percepciones, construir con ellos, abstrayéndonos, esas entidades inaccesibles a nuestra percepción que llamamos Luna, naranja o bosque… Bueno, corrijamos lo dicho: esa confianza que nos ha llevado a dar tal crédito a nuestras abstracciones parece haber entrado hace tiempo en una crisis galopante, y así, la cultura posmoderna, deseosa de encontrar una realidad objetiva que no dependa de nuestro subjetivo apuntalamiento, anda acuciándonos para que aceptemos que sólo existen los fragmentos de realidad, no esas abstracciones con las que habíamos dado en creer que se constituye la realidad. Olvidémonos, propone el posmodernismo, de esas falacias que no son mas que palabras, atengámonos a lo inmediato y evidente. Dejemos atrás esas construcciones mentales: “naranja”, “bosque”, “patria”, “amistad”, “marido/mujer”, “justicia”, “historia”… y atengámonos a lo que hay: el fragmento de las cosas del que nuestros sentidos se pueden hacer cargo; la porción de vida social en la que ahora estoy a gusto (ubi bene ibi patria, donde se está bien, allí está mi patria, que decía el adagio latino); el buen rollo que aquí y ahora tengo con esta persona (mañana será otro día que hoy no existe… y ya veremos); la búsqueda de un equilibrio coyuntural y contingente entre pretensiones actuales contrapuestas de partes en conflicto; los microrrelatos de lo que ocurre que el azar va dando de paso… Lo demás, ya lo dijo Roscelino de Compiègne en el siglo XII, y Guillermo de Ockham, en el XIV, lo repicó a los cuatro vientos, son “flatus vocis”, soplos de voz, simples palabras, cosas que nadie ha visto ni llegará a ver.


Así que el espíritu de esta época ha aceptado llevar sobre sus hombros la tarea de depurar la realidad de todas esas construcciones mentales que supuestamente no hacen otra cosa que distorsionarla; ha aceptado deconstruir, pues, todas las abstracciones con que la cultura parece que había ido distrayendo la forma adecuada de mirar el mundo. Algo de eso sí que debía de haber, porque desde que los hombres asumimos la nueva perspectiva no es posible negar que hemos ido recorriendo unos siglos que han sido testigos de un avance arrollador en el conocimiento de las cosas. Pero ¿era necesario llegar a donde hemos llegado? Que, efectivamente, nunca logremos conocer el bosque, ¿hace inútil y falaz la idea de bosque? ¿Sólo existe lo que está hecho de materia y nada que proceda del espíritu (ninguna sustancia en alguna medida mental) merece nuestra atención ni consideración?

Decía Ortega: “Si la ‘idea’ triunfa, la ‘materialidad’ queda suplantada y vivimos alucinados. Si la materialidad se impone, y, penetrado el vaho de la idea, reabsorbe ésta, vivimos desilusionados”. Discurrimos, pues, sobre el bisel de una forma de vivir que ineludiblemente, para ser cabal, ha de dar a esas dos vertientes: obligados a contar con lo que materialmente son las cosas, pero sin amputar de ellas lo que nos deben para estar completas. Si prescindimos de la materia (esa entidad caótica y fragmentaria), podemos acabar delirando que de lo que no vemos brotan vahos de ilusoria realidad que, fraudulentamente, aceptan tomar la forma que prefieren nuestros deseos. Pero si es lo ideal lo que pretendemos relegar, los fragmentos de realidad que entonces quedan, dejados a su albur, acaban inevitablemente desembocando en el caos, y en lo que a nosotros respecta, acabaremos aceptando ser sujetos pasivos sin ningún papel que cumplir en la constitución de las cosas que configuran nuestro modo de vivir, desilusionados o, como Pierre Janet prefirió decir, psicasténicos, sin fuerza psíquica, sin eso que Nietzsche llamaba voluntad de poder, que es la voluntad puesta al servicio del vivir más (que, finalmente, es la única forma de vivir).

El psicasténico es un realista (los tests así lo corroboran), alguien acostumbrado a mirar y a responder sólo a lo que es evidente, sólo a lo que está al alcance de los sentidos. Necesita ver para creer y conduce su mente por el cauce de su intención deconstructora de realidades no evidentes, de su des-ilusión. “Hay distancias, luces e inclinaciones –sostiene Ortega–, desde las cuales el material sensitivo de las cosas reduce a un mínimo la esfera de nuestras interpretaciones (…) La cosa inerte y áspera escupe de sí cuantos ‘sentidos’ queramos darle (…) He ahí lo que llamamos realismo: traer las cosas a una distancia, ponerlas bajo una luz, inclinarlas de modo que se acentúe la vertiente de ellas que baja hacia la pura materialidad”. Pero a los realistas, tan ceñidos a lo que alcanzan a ver sus ojos, ¡qué cosas!, se les escapa la realidad. Dice también Ortega: “Es un error creer que el aspecto más verídico de una cosa sea el que ella ofrece sometida a una visión muy próxima. Ver bien una piedra es mantenerla a tan corta distancia de nuestros ojos que percibamos los poros de su materia. Pero ver bien una catedral no es mirarla a la misma distancia que una piedra. Para ver bien una catedral hemos de renunciar a ver los poros de sus sillares y alejarnos de ella debidamente”. También Nietzsche sentenciaba: “Demasiado primer plano hay en todos los hombres, ¡qué tienen que hacer allí los ojos que ven lejos, que buscan lejanías!”. Esa distancia necesaria para ver bien las cosas es la que va desde la materia hasta la realidad, es una capa concéntrica que se superpone, sin negarlo, a lo material, y está hecha de sustancia espiritual, de conceptos.

Persiguiendo el rastro que nos dejan tales reflexiones, llegaremos a concluir, efectivamente, que los fragmentos de realidad que hoy pretenden imponérsenos como únicos depositarios de verosimilitud son simples percepciones de quien cree que el mundo es sólo lo que está pegado a sus ojos (que sólo existe la mitad de naranja que ve). Están esas otras realidades distantes, no evidentes, como son la justicia, la historia, los bosques y hasta las naranjas, para apreciar las cuales no sólo hemos de alejarnos, sino abstraernos de ellas, salir de su realidad inmediata, hasta llegar a esa zona de nuestra intimidad de donde ha de salir lo que aquélla necesita para convertirse en realidad cabal: nuestros conceptos. ¿Que preferimos quedarnos sólo con los fragmentos, con la realidad evidente y tangible, con el ir y venir de lo que nunca llega a entreverarse del todo con nuestros conceptos? Hemos optado entonces por el caos, que sí, que es el fondo último de todas las cosas y a lo que todas ellas vuelven una y otra vez. Pero entre tanto, si queremos saber que podemos comer esos fragmentos deslavazados que tenemos ante nosotros, hemos de contar con ese atractor de recuerdos que es el concepto (ya dijo Platón que pensar es recordar, captar similitudes) y que nos permitirá saber que, de modo semejante a otras veces que hemos comido postre, se trataba de una naranja. De otra manera, si nos faltara el concepto, tendríamos que rehacer cada vez la experiencia desde su momento inicial (justo lo que los artistas de vanguardia querrían). Como Ortega también decía: “Si no hubiera más que ver pasivo quedaría el mundo reducido a un caos de puntos luminosos. Pero hay sobre el pasivo ver un ver activo, que interpreta viendo y ve interpretando: un ver que es mirar. Platón supo hallar para estas visiones que son miradas una palabra divina: las llamó ideas. Pues bien, la tercera dimensión de la naranja no es más que una idea, y Dios es la última dimensión de la campiña”.

domingo, 11 de septiembre de 2011

UNA TEORÍA DEL CAOS

Hay un hilo conductor que va enlazando, sobre todo, los últimos artículos escritos y que, resumiendo, podríamos enunciar diciendo que estamos viviendo un momento culminante de la modernidad que se inició con el Renacimiento, y cuyo legado fundamental es el del intento de aterrizar en la realidad desnuda, una vez despojada de todas las mistificaciones que el miedo y la ignorancia han ido depositando sobre ella como una costra anquilosante. Por alguno de los ramales abiertos por esta expedición histórica en busca de lo real, hemos acabado desembocando al borde del abismo, en los aledaños del caos; en una palabra, en el nihilismo (no en un nihilismo que sirva de transición a otra cosa, como Nietzsche quería, sino en un nihilismo que se pretende definitivo), peligro que en nuestro análisis hemos ido abordando desde diferentes perspectivas. La de hoy intentará adentrarse fundamentalmente en los dominios de la psicología.

“La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”, decía Ortega. Para los filósofos de la antigua Grecia el caos era equivalente al cambio y, en última instancia, al movimiento. Era el caos el resultado de que, al moverse o cambiar, las cosas dejaran de ser reconocibles, identificables entre una vez y la siguiente. Por ello inventaron (digámoslo así) los conceptos. “Una de las funciones de los conceptos –decía María Zambrano– es tranquilizar al hombre que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida, los conceptos son límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la sorpresa continua de los acontecimientos”. Frente al caos del ir y venir de eso que, si se estuvieran quietas, serían cosas, los conceptos aportan, precisamente, quietud, pautas de repetición, forma, sentido, ser a esas cosas.

La psicología existencial es uno de los pocos paradigmas que en psicología han considerado el sentido de la vida como la referencia fundamental a la hora de fijar aquello en lo que consiste la salud mental. Viktor Emil Freiherr Von Gebsattel (1883-1976) fue uno de sus más significados representantes. Autor que puede ayudarnos, pues, a seguir el rastro de lo que significa el sentido de la vida y su contrapartida, el caos, el absurdo, y al que seguiremos concretamente a lo largo del relato de la enfermedad de Julie Weber, alemana, nacida en 1784, cuyo caso quedó registrado en forma novelada, y que, en ese registro, Von Gebsattel estudió con detenimiento y pericia. Julie Weber sufrió, entre los 18 y los 24 años un grave caso de fotofobia (fobia a la luz) que la inhabilitaba totalmente para poder llevar una vida normal. Sus percepciones ópticas se hacían insoportables a partir de un umbral de sensibilidad muy bajo. El ver, incluso en la oscuridad más profunda, suponía para ella una tortura. “Si quería ver algo, al dejar reposar su vista, aunque no fuera más que un momento sobre el objeto, era como si el ojo se viese sobrecogido y oprimido por la masa de aquel objeto; se cerraba involuntariamente, y la enferma tenía unas terribles sensaciones, pero no en el ojo, en el que simplemente sentía presión y abatimiento, sino en el alma, por la angustia y las ansias de muerte”. Esto ocurría tanto cuando el objeto estaba iluminado como cuando lo vislumbraba en la oscuridad, por lo que se puede hablar de una auténtica fotofobia.

Todos los movimientos que se producían ante sus ojos le resultaban insoportables; no sólo los objetos, sino sus propias manos y pies moviéndose ponían en marcha sus crisis fóbicas. También las visitas le producían angustia al moverse delante de ella, por lo que tenían que envolverse en algo oscuro, y sentarse tras ella en una habitación ya plenamente oscurecida. Los días en que tenía los ojos más delicados, la paciente “no podía moverse del sitio, con el fin de evitar el contraste de los objetos”; finalmente, tenía que “sentarse en el suelo, apoyarse en un codo y reducir en lo posible su círculo visual metiéndose mucho el sombrero”. Aunque la fotofobia era el síntoma más importante de la enfermedad de Julie Weber, también tenía síntomas depresivos así como trastornos orgánicos de origen psíquico.

La fotofobia en esta persona tenía unas características peculiares que bien podrían enunciarse como angustia ante la visión de objetos, considerando el fenómeno luminoso como una circunstancia acompañante. La enferma se esforzaba por no reposar la vista ante ningún objeto; no miraba las cosas con fijeza, sino rápida y fugazmente. Y si, por descuido, llegaba a detener su mirada sobre algún objeto, se sentía sobrecogida, daba un grito y se ponía al borde del desvanecimiento, atravesando una intensa crisis de angustia y sensación de muerte inminente.



Lo que hacía que Julie Weber se sobrecogiera era la sensación de “masa”, es decir, la infinidad de impresiones que se le acumulaban al mirar. Incluso en la más profunda oscuridad, y mirando sólo de pasada, la enferma decía distinguir los más finos detalles, hasta “cada hilo de las telas” en los vestidos de sus visitantes. No era, pues, tanto el impacto de la claridad como el de la cantidad de abigarradas y desordenadas impresiones visuales lo que la sobrecogía, atrapada como quedaba en esa perspectiva tan cercana que le impedía captar globalidades. Von Gebsattel creía que el diagnóstico adecuado para Julie Weber hubiera sido el de fobia psicasténica. “Psicastenia” es una entidad diagnóstica acuñada por Pierre Janet para designar una enfermedad psíquica caracterizada por la depresión del tono emocional, flacidez y permanente sensación de cansancio, ausencia de tensión psíquica para emprender cualquier tarea y lo que se dio en llamar “debilidad irritable”. Pero podríamos conjuntar todos los síntomas de la psicastenia y decir que es una enfermedad propia de sujetos instalados pasivamente frente al mundo; no organizan los estímulos que les llegan del entorno, sino que sufren pasivamente su invasión. En suma, su enfermedad coincide con el fracaso en la defensa frente a la posibilidad de quedar anegados en el caos. Por eso estas personas se retiran del mundo, de los objetos: porque sólo les llegan bajo la apariencia de caos, de miríadas de estímulos dispersos que su estructura psíquica no es capaz de integrar en un todo. Su pasividad consiste en no ser capaces de organizar su entorno, y debido a ello generan fobias defensivas que, a falta de mejor remedio, les llevan a retirarse de él. El vértigo y la agorafobia (miedo a los espacios abiertos), también presentes en Julie Weber, serían trastornos que asimismo obedecerían a esta distorsión de la percepción. El vértigo es una sensación debida a la ausencia de un referente interior que se mantenga firme frente a la invasión de estímulos desorganizados y cambiantes. En general, los fóbicos con síntoma de vértigo explican sus sensaciones diciendo que es como si los objetos vinieran a gran velocidad hacia ellos. Su falta de estabilidad es lo que en esas condiciones les produce el miedo a caer. La defensa inmediata consiste en no moverse del sitio. Del mismo modo, la agorafobia supone que quien la sufre es incapaz de enfrentarse a la percepción de espacios abiertos, en los que tiene la sensación de que va a ser arrollado por los objetos del entorno; sin embargo, una vez que llega la noche, muchos agorafóbicos son capaces de atravesar esos mismos espacios amparados por la oscuridad.


La debilidad, el vértigo, el desvanecimiento, la sensación de impotencia y la angustia son las secuelas que arrastra aquella manera pasiva de estar en el mundo, desde la cual éste pasa a ser sentido como algo hostil y amenazante, en donde los espacios abiertos parecen devorar, los movimientos arrollar y confundir y la luz hacer daño. María Zambrano da razón de estos mecanismos que desembocan en el trastorno psíquico en general: Cuando éste se produce, dice, “solemos tener la imagen inmediata de nuestra persona como una fortaleza en cuyo interior estamos encerrados, nos sentimos ser un ‘sí mismo’ incomunicable, hermético, del que a veces querríamos escapar o abrir a alguien (…) A mayor intensidad de vida personal, mayor es el anhelo de abrirse y aun de vaciarse en algo; es lo que se llama amor, sea a una persona, sea a la patria, al arte, al pensamiento (…) La pérdida de esta conciencia de ser análogamente, de ser una unidad en un medio donde existen otras, comporta la locura”. La indefensión ante el caos y consiguiente angustia o la huida hacia el interior de sí mismo, hacia ámbitos que antecedan a la irrupción de ese caos, constituirían, pues, el síntoma nuclear de los trastornos psíquicos. Frente a ello, dice también Zambrano, “el sistema es lo único que ofrece seguridad al angustiado. Castillo de razones, muralla de pensamientos invulnerables frente al vacío”.


El modo positivo de afrontar el caos por el cual Julie Weber y cualquier persona posicionada pasivamente frente a su entorno se sienten arrollar consistiría en la captación de regularidades sobre las cuales construir un mundo sujeto a normas, ordenado y, consiguientemente, previsible. En suma, un mundo que, en una proporción suficiente, venga a ser el correlato de nuestras categorías y conceptos. Los conceptos resultan del hecho de aislar intelectualmente áreas de estabilidad en el ir y venir de las cosas, a las cuales ponemos nombre. Si podemos incorporar nuestra experiencia del mundo a tal sistema de categorías, de forma que adquiera así un sentido, la angustia original remitirá y aceptaremos salir a él.


Estos conceptos que nos van saliendo al paso: caos estimular, retirada hacia lo interior, percepción del mundo como algo hostil, vértigo ante la irrupción arrolladora de los objetos, reacción mecánica (pasiva) a los estímulos del entorno, amputación en la propia perspectiva de la categoría de lo lejano, a la cual se renuncia para quedar absorto, atrapado en lo inmediato… trataremos de alojarlos ahora dentro de un contexto más amplio que el que nos procura la perspectiva psicopatológica, buscando el significado cultural que sea capaz de dar razón de ellos, el que precisamente hemos también abordado en los artículos anteriores. Estamos, pues, discurriendo a lo largo de bucles diversos (o de uno mismo hecho de diversos colores) que nos ayuden a comprender desde puntos de partida diferentes cuál es, como diría Max Scheler, el puesto del hombre del siglo XXI en el cosmos. Pero por hoy dejaremos aquí la tarea.

sábado, 3 de septiembre de 2011

¿TODA OBRA ARTÍSTICA ES UN DELITO NO COMETIDO?

Esa pregunta la formuló como afirmación Theodor Adorno (1903-1969), destacado filósofo alemán, y como tal habría de servir de adecuado frontispicio, incluso de anticipada (y provisional) conclusión para el relato de una desconcertante anécdota entresacada de la vida de Jackson Pollock (1912-1956), principal representante del expresionismo abstracto norteamericano, que allá por los años cincuenta del pasado siglo llegó a ser considerado la primera estrella del arte estadounidense.

Una noche de primavera de 1952, su amigo Tony Smith, que vivía a cientos de kilómetros de Nueva York, donde Pollock residía, recibió una llamada telefónica de éste que en seguida adquirió tintes truculentos:

–Me voy a suicidar –anunció el pintor a su amigo.

–Aguanta, voy para allá –le contestó éste, que acto seguido, y en plena noche, empezó a recorrer en coche la distancia hasta Nueva York. Después de cinco horas, y tras entrar en la casa de Pollock, observó que éste estaba borracho, algo habitual, colérico, nada extraño, pero blandiendo un gran cuchillo y con una persistencia especial en su anormal comportamiento. El cuchillo lo agitaba alternativamente contra su mujer, Lee Krasner, acurrucada detrás de la cama y muerta de miedo, y contra sí mismo, y maldecía al mundo a gritos. Llevaba siete horas en esa actitud.

Smith, poco a poco, se fue acercando a él. Sabía que no podía hacer alusiones directas a su estado sugiriéndole que ya había bebido demasiado, porque el efecto sería el contrario del deseado. Así que empezó a hablar con él de arte. Pollock se fue calmando. Dejó el cuchillo y cogió un cigarrillo y la botella de whisky. Para conseguir que acabara de “salir de sí mismo”, Smith le propuso hacer un cuadro juntos allí mismo.

Son famosos los estados de trance por los que atravesaba Pollock cuando pintaba. Arrojaba sobre el lienzo, apoyado en el suelo, el contenido de los tubos de pintura, y con un palo, una espátula u otro instrumento, generaba de forma impetuosa trayectos sinuosos, retorcidos o quebrados para los grumos de pintura depositados. Después de que Smith hubiera extendido su primera porción de pintura naranja y Pollock la correspondiente de pintura negra, la mezclaron. “Parece vómito”, murmuró el primero. “Comparado con Pollock –había dicho un crítico de arte–, Picasso resulta un tranquilo conformista, un pintor del pasado”. Sin embargo, no tenía destreza como pintor. Siendo niño no había mostrado ninguna inclinación por el dibujo o la pintura y, más aún, ningún talento.

Por la mañana, Smith y la mujer de Pollock llevaron a éste, que había quedado inconsciente, a una silla, en la que descansó. En los seis meses siguientes, el alcoholizado pintor volvió a repasar una y otra vez aquel cuadro que habían empezado los dos amigos, y que acabó titulando “Postes azules”. Veinte años después de aquella noche y dieciséis después de la muerte de Pollock, ese mismo cuadro se vendió por dos millones de dólares al Gobierno australiano. Lo que empezó como improvisada desviación de un impulso cuasi criminal en una noche de desenfrenada borrachera, acabó siendo el cuadro más cotizado de la historia de Estados Unidos. Ni siquiera Picasso, por entonces, había superado nunca el millón.


Aparentemente quedaría, con lo relatado, suficientemente explicado, en primera instancia al menos, el título de este artículo que de inicio pudiera haber resultado un tanto críptico. Para abundar en esa manera de valorar el arte, podríamos también traer a colación la tremebunda exposición de las esencias del surrealismo realizada por André Breton, y que, aunque hemos transcrito en los últimos artículos, volvemos a recordar: “El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud”. Ya antes, Degas –¡Edgar Degas: el pintor de los gestos delicados y casi ingrávidos!– había afirmado: “Una pintura requiere tanta astucia, picardía y maldad como la comisión de un delito”, y al artista neófito le recomendaba que fuese “taimado”. El fauvista, y en su juventud revolucionario, Maurice de Vlamink, del que también hemos hablado en otra ocasión, dijo asimismo: “Lo que habría conseguido tirando una bomba –lo cual me habría llevado al patíbulo– intenté hacerlo en el arte, pintando, usando colores de la mayor pureza. Así satisfice mi deseo de destruir las viejas convenciones, de desobedecer”. El propio Miró anunció: “Quiero asesinar la pintura”.

Estamos hablando, pues, tan sólo de un impulso, de algo que no traspasa los límites de la imaginación, y que, en principio, sólo a la hora de traducirse en términos artísticos pasa a tener consecuencias prácticas. Sin embargo, la dramática formulación de aquello en que consiste la obra artística, según la dejó expuesta Adorno, no sería la única posible. Ciertamente, la genuina función del arte es la de empujar hacia la ruptura con la estricta realidad: son las insuficiencias de ésta la cósmica hornacina que el hipotético gestor del universo habría previsto para que en ella cupiera la actividad del artista. Y, efectivamente, esa confrontación con lo real puede discurrir por cauces que otros espíritus más atrabiliarios hubieran podido hacer desembocar en el crimen. Pero habríamos de poder prever que el genuino impulso artístico debería estar destinado a empujar virtualmente a la realidad hacia órbitas más sublimes y elevadas, no hacia propuestas destructivas (deconstructivas, según un vocabulario más actual) o degenerativas que vinieran, efectivamente, a ser como imaginarias anticipaciones de un crimen.

Por tanto, lo primero que hemos de concluir, contradiciendo a Adorno, es que no toda obra artística es un crimen no cometido, salvo que entendamos por tal toda imaginaria o imaginativa propuesta de cambio que desde el espíritu venga a poner sitio y amenazar a la realidad, de manera semejante a como podríamos suponer que Artemisia Gentileschi (1597-1651) habría seguido la sutil estela criminal que la desinhibida Judith dejó insinuada cuando decapitó a Holofernes, reflejándolo en su pintura y dando con ello una especie de positiva sanción a aquel hecho. Más bien haríamos en situar el apotegma de Adorno en el contexto de la posición que el arte parece haber tomado en estos últimos tiempos, impregnado por el espíritu de la época que vivimos (de uno de sus ramales al menos). Cuando Joan Miró buscaba por las mañanas, en la bajamar, los detritus, materiales de desecho y porquerías varias que el mar había depositado en la playa (la misma actitud que empujó a Antoni Tàpies hacia lo que llamó pintura matérica), elementos con los que buscaba construir su próxima obra de arte, estaba mirando la realidad según una determinada perspectiva. No precisamente recogía las mejores muestras de lo real para, a través de ellas, crear con su arte una fuerza vectorial que animase a aquello en la dirección de lo sublime, sino, al contrario, su labor era, según hoy se suele decir, deconstructiva, señalando un destino degradado a sus pretensiones artísticas. Algo semejante a lo que podríamos decir del urinario de Marcel Duchamp que analizábamos en el artículo anterior o, más explícitamente aún, de los aclamados tarros de mierda propia con los que Piero Manzoni perpetúa su memoria en los más afamados museos de arte moderno.

Decía Ortega y Gasset que “las cosas tienen dos vertientes. Es una el ‘sentido’ de las cosas, su significación, lo que son cuando se las interpreta. Es otra la ‘materialidad’ de las cosas, su positiva sustancia, lo que las constituye antes y por encima de toda interpretación”. La función de la interpretación es ubicar las cosas en un tramo del camino hacia su ideal. Sin embargo, también “hay distancias, luces e inclinaciones, desde las cuales el material sensitivo de las cosas reduce a un mínimo la esfera de nuestras interpretaciones (…) La cosa inerte y áspera escupe de sí cuantos ‘sentidos’ queramos darle”. El arte de vanguardia ha renunciado a la interpretación, al sentido: busca deconstruir, llegar a la cifra de las cosas que exprese su materialidad desnuda.

“Depende, pues, la faz que el mundo tome a nuestra vista de la electricidad sentimental con que llevemos cargado el corazón”, dice también Ortega. Quien pone mierda en el primer plano de lo que alcanza su perspectiva vive en un mundo diferente de aquél que decide tener la belleza o el bien como referente. Si nuestras expectativas vitales están repletas de ideales, de estímulos para la acción productiva, de propuestas para nuestros impulsos más nobles, el paisaje que nos rodea tomará una configuración que consuene con ello. En sentido contrario se configurará el paisaje del resentido, del que Ortega, glosando a Nietzsche, hace la descripción: “El hombre inepto, torpe, vitalmente fracasado, va por el mundo rezumando desestima de sí mismo. Como no logra acallar ese menosprecio de sí, que sopla en bocanadas de su propio interior y no le deja vivir, se produce en él una reacción salvadora, que consiste en cegarse para todo lo valioso que hay en torno. Ya que no puede estimarse a sí mismo, tenderá a buscar razones para desprestigiar toda excelencia”. Y así, una época que, en buena medida, ha decidido tomar postura a favor del mal gusto, de la procacidad, de la transgresión por la transgresión (o sea, a favor de lo que son las cosas en su estado más primario y desespiritualizado), avalaría con suficiencia el apotegma de Adorno. Lo cual no quiere decir que necesariamente la mierda sea el último destino de todo. O aquél en el que debamos imprescindiblemente recalar.

Y ya desde aquí, para finalizar, tracemos un bucle dialéctico que nos devuelva a nuestras reflexiones metaartísticas: el que nos permita discurrir desde las perspectivas que llevan al artista de vanguardia a construir (deconstruir) su arte hasta las formas de barbarie que, hoy como ayer, tienen su fuente en los intentos de reducir la realidad a sus términos más simples (más individualizadores), desalojándola de cualquier tipo de ideal vertebrador, de cualquier sostén moral o espiritual que pretenda añadir a los datos de la experiencia la fuerza organizadora del sentido. Concluyamos: el artista de vanguardia y los nuevos bárbaros mantienen, pues, una misma perspectiva, la que les empuja a ver la realidad como un simple hito en el camino que conduce hacia el caos. Afortunadamente, el de ese artista es sólo un caos imaginado, un crimen no cometido. Pero tampoco debemos olvidar lo que auténticamente es la realidad: un anticipo de lo que tiene previsto la imaginación.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Autor del día en Paperblog

Quien diga que tiene superado eso de la vanidad... tendrá que demostrármelo para que le crea. Además: bien conducida, puede, ya que no ser una virtud, impulsar y promover otras que sí lo sean. Me suelto el pelo y hoy, como haría, más o menos (los suyos eran otros tiempos), el recordado Umbral, vengo a hablar de mi blog. He sido nominado como "Autor del Día" (2-IX-2011) por Paperblog, un portal de blogs que cuenta con 20.000 colaboradores y diez millones de lectores habituales en todo el mundo en el primer trimestre de 2011. Como la gloria es efímera (mañana ya habrá otro autor del día), agarro por la cola de la estela la nominación y la cuelgo aquí, para poder abrir la página los días que tenga un bajonazo... por ejemplo, cuando me asalte la duda de si alguien pasa por aquí a leerme (al menos, a leer enteros los ladrillos que cuelgo).

De paso, aprovecho para dar mi cordial bienvenida a Jorge A. Gómez Arismendi y a repetirla, por si no le hubiera llegado, a Nadu: muchas gracias por acercaros a este cuchitril. Espero que me perdonéis esta última entrada tan poco discreta.