jueves, 30 de diciembre de 2010

EL PURIFICADOR REGRESO AL FUTURO

(PUBLICADO EN "EL CORREO DE BURGOS" EL 26 DE ENERO DE 2011)

Al hombre la realidad siempre le ha parecido algo digno de toda sospecha. No teniendo en primera instancia a nadie más a mano a quien echarle las culpas de su irreductible desasosiego, ha encontrado en ella un chivo expiatorio ideal y válido para cualquier momento o situación. A lo largo de muchos milenios ha imaginado que lo que pasa es que hemos venido a menos, decayendo desde un tiempo original en el que vivíamos en plenitud y armonía, a partir del cual todo ha ido a peor. “En efecto –dice Mircea Eliade, el más importante, quizás, de los historiadores de las religiones, al hablar de aquel tiempo fabuloso de los orígenes–, los mitos de muchos pueblos hacen alusión a una época muy lejana en la que los hombres no conocían ni la muerte, ni el trabajo ni el sufrimiento, y tenían al alcance de la mano abundante alimento”. Correlativamente, y desde aquellos tiempos en los que los mitos servían para explicar lo que había pasado, los hombres, impregnados de esa mentalidad arcaica, hemos buscado cómo regresar, más o menos mágicamente, a aquel paraíso perdido y, de forma periódica, hemos tratado de anular el tiempo transcurrido desde entonces, de negar la historia. “El hombre de las culturas arcaicas soporta difícilmente la ‘historia’ y (…) se esfuerza por anularla en forma periódica”, apostilla el mismo Eliade.

Platón hablaba también de ese necesario, por purificador, retorno periódico a los orígenes. Y así, en su Diálogo “Político”, hace decir al extranjero que interviene en el diálogo: “El universo se desplaza, unas veces en la dirección en que ahora gira y, otras veces, en cambio, en la dirección opuesta”. Pero realmente es toda su filosofía la que se desarrolla alrededor de ese mundo ideal en el que habitamos antes de nacer y cuyo recuerdo, esto es, el regreso en la dirección opuesta a la que llevamos, equivale para él al acceso a la sabiduría.

Todo iba bien mientras los hombres imitábamos el comportamiento de nuestros primeros ancestros, los que fundaron el mundo. De los hombres de mentalidad arcaica, que se aferran al orden que garantiza el hecho de mantenerse dentro de los cauces prescritos por los antepasados, sigue diciendo el citado historiador rumano: “Su vida es la repetición ininterrumpida de gestos inaugurados por otros”, que es tanto como decir que renuncian a la libertad, a ser ellos mismos. El punto de inflexión que marca la definitiva entrada en la decadencia sería, precisamente, mirado desde este punto de vista, aquél en el que los hombres dejamos de regirnos por las reglas establecidas y pasamos a atender exclusivamente nuestros deseos e intereses particulares. En las ceremonias rituales de regeneración periódica de los hombres primitivos, el momento purificador viene precedido de una igualmente ritual fase previa de anomia, de ausencia de ley, en la que todo se hunde en el caos, preludiando la nueva e inminente creación del mundo (diluvio o cualquier otra catástrofe purificadora mediante). Es esa de representar el caos como preludio de la reparación la función que tradicionalmente han tenido los carnavales, el origen de cuya tradición se pierde en la noche de los tiempos.

De cómo la retirada hacia el interés particular y la consiguiente ausencia de normas generales vienen a expresar que la sociedad entra en su momento crítico tenía clara conciencia otro pensador de origen rumano, Cioran, que decía que una civilización entra en decadencia “cuando los individuos empiezan a tomar conciencia; cuando no quieren ser víctimas de los ideales, de las creencias, de la colectividad. Una vez que el individuo se despierta, la nación pierde su sustancia, y cuando todos están despiertos, se descompone”. En los tiempos de la Antigua Grecia, una de esas crisis paradigmáticas empezó a manifestarse en el último tercio del siglo V, y la Guerra del Peloponeso fue su momento de máxima crudeza. Tucídides, que historió aquella guerra, hablaba del espantoso estado de ánimo de los hombres de aquel entonces, que él achacaba a la guerra misma: “Las guerras y las epidemias de Atenas –decía– fueron causa de una mala costumbre que después se extendió a muchas otras cosas. Los pobres que después heredaban a los parientes ricos no pensaban más que en divertirse, porque temiendo ser víctimas de aquella enfermedad, no querían perder la ocasión de gozar de sus riquezas. Y no había nadie que, por respeto a la virtud, quisiera emprender obra buena que exigiese cuidado o trabajo, no teniendo esperanza de vivir hasta que estuviese acabada. Así es que todo aquello que entonces encontraban alegre y placentero al apetito humano lo tenían por honesto y provechoso, sin ningún temor de los dioses o de las leyes, pues les parecía que era igual obrar mal o bien, atendiendo a que morían los buenos lo mismo que los malos”. Sin embargo, podría entenderse que este estado de ánimo, incluso la misma guerra, habían sido causados por una crisis previa, que tenía profundas raíces en la incuria que afectaba a todo lo público y reglado: “La disociación amenaza toda la vida griega –decía de aquello Julián Marías–. El acuerdo se ha perdido hace muchos años; ya no se sabe lo que es bueno ni lo que es malo, lo que es justo ni lo que es injusto; no se sabe, sobre todo, quién debe mandar”.

Es en este contexto en el que la mentalidad colectiva empieza a incubar los modos de necesaria regeneración social y política. Sin embargo, el milenarismo, con el consiguiente deseo de regresar a los orígenes, que tradicionalmente ha inundado el espíritu de los hombres en tales situaciones, ha conducido hacia lo que Erich Fromm denominaba “miedo a la libertad”, empujándoles a renegar de ésta, a la cual atribuyen la causa del caos imperante, y a buscar en los regímenes totalitarios la salida de la crisis. Ambos ingredientes, el deseo de regresión a una supuesta edad dorada y la participación mística en el espíritu de lo colectivo y tribal, son los que precisamente caracterizan a nuestros deletéreos nacionalismos centrífugos.

Hoy vivimos una curiosa y paradójica situación: efectivamente, en muchos sentidos, nuestra cultura promueve los comportamientos más individualistas, el preocupante desinterés de la mayoría por los asuntos públicos, la ausencia de valores morales firmes… En suma, y descontando lo que sufrimos de crisis económica, estamos en el epicentro de una grave crisis social e histórica; concretamente atravesamos la etapa que en el ritual primitivo más se parecería a una dilatada época de carnaval. Pero por otro lado, el miedo a ser diferente, a ser excluido del grupo de referencia, a significarse con ideas propias, resulta también acuciante en una mayoría de la población, que toma prestadas las etiquetas pseudoconceptuales que dispensa la autoridad pertinente (normalmente emitida por los medios de comunicación que sirven de referente ideológico). Metidos en plena transición hacia todavía no sabemos qué, vivimos en una especie de carnaval regulado; o de totalitarismo democrático.

Pero no nos podemos permitir, como en los tiempos en los que predominaba la mentalidad mágica, la vuelta atrás. La regeneración que nos ha de llevar a la superación de esta insólita crisis que atravesamos, por un lado exigirá, desde luego, el restablecimiento de criterios de orden, una reactualización de los principios y valores morales, la recuperación del interés por el bien público; pero todo ello habrá de ser canalizado por las vías de la libertad individual, de la generación de las dosis de valor necesario para atreverse a tener ideas propias y que incluso puedan oponerse al propio grupo de referencia. En suma, la regeneración no nos ha de llevar, como prefería el hombre arcaico, a los supuestos esquemas sociales y políticos de un pasado añorado y en el que el todo anulaba a las partes, sino que ha de permitir abrir vías hacia el futuro que hay que construir, el progreso hacia el que precisamente apunta la a estas alturas irrenunciable libertad.

sábado, 11 de diciembre de 2010

EL MUNDO TIENE FORMA DE RED

Todo fenómeno del universo es la parte manifiesta de otro fenómeno contrapuesto que aguarda en estado de latencia a que llegue el momento de ocupar el lugar de aquél. Decía Anaximandro (610-547 a. C.), uno de los primeros filósofos que aparecieron en la antigua Grecia, que el principio de todas las cosas era el ápeiron, lo infinito o indeterminado, en donde todo era equilibrio y unidad. Del ápeiron surgieron las cosas divididas en contrarios, aunque no equiparados cada uno con su controvertida pareja, pues eso los haría compensarse y regresar al origen, al ápeiron, sino predominando injustamente un contrario sobre el otro, ocupando, aquél que prevalece, más de lo que equitativamente le hubiera correspondido en el nicho destinado a cada pareja de opuestos. De este acto de injusticia brotaron, pues, las cosas individuales: el frío y el calor, lo seco y lo húmedo, el hambre y la saciedad…
Cada cosa está en permanente combate con su contraria, nunca reconciliada con ella, sino ocupando el lugar preeminente unas veces y otras desbancada de ese lugar por su irreconciliable pareja. Esta es la razón de que Heráclito dijera que “la guerra es el origen de todas las cosas”. De manera que la pleamar resulta ser el aviso de que pronto llegará la bajamar, la noche sirve de heraldo para el día y la acción es el anticipo de la reacción. Nunca esos contrarios acabarán de reconciliarse, salvo cuando todo regrese al origen (que regresará, dice Anaximandro) y quede disuelto en la indiferencia. Estas premisas nos ayudarán a entender que la Historia sea el escenario en el que van irrumpiendo de forma secuenciada momentos con perfiles contrapuestos que, constatada la imposibilidad de su síntesis, parecen aceptar que uno predomine por un tiempo a condición de que, llegada la hora, ceda su reinado y su vigencia al otro.

La Modernidad se inauguró con el desplazamiento del péndulo de la historia hacia el sesgo de lo individual. La última etapa de la Escolástica medieval (Guillermo de Ockham sobre todo) generó conceptos con los que dar expresión a la supremacía de lo individual sobre lo universal, de la parte sobre el todo. Descartes, máximo mentor de aquel tiempo, entendió que cualquier sistema podía ser reducible a un conjunto de partes independientes, como efectivamente ocurre con las máquinas. Y en conclusión, para esta forma de mirar mecanicista, el todo equivalía a la mera suma de sus partes. Podríamos considerar la invención del microscopio por parte del holandés Anton Van Leeuwenhoek, en el siglo XVII (la atención, pues, a lo que resulta de desmenuzar cada cosa en sus partes mínimas), como el resultado más congruente con esta forma de mirar el mundo, y el que servía de puerta de entrada a los grandes descubrimientos científicos y tecnológicos de la Era Moderna, que culminaron, en el siglo XX, con la biología molecular y la física de partículas.

El enfoque en la forma de mirar del hombre moderno está adaptado, pues, para la percepción de microcosmos. Ahora bien, y como dice Ortega, “quien quiera ver un ladrillo necesita ver sus poros y, por tanto, acercarlo a los ojos, pero quien quiera ver una catedral no la puede ver a la distancia de un ladrillo”. Y parece haber llegado ya la hora de que aquella visión analítica y reduccionista vaya dejando paso a la nueva visión, que ya hace un tiempo que ha lanzado sus arietes sobre sus contrarias, la Modernidad y la Posmodernidad. Es hora de entender el funcionamiento de los sistemas complejos: la sociedad, el cerebro, los ecosistemas… todos aquéllos en los que se puede constatar que el todo es más que la suma de las partes (por eso, ante una lesión cerebral, el resto de las partes del cerebro tiende a asumir, en lo posible, las funciones de la que quedó inutilizada, algo que una interpretación mecanicista del funcionamiento del cerebro no puede explicar).
Según la nueva perspectiva, de la que participan la teoría sistémica, la Gestalt en psicología, la teoría del caos…, todo sistema se configura como una red de intercambio de información que hace que cada parte intervenga en el funcionamiento del todo, igual que cada fragmento de una sinfonía interviene en el conjunto de toda ella o cada capítulo de una novela en el total de lo narrado en ésta. Cuando esto deja de ocurrir, el sistema está amenazado de muerte. Es lo que ocurre en el cáncer, cuando unas células crean una especie de estado independiente dentro del organismo. O en los extremos a que ha llegado el arte actual, en que cada verso de un poema surrealista es independiente del siguiente o los fragmentos de un cuadro cubista pretenden tener autonomía y no estar subordinados a una idea de conjunto. O, en fin, si nos trasladamos al ámbito sociopolítico, lo que asimismo ocurre con los nacionalismos separatistas.