lunes, 23 de enero de 2017

Las tribulaciones de Unamuno o cómo enfrentarse a una crisis de identidad

     En 1891, al ganar la cátedra de Lengua y Literatura griega en la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno (1863-1936) deja atrás sus habituales lugares de referencia en el País Vasco y traslada su vida a los contrapuestos paisajes castellanos. Una confrontación más la llevó a cabo frente al otro paisaje renovado, el humano, que le resultó en buena medida hostil. Todo lo cual colaboró en el hecho de que atravesara una profunda fase de introversión. Unamuno se sentía por entonces solo y aislado en el mundo, sentimiento —nos dice él— que "puede llegar a producir terribles estragos en el alma y aún a ponerla al borde de la locura".
     Aquella situación de soledad y aislamiento, a la que su carácter antipático colaboró decisivamente, acabó derivando hacia una profunda crisis espiritual, esa que nace a partir de la incertidumbre sobre quién se es, incertidumbre que Ortega dejó perfilada de esta manera: “El hombre es afán de ser –afán en absoluto de ser, de subsistir– y afán de ser tal, de realizar nuestro individualísimo yo (…) Pero sólo puede sentir afán de ser quien no está seguro de ser, quien siente constantemente problemático si será o no en el momento que viene, y si será tal o cual, de este o del otro modo. De suerte que nuestra vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo tiempo, en su raíz, radical inseguridad”. Aquella inseguridad sobre sí mismo, sometida a presión por sus concretas circunstancias, hizo eclosión en Unamuno una noche de insomnio de 1897, en la que de pronto le sobrevino una irreprimible crisis de llanto. Encontró consuelo en el abrazo de su mujer, que yacía a su lado, y que acariciándolo le decía: “¿Qué tienes, hijo mío?”. Estimulado por ese trato maternal, como él mismo cuenta, “entonces me refugié en la niñez de mi alma”. Con ello quería decir que pretendió volver a la fe de su infancia, según confesó en una “Carta a Clarín” de 1900. De manera típica, cuando tiene lugar una crisis personal, se suele producir en la psique un movimiento de regresión: se busca entonces consuelo en una imposible vuelta atrás, a épocas en las que la protección del entorno paterno, el marco de creencias en el que por entonces se sentía que el mundo encajaba y el sentimiento de confianza consiguiente procuraban un sosiego suficiente, y en donde la sensación de pertenencia resolvía esa clase de inquietud que más tarde habrá de irrumpir irremisiblemente como necesidad de buscarse una identidad.
      Unamuno, después de aquella noche crítica, intentó en primera instancia recuperar las prácticas religiosas que en su niñez se asociaban a aquel consuelo perdido; abandonó sus clases y sus demás obligaciones, y fue a recluirse en el convento de frailes dominicos de Salamanca, donde estuvo tres días. Pero enseguida se percató de que aquel intento iba a fracasar, de que “aquello era falso”, así que su crisis le empujó hacia nuevos derroteros. Dice José Luis Abellán en su libro “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”: “No sabemos lo que Unamuno pensó en los tres días que estuvo encerrado en el convento, pero es seguro, porque él nos lo ha dicho, que la lucha se desarrolló entre el hambre de notoriedad y la fe sencilla de la infancia. Por eso, se entregó a las prácticas religiosas más rutinarias; pero, al poco tiempo, ese "yo enconado" por la vanidad y el estímulo de la fama literaria se impuso, como más fuerte, por encima de todo lo demás”.
     Esos nuevos derroteros por los que la atormentada alma de Unamuno discurrió quedan explícitos en el resto de la carta a Clarín en la que, hablando de sí en tercera persona, dice en concreto: “Se percató de que aquello era falso, y volvió a encontrarse desorientado, preso otra vez de la sed de gloria, del ansia de sobrevivir en la historia”. Desechado el sentimiento de identidad que le sirvió de niño, lo que afloró fue su “espíritu inquieto, sediento de atención, ávido de que se le oiga”. Dice asimismo en la carta: “quisiera que no se hubiese mezclado en ella (la carta) mi condenada vanidad, pero es imposible”. Él mismo da con la secuencia argumental que explica su posición vital entonces: “¡Ah, qué triste es después de una niñez y juventud de fe sencilla haberla perdido en vida ultraterrena, y buscar en nombre, fama y vanagloria un miserable remedo de ella”.
     Hay pues dos tendencias radicales en aquel Unamuno en busca de su identidad que de mala manera conviven en un mismo recinto, el de su alma: la que supone su ansia de inmortalidad conducida a través de sus sentimientos religiosos y –dadas las insuficiencias a que sus insoslayables dudas le conducían por esta primera vía– la que alternativa y compensatoriamente le empuja al ansia de fama y de gloria mundanas, a la necesidad de sobresalir y al consiguiente exhibicionismo. A partir de su crisis religiosa, esta última faceta de su personalidad, la egotista y vanidosa, aun dejando a salvo su genialidad como pensador, novelista y poeta, pareció adquirir preeminencia, al menos en lo que respecta a su trato con los demás. Así lo afirma José Luis Abellán: “Tras la crisis del 97, Unamuno se entregó a satisfacer su ansia de popularidad, abandonando la vía mística a la que se sintió llamado. Durante los meses inmediatos a la crisis una terrible lucha debió operarse en su ánimo: el yo y Dios, el ansia de ser famoso y el deseo de entregarse a una vida religiosa, debieron luchar en su alma. Y, por fin, el primero venció al segundo”.
Miguel de Unamuno
     El anhelo de inmortalidad que hasta entonces había discurrido por los cauces que la religión le procurara, pasó a disponer para satisfacerse, ya que no solo, sí en gran medida, de los (precarios) medios que aporta la vida mundana. De modo parecido a como Nietzsche, una vez muerto Dios, desembocó en esa inflación sucedánea a la que denominó superhombre, Unamuno lo hizo en un yo sobredimensionado. Para poder llegar a esta conclusión, contamos con el testimonio de muchos de los que le conocieron: “Unamuno —nos dice Salvador de Madariaga, por ejemplo— trata ante todo, quizá siempre, de su propia persona. Ello se debe primero a que Unamuno está obseso de sí mismo”. Baroja dice de igual manera en sus Memorias: “Creo que Unamuno tenía mucho de patológico en la cabeza, sobre todo un egotismo tan enorme que le aislaba del mundo, a pesar de que él creía lo contrario”. Ortega insiste con fuerza en la misma opinión: “No he conocido un yo más compacto y sólido que el de Unamuno. Cuando entraba en un sitio, instalaba desde luego en el centro su yo, como el señor feudal hincaba en medio del campo su pendón. Tomaba la palabra definitivamente. No cabía el diálogo con él... No había, pues, otro remedio que dedicarse a la pasividad y ponerse en corro en torno a don Miguel, que había soltado en medio de la habitación su yo, como si fuese un ornitorrinco”.
     El mismo Unamuno reconoce a menudo su pecado de vanidad, pero encuentra para él justificación en sus propios descubrimientos como pensador. Así que razona, por ejemplo, de esta manera: “Cuando las dudas nos invaden y nublan la fe en la inmortalidad del alma, cobra brío y doloroso empuje el ansia de perpetuar el nombre y la fama, de alcanzar una sombra de inmortalidad siquiera. Y de aquí esa tremenda lucha por singularizarse, por sobrevivir de algún modo en la memoria de los otros y los venideros, esa lucha mil veces más terrible que la lucha por la vida, y que da tono, calor y carácter a nuestra sociedad, en que la fe medieval en el alma inmortal se desvanece”. O también: “Y vuelven a molestarnos los oídos con el estribillo aquel de ¡orgullo!, ¡hediondo orgullo! ¿Orgullo querer dejar nombre imborrable? ¿Orgullo?... Ni eso es orgullo, sino terror a la nada. Tendemos a serlo todo, por ver en ello el único remedio para no reducirnos a nada”. Todo en Unamuno conduce, en fin, hacia la conclusión que él mismo expresa en su famosa “Oración del ateo”, soneto que acaba con estas palabras:
“Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si tú existieras
existiría yo también de veras”
     Y puesto que esa existencia de Dios resulta tan dudosa, para conquistar su identidad, para intentar “existir también de veras”, solo encuentra el filósofo vasco el nietzscheano cauce de intentar ser un superhombre, de dejar su huella, cuanto más grande mejor, en este mundo, de que el eco de su acotada existencia sea lo suficientemente poderoso como para conseguir perdurar cuando él ya no esté.
     ¿Y no hay más alternativas, entonces, que la de conseguir esa ansiada identidad, a la que no es posible renunciar, a través de un yo que trascienda de esta existencia mundana o embutiéndose, si no, en un yo hiperbolizado y patéticamente investido por la vanidad y el intento de sobresalir a toda costa? Tal vez no sea así, tal vez quede una vía intermedia o, mejor, que sirva de síntesis de esas otras dos posibilidades que no acaban de aportar una completa resolución: se trataría entonces de buscar la trascendencia, como quiere nuestro yo religioso, pero sin salirse de este mundo, que es la condición que pone nuestro otro yo, el que busca adaptarse a la realidad tal como se nos presenta. La crisis de Unamuno vendría a ser una crisis de juventud (de la que seguramente nunca llegó a salir del todo), según los términos en los que Ortega la deja expresada: “El hombre joven –dice efectivamente– vive para sí. No crea cosas, no se preocupa de lo colectivo. Juega a crear cosas (…) juega a preocuparse de lo colectivo (…) Mas, en verdad, todo ello es pretexto para ocuparse de sí mismo y para que se ocupen de él. Le falta aún la necesidad sustancial de entregarse verdaderamente a la obra, de dedicarse, de poner su vida en serio y hasta la raíz de algo trascendente de él, aunque sea sólo a la humilde obra de sostener con la de uno la vida de una familia”. Una visión que perfectamente podríamos acoplar a la manera de estar en el mundo de Unamuno, como demostrarían palabras suyas del siguiente cariz: “Yo tengo mi lucha, y cada uno de nosotros tiene la suya. Y mi lucha no puedo asegurar que sea por el mejoramiento de la Humanidad. ¿La Humanidad?, y si luego resulta que de aquí a diez, a cien, a mil o a un millón de siglos, la Humanidad ha desaparecido sin dejar rastro alguno de sus ciencias, sus artes, sus industrias, ¿qué me importa eso?”.
     Así que el filósofo de Bilbao y rector de Salamanca tenía cegada la vía de acceso hacia la auténtica trascendencia en este mundo. De cuya posibilidad de nuevo Ortega nos da la clave, a la vez que nos instruye sobre el modo en el que esa clave quedó incorporada al bagaje de nuestra civilización: “He aquí lo fundamental de la experiencia cristiana del hombre: todo lo demás es secundario, casi anecdótico al lado de eso. Descubrir, caer en la cuenta de que la vida en su última sustancia consiste en tener que ser dedicada a algo, no en ocuparse de esto o de lo otro dentro de la vida, que eso sería lo contrario, meter en la vida algo que se considera valioso, sino tomar en vilo nuestra existencia entera y entregarla a algo, de-dicarla…, esa es la averiguación fundamental del cristianismo, lo que indeleblemente ha puesto en la historia, es decir, en el hombre”. Y añade: “Desde el cristianismo, el hombre, por ateo que sea, sabe, ve, no ya que la vida humana debe ser entrega de sí misma, vida como misión premeditada y destino interior –todo lo contrario que aguante de un externo destino–, sino que lo es, queramos o no. Díganme ustedes qué otra cosa significa la frase tan repetida en el Nuevo Testamento y como casi todo el Nuevo Testamento tan paradójica: ‘el que pierde su vida es el que la gana’. Es decir, da tu vida, enajénala, entrégala; entonces es verdaderamente tuya, la has asegurado, ganado, salvado”. Enseñanza que Antonio Machado dejó traducida a lenguaje poético cuando versificó diciendo:
“Moneda que está en la mano
quizá se deba guardar;
la monedita del alma
se pierde si no se da”

domingo, 8 de enero de 2017

Las consecuencias de la muerte de Dios

     Duns Scoto (1266-1308) y Guillermo de Ockham (1285-347) pusieron patas arriba la escolástica cuando concluyeron que Dios no estaba limitado por el principio de racionalidad, sino que era voluntad pura y pura arbitrariedad, es decir, que hacía lo que le parecía y no se sujetaba a lo que pudieran dictar la lógica o la ética humana. Hubo una indudable consecuencia positiva de la irrupción de esta (relativamente) nueva forma de mirar, pues de esa manera se estaba abriendo una puerta en la mente de los hombres para que por ella pudiera entrar lo sorprendente, lo novedoso, lo que no se sometía a los prejuicios o conceptos ya establecidos, lo que no encajaba en lo que la razón tenía previsto. En suma, se estaba abriendo la puerta al Renacimiento, que no iba a tardar en llegar, así como al empirismo y al estudio de los fenómenos particulares, hasta entonces desechados, puesto que solo cabía la atención para lo que era generalizable y no arbitrario o absurdo.
     Hasta la llegada de Scoto y Ockham, la verdad, como dejaron dicho Platón y su epígono San Agustín, era anterior a los hechos, estaba escrita en los astros y en el destino. En consecuencia, los hechos eran desdeñables, en la medida en que no podían llegar a ser más que una mala copia de la idea o verdad preestablecida. Una forma de ver las cosas que no dejaba sitio, pues, a los imprevistos, y que llevaba a San Agustín a considerar la curiosidad como algo pecaminoso. Si las verdades eran eternas, nada podía añadirles la experiencia; si, como había dicho San Agustín, “todo tiende a la unidad”, lo extraño, lo singular, lo que no cabe en el molde de lo general y, por tanto, excedía del marco de esa ley unificadora, quedaba ignorado. La traducción de esa forma de mirar al terreno de la vida práctica significaba que los hombres no tenían que hacer con su vida otra cosa que lo que ya estuviera previsto que hicieran. Por ello pudo decir Erich Fromm refiriéndose a la Edad Media: “La vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad”; en suma, se buscaba la plena correspondencia entre lo previsto o previsible y lo real. Ortega lo ratifica: “En el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es sindicatos o gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la indumentaria el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida, fija”.
     Así que al introducir la arbitrariedad en los designios de Dios sobre lo que podía o no acontecer, el perímetro del mundo se amplió enormemente, primero en la mente de los hombres, y, acto seguido, en la realidad. Los hombres pudieron atender a la aparición de lo singular, de lo extraño, de lo insólito. “El hombre moderno –decía Ortega– vive asomado al mañana para ver llegar la novedad”. Aparecieron, por ejemplo, los gabinetes de curiosidades, precedentes de los que con el tiempo llegaron a ser los museos de historia natural. Quien tenía recursos y afición, se dedicó al coleccionismo, a atesorar ejemplares curiosos que procedían de los campos más heterogéneos: piezas arqueológicas, reliquias, ingenios mecánicos, animales raros, esqueletos, minerales, fósiles, hierbas, artefactos de interés etnográfico…  Lo extraordinario y su observación empírica reclamaron la atención de los hombres. El empirismo, el estudio de los hechos, empezó a adquirir carta de naturaleza.
     Pero la mente humana difícilmente puede adaptarse a una existencia en la que no rigen lo previsible, lo razonable, aquello para lo que emiten sus dictados las leyes de lo general. Dicho de otra forma: difícilmente se puede soportar la idea de que Dios (el que impone su marcha a los acontecimientos) es un ser arbitrario. Scoto y Ockham disponían, por ello, de un recurso alternativo para sobrellevar la nueva manera de entender a Dios, esa que lo imaginaba como pura voluntad, y que, por tanto, hacía no lo que es bueno o razonable, sino lo que a su libre arbitrio le parecía. Ese recurso que al fin y al cabo permitía sentir que la vida tenía sentido a pesar de que lo que en ella ocurriera (lo que Dios consentía que ocurriera) fuera irracional, injusto y a veces espantoso, era la fe. Si la fe fallaba, todo se desmoronaba.
Los hombres se lanzaron a navegar en un mar de dudas

     Y acabó fallando. Los hombres fueron quedándose desnudos ante el absurdo y la arbitrariedad a los que habían abierto la puerta con su –por otro lado tan productiva– nueva forma de mirar. Sólo los protestantes fueron capaces de seguir creyendo en un Dios arbitrario. Lutero, un fiel seguidor de las ideas de Ockham, era suficientemente explícito en sus planteamientos cuando decía que “la razón es la ramera del diablo”. Lo cual no le evitaba ser una persona angustiada y atormentada. El estado de ánimo de los hombres en general fue impregnándose de inquietud, de desasosiego. Constata Stefan Zweig en su biografía de Erasmo, que, precisamente en el tránsito del siglo XV al XVI, “de la noche a la mañana, las certidumbres se convierten en dudas, cualquier cosa perteneciente al ayer parece tener milenios y se descarta (…) El desasosiego fermenta en los países, el miedo y la impaciencia alientan en las almas”. Y Ortega añade: “El hombre antiguo parte de un sentimiento de confianza hacia el mundo, que es para él, de antemano, un Cosmos, un Orden. El moderno parte de la desconfianza, de la suspicacia, porque (…) el mundo es para él un Caos, un Desorden”.
     Como resumen descriptivo de la situación a la que ha llegado el hombre después de este periplo que comenzó en el Renacimiento vale esto que Jung dice: “Nuestro intelecto ha hecho conquistas tremendas, pero al mismo tiempo nuestra casa espiritual se ha desmoronado”. El hombre dejó de creer en un Dios bueno y razonable, es decir, dejó de creer que lo que acontecía cabía en los moldes previstos por la lógica y la ética humanas, y aceptó adentrarse en el reino de lo absurdo, de lo arbitrario. El hombre, podríamos decir, se atrevió a lanzarse a navegar en un mar de dudas, es decir, en lo inseguro, en lo desconocido, en lo que no se sabía dónde podía llevar. No solo Colón o Elcano, con el bagaje que les otorgaba esta nueva perspectiva, pudieron llevar entonces adelante sus aventurados planes: la duda entró a formar parte de toda indagación experimental y filosófica. La incertidumbre pasó a señorear el alma de los hombres.
     Todo eso, efectivamente, permitió ampliar enormemente el perímetro del mundo externo. Pero el mundo interno, el alma del hombre zozobró. La duda metódica es, desde luego, el mejor de los instrumentos en el campo de la experimentación científica, pero el mundo afectivo necesita seguridades, aspira a la estabilidad, quiere pisar terreno firme. Mientras tuvo el arma de la fe, es decir, mientras confió en que al otro lado de lo incierto, de lo desconocido, de lo absurdo, las cosas seguían teniendo sentido, el hombre pudo seguir adelante. Pero cuando, como Nietzsche sentenció, Dios murió, el hombre se quedó frente al absurdo sin más, desarmado ante las situaciones límite, abocado a la desesperación. Sartre pudo decir, precisamente, que la vida comenzaba más allá de la desesperación, y Camus, que antes de preguntarse sobre cualquier otra cosa, era preciso resolver si había que suicidarse o no. Primo Levi, tras pasar por el campo de concentración, concluyó: “Existe Auschwitz… no existe Dios”. Provisto solo de su razón, el hombre moderno estaba acabando de aceptar que más allá del absurdo, de lo espantoso, de la situación límite, no había nada. La vida no tenía sentido: a eso quedó abocado Primo Levi, y por eso se suicidó.
     “Desde tiempos inmemoriales –dice Jung–, los hombres tuvieron ideas acerca de un Ser Supremo (uno o varios) y acerca de la Tierra del más allá. Sólo hoy día piensan que pueden pasarse sin tales ideas”. Ortega ayuda a completar este pensamiento: “Decir que no hay dioses es decir que las cosas no tienen, además de su constitución material, el aroma, el nimbo de una significación ideal, de un sentido”. Lo mismo opina Viktor Frankl, que cita a Ludwig Wittgenstein: “Creer en Dios significa ver que la vida tiene un sentido”. Y asimismo Jung, evocando el Macbeth de Shakespeare: “El hombre, positivamente, necesita ideas y convicciones generales que le den sentido a su vida y le permitan encontrar un lugar en el universo. Puede soportar las más increíbles penalidades cuando está convencido de que sirven para algo; se siente aniquilado cuando, en el colmo de todas sus desgracias, tiene que admitir que está tomando parte en un ‘cuento contado por un idiota’”.
En vez de estar expuesto a animales salvajes, a rocas que se desprenden, a inundaciones, está ahora expuesto el hombre a sus fuerzas anímicas elementales
      Quedar inerme frente al absurdo no es algo que el hombre pueda sufrir sin mayores efectos. “El hombre moderno –decía también Jung– no comprende hasta qué punto su ‘racionalismo’ (que destruyó su capacidad para responder a las ideas y símbolos numínicos) le ha puesto a merced del ‘inframundo’ psíquico”. Lo que el mismo Jung escribió al acabar la Segunda Guerra Mundial nos ayuda a entender cuáles pueden ser las consecuencias de la muerte de Dios, del imperio del absurdo, de la desesperación de que la vida pueda tener un sentido, del nihilismo en suma: “Las catástrofes de gigantescas proporciones que nos amenazan no son acontecimientos elementales de índole física o biológica sino sucesos psíquicos. Las guerras y revoluciones que nos amenazan tan pavorosamente son epidemias psíquicas. En cualquier momento puede apoderarse de millones de seres una idea delirante, y tendremos otra vez una guerra mundial o una revolución devastadora. En vez de estar expuesto a animales salvajes, a rocas que se desprenden, a inundaciones, está ahora expuesto el hombre a sus fuerzas anímicas elementales. Lo psíquico es una gran potencia que supera con mucho a todos los poderes de la Tierra. La Ilustración que desacralizó a la naturaleza y a las instituciones humanas, no vio al dios del terror que mora en el alma”.