En 1891, al ganar la cátedra de Lengua y Literatura griega
en la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno (1863-1936) deja atrás sus
habituales lugares de referencia en el País Vasco y traslada su vida a los contrapuestos
paisajes castellanos. Una confrontación más la llevó a cabo frente al otro
paisaje renovado, el humano, que le resultó en buena medida hostil. Todo lo
cual colaboró en el hecho de que atravesara una profunda fase de introversión. Unamuno
se sentía por entonces solo y aislado en el mundo, sentimiento —nos dice él—
que "puede
llegar a producir terribles estragos en el alma y aún a ponerla al borde de la
locura".
Aquella situación de soledad y aislamiento, a la que su
carácter antipático colaboró decisivamente, acabó derivando hacia una profunda
crisis espiritual, esa que nace a partir de la incertidumbre sobre quién se es,
incertidumbre que Ortega dejó perfilada de esta manera: “El hombre es afán de ser –afán
en absoluto de ser, de subsistir– y afán de ser tal, de realizar nuestro
individualísimo yo (…) Pero sólo puede sentir afán de ser quien no está seguro
de ser, quien siente constantemente problemático si será o no en el momento que
viene, y si será tal o cual, de este o del otro modo. De suerte que nuestra
vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo tiempo, en su raíz,
radical inseguridad”. Aquella inseguridad sobre sí mismo, sometida a
presión por sus concretas circunstancias, hizo eclosión en Unamuno una noche de
insomnio de 1897, en la que de pronto le sobrevino una irreprimible crisis de
llanto. Encontró consuelo en el abrazo de su mujer, que yacía a su lado, y que
acariciándolo le decía: “¿Qué tienes, hijo mío?”. Estimulado
por ese trato maternal, como él mismo cuenta, “entonces me
refugié en la niñez de mi alma”. Con ello quería decir que pretendió
volver a la fe de su infancia, según confesó en una “Carta a Clarín” de 1900.
De manera típica, cuando tiene lugar una crisis personal, se suele producir en la
psique un movimiento de regresión: se busca entonces consuelo en una imposible
vuelta atrás, a épocas en las que la protección del entorno paterno, el marco
de creencias en el que por entonces se sentía que el mundo encajaba y el
sentimiento de confianza consiguiente procuraban un sosiego suficiente, y en
donde la sensación de pertenencia resolvía esa clase de inquietud que más tarde
habrá de irrumpir irremisiblemente como necesidad de buscarse una identidad.
Unamuno, después de
aquella noche crítica, intentó en primera instancia recuperar las prácticas
religiosas que en su niñez se asociaban a aquel consuelo perdido; abandonó sus
clases y sus demás obligaciones, y fue a recluirse en el convento de frailes
dominicos de Salamanca, donde estuvo tres días. Pero enseguida se percató de
que aquel intento iba a fracasar, de que “aquello era falso”, así que su
crisis le empujó hacia nuevos derroteros. Dice José Luis Abellán en su libro “Miguel de Unamuno a la luz de la
psicología”: “No sabemos lo que Unamuno pensó en los tres días que estuvo encerrado
en el convento, pero es seguro, porque él nos lo ha dicho, que la lucha se
desarrolló entre el hambre de notoriedad y la fe sencilla de la infancia. Por
eso, se entregó a las prácticas religiosas más rutinarias; pero, al poco
tiempo, ese "yo enconado" por la vanidad y el estímulo de la fama
literaria se impuso, como más fuerte, por encima de todo lo demás”.
Esos nuevos derroteros por los que la atormentada alma de
Unamuno discurrió quedan explícitos en el resto de la carta a Clarín en la que,
hablando de sí en tercera persona, dice en concreto: “Se percató de que aquello era
falso, y volvió a encontrarse desorientado, preso otra vez de la sed de gloria,
del ansia de sobrevivir en la historia”. Desechado el sentimiento de
identidad que le sirvió de niño, lo que afloró fue su “espíritu inquieto, sediento de
atención, ávido de que se le oiga”. Dice asimismo en la carta: “quisiera
que no se hubiese mezclado en ella (la carta) mi condenada vanidad, pero es
imposible”. Él mismo da con la secuencia argumental que explica su
posición vital entonces: “¡Ah, qué triste es después de una niñez y
juventud de fe sencilla haberla perdido en vida ultraterrena, y buscar en
nombre, fama y vanagloria un miserable remedo de ella”.
Hay pues dos tendencias radicales en aquel Unamuno en busca
de su identidad que de mala manera conviven en un mismo recinto, el de su alma:
la que supone su ansia de inmortalidad conducida a través de sus sentimientos
religiosos y –dadas las insuficiencias a que sus insoslayables dudas le
conducían por esta primera vía– la que alternativa y compensatoriamente le
empuja al ansia de fama y de gloria mundanas, a la necesidad de sobresalir y al
consiguiente exhibicionismo. A partir de su crisis religiosa, esta última
faceta de su personalidad, la egotista y vanidosa, aun dejando a salvo su
genialidad como pensador, novelista y poeta, pareció adquirir preeminencia, al
menos en lo que respecta a su trato con los demás. Así lo afirma José Luis
Abellán: “Tras la crisis del 97, Unamuno se entregó a satisfacer su ansia de
popularidad, abandonando la vía mística a la que se sintió llamado. Durante los
meses inmediatos a la crisis una terrible lucha debió operarse en su ánimo: el
yo y Dios, el ansia de ser famoso y el deseo de entregarse a una vida
religiosa, debieron luchar en su alma. Y, por fin, el primero venció al segundo”.
Miguel de Unamuno |
El anhelo de inmortalidad que hasta entonces había
discurrido por los cauces que la religión le procurara, pasó a disponer para
satisfacerse, ya que no solo, sí en gran medida, de los (precarios) medios que
aporta la vida mundana. De modo parecido a como Nietzsche, una vez muerto Dios,
desembocó en esa inflación sucedánea a la que denominó superhombre, Unamuno lo hizo
en un yo sobredimensionado. Para poder llegar a esta conclusión, contamos con
el testimonio de muchos de los que le conocieron: “Unamuno —nos dice Salvador
de Madariaga, por ejemplo— trata ante todo, quizá siempre, de su propia
persona. Ello se debe primero a que Unamuno está obseso de sí mismo”. Baroja
dice de igual manera en sus Memorias:
“Creo
que Unamuno tenía mucho de patológico en la cabeza, sobre todo un egotismo tan
enorme que le aislaba del mundo, a pesar de que él creía lo contrario”.
Ortega insiste con fuerza en la misma opinión: “No he conocido un yo más
compacto y sólido que el de Unamuno. Cuando entraba en un sitio, instalaba
desde luego en el centro su yo, como el señor feudal hincaba en medio del campo
su pendón. Tomaba la palabra definitivamente. No cabía el diálogo con él... No
había, pues, otro remedio que dedicarse a la pasividad y ponerse en corro en
torno a don Miguel, que había soltado en medio de la habitación su yo, como si
fuese un ornitorrinco”.
El mismo Unamuno reconoce a menudo su pecado de vanidad,
pero encuentra para él justificación en sus propios descubrimientos como
pensador. Así que razona, por ejemplo, de esta manera: “Cuando las dudas nos invaden y
nublan la fe en la inmortalidad del alma, cobra brío y doloroso empuje el ansia
de perpetuar el nombre y la fama, de alcanzar una sombra de inmortalidad
siquiera. Y de aquí esa tremenda lucha por singularizarse, por sobrevivir de
algún modo en la memoria de los otros y los venideros, esa lucha mil veces más
terrible que la lucha por la vida, y que da tono, calor y carácter a nuestra
sociedad, en que la fe medieval en el alma inmortal se desvanece”. O
también: “Y vuelven a molestarnos los oídos con el estribillo aquel de
¡orgullo!, ¡hediondo orgullo! ¿Orgullo querer dejar nombre imborrable?
¿Orgullo?... Ni eso es orgullo, sino terror a la nada. Tendemos a serlo todo,
por ver en ello el único remedio para no reducirnos a nada”. Todo en
Unamuno conduce, en fin, hacia la conclusión que él mismo expresa en su famosa “Oración
del ateo”, soneto que acaba con estas palabras:
“Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si tú existieras
existiría
yo también de veras”
Y puesto que esa existencia de Dios resulta tan dudosa, para
conquistar su identidad, para intentar “existir también de veras”, solo
encuentra el filósofo vasco el nietzscheano cauce de intentar ser un
superhombre, de dejar su huella, cuanto más grande mejor, en este mundo, de que
el eco de su acotada existencia sea lo suficientemente poderoso como para conseguir
perdurar cuando él ya no esté.
¿Y no hay más alternativas, entonces, que la de conseguir
esa ansiada identidad, a la que no es posible renunciar, a través de un yo que
trascienda de esta existencia mundana o embutiéndose, si no, en un yo
hiperbolizado y patéticamente investido por la vanidad y el intento de
sobresalir a toda costa? Tal vez no sea así, tal vez quede una vía intermedia o, mejor,
que sirva de síntesis de esas otras dos posibilidades que no acaban de aportar
una completa resolución: se trataría entonces de buscar la trascendencia, como
quiere nuestro yo religioso, pero sin salirse de este mundo, que es la
condición que pone nuestro otro yo, el que busca adaptarse a la realidad tal
como se nos presenta. La crisis de Unamuno vendría a ser una crisis de juventud
(de la que seguramente nunca llegó a salir del todo), según los términos en los
que Ortega la deja expresada: “El hombre joven –dice efectivamente– vive
para sí. No crea cosas, no se preocupa de lo colectivo. Juega a crear cosas (…)
juega a preocuparse de lo colectivo (…) Mas, en verdad, todo ello es pretexto
para ocuparse de sí mismo y para que se ocupen de él. Le falta aún la necesidad
sustancial de entregarse verdaderamente a la obra, de dedicarse, de poner su
vida en serio y hasta la raíz de algo trascendente de él, aunque sea sólo a la
humilde obra de sostener con la de uno la vida de una familia”. Una
visión que perfectamente podríamos acoplar a la manera de estar en el mundo de
Unamuno, como demostrarían palabras suyas del siguiente cariz: “Yo
tengo mi lucha, y cada uno de nosotros tiene la suya. Y mi lucha no puedo
asegurar que sea por el mejoramiento de la Humanidad. ¿La Humanidad?, y si
luego resulta que de aquí a diez, a cien, a mil o a un millón de siglos, la
Humanidad ha desaparecido sin dejar rastro alguno de sus ciencias, sus artes,
sus industrias, ¿qué me importa eso?”.
Así que el filósofo de Bilbao y rector de Salamanca tenía
cegada la vía de acceso hacia la auténtica trascendencia en este mundo. De cuya
posibilidad de nuevo Ortega nos da la clave, a la vez que nos instruye sobre el
modo en el que esa clave quedó incorporada al bagaje de nuestra civilización: “He
aquí lo fundamental de la experiencia cristiana del hombre: todo lo demás es
secundario, casi anecdótico al lado de eso. Descubrir, caer en la cuenta de que
la vida en su última sustancia consiste en tener que ser dedicada a algo, no en
ocuparse de esto o de lo otro dentro de la vida, que eso sería lo contrario,
meter en la vida algo que se considera valioso, sino tomar en vilo nuestra
existencia entera y entregarla a algo, de-dicarla…, esa es la averiguación
fundamental del cristianismo, lo que indeleblemente ha puesto en la historia,
es decir, en el hombre”. Y
añade: “Desde el cristianismo, el hombre, por ateo que sea, sabe, ve, no ya
que la vida humana debe ser entrega de sí misma, vida como misión premeditada y
destino interior –todo lo contrario que aguante de un externo destino–, sino
que lo es, queramos o no. Díganme ustedes qué otra cosa significa la frase tan
repetida en el Nuevo Testamento y como casi todo el Nuevo Testamento tan
paradójica: ‘el que pierde su vida es el que la gana’. Es decir, da tu vida,
enajénala, entrégala; entonces es verdaderamente tuya, la has asegurado,
ganado, salvado”. Enseñanza que Antonio Machado dejó traducida a
lenguaje poético cuando versificó diciendo:
“Moneda que está en la mano
quizá se deba guardar;
la monedita del alma
se pierde si no se da”
No hay comentarios:
Publicar un comentario