sábado, 3 de octubre de 2015

La capacidad de estar solo

     Basculamos entre la necesidad que tenemos de ser acogidos por nuestros semejantes y la necesidad contrapuesta de ser libres y autónomos. Una parte de nosotros, pues, siente que lo peor que nos podría ocurrir es ser excluidos de nuestro grupo de referencia, y la otra considera que no hay nada peor que perder la libertad y la capacidad de generar las propias decisiones. El psicoanalista John Bowlby estudió concienzudamente aquella primera mitad de nuestro ser, y concluyó que la principal necesidad de los seres humanos desde la primera infancia es la de tener relaciones de apoyo satisfactorias con otros seres humanos. En contrapartida, la sensación de abandono y de ausencia de vínculos suficientes desde aquella primera infancia estaría en el origen de los trastornos psíquicos.

Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     Bowlby estudió las respuestas sucesivas al hecho de sentirse abandonados en niños pequeños que por diversas circunstancias tenían que sufrir una larga separación de la madre. En una primera fase, las reacciones del niño eran de protestas airadas. En la fase posterior, el niño se mostraba abatido, silencioso y apático; en suma, desesperaba de que la madre volviera a su presencia. Y en la tercera fase, el niño parecía no preocuparse ya por la ausencia de la madre y generaba un aparente comportamiento de independencia, que era, en realidad, consecuencia del desapego afectivo y de la desconfianza. La forma en que el adulto que herede esas experiencias infantiles organizará sus modos de estar con los demás será una prolongación de las actitudes que generó en aquella primera etapa, y los trastornos psíquicos subsiguientes guardarán también la impronta de aquellas situaciones que surgen de la sensación de abandono y que son parte de un continuo que discurre desde el sano apego afectivo al completo desapego y a la desconfianza. Estos últimos sentimientos tienen su manifestación más extrema en la paranoia y en la esquizofrenia, pero, en forma no tan abrupta, se puede rastrear su existencia en asuntos cotidianos como la clase de conversaciones que surgen en el trato social una vez superado el primer momento dedicado a temas impersonales, como el hablar del tiempo. Si el contenido de la conversación que habitualmente predomina es el propio de la murmuración, el cotilleo, la crítica del prójimo o la exasperación que producen unos personajes u otros, podremos deducir que, en mayor o menor medida, hay ingredientes de aquella desconfianza hacia los demás que moldearon las más básicas y primarias relaciones sociales de quienes así se comportan.
     Yendo hacia atrás en el continuo cuyo análisis hemos comenzado por el extremo más patológico, nos encontraríamos después con el tipo de trastornos psíquicos que prolongarían la perturbación surgida en aquella fase de relación con las figuras a las que el niño se siente más apegado (singularmente, con la madre), en la que este expresa abatimiento, taciturnidad y apatía, y en suma, desesperanza de que la madre llegue alguna vez a estar presente para compensar suficientemente la sensación de abandono. Cuando aquel niño sea adulto, mantendrá su necesidad de cariño como permanentemente insatisfecha, y sus vínculos con los demás estarán mediatizados por su temor a ser abandonado, que a menudo compensará con exagerados vínculos de dependencia afectiva. Los celos patológicos, el chantaje emocional o las actitudes de sumisión vendrían a caracterizar la forma de estar con los demás de estas personas. Del mismo modo, quienes en el continuo del que hablamos se sitúan entre aquellos que en la primera infancia reaccionaban a la ausencia de la madre con protestas airadas, empezarán de esa forma a cincelar su carácter hasta llegar a convertirse en unos adultos autoritarios, malhumorados, gruñones, exigentes y contestatarios. Estas tipologías, evidentemente, no son puras, y en dosis diferentes van mezclándose hasta matizar las diferentes patologías en las formas de relacionarse con los demás y, en general, en la formas de ser.
     Y en ese continuo que estamos escrutando, el extremo que señalaría la madurez afectiva y relacional sería aquel en que fuese posible conjugar el apego afectivo, la confianza en sí mismo y la capacidad de generar las propias decisiones sin interferencia de sentimientos de dependencia, temor a la exclusión o inseguridad que perturben la comprensión de sí mismo, de las propias preferencias y de los sentimientos e impulsos más profundos que uno alberga dentro de sí. Lo cual vendría a coincidir con la capacidad de estar solo, que nació en el niño junto con la seguridad de que no iba a ser abandonado (o, en última instancia, con la superación de aquel abandono), y que se traduce en el adulto en la existencia de  una intimidad asentada y, para su poseedor, reconocible, la cual permitiría estar de acuerdo con esta recomendación que hacía Michel de Montaigne: “Hemos de reservarnos una trastienda muy nuestra, libre, en la que establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad”. Las auténticas potencialidades humanas aguardan tras esa capacidad para estar solo, porque cuando uno queda subordinado a sus necesidades de dependencia afectiva o atrapado en sus estrategias de defensa frente a los demás, está supeditándose a los dictados del mundo exterior, imposibilitado de conectar con la fuente de la creatividad y de la inteligencia, que manan de la propia intimidad. Como decía Thomas de Quincey: “Ningún hombre que, cuando menos, no haya contrastado su vida con la soledad, desplegará nunca las capacidades de su intelecto”.

14 comentarios:

  1. Brillante exposición (claro, que a la vez inquietante), Javier.

    "Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación", Blais Pascal. Desde que la leí por primera vez capté que tal carencia nos distancia del llenarnos para estar con la mayor dignidad. Claro que para rasurar nuestra tendencia a buscar robustos contactos continuos, ya desde Aristóteles y su visión social -política- del hombre, nos vienen conminando a que lo gregario sea nuestro sino.

    Como seres bastante contradictorios que siento seguimos siendo, me parece certera la parábola del puercoespín que A. Schopenhauer didácticamente nos expuso: uniéndose ellos por el tenso frío fueron poco a poco juntándose para recibir calor mutuo, pero esa proximidad llegó un momento en que resultó hiriente, así que han de buscar los puercoespines una proximidad tolerable que les contenga el hostil frío sin perforar sus cuerpos con púas ajenas que perforen su ser.

    Cuando el hombre consiga solventar sus solitarias estancias de una manera satisfactoria obtendrá mucha mayor soltura para frotar su existencia con la maraña de extraños. Digo.

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    1. Muy pertinentes y enriquecedoras de esta reflexión esas citas que aportas, Vicente, de Pascal y de la parábola de Schopenhauer. Me hubiera gustado que te explayaras un poco en lo que la soledad tiene de “inquietante” (la soledad en sí misma es inquietante, ya lo sé). Por mi parte, quisiera pensar que la parábola de Schopenhauer está escogida desde su pesimismo, y que ese torturante dilema del puercoespín sería una exageración, en la medida en que existiría para los hombres una más fácil conciliación entre sus impulsos gregarios y sus más o menos circunstanciales búsquedas de soledad. Pero quizás me estoy haciendo mayor y, como Schopenhauer, pesimista, porque me parece la suya una metáfora acertada: la compañía humana cada vez asciende más veces a la categoría de coñazo (no siempre, menos mal), y la soledad no deja de ser a menudo agobiante. Como dice la copla: “Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio; contigo, porque me matas y sin ti, porque me muero”.

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    2. Estimado Javier: ya sabes que si osara explayarme en lo de la propia soledad pues... me quedaría solo. A menudo recuerdo los versos de Fray Luis de León en donde sin ambages ensalza la escondida senda: "Qué descansada vida/ la del que huye del mundanal ruido/ y sigue la escondida/ senda, por donde han ido/ Los pocos sabios....". Sin ambages, decía. A pesar de la dolencia de su esencia aquí es tomada como signo de distinción.

      Si abandonáramos la otra senda, el campo ancho de las relaciones extensas, quizás seríamos como los niños que se sabe fueron criados por animales, lobos preferentemente, y no fueron capaces de desarrollar el habla. Si no nos socializamos, nuestro proceso de humanización seguirá incompleto. Si optáramos por cualquier espléndido aislamiento sólo contaríamos con nuestro propio diálogo interno, enloquecedor al cabo. Ya la experiencia de los padres del desierto y su anacoretismo extremo se resolvió como solución anémica. Las comunidades monacales posteriores aportaron cierto común proceder. Hoy son reductos, pero quizás profundos. Se trata de una limitación voluntaria soportando clamores de ausencias por mor de servir (así se ha venido entendiendo) al Señor dador de vida con una religiosidad escrupulosa. Mas también a ello ha ido llegando la sociedad tranquila, aquella que busca en los retiros espirituales una vuelta a la sencillez de estar con lo mínimo, de estar en lo reducido, con lo apagado y tranquilo. ¿Una roussoniana manera de la vuelta al "buen salvaje"? La propia monodia de los cantos religiosos gregorianos se caracterizaba por utilizar una sola voz, sin distinguirse. Después llegaría la polifonía en donde ya se creaban otras voces melódicas independientes. Lo gregario y lo solitario. Mi propia contradición me lleva a apreciar tanto la una como la otra, considerando la polifonía renacentista como una de las grandes cumbres de la música (está claro que para mi sensibilidad).

      Y para continuar con música y llegándonos hasta los tiempos modernos, seleccionaré el tema de Emilio José "Soledad": "Soledad, es criatura primorosa/ que no sabe que es hermosa/ ni sabe de amor ni engaños, ay mi soledad (...) Pero yo la quiero así distinta/ porque es sincera,/ es natural como el agua que llega... Decoración, quizá, pero verdadera ansia de su consecución cuando, como tú muy bien explicas, "la compañía humana cada vez más asciende a la categoría de..."

      Para finalizar, una y otra vez me llegan los ecos de Hobbes y "la insociable sociabilidad del hombre". Darse cuenta de que el hombre (el ser humano) en solitario sería incapaz de llegar a llenar todas las potencialidades humanas y habría por ello de complementarse con los demás buscando un orden legal, civil aceptable. Hobbes lo consideraba desde un punto de vista racional estratégico, posteriormente Kant lo complementaría con un orden moral de la razón práctica.

      Pero nadie mejor que tú, Javier, concluiría que la destilación del ser en soledad ofrecería unas rotundas gotas de rebuscado enloquecimiento. Y sin embargo...

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    3. Efectivamente, Vicente, la soledad es un camino que, en el extremo, conduce a la locura (aunque tampoco esté del todo claro qué sea esta). Ya los chamanes del paleolítico sabían que el aislamiento y la anulación de los sentidos eran recursos suficientes para poner en marcha los procesos alucinatorios que, por ejemplo, después, en las cuevas, convertían en pinturas. Los anacoretas, al cabo de un tiempo de retiro, recibían también las visitas de sus alucinaciones. Y hasta don Quijote, después de haber estado encerrado en su habitación con los libros de caballerías, acabó superponiendo a la realidad de todas las mujeres mundanas aquella que solo estaba en su imaginación, y, como todos los utópicos, llegaba en su locura a tratar de imponer a los demás esos productos alucinados de su imaginación. Así, llegó incluso a exigir a unos viandantes con los que se encontró en el camino que reconocieran a Dulcinea como la más hermosa mujer de todas; y cuando esos viandantes le pedían que les mostrara a la tal dama para comprobar la realidad de tal afirmación, don Quijote les contestaba ofendido:

      –Si os la mostrara, ¿qué haríais vosotros confesando una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender. Y si no, ¡conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia!”.

      Lo malo, pues, de esas víctimas de la soledad o del aislamiento que son los locos, no son tanto sus delirios y alucinaciones, sino que, en el viaje de vuelta de su retirada al desierto, traten de imponer esos extravagantes productos de su imaginación a los demás. Y, desde luego, no todos los locos merecen ascender a la categoría de profetas (o reformadores sociales).

      Así que, ensimismamiento (retirada del mundanal ruïdo, cuarentena en el desierto, ejercicios espirituales…), sí, pero lo justito, que si no, después, en la vuelta a la alteración, acabas como don Quijote o como Pablo Iglesias.

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    4. Vicente, hay algo que no me ha dejado tranquilo de la respuesta que di a tu comentario. Me ha venido a la mente varias veces eso que te puse de que la compañía humana asciende cada vez más a la categoría de "coñazo". Ha sido una especie de aviso interior de que no era una palabra justa. No digo que no me sienta distante a menudo, incluso irritado, pero, para ser justo, no es propiamente esa la palabra que mejor se ajusta la mayoría de las veces, porque suelo comprender al personal, y muchas veces también me produce ternura. No siempre: a menudo, lo mejor es el trato de usted y de lejos, pero sí las veces suficientes como para retirar lo de "coñazo".

      Si vuelvo a tener "avisos interiores" de que también esto lo tengo que rectificar, volveré a pasar por aquí.

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  2. Querido Javi! Resulta que las cuatro primeras líneas de tu artículo (que luego deriva a los trastornos infantiles) confluyen de lleno en un libro que me absorbe en estos momentos y que aborda el tema de la libertad individual antropológica e históricamente desde un punto de vista muy insólito: "Mi objetivo [examinar cómo se convirtió la libertad en un valor dominante] puede parecer extraño a quienes sostienen que la libertad es un concepto natural, algo que desean los seres humanos sencillamente porque son humanos. Sin embargo no hay absolutamente nada evidente en la idea o, mejor, en la alta estima que en Occidente tenemos de la libertad. En la mayor parte de la historia humana y en casi todo el mundo no occidental antes de vincularse con Occidente, la libertad no fue --y no sigue siendo en muchos casos-- un objetivo obvio y deseable... De hecho, han pensado tan poco acerca de la libertad, que la mayoría de las lenguas humanas ni siquiera poseen una palabra para este concepto, a menos que hayan estado en contacto con Occidente... Y, asunto muy significativo, los traductores meyji del Japón del s.XIX tuvieron muchas dificultades para encontrar un término equivalente a tan extraña noción. Y escogieron la palabra 'jiyu', que tiene la acepción primaria de 'licencia'... ... Sin embargo, no es el resto del mundo el que necesita que se le explique su falta de compromiso con la libertad...: es a Occidente a quien debe examinarse y a quien se le debe explicar su peculiar compromiso con este valor...
    Mostraré en capítulos posteriores que la libertad fue una construcción social, no un descubrimiento, que fue un valor inventado, y que lo fue durante un específico par de luchas que generó la esclavitud [en la Atenas pre-democrática]. Una de éstas, inherente a la relación amo-esclavo en sí misma; la otra surge de la confrontación entre amos de esclavos y esclavos, por una parte, y entre amos de esclavos y ciudadanos pobres por otra..."
    En fin, querido Javier, este texto (supongo que habrás adivinado en seguida que se trata de La libertad, de Orlando Patterson) afirma muy convincentemente que los ciudadanos atenienses reducidos a la esclavitud por deudas fueron los primeros en anhelar dejar de ser esclavos (Patterson distingue tres clases de libertad: personal, soberana y cívica). Pero parece ser que entonces y en todas las épocas, el esclavo no quiere ser libre, sino 'no esclavo' dentro de la sociedad en que vive, e integrado en ella (y, a poder ser, dueño de esclavos: los libertos romanos son el ejemplo característico).
    Debe ser por todo esto que la libertad es un bien tan extraño y tan precario y tan sospechoso (y no sólo para la Autoridad competente), que todo el mundo reclama y que tan poca gente ejerce. Puede que, como aquellos japoneses, coreanos y chinos que forzaron los ingleses del XIX, lo que real y biológicamente deseamos ejercer es la mayor 'licencia' posible. "Entonces --como decía el castizo-- de la soledad, ni hablamos".
    Un placer seguirte leyendo. Como siempre.
    Un abrazo!

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    1. Querido Ángel. Me alegra verte por aquí; eres de esas pocas compañías, aunque sean virtuales, a las que uno se apega y de las que siente nostalgia cuando tardan en asomar.

      ¡Qué más quisiera yo que tener una erudición como la que me atribuyes cuando supones que conozco a Orlando Patterson, del que veo que en Google casi solo hay referencias en inglés! Me has hecho reír con esa suposición, que resulta muy compatible con tu agudo sentido del humor. Desde luego, como era de esperar viniendo de ti, lo que has expuesto de sus ideas resulta muy interesante y estimulante: la libertad, como un invento de los esclavos. Muy en la línea de aquello que decía Ortega y Gasset de que “las cosas, cuando faltan, empiezan a tener un ser”. Casi que viene dada la conclusión de que todo descubrimiento es sentido, antes de llegar a realizarlo, como ausencia, como deficiencia, como nostalgia de algo que nunca antes hemos tenido. Y ese estar a falta de algo es precisamente lo que nos guía hacia eso que estaba… pero como ausencia. Un poco para provocarte (y también a Vicente, que es el otro contertulio que ha asomado y sé asimismo de qué pie cojea), diré que esa es precisamente la definición de Dios que da Ortega: aquel que brilla por su ausencia. Él es eso que buscamos para remediar la sensación de que algo nos falta, y que nunca encontraremos… pero gracias a cuya búsqueda no paramos de encontrar sucedáneos suyos. Por ejemplo, la libertad. O a los demás, esos que en el fondo tampoco existen, o no mucho, pero que nuestra irredenta soledad demanda que aparezcan.

      En fin, que me alegro de que, de vez en cuando, tú seas uno de esos prójimos casi existentes, y que, aunque solo sea a ratos, brilles por tu presencia, que es muy estimulante.

      Un abrazo Ángel

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  3. Por todos los dioses, Javi! Que la libertad pueda ser un sucedáneo de Dios sólo se le puede ocurrir a un místico de cilicio bajo los vaqueros como tú. ¡Que no te oiga Nietzsche! Pero, como un cambio de impresiones contigo siempre es inspirador, me acabo de apuntar en la agenda: "Urgente. Releer La genealogía de la moral y El miedo a la libertad". Seguro que hay cosas que me he saltado o he entendido lo que quería entender, y no lo que los autores pensaban.

    Insisto: un placer seguirte.

    Un fuerte abrazo

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  4. ...A no ser que lo que insinúes es que hay personas que adoran la libertad, como en la revolución Francesa. Entonces sí que coincido contigo.
    Aunque dudo mucho que nadie que busque a Dios encuentre la libertad, sino que más bien yo diría que intenta huir de ella.

    ¿No será, ahora que caigo, que quizá yo sea uno de esos idólatras jacobinos enceguecido? Dios mío!

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    1. Imposible para mí seguir ese ritmo tan bienhumorado y chispeante con el que discurres, Ángel. Desde mi contrapuesta lentitud mental, me conformo con admirarlo y disfrutarlo. Y a mi ritmo de tortuga pensante (ya ves que necesito un tiempo para reaccionar), te contesto.

      Nietzsche era un buscador nato. Buscaba también lo que no se puede encontrar: “¿Dónde está mi hogar? –le hacía decir a Zaratustra– Por él pregunto y busco y he buscado, y no lo he encontrado. ¡Oh eterno estar en todas partes, oh eterno estar en ningún sitio, oh eterno ‘en vano’!”. No consentía detenerse en ninguna metáfora o sucedáneo de eso que es imposible encontrar. Estaría de acuerdo con don Quijote, ese soñador que, como le contaba antes a Vicente, no consentía en aterrizar en el reino de lo real al objeto de sus amores: “Todo gran amor está por encima incluso de toda su compasión: pues él quiere además ¡crear lo amado!”. Porque “en última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”. En suma (y vaya castigo): “Yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo”. Sin descanso ni sucedáneos en los que aquietarte un rato.

      Yo digo –y allá cuidados– que a eso se le llama búsqueda del Inencontrable. Otros lo llamaron Deus absconditus. Incluso digo que, si no acabas de aterrizar esa búsqueda en algún sucedáneo que se pueda encontrar, te acaba pasando lo que a don Quijote: te quedas colgado de la brocha. María Zambrano lo tenía visto; decía: “Nietzsche, ímpetu sin fin de vida, necesitaba la gracia luminosa que detuviera su desesperada carrera, que encantara su ambición demoníaca, que hiciera al fin descansar al judío errante”. No encontrar ese reposo tuvo unos resultados fatales, según la misma Zambrano, para el filósofo alemán: “Nietzsche destruyó su vida al no haber podido alcanzar forma”. El mismo Nietzsche lo acabó confesando (¿o fue don Quijote cuando iba “de vuelta a su lugar”?): “¿Qué me ha quedado ya? Un corazón cansado y desvergonzado; una voluntad inestable; alas para revolotear; un espinazo roto”.

      Así que Nietzsche era un friki, un solitario vocacional, un creyente en lo que no existe, y solo en la medida en que no exista… Un utópico. Peligrosa forma de ser. Yo creo que hay que conformarse de vez en cuando con algún sucedáneo de lo Inencontrable, descansar en algo que podamos encontrar.

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  5. <>

    La verdad, Javier, es que yo no me veo la gracia por ninguna parte. En cuanto a tu formulación del tema libertad, que es de lo que hablábamos en los orígenes, recuerdo haberte manifestado en alguna ocasión, mi admiración por esa capacidad intelectual que te permite trascender en cualquier tema a una elevación filosófica rayana en la teología (mi analfabetismo funcional no conoce otro estilo semejante al tuyo que el de Zambrano). ¡Yo sí que sigo tu alto vuelo dialéctico tan a duras penas que acabo con tortícolis anímica causa de mi inferior posición cultural y mental!
    En fin, como incapaz que soy de sublimar nuestro primigenio asunto de la libertad (para mí, sublime de por sí), desciendo hasta tu primer cambio de agujas rumbo a lo inefable: fue el siguiente: “resulta muy interesante y estimulante: la libertad, como un invento de los esclavos. Muy en la línea de aquello que decía Ortega y Gasset de que “las cosas, cuando faltan, empiezan a tener un ser”. Casi que viene dada la conclusión de que todo descubrimiento es sentido, antes de llegar a realizarlo, como ausencia, como deficiencia, como nostalgia de algo que nunca antes hemos tenido…”

    Realmente, y en un primer estadio, lo que los esclavizados atenienses por deudas añoran es la “libertad cívica”, o social, no la personal; y su sueño dorado es alcanzar la máxima libertad concebible para él, “la libertad soberana” (Patterson) del eupátrida griego, antecesor del patricio romano: lo que hoy entendemos por Libertad (y Patterson llama “libertad personal”) sigue tan ausente de la mente griega como lo está en la mente de los siervos y esclavos egipcios mesopotámicos o persas, incapaces por otra parte ni siquiera de concebir tales elucubraciones griegas. De hecho, la mujer ateniense, carente de derechos de ciudadanía, está mucho más cerca de esa conciencia de “ausencia” de libertad que el ciudadano varón.

    Por otra parte, el instinto gregario, la necesidad instintiva de pertenencia a un grupo protector, clan, tribu… o secta, viene tan inscrito en nuestra herencia genética como arma de supervivencia, que ese maravilloso hallazgo de la libertad-soledad (a mi torpe juicio el logro cumbre de la cultura humana, inaccesible sin la herramienta intelectual de la cultura escrita) es un tesoro siempre en peligro. Como lo está también hoy, cuando la nada inocente cultura de masas va eliminando sin prisa y sin pausa todo atisbo de esa otra cultura escrita que posibilitó y fomentó esa soledad y esa libertad (la sustitución del texto por el video, la sobreinformación, más eficaz que la falta de información)… Es por ello que sigue vigente el aforismo sesentayochista: La lucha por la libertad no tiene fin.

    Por último, y recalando a la altura del penúltimo cambio de agujas de tu alto vuelo: Los párrafos de Zaratustra del inicio son para mí los más elocuentes, en la estación de partida de nuestra charla, a la hora de explicar ese “No consentir detenerse en ninguna metáfora o sucedáneo de eso que es imposible encontrar” sin perder el pie a tierra tras haber levantado acta de la muerte de Dios.

    En conclusión: tu último puñetazo dialéctico sobre la mesa demuestra (como si no hubiera sido evidente de siempre para todo el mundo) que no me equivoco al atribuirte una erudición sin fondo, así como una profundidad y elevación simétricas de pensamiento.

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  6. <>

    (Este era el inicio de mi comentario anterior, decapitado por el editor, seguro que por excesiva y enojosa longitud)

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  7. “Es una distinción tener muchas virtudes, pero es una pesada suerte; y más de uno se fue al desierto y se mató porque estaba cansado de ser batalla y campo de batalla de virtudes… Desde que estoy entre hombres, para mí lo de menos es ver: “A éste le falta un ojo, y a aquél una oreja, y a aquel tercero la pierna, y otros hay que han perdido la lengua o la nariz o la cabeza”.
    Yo veo y he visto cosas peores, y hay algunas tan horribles que no quisiera hablar de todas, y de otras ni aun callar quisiera, a saber: seres humanos a quienes les falta todo, excepto una cosa de la que tienen demasiado - seres humanos que no son más que un gran ojo, o un gran hocico, o un gran estómago, o alguna otra cosa grande, - lisiados al revés los llamo yo. Para mis ojos lo más terrible es encontrar al hombre destrozado y esparcido como sobre un campo de batalla y de matanza…”

    (Este era el inicio de mi comentario anterior, decapitado por el editor, seguro que por excesiva y enojosa longitud

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    1. Perdóname Ángel por tardar en contestarte. He estado fuera unos días.

      La libertad es algo que, para existir, necesita previamente de un sujeto, de alguien que tenga conciencia de sí mismo, que descubra que existe en él un yo capaz de generar sus propias decisiones. Pero para empezar solo existe el “nosotros”, la “participación mística” de Levy-Bruhl. Después de eso aparece el “tú”, y aparece como un extraño, como alguien que se escapa del perímetro del “nosotros”. Creo que Jung diría que ese extraño, ese tú que irrumpe es una proyección de nuestra sombra, de lo que se sale de los márgenes de lo que creemos ser, del “nosotros” que aceptamos ser. Y como contraste de ese “tú”, acaba por aparecer el “yo”… Iba a seguir con esta masturbación mental, pero necesito tenerla mejor pergeñada para no ponerme a divagar.

      Este Nietzsche, aunque no siempre claro, se expresa tan bien que casi como que nos invita a dialogar entre tú y yo a base de citas suyas. Hay una, también del Zaratustra, que encaja perfectamente en lo que venimos diciendo: “La soledad de uno es la huida propia del enfermo; la soledad de otro, la huida ante los enfermos”. Por eso, Zaratustra “abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas”. Y de lo que sentía allí arriba también habla: “Cuando estoy arriba, siempre me encuentro solo. Nadie habla conmigo, el frío de la soledad me hace estremecer”. Siempre pensando en las alturas, decía también de ese campo de virtudes que tú citas, y que a la larga tanto le atormentaba: “Mira cómo cada una de tus virtudes codicia lo más alto de todo: quiere tu espíritu íntegro, para que éste sea su heraldo, quiere toda tu fuerza en la cólera, en el odio y en el amor”. Siempre en su montaña, con el frío que hace, con la soledad que se siente… Bueno, siempre no, alguna vez se le ocurrió que podía merecer la pena descender: “Cuando el poder se vuelve clemente y desciende hasta lo visible: belleza llamo yo a tal descender”. Pero a él lo que le iba era estar arriba; como decía Zambrano, no encontró realmente “formas” (belleza) en las que reposar. El poder, al final, era para él una exigencia que no admitía clemencia… Y eso, insisto, tiene mucho peligro.

      (No quiero hacer como que soy insensible a esas "alturas" en las que me colocas. Pero la verdad es que me desconcierta, señal de que no me reconozco)

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