domingo, 31 de julio de 2011

ESPAÑA, UNA NACIÓN QUE SE MUERE

El presente es la superficie de nuestra vida, como la primera fila de árboles lo es del bosque que late detrás. La superficie de las cosas no exige de nosotros, para ser captada, ningún esfuerzo, ninguna intervención activa, sólo receptividad. Dejando resbalar, respectivamente, nuestros hábitos y nuestros sentidos por esa primera lámina a través de la que se nos aparecen acontecimientos y cosas, tenemos garantizado el inicial contacto con ellos, en el que de lo que se trata es de que lleguen a encontrarse nuestra pasividad y su epidermis.

El rumor que, arrancado al impenetrable silencio de fondo, nos envía un arroyuelo desde la espesura, o el graznido, quizás, de un pájaro inquieto llegando también de tal zona de latencias, la que se oculta detrás de la primera fila de árboles, nos hace reparar en que eso que nuestros sentidos nos mostraban no era aún la realidad, que el bosque empieza a existir justo en el punto en el que ya no lo vemos, y en donde la escasez de lo que aportan nuestros sentidos ha de ser complementada con la intervención de nuestras interpretaciones. “El bosque –dice Ortega– nunca lo hallaré allí donde me encuentre. El bosque huye de los ojos”. Un bosque es una interpretación, no se conforma con el pasivo registro de aquella parte de su ser que se entrega dócilmente a nuestros sentidos, sino que, para llegar a existir, necesita de nuestra colaboración y de nuestro esfuerzo. “Necesitamos, es cierto –confirma el mismo Ortega–, para que este mundo superior exista ante nosotros, abrir algo más que los ojos, ejercitar actos de mayor esfuerzo; pero la medida de este esfuerzo no quita ni pone realidad a aquél. El mundo profundo es tan claro como el superficial, sólo que exige más de nosotros”. Estas realidades que empiezan a existir cuando dejamos atrás la superficie de las cosas, “viven, pues, en cierto modo, apoyadas en nuestra voluntad”. Aún podemos decir más: la voluntad y el esfuerzo que la sigue son las funciones sobre las que la vida humana –que no es otra cosa que la misión que consiste en añadir sentido a lo que hay– se sostiene, y sin esa activa aportación que hacemos al mundo, la vida languidecería desprovista de quehacer, dejando que paulatinamente nos fuésemos incorporando a esas fracciones del universo cuyo papel, como el de, por ejemplo, las piedras, consiste en un mero estar ahí.


La historia es la dimensión de profundidad que también el tiempo tiene, el conjunto de árboles que no vemos porque los tapa esa primera fila de ellos que constituye el presente, pero cuya realidad tiene tanta consistencia como ésta que nos es inmediatamente evidente. La historia, ese conjunto de posibilidades que laten en nuestro pasado y anuncian nuestro futuro (“nuestro”: el del pueblo que la construye) es lo que da sentido a nuestro presente, la capa epidérmica tras la que se oculta lo que fuimos y lo que hemos de ser. A la historia –dinamismo permanente sobre el que los pueblos van haciendo su vida– se opone la costumbre, el molde hierático al que van a parar nuestros actos cuando se desconectan de su última razón de ser, la que los sitúa en esa zona de tensión y de esfuerzo que transcurre entre lo que fuimos y lo que estamos llamados a ser. Cuando nuestros actos pasan a ser explicados por la costumbre (no digamos nada si lo son por el azar), cuando dejan de necesitar un por qué y un para qué que les sirvan de dimensión de profundidad, ellos, así como nuestra vida personal y nuestra historia colectiva que les contienen como materia prima, dejan de ser irrigados por la corriente vitalizadora de la voluntad, del esfuerzo consciente, y pasan a languidecer en los brazos de la repetición mecánica, de lo que se acepta sin más por el hecho de estar ahí, sin exigir que cumpla función alguna como parte de nuestros proyectos, encajado en nuestras aspiraciones.

A veces nos llega el rumor de intrépidos arroyuelos o incluso el clamor de torrentes vertiginosos que irrumpen sonoramente rompiendo la calma indolente de nuestras rutinas y avisándonos de que éstas eran insuficientes para dar razón de lo que hay; llamadas perentorias, pues, emitidas desde esa profundidad inadvertida que late al fondo de aquello a lo que nos hemos acostumbrado, y que demandan nuestra toma de conciencia, nuestra intervención activa para que la historia salga del sopor en el que lo acostumbrado la había hecho caer y nos plantee sus insoslayables exigencias, las que nos volverían a situar entre el por qué y el para qué, sin los cuales podemos quedar peligrosamente abocados a la indiferencia.


El 13 de julio de 1997, ha hecho pues catorce años hace poco, ocurrió uno de esos acontecimientos que zarandean violentamente el alma de los pueblos: Miguel Ángel Blanco fue cruelmente asesinado por ETA tras dos días de secuestro, y mediando por parte de la organización terrorista unas demandas que entonces (¡cuánto tiempo ha pasado!) todo el mundo considerábamos inaceptables. El pueblo español, indignado (diríamos hoy), pareció por unos días despertar definitivamente de la sinrazón del terrorismo y del nacionalismo a la que se habían acostumbrado, y si no hubiera sido aquello nada más que una reacción inconsecuente, pronto sofocada por la incapacidad de nuestros políticos, que debían haberla liderado, cuando no por su premeditada intención de abortar aquella potencialidad (como explícitamente ocurrió con el PNV), es probable que la historia se hubiese reactivado, sacándonos a los españoles de nuestro conformismo y obligándonos a recuperar la línea directriz que, frente a los propósitos reaccionarios que los nacionalismos nos han impuesto estas últimas décadas, nos exige la marcha de un estado moderno e ilustrado, el que esa historia nos pide ser.

Aquello quedó, pues, abortado. Lo cual significó que metabolizamos nuestra fugaz rebeldía como pueblo hasta dejarla diluida en una renovada oleada de conformismo e inmersión en nuestras rutinas que volvían implícitamente a dar por hecho que las pretensiones de nuestros nacionalismos centrífugos eran inevitables. Despojadas de nuestra voluntad, de las exigencias que nos impone la necesidad de proseguir hacia nuestros destinos históricos, los nacionalismos persistieron con nuevo ímpetu en su tarea de destrucción de nuestra cohesión nacional y consiguiente regreso hacia fórmulas de ordenación de nuestra convivencia hace siglos periclitadas.


Esa marcha hacia atrás de la historia emitió entonces un estruendoso graznido de pajarraco que aún provocó un agitado estado de alarma en la conciencia de muchos españoles que reaccionamos vivamente a la nueva llamada de nuestras exigencias cívicas e históricas, que desde lo profundo alertaban contra tal desvarío. Al pajarraco aquel lo daba forma la defección de nuestros políticos gobernantes; al chirriante graznido que emitió lo llamaron “proceso de paz”. Lo más despierto del cuerpo social respondió, pues, todavía con encendidas manifestaciones multitudinarias que momentáneamente impidieron que las componendas de nuestros políticos gobernantes con ese ariete del nacionalismo que es ETA nos precipitaran en el pozo sin fondo que implícitamente anunciaban.

Nuestros políticos más descarriados (pero poderosos) mantuvieron, sin embargo, sus propósitos, hasta ir consiguiendo desarticular casi totalmente las voces críticas tanto del cuerpo social como de sus instituciones y de sus apesebrados medios de comunicación. Aún parecería que ese cuerpo social ha tenido un postrer gesto de rebeldía contra la degeneración social y política rampante, a través del movimiento asambleario que se ha dado en llamar del “15-M” o de los “indignados”. Si no hubieran demostrado ya suficientemente su inmadurez o sus planteamientos erráticos de otras formas, bastaría para sospechar de ese movimiento el que el presidente Zapatero, máximo representante de nuestra actual deriva hacia la catástrofe, no encontrara otra objeción que le hiciera desistir de acudir a las acampadas de indignados que el hecho de haber sobrepasado los 25 años; y que, de manera semejante, Rubalcaba, ex-segundo de a bordo de esta nave a la deriva, hoy capitán de tan aciaga embarcación, se esté ofreciendo descaradamente para apadrinar también ese peculiar estado de rebeldía. Su jefa de campaña, Elena Valenciano, ha confirmado que negocian con representantes de este movimiento.


En conclusión, a estas alturas casi parecería que nos hemos acostumbrado a nuestros males, que nuestra catatonia colectiva nos ha llevado a aceptar como inevitable y sin posible marcha atrás la deriva catastrófica que las partes más reaccionarias de nuestro cuerpo social, los nacionalismos, hoy plenamente incrustados en nuestras instituciones, incluida ETA (eso que los responsables del desaguisado llaman “momento de máxima debilidad de la organización terrorista”), nos han impuesto. En el horizonte asoma nuestra posible defunción como nación y como estado, elevando cualitativamente la dimensión de la crisis económica y de valores que sufrimos. Da la impresión de que la historia ha encallado para nosotros. Descontemos a la mayoría de los políticos, en los que no queda mucho para que podamos confiar en ellos: en los ciudadanos, nuestras rutinas van consiguiendo apagar el desasosiego que nos exigiría reaccionar, con fórmulas adormecedoras del tipo de “no será para tanto” o “los problemas auténticos van por otro lado”… aunque también quedaría el consuelo de pensar que eso que trasciende de la capa superficial, la primera fila de árboles del día a día y de nuestras rutinas o bien nunca ha existido o bien se trata de conceptos discutidos y discutibles.


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“Las desventajas del federalismo”

sábado, 16 de julio de 2011

SI YO NO SOY YO NI SOY MI CIRCUNSTANCIA, ¿QUIÉN PUÑETAS SOY?

(EN RESPUESTA A VICENTE)
El yo es lo que se contrapone a la circunstancia; ésta es sentida por el yo como resistencia, dificultad, obstáculo, distancia. Este contraponerse a mí de mi circunstancia hace que surja en mí el deseo, que empuja hacia el punto de fuga en el que virtualmente pueda sentir (como en el útero materno o en el Paraíso) que vuelvo a ser uno con esa circunstancia, que no necesito ya emitir deseo, porque antes de hacerlo, se ha convertido en realidad. Es decir: no necesito vivir, porque la vida resulta que es una función de ese deseo de regresión al Paraíso, el universo mismo lo es de la cósmica pretensión de regresar al punto de partida, el de antes de la perturbación que significa salir de la nada. De ahí el peligro que tiene cumplir nuestros deseos y alcanzar el Paraíso (ser feliz), porque no sería entonces posible responder positivamente a esta perentoria pregunta: “¿Y ahora, qué?”. Por eso decía Ortega que “la auténtica plenitud vital no consiste en la satisfacción, en el logro, en la arribada. Ya decía Cervantes que ‘el camino es siempre mejor que la posada’ ”. Para seguir deseando, para seguir viviendo, es imprescindible que, en buena medida al menos, lo deseado nos falte, porque “en la posesión se aniquila lo deseado, que no tiene independencia, que no existe fuera del deseo” (María Zambrano). En suma: “La vida es un combate fiero –por muy pacífico de gestos que a veces parezca– entre ese yo que es un perfil de aspiraciones y anhelos, de proyectos, y el mundo, sobretodo el mundo social en derredor” (Ortega y Gasset).


Hay un supuesto atajo para intentar eludir ese enfrentamiento con la dificultad que supone lo circunstante: disolvernos en ello, dejar de sentir la inquietud que implica tener un yo, algo en nosotros que desee más de lo que nos da la realidad (eso que la razón nos dice que está ahí afuera oponiéndose a nuestro deseo o dilatando nuestro acceso a lo deseado). Esa disolución o capitulación del yo ante las circunstancias supone que ha de amputarse el deseo hasta adaptarlo a lo que el mundo es capaz de dar, aceptando que no se puede llegar a trascenderlo. Lo cual conlleva el grave riesgo de que esa adaptación acabe convertida finalmente en lamento, en percepción de que en lugar de yo lo que hay es vacío, un vacío que ocupan las circunstancias, que lo llevan a uno mecánicamente de aquí para allá.

Uno no puede quedar a expensas de lo que dicten esas circunstancias. Tiene que escarbar hasta encontrar el yo, el deseo que lleva implícito lo que echamos de menos en la realidad, aquello que haría que ésta tuviese sentido. Porque es cierto que, para empezar, decía Ortega, “la cosa inerte y áspera escupe de sí cuantos ‘sentidos’ queramos darle”. Los depresivos toman partido por la realidad (está detectado en los tests psicológicos), y en contra del yo, que queda sustituido por el sentimiento de vacío. Pero la realidad no es toda la realidad. “Nada es solamente lo que es”, decía María Zambrano. Le falta lo que le daría sentido. Y la misión del hombre (aquello en lo que para nosotros consiste vivir) es añadir sentido a lo que hay ahí afuera, acercarlo al Paraíso, que no es algo externo y objetivo, sino que reside en nuestra intimidad, y desde ahí marca la dirección de nuestros ideales (que no han de ir contra lo real, claro está, sino sólo superarlo). “El hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”, decía Ortega. Las dificultades que a cada momento nos plantea el vivir tampoco actúan en contra nuestra; todo lo contrario, como también decía: “La fatalidad que es el presente no es una desdicha, sino una delicia, es la delicia que siente el cincel al encontrar la resistencia del mármol”.


Sostenía también nuestro más preclaro filósofo que “el hombre representa, frente a todo darwinismo, el triunfo de un animal inadaptado e inadaptable”. Los estoicos, sin embargo, aspiraban a la plena adaptación a la realidad. Marco Aurelio decía: “Sólo al ser racional le ha sido dado seguir voluntariamente los acontecimientos, pues seguirlos sin más es obligatorio para todos”. Abanderaban, pues, estos otros filósofos el intento de recorrer aquel atajo que lleva al yo a adaptarse a las circunstancias, y que en última instancia consiste en amputar el yo. “Conmigo casa todo lo que casa bien contigo, mundo”, decía asimismo Marco Aurelio. Coincido contigo, Vicente, en que es una delicia leer a este emperador filósofo, y viene muy bien para los momentos en que lo que toca es aceptar nuestras limitaciones, acatar aquello que definitivamente no le pertenece al yo, sino a las circunstancias. Esos momentos para los que Marco Aurelio recomendaba atenerse a lo que hay: “Sofoca la imaginación –decía, en consecuencia, en una declaración directamente antipoética–. Contén los hilos de la marioneta. Circunscríbete al momento actual”. Pero en otros momentos lo que toca es sobreponerse, ponerse por encima de las circunstancias, luchar contra la dificultad (el absurdo en última instancia) que ellas suponen. Precisamente, lo que hizo Job conducido por su fe (lo más imaginativo que tenemos). Lo demás es anticipar la muerte, tomar conciencia de que no somos nadie, de que el destino es por nosotros. El estoicismo es una filosofía de retirada de la vida, una forma de prevenir el dolor y la lucha que es vivir. Séneca lo explicaba así de bien: “Redúcete al nivel más humilde, un nivel del que no puedas ya caer”.


El cristianismo llegó para empujar el péndulo hacia el lado que habían dejado abandonados los estoicos con su instalación en la otra punta: “No os acomodéis a los criterios de este mundo –recomendaba San Pablo–; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Y el mismo Cristo se rebelaba contra el principio de aceptación de lo que hay de los estoicos, cuando dijo taxativamente: “Mi reino no es de este mundo”. Aún declaró más: “Yo he vencido al mundo” (Juan, cap. 16, vers. 33). Y San Agustín le siguió: “No busques fuera de ti lo que está dentro de ti: la verdad habita en lo interior del hombre”. La hipérbole, pues, del yo frente a la circunstancia. Lo contrario que los estoicos, aunque parezca, en superficie, que tengan coincidencias.

San Justino vivió en tiempos de Marco Aurelio. Había sido estoico, pero se convirtió al cristianismo. Fue el primer Padre de la Iglesia. Frente a lo que decían sus antiguos correligionarios, sostuvo: “Evidentemente, ellos (los estoicos) intentan convencernos de que Dios se ocupa del universo en su conjunto, de los géneros y de las especies. Pero si no se ocupara de mí o de ti, de cada cual en concreto, nosotros no le rezaríamos noche y día”. Marco Aurelio, o sus funcionarios, mandaron decapitar a San Justino. Y hasta se puede comprender que lo hicieran: la paz social de la que, como emperador, respondía el primero, es posible mientras el hombre está adaptado a lo que hay, acata las circunstancias, el orden reinante; el cristiano –a veces yéndose, incluso, como hizo San Antonio, de monje al desierto–, al retirarse de las circunstancias, que le importaban un pepino de los de antes de que Alemania se retractase de lo de la bacteria e-coli, ponía en peligro el sistema social. Edward Gibbon, el más prestigioso historiador de la caída del Imperio Romano, achaca a los cristianos, por esta razón, la entrada en la decadencia.

Hasta que alguien vino a decir que no sólo somos “yo” ni sólo “circunstancia”, sino que “yo soy yo y mi circunstancia”, que “esta unidad de dinamismo dramático entre ambos elementos –yo y mundo– es la vida” (Ortega y Gasset) tuvo que pasar todavía un buen rato.

sábado, 9 de julio de 2011

INICIACIÓN A FAEMINO Y CANSADO (A TRAVÉS DE KIERKEGAARD)

Yo voy a seguir poniendo el énfasis en la fe como palanca para seguir discurriendo hacia lo que hay más allá (no necesariamente el “más allá” de esta vida, en el que me gustaría creer, pero no creo… aunque no haya perdido la fe); es decir, insistiré en lo que, desde dentro de nosotros mismos y por encima de las circunstancias, empuja a seguir adelante. Ésta de este artículo, por tanto, sigue siendo de cal, como la del anterior (la de arena es lo que de nosotros da a la realidad, al mundo objetivo, a la circunstancia).


Para seguir adelante en la vida, hay que sobreponerse al absurdo, que es la materia prima del mundo (“ápeiron” lo llamaba Anaximandro, más naturalista: “lo indefinido” o indiferente, es decir, que no hace ni puñetero caso de nuestra necesidad de atenerse a un sentido). Para tratar de entender por dónde va la vida, proponía Kierkegaard: “si la razón no es suficiente, exploremos el absurdo”, como tuvieron que hacer en Auschwitz los que se resistían a condenar a Dios.


Dio Kierkegaard vueltas y más vueltas (de una manera, más que obsesiva, apasionada) a las peripecias a las que tuvo que enfrentarse Job, la víctima por excelencia, que, en una demoledora acumulación de desgracias, perdió sucesivamente a sus hijos, su ganado, su riqueza y su salud. A partir de ahí (¡tratad de poneros en su lugar!), o encuentras la manera de seguir adelante o… tiras por la calle de en medio, la que escogió Primo Levi (el suicidio). ¿Cómo encontrar sentido a una vida para la que se han caído todos los palos del sombrajo, que ha traspasado de largo el límite de lo tolerable? Los estoicos dieron su receta: ataraxia, inmutabilidad, resignación. Hegel, la suya (Hegel es la de arena): trascender a lo supraindividual, porque para los individuos no hay salida, todos acabamos cascándola, y los fracasos anteriores no son sino necesarios ejercicios preparatorios para cuando llegue ese último. Fichte, primo hermano ideológico de Hegel, no se anduvo con contemplaciones cuando dijo: “el individuo no existe, no debería contar para nada, sino desaparecer completamente; sólo el grupo existe”. Los cristianos, por su parte, siguiendo la estela de los judíos, y en contra de los estoicos y de Hegel, dijeron: hay que seguir adelante, y como individuos, no como átomos de lo universal, aunque no encontremos razones para ello. ¿Cómo hacerlo entonces, si lo que la realidad demuestra es que no tiene sentido seguir? Con fe. Viktor E. Frankl, otro de los prisioneros judíos de Auschwitz, donde perdió a toda su familia, a partir de las Navidades de 1941-42, en que aconteció una epidemia masiva de suicidios en el campo de concentración, se dedicó a intentar transmitir esa fe a los demás prisioneros para poner freno a aquellos suicidios en masa. Allí fundamentó su método psicoterapéutico, la logoterapia o terapia del sentido.


Al tratar de definir lo que es la fe es fácil caer en el simplismo. Kierkegaard puede que, en general, se pasara de profundo, pero, a este respecto, empezó también por exponer la idea en su forma más simple: decía que la fe era lo que le llevaba a Job a creer que era posible recuperar a sus hijos, su riqueza, su salud, porque “Dios significa que todo es posible y que todo es posible significa Dios”. “Vale, majo –estamos tentados de decirle–, pero a ver si te vas enterando de que los Reyes Magos son los padres, y Freud dice que Dios también. ¿A ti te han dado el título de filósofo en una tómbola o qué?”... Nos refrenamos y no le decimos nada, porque no es tan simple la cosa como parece, claro. Además, si un día queremos entender a Faemino y Cansado, tendremos que ir a las fuentes y antes entender bien a Kierkegaard.

La fe no hace referencia a la realidad objetiva, sino a una disposición interior; no hablamos del ámbito en el que tienen lugar los resultados, sino de aquel otro en el que residen los principios. Cuando decimos que Job era un hombre de fe, estamos hablando de que, tras una primera fase en la que cedió a la resignación, y persistentemente respondía a quien le preguntaba por su situación: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”, a partir de cierto momento renegó de su suerte y, de manera correlativa, decidió mantener interiormente vivos a sus hijos y el resto de sus bienes. Uno, para poner en marcha su vida, necesita extraer de sí cierta energía, poner a producir su capacidad de ilusionarse, de entrega a la tarea. Eso es una disposición personal previa a la producción de resultados, que, si hay suerte, acabarán llegando… pero si no hay suerte, no. O puede que los consigas, por ejemplo, formar una familia, conseguir una posición en la vida, tener salud para disfrutarlo, y acabes perdiéndolos, porque, no hay que darle muchas vueltas: vivir es también ir acumulando pérdidas, despidiéndote de lo que una vez tuviste. Y entonces, ¿qué hacemos con aquella disposición interior que precedía a los resultados? ¿La dejamos morir a medida que éstos se transforman en fracasos? Si es así, si el sitio que ocupaban aquella energía y aquellas ilusiones en ebullición dejamos que lo “rellene” el vacío, corremos el peligro de que ese vacío acabe haciendo metástasis (y no estoy seguro de que esto que digo sea sólo una metáfora).

Sobre los resultados, que es algo que acontece ahí afuera, en el mundo, no tenemos responsabilidad en última instancia; sólo la tenemos de nuestra manera de estar en ese mundo y en la vida, de nuestros principios… de nuestra fe. Fe es creer independientemente de lo que vemos, de lo que ocurre ahí afuera, en el lugar donde se recogen los resultados. Job mantuvo vivas su disposición, su energía, sus ilusiones. Las mantuvo vivas a través del dolor por la pérdida, no porque alucinara creyendo que seguía teniendo lo que estaba irreparablemente perdido. Y, dice la Biblia, Dios, finalmente, le devolvió el doble de lo que había perdido. ¿Se lo devolvió en el mundo real, en el mundo de los resultados, por ejemplo teniendo nuevos hijos, o sólo en el de las representaciones? No entra en tantos detalles el narrador. Pero Kierkegaard tiene ya con eso claves suficientes para mostrar su argumento: hay que seguir viviendo como si aquello que deseamos, aquello que sale de nosotros con tanta fuerza como la que se manifiesta en forma de cariño hacia un hijo, tuviese efectivamente un objeto real sobre el que proyectarse. De modo que, si en la realidad no existe ese hijo, podamos buscar objetivos alternativos sobre los que seguir proyectando aquella energía; una energía, insistamos en ello, que existe antes de los resultados, y que no podemos dejar impunemente que se apague, porque en la misma jugada se irá apagando todo nuestro ser. Vale también esto como forma de prevenir los suicidios en un campo de concentración (en la vida misma, cuando se le parezca en algún sentido): gracias a la fe se vive incluyendo entre las circunstancias la representación de lo que deseamos, y que quizás nunca tendremos.

En suma, que la vida es el proceso que se pone en marcha al encontrarse un yo (un emisor de fe) con una circunstancia (un almacén de resultados), ambos inextricablemente juntos, pero no revueltos. Así que vuelvo a poner a Ortega entre las etiquetas.

sábado, 2 de julio de 2011

CUÁNDO CAMBIÓ EL MUNDO (UNA DE CAL)

El hombre es culo de mal asiento. No hay, por ejemplo en política, dirigente de campaña electoral que no sepa que no se va a comer un rosco si entre las propuestas estrella de su partido no hace figurar como denominador común de todas ellas la del cambio. Una manía, porque en lo fundamental el mundo ya está cambiado. Lo de ahora es ya sólo una gestión del impulso que se desencadenó hace unos milenios, cuando las cosas cambiaron realmente. Fue, eso sí, un cambio tan radical que nos lleva periódicamente al arrepentimiento, a intentar echar el freno para que lo nuevo no se salga de madre y, mal que bien, el mundo, al menos, siga dando vueltas como de costumbre.

Hasta entonces, hasta que llegó la gran transformación, los hombres nos habíamos dedicado a administrar la eternidad, lo que estaba allí de toda la vida de Dios. Si a algo se le ocurría cambiar, por ejemplo al invierno convirtiéndose en primavera, la cosmovisión imperante tenía claro cómo reconducir el asunto y prever que eso era algo circunstancial: todo volvería, tarde o temprano, al punto de partida, incluidas las estaciones, por supuesto. La realidad era lo que siempre había sido, y el hombre, en aquel tiempo, una mera prolongación de la realidad.

Entonces llegó Prometeo, el rebelde, y abrió dos frentes de oposición a lo establecido: Grecia (la de los “indignados” de ahora, no, la otra) y el judaísmo. Sócrates dio la espalda a la realidad y nos encomendó la tarea de conocer no el mundo que nos rodeaba, sino a nosotros mismos. Los judíos se empeñaron también en no ser consecuentes con los hechos, y, por su parte, decidieron seguir los trayectos que les abría la fe. Supusieron estas dos formas de rebeldía la definitiva cristalización de aquel invento que los hombres habían llevado a cabo ya en los tiempos de Atapuerca, cuando volviéndose también de espaldas a la realidad se toparon con algo que se salía del raíl que marcaba su fisiología: la fantasía. Pero no nos descolguemos demasiado por el áspero terreno de las abstracciones, y pasemos directamente a poner un ejemplo de rebeldía contra lo real, eso de lo cual, para lo bueno y para lo malo, es última consecuencia el hombre moderno occidental.


Una productora norteamericana emite desde hace tiempo, o emitía hasta no hace mucho, una serie de televisión que ha cosechado muchos premios y que tiene el título genérico de “Masterpiece” (Obra Maestra); en ella se realizan adaptaciones de novelas, biografías o sucesos históricos. En noviembre de 2008 emitió una de esas adaptaciones titulada “Juicio a Dios”, cuyo impactante argumento viene a escenificar la disyuntiva ante la que los hombres podemos llegar a encontrarnos cuando la realidad se vuelve inaceptable. “Juicio a Dios” se basa en la leyenda de que, en el campo nazi de prisioneros de Auschwitz, un grupo de internos judíos procedentes de los ámbitos profesionales y personales más diversos, un físico, un fabricante de guantes, un rabino, un profesor de Derecho… llevaron a cabo un simulacro de juicio contra Dios, por la presunta traición que éste habría cometido al faltar a su promesa de cuidar de su pueblo, el pueblo judío, que estaba sufriendo un auténtico genocidio a manos de los nazis. El único argumento que finalmente quedaba para, eventualmente, no llegar a condenar a Dios era el de la fe, que debería sobreponerse a las terribles peripecias de las que daban testimonio cada uno de los intervinientes en el juicio. ¿Cómo entender que Dios, por alguna razón más o menos asumible, estaba castigando al pueblo judío si estaban muriendo tantas personas inocentes y buenas? ¿Tenía Dios previsto un triunfo final para el pueblo judío en el que la muerte de esas personas quedaría subsumida como holocausto, como sacrificio necesario para alcanzar aquel bien mayor? ¿Se podría rastrear esa intención de Dios en el hecho de que muchos de los que habían perseguido a los judíos a lo largo de la historia, por ejemplo los romanos, habían acabado desapareciendo mientras que el pueblo judío seguía viviendo?... Al final ninguna de esas razones se mostró como suficiente. En última instancia, como se ha dicho, para enfrentarse a tan dura realidad sólo quedaba la fe. La fe en que Dios, en su inmensa sabiduría, sabía lo que hacía y las cosas, por tanto, seguían teniendo sentido. En el juicio, sin embargo, la realidad se impuso y se acabó condenando a Dios.

Primo Levi, singular escritor judío que efectivamente estuvo internado durante diez meses en el campo de concentración de Auschwitz, fue aún más rotundo que aquel supuesto tribunal cuando afirmó: “Existe Auschwitz… no existe Dios”. Pero cuando se oían los pasos de los carceleros que se acercaban para conducir a aquellos imaginarios internos de la película a la cámara de gas, y uno de ellos, aterrado, preguntaba a otro de los que con más seguridad había inclinado las opciones hacia la condena de Dios sobre qué procedía hacer, éste le contestaba: “Rezar”. Desde el lado de la realidad, Primo Levi dio lo que podríamos entender como una respuesta alternativa, aunque retardada, a aquella misma pregunta: en 1987, después de décadas sobrellevando una vida sin Dios, vale decir sin sentido, se suicidó. Su mujer ratificó el diagnóstico: “Primo estaba cansado de la vida”. Tenía toda la razón para ello. Y lo que no tenía era fe.


Adaptado a la realidad, el hombre corre serio peligro de acabar dejando de tener motivos para seguir viviendo (los depresivos son los que, por ejemplo, más alto puntúan en “realismo” en diferentes tests psicológicos). En general, para mantener esos motivos en el contexto de este mundo absurdo, a menudo es preciso pararle un rato, bajarse y sustituirlo por los dictados de la fantasía… para, ¡cuidado!, volver a subirse acto seguido. Es la dialéctica que Ortega proponía entre ensimismamiento y alteración, que finalmente funciona de esta manera que él dice: “Frente al objeto real que la razón descubre nace así el objeto deseable o “desideratum” que la fantasía, orientada por el deseo, construye. Nuestra mente fabrica leyenda”. Desde que inventamos la fantasía, el mundo dejó de ser inamovible, y empezó a ser un campo de pruebas en el que los hombres buscamos la manera de acercarlo a los presupuestos de esa fantasía (lo que Sócrates llamaba razón y fe los judíos). Dado que el mundo es absurdo, no tuvimos más remedio que asumir la tarea de convertirlo en un lugar vivible, en otro mundo que tuviera sentido. La otra alternativa, la de Primo Levi, habría sido más rápida y expeditiva, desde luego. Hubo también quienes inventaron la resignación. Pero fueron Sócrates y la Torah los que, en Occidente, iniciaron el cambio que nos ha permitido llegar hasta aquí.