viernes, 27 de diciembre de 2013

Cómo enferman mental y moralmente los individuos y las sociedades

     Carl Gustav Jung (1875-1961) fue, además de un gran psiquiatra, un pensador revolucionario que hizo aportaciones de extraordinaria e insospechada importancia al estudio de la mente humana, que, en mi opinión, aún no han sido asimiladas suficientemente por parte de nuestra cultura, aunque asoman aquí y allá a través de la influencia que han ejercido en diversos ámbitos de estudio o interés por las manifestaciones del espíritu humano. Pero esa influencia sigue siendo muy escasa especialmente en los dominios de la psiquiatría y de la psicología académicas, donde Jung es considerado como un outsider, un personaje excéntrico que cuando intentaba explicar lo que ocurría en la mente humana, recurría a conceptos tan extravagantes como “Dios”, “alquimia” u “OVNIs”, además de otros como “complejo”, “inconsciente colectivo” o “asociación de palabras” que, estos sí, han pasado a formar parte del bagaje de la psicología y de la cultura en general.



     En 1900, licenciado ya en psiquiatría, Jung pasó a ocupar su primer puesto profesional en la clínica Burghölzli para enfermos mentales de Zurich (Suiza), y allí marchó con una idea ya asentada en su cabeza: la enfermedad mental no es una especie de cuerpo extraño que se haya inopinadamente incrustado en la mente del enfermo, sino que son la persona en su totalidad y su propia trayectoria biográfica las implicadas en el problema (algo que está todavía muy lejos de admitirse por la psiquiatría y la psicología hoy vigentes y por el paradigma biomédico que les sirve de referencia).

     Entre los primeros casos que Jung atendió en la Burghölzli, hubo uno que, como cuenta en su autobiografía, le impresionó especialmente. Se trataba de una joven allí internada, diagnosticada de esquizofrenia (“dementia praecox” se la llamaba entonces) y cuyo pronóstico era grave. Enseguida, al entrevistarla, tuvo la impresión de que no se trataba de una esquizofrenia, sino de una depresión corriente. A través de su técnica de asociación de palabras y del análisis de sueños logró aclarar su pasado, a pesar de que este permanecía, en lo más sustantivo, arrinconado y aparentemente inoperante en una zona marginal de su mente. Supo así que antes de que se casara había estado intensamente enamorada de un hombre respecto del cual mantuvo vivas las esperanzas de ser correspondida hasta que definitivamente las desechó y se casó con otro.

     Cinco años después, cuando la mujer tenía ya dos hijos, una niña de 4 años y un niño de 2, intercambiando recuerdos con un viejo amigo, este le dijo: “Cuando usted se casó, el señor X recibió un rudo golpe”. El tal señor era aquel de quien ella había estado tan enamorada. ¡Ese fue el momento justo en el que se inició su grave crisis personal! Allí dio comienzo su depresión, y algunas semanas más tarde se produjo la catástrofe. Vivía en una región en la que el suministro de agua era higiénicamente defectuoso: para beber, había que coger agua pura de una fuente, y para lavar se usaba el agua contaminada del río. Mientras bañaba a su niña, vio cómo chupaba una esponja impregnada con el agua contaminada y no se lo impidió. Incluso dio de beber a su hijo un vaso de agua también contaminada. No lo hizo realmente de una manera premeditada, sino semiconsciente y como por descuido. Poco tiempo después, tras el período de incubación, la niña enfermó de tifus y murió; el niño, sin embargo, no se contaminó. En aquel instante la depresión que ya estaba en marcha se agudizó y la mujer fue ingresada en el frenopático. Se trataba, evidentemente, de un trastorno psicógeno, no resultado de ninguna alteración neurológica irreparable, que es como se suelen tratar todavía este tipo de trastornos. Hasta que intervino Jung, el único tratamiento consistía en la administración de narcóticos, a causa de su dificultad para conciliar el sueño, y en que se la vigilaba por sus tendencias suicidas.

     ¿Qué había ocurrido en realidad? Nos apoyaremos en los conceptos de Jung para establecerlo, aunque él, al relatar el caso en cuestión no lo haga de un modo estricto. Dos trayectorias vitales, una frustrada y solo vislumbrada imaginariamente, y otra efectiva, se habían juntado en el cauce previsto para una sola biografía. La paciente de Jung había escogido pertenecer a la trayectoria que no podía ser ya, y, en consecuencia, la otra trayectoria, la real, la que le había llevado a tener el marido y los hijos que tenía, era considerada una parte espuria de su vida, a la que virtualmente repudiaba. Puesto que la realidad se impone por la fuerza de los hechos sobre la ensoñación, la única manera de articular el deseo de lo imposible (pero al cual no renunciaba) en el marco de lo real fue dejarlo actuar desde la sombra: la depresión le permitía a esta mujer expresar su rechazo y desvinculación de lo real, y sus instintos criminales hacia sus hijos eran la endiablada solución que su parte sombría había encontrado para anular la parte de su vida que entraba en contradicción con su imposible deseo de volver atrás. Pero tales maquinaciones no resultaban lícitas para la parte de la mujer que se desenvolvía en la realidad, así que fue esa “sombra” (así llama Jung a la parte de la personalidad que contiene todo lo que rechazamos de nosotros y no admitimos como propio) la que puso en marcha el perverso plan… a costa, eso sí, de destruir la personalidad global de la mujer, que para ignorar o eludir la responsabilidad por lo que había hecho su parte sombría, tuvo que desordenar sus funciones mentales, que quedaron convertidas en el negativo de aquella elusión.

     No fue fácil para Jung decidir lo que debía hacer con su paciente. Pero al final le contó a la mujer lo que había descubierto a través de su técnica asociativa, y la ayudó a elaborar el terrible relato, de lo cual ella, claro está, no era consciente (toda su precaria organización mental era un mecanismo de defensa frente a esa verdad). “Resultó trágico para la paciente oírlo y admitirlo –concluye Jung–. Pero el resultado fue que, catorce días después, pudo ser dada de alta y nunca más tuvo que ser internada”. Así que volvió “a la vida normal para expiar en vida su culpa”.

     A la luz de las enseñanzas de Jung, y podríamos decir que de las psicologías dinámicas en general, toda patología mental (no hablamos, pues, de patologías neurológicas, aunque la psiquiatría actual tiende a considerar aquellas como parte de estas) es resultado de la posesión ejercida sobre la personalidad por la parte sombría, en representación de deseos irrealizables e incompatibles con la realidad. O bien, vista esa patología desde la parte consciente, resultado de la anulación del deseo que relaciona esa personalidad con el mundo real. Las angustias, fobias y temores actuarían como contrapunto de esos deseos, perversos unos, interrumpidos o reprimidos los otros. Y la depresión daría a dos vertientes: una, la retirada del deseo del mundo real, y otra, la supervivencia en la parte sombría de un deseo imposible o inconfesable; lo cual permite explicar también la bipolaridad a la que a menudo va unida la depresión.

     El caso es que el argumento, la estructura de ideas que hemos visto que nos permitiría entender lo que ocurre en la mente de los individuos, nos habría de servir también en lo esencial para comprender los comportamientos colectivos. Y así, podríamos decir que una sociedad está enferma cuando una parte importante de sus componentes se empeña en discurrir por una trayectoria que atenta destructivamente contra el principio de realidad; subsiguientemente, la parte de su personalidad colectiva encargada de organizar la vida del conjunto y desenvolverse en la realidad, es decir, las instituciones de ese cuerpo social enfermo, se comporta como el negativo o correlato de su zona sombría, de modo que no solo no muestra ninguna eficacia sanadora frente a la parte del cuerpo social que tiende a lo utópico e irrealizable, sino que se constituye en parte del problema y no de la solución.

     España es un cuerpo colectivo enfermo. Y eso no ocurre porque se nos haya inoculado un cuerpo extraño y ajeno a nuestro modo general de comportarnos. Las mentalidades propensas a las utopías de todas clases, enamoradas, como la paciente de Jung, de entidades fantasmales, bien en forma de naciones inventadas o de paraísos sociales que solo existen en las ensoñaciones irresponsables de personas inadaptadas, han pululado y pululan en nuestro país de forma desmedida. Todas ellas encarnan el arquetipo junguiano de nuestra sombra colectiva, y arrastran a un importante sector de nuestra población. En el lado que corresponde a la parte digamos que consciente y organizadora de nuestro ser colectivo, esto es, las instituciones, la patología queda asimismo plenamente en evidencia: tenemos un rey patético, que cuando habla, por ejemplo en Nochebuena, no hace más que emitir verbales cortinas de humo con las que trata de enmascarar o pasar por alto los problemas (“¿por qué no te callas?”, podríamos piadosamente proponerle); un poder ejecutivo que no solo no toma conciencia de los peligros catastróficos que nos acechan, sino que todo lo que hace parece descorazonadoramente destinado a reproducir los problemas que los originan; un poder legislativo inoperante y superfluo (lo que hace, lamentablemente, lo haría mejor un cuerpo de técnicos legislativos instruidos por los que mandan), y un poder judicial al servicio, especialmente en sus altas esferas, de los políticos, que ha sido capaz de perpetrar la infamia de sacar a la calle a los peores delincuentes derogando vilmente la doctrina Parot, así como de mirar para otro lado cuando se trata de poner freno a la corrupción de los políticos que les mandan… ¡Ah!, y un cuerpo electoral que, cuando todo esto está a la vista de quien quiera mirar, sigue votando a los partidos que mantienen viva nuestra patología social. 

     Así pues, en el sustrato, los defensores de lo imposible, de lo que solo vive en sus ensoñaciones, pero que, aunque sea suicidándose (y suicidándonos), están dispuestos a destruir la realidad en la que viven para echar a correr detrás del fantasma utópico que añoran. Y en la superficie, unas instituciones cobardes, irresponsables, corruptas y que, hoy por hoy, representan un poder en desbandada y en pleno desorden.

Y si algún Jung redivivo viniera a hacernos el relato de esto que pasa, seguro que lo echábamos con vientos destemplados, como hicieron en Troya con Casandra. O simplemente, no le votaríamos lo suficiente, como ocurre con UPyD.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Qué celebramos en Navidad

   Los tiempos están cambiando, de modo que, en buena medida y en muchos aspectos, se están deshilachando los lazos que nos unían con nuestro pasado, con formas de ser asentadas a lo largo de muchos siglos y, en el caso de la Navidad, de milenios, bastantes más de los dos que, en principio, parecen constituir su historia. Los cambios, a menudo, son buenos, qué duda cabe, pero como afirma un dicho de origen medieval, al ir en pos de la novedad que nos permita dejar atrás el pasado que decae, corremos el peligro de desechar, junto al agua sucia de lavar al niño, al mismo niño lavado.

   Para saber qué es lo que puede estar desnaturalizándose en estos cambios que va sufriendo la Navidad, trataré de fijar el sentido último que, a mi modo de ver, caracteriza esta fiesta: yo creo que lo que fundamentalmente se celebra en ella es el hecho de tener un lugar al que regresar, de, frente a la sensación de extravío que en tantos sentidos nos producen las vicisitudes de la vida, disponer de otra sensación complementaria y reparadora, la de que hay algo que permanece y que nos resulta básico y necesario para mantener nuestra identidad. En suma, y por decirlo de una forma quizás, incluso, demasiado publicitada: todos volvemos a casa por Navidad. Intentaré ir mostrando por qué considero esta característica la más definitoria de estas fiestas.
 
 

   Pese a que los cambios, el hecho mismo de cambiar, tienen hoy muy buena prensa y, por ejemplo, ningún partido político que se precie, dejaría de incluir la palabra “cambio” en el frontispicio de su programa electoral, los hombres siempre hemos visto con prevención el hecho de que las cosas cambien demasiado. La misma filosofía la inventaron los griegos hace veintiséis siglos, precisamente, para intentar descubrir algo en las cosas que permaneciera más allá de su inconsistente apariencia, según la cual todo muta, se mueve hacia otro lugar, y acaba desapareciendo. Los hombres empezamos a filosofar para descubrir aquello que las cosas y las personas somos “por naturaleza”, para confirmar que tenemos un ser, algo con lo que sentirnos identificados, más allá de todo lo que en nosotros y en el mundo va cambiando.

   Los filósofos griegos, al menos hasta Aristóteles, estaban seguros de que eso que esencialmente somos, nuestra naturaleza, residía en lo que fuimos en el origen: “natural” es lo que se es en el momento del nacimiento (“nacimiento”, con minúscula, de momento). Y empezar a vivir, sin embargo, es también empezar a alejarnos de aquella naturaleza de la cual partimos. Por ello decía Ortega: “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”. Vivir nos obliga a centrifugarnos, a adentrarnos en el trasiego de lo que hoy es así y mañana asá, a sumergirnos en la vorágine de las novedades, de lo que nunca acabamos de acotar suficientemente dentro de las claves de lo que ya conocemos. Heráclito decía que nunca lograremos bañarnos dos veces en el mismo río, porque lo definitivo en el río, como en la vida misma, es el fluir sin descanso, ser constantemente otra cosa diferente de lo que éramos. Y ese flujo incesante resulta agotador. Por eso se hace imprescindible contar con una zona de seguridad, un ámbito de permanencias, un lugar al que regresar después de todos nuestros trasiegos. Y puesto que hablamos de esta necesidad de tener un lugar al que regresar, podemos ir constatando que no me estoy alejando demasiado del tema de la Navidad que nos ocupa.

   No hablo de algo que nos caracterice a los hombres de manera solo anecdótica. Antes de que se inventara la filosofía, los hombres llevaban milenios, tantos como los que han transcurrido desde Atapuerca, añorando ese lugar al que regresar, anhelando la reparadora vuelta a los orígenes. Los hombres primitivos mantenían constante una cosmovisión, una manera de entender las cosas según la cual, todo va decayendo desde lo que fue en su momento de pureza original. Dice precisamente Mircea Eliade, quizás el más importante historiador de las religiones que haya habido, que “para (los) pueblos primitivos la existencia del hombre en el cosmos se considera como una caída” (la Caída Original de nuestros primeros padres, para el cristianismo). Para aquellos hombres primitivos vivir es, como decía Ortega, adentrarse en el caos, sumergirse en lo que fluye y cambia constantemente, en suma, y para empezar, extraviarse. Y en última instancia, decaer hacia la muerte. Y por eso, periódicamente, realizan ceremonias a través de las cuales, simbólicamente, vuelven a nacer, resucitan, recuperan la pureza original. Esas ceremonias, en principio, se superponen al ciclo anual: el hombre primitivo considera que, a partir de sus ritos de regeneración anual, todas las impurezas, pecados y, en general, todas las negativas consecuencias de haber vivido extraviado en el caos, quedan depuradas, regeneradas, perdonadas, de modo que empieza a vivir una vida nueva. Y eso coincide, precisamente, con la celebración del Año Nuevo. Es decir, que aquello de “Año nuevo, vida nueva”, viene de una tradición más que antigua.

   En principio, pues, nuestros íntimos biorritmos, los que llevan desde la sensación de decadencia hasta la de renacimiento y regeneración se superponen a los ritmos de la propia naturaleza: el año va declinando hasta que, al llegar al solsticio de invierno, que cae exactamente en el 21 de diciembre, la naturaleza parece morir: es el momento del año en el que el día es más corto. A partir de ese momento, la naturaleza, sin embargo, empieza a nacer de nuevo. Cuenta asimismo Eliade cómo en la antigua Persia, y como parte de las ceremonias de bienvenida al Año Nuevo, “el rey proclamaba: ‘He aquí un nuevo día de un nuevo mes de un nuevo año; hay que renovar lo que el tiempo ha gastado”. Y así año tras año, lo cual nos permite entender a María Zambrano cuando dice que “no más partir, volvemos”. Volvemos… siempre que tengamos, que no lo hayamos olvidado, un lugar al que regresar.

   Bien, pues no creo que haya que añadir muchos argumentos intermedios para llegar a comprender que la fiesta cristiana de la Navidad, aunque renovadora en muchos sentidos, viene a superponerse a estas celebraciones que han acompañado al hombre desde siempre. La Navidad significa una regeneración de aquella caída que supone adentrarse en el mundo, la Caída Original, representada por el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, el mismo Árbol de Navidad cargado de remedos de las manzanas del pecado que aquel otro del Paraíso portaba, y que acompaña a los Belenes de nuestros escenarios domésticos navideños. Porque el Nacimiento del Niño-Dios viene a regenerarnos de aquella Caída de nuestros primeros padres, la misma que supone adentrarse en el caos y en el extravío mundanos.

   Decía María Zambrano que “el movimiento propio del vivir personal, único que puede llegar a sernos relativamente diáfano, es el de avanzar a ciegas primero y haber de retroceder después en busca del punto de partida”. Pues bien: se están diluyendo esos puntos de partida. He aquí un dato: solo un tercio de los norteamericanos muere en el mismo lugar en el que nació (y como se puede deducir, todos los occidentales vamos detrás). Lo cual se traduce en la pérdida de lo que el sociólogo norteamericano Robert D. Putnam denomina “capital social”. De lo cual pone un ejemplo muy significativo, a la vez que, igual que estas reflexiones por las que estoy derivando, un tanto melancólico: de un destino laboral a otro, y de una relación de pareja a otra, los ciudadanos de aquel país han ido perdiendo sus contactos sociales, se han ido deshaciendo las muchas agrupaciones que otrora tenían gran implantación, han acabado por no tener un lugar al que sentir que pertenecen. Han perdido, en fin, su sitio en la vida, el “topos” que Aristóteles pensaba que cada cual tenemos asignado. Un patético síntoma de esta situación es el hecho, cada vez más común en aquellos lares, de que muchos de estos norteamericanos, para pasar sus ratos de ocio de fin de semana, van a una bolera, alquilan una calle de la misma para jugar ellos solos… y allí, de esa triste y taciturna manera pasan la tarde jugando a los bolos. “Solo en la bolera” se titula, precisamente, ese que es el libro más conocido de Putnam.

   La movilidad social característica de nuestro tiempo parece ser, hasta cierto punto, inevitable. Pero creo que seguimos confundiendo al niño con el agua del baño, y tendiendo a deshacernos indiscriminadamente de los dos. Aquella necesidad de alcanzar una identidad, de mantener la referencia de lo que permanece a pesar de todo lo que cambia, de regenerarse periódicamente recordando lo que somos por naturaleza, de tener, en suma, un lugar al que regresar, es la misma necesidad que antaño empujaba a los hombres a sus ceremonias de regreso y renacimiento del cosmos y es la misma que hoy nos lleva a celebrar cada año el Nacimiento del Niño-Dios. Decía también María Zambrano: “Parece ser condición de la vida humana el tener que renacer, el haber de morir y resucitar sin salir de este mundo”. Cambiar sí, progresar, por supuesto, pero también renacer, regresar a los orígenes, que, en mi opinión, como ya he dicho, es lo que más profundamente caracteriza a la Navidad: volver a ser lo que sustancialmente éramos más allá de los cambios y que, sumergidos en el caos de la vida, sin lugares y momentos a los que regresar, corremos el peligro de olvidar.

 
 (Texto utilizado, en lo sustancial, en la presentación del libro “Breve Historia de la Navidad”, de Francisco José Gómez, Ed. Nowtilus, 2013).

sábado, 7 de diciembre de 2013

¿Somos una máquina corporal que ha aprendido a pensar o un pensamiento que se abre paso a través de la máquina del cuerpo?

   Cuenta Walter Burkert en “La creación de lo sagrado” (Acantilado, 2009) un caso de curación chamánica que tuvo lugar en el África contemporánea: un niño pequeño enfermó y la madre se dirigió a una sanadora del lugar. La sabia mujer ni siquiera miró al niño enfermo, sino que empezó a interrogar a la madre, sobre todo acerca de la situación de la familia y de los conflictos entre los parientes. Descubrió así que existían diferentes situaciones de tensión familiar. En consecuencia, pidió a la madre que restableciera las buenas relaciones familiares y realizara ciertos rituales en honor de los espíritus guardianes que debía haber hecho siguiendo las tradiciones, pero que había olvidado hacer. Solo después de cumplir estos mandatos, la sanadora tuvo un segundo encuentro con la madre y con el niño enfermo, al que entonces administró un tratamiento que le devolvió la salud en pocos días.

 
   En dirección contraria a la que señala este caso, nuestra cultura ha escogido pensar que la enfermedad se origina necesaria y directamente en el cuerpo y, efectivamente, desde esa perspectiva parece que puede dar razón, aunque no siempre suficiente, de buena parte de los fenómenos que acaban desembocando en la enfermedad. Pero la misma investigación médica ha descubierto la existencia de un proceso morboso que comienza en el abatimiento del sistema inmunológico, lo que vendría a significar algo así como que se abren las puertas a los agentes productores de la enfermedad, los cuales, por tanto, serían subsidiarios respecto de aquella deficiencia previa. Y asimismo se conoce la dependencia que tiene la mayor o menor fortaleza del sistema inmunológico del estado emocional que tenga el sujeto afectado, y, en suma, de su manera, más o menos positiva, de estar en la vida y de dirigirse al mundo. En definitiva, en la resolución del dilema que aquí se nos plantea nos estaríamos jugando la decisión sobre si es antes la mente o el cuerpo, si es el espíritu el que genera la materia, o al menos la forma en que esta se manifiesta, o aquel no es sino un epifenómeno, un resultado de procesos que tienen su inicio en nuestra fisiología. A este respecto, Unamuno tenía definida su opción: “El espíritu dice: ¡quiero ser! Y la materia le responde: ¡no lo quiero!”, afirmaba. Y también: “Dios, la conciencia del Universo, está limitado por la materia bruta en que vive (de la cual) trata de libertarse y de libertarnos. Y nosotros, a nuestra vez, debemos de tratar de libertarle de ella”. Según esta visión unamuniana, la materia sería el restringido cauce a través del cual se manifiesta el espíritu, que sería lo prevalente. Así lo ratifica el pensador bilbaíno cuando dice: “El universo visible (...) me viene estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma”.

   También en la cosmovisión característica de los hombres primitivos y de los chamanes el mundo visible es solo la manifestación de un orden previo que rige en el mundo espiritual que le antecede. María Zambrano, asimismo, abogaba en algún sentido por esa cosmovisión cuando decía: “Todo lo espiritual (…) trasciende de las condiciones físicas en que está sujeto”. En la medida en que aquí abajo, en el mundo visible, no nos alejemos de las pautas de orden y permanencia vigentes en el orbe espiritual, las cosas estarán en su sitio (nunca mejor dicho). Lo insólito, lo imprevisto, el cambio, lo que transgrede el orden previo es visto por los hombres primitivos con gran suspicacia, porque su irrupción viene a ser como un brecha o hendidura que se abre en aquella ligazón y sintonía que mantenían el mundo visible y el invisible. Y es por esa brecha por donde se cuelan la desgracia y la enfermedad, y por donde pueden asomar toda clase de peligros y amenazas. Urge, por tanto, para el hombre primitivo, taponar esa brecha, compensando de alguna manera los efectos de la transgresión. Solo entonces será posible frenar la desventura. La reparación se realiza a través de un sacrificio, de alguna clase de pago que permita recomponer el equilibrio perdido.

   Es esencial, pues, en la conformación de esta perspectiva propia del mundo de los chamanes, la idea de pecado y de que es el hombre el último responsable de las desgracias que caen sobre él, en la medida en que ha cometido alguna clase de transgresión que atenta contra el orden y la armonía de las cosas. Dicho de otra manera: el hombre tiene un destino que cumplir, y es responsable de que el mismo se lleve a cabo. O como decía María Zambrano: “El hombre es así el ser que se constituye en vista de una finalidad”. Si responde a su vocación, a la llamada de ese destino, el hombre gozará de salud y alegría, pero si deja de responder, peca, y el resultado de ese extravío es la enfermedad o alguna de las formas de la desgracia.

   En nuestra cultura hemos creído que podemos entender estas creencias como meras supersticiones ya superadas y dar por amputada esa forma de estar en el mundo que ha caracterizado al ser humano a lo largo de casi toda su historia. Pero el sentimiento de culpa sigue acompañando a los hombres incluso antes de comprender cuál pueda ser su causa. Hasta el punto de que en nuestro antecedente cultural más inmediato se generó la idea de Pecado Original, una culpa que arrastramos por el mero hecho de nacer. “La tragedia única es haber nacido (…) El delito peor del hombre es haber nacido”, decía, efectivamente, María Zambrano. Y Unamuno, buscando cómo dar expresión a esa culpa que nos precede y constituye, escribía este poema:

“Acepto este dolor por merecido,
mi culpa reconozco, pero dime,
dime, Señor, Señor de vida y muerte,
¿cuál es mi culpa?”

    Parecería, pues, que ese solo hecho, nacer, entrar en este mundo decaído y sucedáneo de aquel otro mundo espiritual, es registrado en lo más profundo de nuestra alma como una transgresión del orden, como un pecado; que, como decía Zambrano, “el hombre ha sentido el horror de su propio nacimiento al mismo tiempo que la nostalgia de un mundo mejor perdido”. Y es por ello por lo que “toda vida se vive en inquietud. Ninguna vida mientras pasa alcanza quietud y el sosiego, por mucho que lo anhele”. En conclusión, dice la misma Zambrano, “cuando (mi propio ser) me sale al encuentro (…) el sentimiento de culpa es inevitable y puede ser aplastante”.

   Así que la cosmovisión chamánica, a pesar de todos los avances logrados en la investigación del mundo visible, y especialmente en la ciencia médica, sigue teniendo vigencia; tal vez de forma soterrada o necesitada de una reformulación a través de otros relatos diferentes de aquellos que hacía el hombre primitivo, pero anunciando, pues, que la interpretación de las cosas que nos ocurren debe incorporar de alguna manera aquella prevalencia de lo espiritual sobre lo material, de lo mental sobre lo fisiológico. Recurramos a un ejemplo para poder entender esto que proponemos: la medicina y la psicología interpretan que un mal como la bulimia es el efecto de una causa material: una alteración neurológica o un aprendizaje de conductas alimentarias inapropiadas, que deben ser corregidos a través de psicofármacos o de un adecuado programa de modificación conductual. Por el contrario, desde un punto de vista que no sé si sancionar como “chamánico”, habría que explorar lo que pasa en el nivel del espíritu para comprender esa conducta bulímica que se desarrolla en el mundo visible. Una vez allí, podríamos echar mano, para empezar, de esto que también decía María Zambrano: “El anhelo es un signo de vacío. El hombre podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío (…) un vacío que ha de llenarse”. Es en ese plano espiritual o supramaterial en donde podemos observar que hay algo, el anhelo, que nos caracteriza como seres humanos; que el deseo es resultado de un sentimiento de vacío previo, de una falta o deficiencia, es decir –aproximándonos al lenguaje de esas otras culturas falsamente sobrepasadas–, de un pecado; que el deseo, en suma, es un intento de buscar la manera de reparar nuestro vacío, nuestro pecado constitutivo. Y que, a la hora de trasladar ese anhelo, ese intento de reparación, al mundo visible, el bulímico solo ha sido capaz de ubicar su sentimiento de vacío en el estómago, en forma de hambre. Se da, pues, atracones porque esa es la única forma en la que entiende que puede resolver su vacío interior.

   Una vez descubierto lo que ocurre en el mundo espiritual, una vez detectada la falta, la transgresión constitutiva que aquí abajo, en el orbe material, empuja hacia la conducta bulímica, es cuando realmente podemos poner en marcha, de una manera efectiva, la acción terapéutica. En este caso, derivar a la persona bulímica hacia otras formas de reparación del sentimiento de vacío que trasciendan del comportamiento alimentario. En general, desde ese sentimiento de vacío o Pecado Original, es desde donde es posible entender la vocación, el destino o la finalidad de la vida como una forma de reparación (de “sacrificio”, diría un chamán) que nos obliga a hacer de nuestra vida un intento compensatorio de alcanzar la “plenitud”. Y si la medicina o la psicología ignoran aquellas causas profundas de la enfermedad, si se dedican a intentar contrarrestar solo los síntomas, es decir, lo que ocurre en el estricto mundo material, estarán dando muchos palos de ciego, al menos cuando el análisis de las causas materiales demuestre ser insuficiente. Tal vez se necesite que sanadoras como aquella de la que hablábamos al principio, se dieran una vuelta por las aulas de las facultades para dar un repaso a los estudiantes de medicina o de psicología.