lunes, 19 de febrero de 2018

El olvido de la Ciencia del Bien y del Mal (¿estamos regresando al Paraíso?)

     Resumen: seguimos dando vueltas alrededor de los libros de Yuval Noah Harari, cuya publicación constituye uno de los acontecimientos intelectuales más importantes de estos últimos años. Las ideas en ellos transcritas nos trasladan esta vez al momento de la revolución cognitiva que tuvo lugar hace 70.000 años y que facultó al homo sapiens para hablar de cosas inexistentes. El debate en el que nos introduce Harari es el de si esas realidades inexistentes, puesto que no tienen sustento objetivo, son simples autoengaños o son, por el contrario, el síntoma de algo más profundo, algo que vino a añadirse a las aportaciones de la mera evolución biológica y que tomó el relevo de esta en la marcha del hombre hacia algo más de lo que la estricta biología nos permite alcanzar.
     La idea fuerza, de entre las muchas y brillantes que incluye Yuval Noah Harari en su libro “Sapiens. De animales a dioses”, es aquella según la cual el secreto del éxito del Homo sapiens, tanto respecto del conjunto de los animales como del resto de las especies humanas fue, por encima de todo, su lenguaje único. La mayoría de los investigadores cree que los logros que llevaron a los sapiens a la cúspide de la evolución fueron producto de una revolución de las capacidades cognitivas de los sapiens que tuvo lugar hace unos 70.000 años y que consistió, en lo fundamental, en la facultad para imaginar y hablar de cosas que no existen realmente. Todos los animales utilizan algún tipo de lenguaje para comunicarse entre sí, pero, hasta donde sabemos, solo los sapiens pueden hablar, además de para transmitir información sobre cosas reales, acerca de tipos enteros de entidades que nunca han visto, ni tocado ni olido. Las leyendas, los mitos, los dioses y las religiones aparecieron por primera vez con esta revolución cognitiva.
     Los humanos o los chimpancés tienen instintos sociales, pero su sociabilidad, hasta llegar a los sapiens, solo alcanza para formar grupos relativamente pequeños e íntimos. Si el grupo se hace demasiado grande, se desestabiliza y la banda se divide, porque se hace cada vez más difícil ponerse de acuerdo en quién es el líder, quién debe ir a cazar o quién debe aparearse con quién. La investigación sociológica ha demostrado que el mero conocimiento íntimo de todos los miembros del grupo permite alcanzar la cifra de unos 150 integrantes. Para pasar a la formación de grandes grupos, como los que permitieron la fundación de ciudades e imperios, hubo de aparecer la ficción. Un gran número de extraños pueden colaborar unos con otros si creen en mitos comunes. Los dioses, las naciones, el dinero, los derechos humanos, las leyes, la justicia… son conceptos o entidades que no tienen forma o sustrato real, objetivo: viven en la imaginación de las personas.

     Así, desde la revolución cognitiva, los sapiens han vivido en una realidad dual. Por un lado, la realidad objetiva de los ríos, los árboles y los leones; y por el otro, la realidad imaginada de los dioses, las naciones y las corporaciones. La capacidad de crear una realidad imaginada y ponerle palabras, y de compartir la creencia en esas realidades por parte de muchas personas extrañas entre sí, permitió que estas colaborasen amparadas por esas creencias compartidas. Todas ellas vivían, además de en el mundo real, en el ámbito irreal creado por esa imaginación colectiva. Ese nuevo ámbito y el nuevo lenguaje a él adscrito permitieron a los sapiens realizar intercambios entre sus grupos, tanto comerciales como de conocimientos adquiridos, así como crear estructuras sociales más complejas. Los sapiens fueron los únicos hombres que tuvieron intercambios comerciales entre sus grupos; solo entre ellos se podía dar la confianza hacia los extraños. Y si había un enfrentamiento entre grupos de sapiens y neandertales, el mayor número de aquellos les pondría en ventaja frente a estos, más fuertes, sin embargo, de uno en uno. En la caza, los sapiens tendrían también mayores posibilidades, por la misma razón. Las diferencias significativas de los sapiens con los neandertales o los chimpancés aparecen cuando aquellos cruzan en exclusiva el umbral de los grupos de 150 individuos.
     De esta forma, lo que significó la revolución cognitiva fue que la historia se superpuso a la biología, mucho más lenta en sus procesos. En las habilidades que somos capaces de desarrollar los sapiens de uno en uno, no ha habido una mejora importante desde hace 30.000 años. En muchos sentidos un cazador-recolector del paleolítico tiene incluso más habilidades y conocimiento de su entorno que un hombre actual. A nivel individual, los antiguos cazadores-recolectores eran las gentes mejor informadas y con mayor destreza física de la historia. A cambio, nuestra capacidad de cooperar con un gran número de extraños ha mejorado de manera espectacular, y es eso lo que nos ha llevado desde el paleolítico hasta donde ahora estamos.
     Los espíritus ancestrales y los tótems tribales venían a ser la representación, la sustancia espiritual de esa entidad colectiva que, limitado su lenguaje a hablar nada más que de lo que hay, no llegaba a abarcar más de 150 individuos. Los nuevos vínculos sociales que permitirían la cohesión de los grandes núcleos de población y de los imperios necesitaron de mitos colectivos poderosos, dioses, patrias y sociedades anónimas a los que referir el origen común de todos aquellos individuos. Los reyes o las élites pasaron a ser la encarnación de esas entidades colectivas en las que los individuos depositaban su sensación de pertenencia.
     Uno de los modos en que se traducía esa sensación de pertenencia a una misma entidad colectiva era la existencia de códigos que pautaban las conductas, sancionaban la estratificación social existente, daban enunciado a fines colectivos y procuraban modos de afrontar los conflictos internos que pudieran surgir. Normas, en fin, en las que, aunque enunciaran principios carentes de consistencia objetiva, los miembros de aquellos grandes grupos decidían creer. El ejemplo de código más antiguo que ha llegado hasta nosotros es el Código de Hammurabi, de hacia 1776 a.C., que sirvió como manual de cooperación para cientos de miles de antiguos babilonios. Otro código de esta clase que Harari nos propone como ejemplo es la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, de fecha simétrica al anterior: 1776 d.C., que en la actualidad todavía sirve de manual de cooperación para cientos de millones de americanos modernos.
     Es evidente que, como Harari sostiene, los principios establecidos en esos códigos no tienen validez objetiva y pueden variar en el tiempo y en el espacio; la división de los hombres en superiores, plebeyos y esclavos, como hacía el Código de Hammurabi, o la afirmación de que “todos los hombres son creados iguales”, de la Declaración de Independencia americana, no resultan de una realidad incontrovertible. Viven, pues, esos principios en la imaginación de los hombres, aunque el hecho de creer en ellos por parte de grandes masas de individuos les dota de una fuerza equivalente, o incluso superior, a la que tienen las verdades objetivas.

     Para Harari, la única realidad a tener en cuenta seriamente es la que se asienta en la biología: solo existe un proceso evolutivo ciego desprovisto de cualquier propósito, que ha conducido al surgimiento de los seres humanos. Azar y selección natural son el sustento de las únicas realidades objetivas. Lo demás son mitos, tan inconsistentes que pueden llevar a creer en una cosa o en su contraria. Las aves, podríamos decir de manera asimilable a lo que ocurre con los humanos, tienen alas no porque ejerzan a través de ellas un “derecho inalienable” a volar, sino porque la evolución les dotó de tales alas. Tampoco los hombres tienen, como dice la Declaración de Independencia americana, el “derecho inalienable” a “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Asimismo, la idea de que los hombres somos iguales es tan mítica como la de que nos dividimos en “superiores”, “plebeyos” y “esclavos”, que es lo que se decía en el Código de Hammurabi. Igual de mítica es asimismo la idea de que los hombres en las sociedades democráticas son libres y en las dictaduras no lo son. La libertad es una idea que vive en la imaginación de los hombres, no es una realidad biológica. “¿Y qué hay de la felicidad?”, se pregunta Harari. “La mayoría de los estudios biológicos solo reconocen la existencia del placer, que es más fácil de definir y de medir”. Creemos en todos esos mitos colectivos, concluye el autor israelí, porque creer en ellos, aunque sean mentira o autoengaño, “nos permite cooperar de manera efectiva y forjar una sociedad mejor”.
     “Sociedad mejor”. ¡“Mejor”!... Me temo que aquí le falla a Harari, la línea argumental. Ese es un concepto moral, y lo que él pretendía era no salirse del marco de la biología, del ciego juego que montan el azar y la selección natural. Porque si introducimos términos de esa laya, quizás estemos sentando las bases para pensar que una sociedad regida por el mito de que los hombres nacemos libres es mejor que otra que se base en la existencia de la esclavitud. Cosas, tanto la una como la otra que ha generado la mente de los hombres, efectivamente, y que no tienen base biológica. Ideas lábiles, no sustentadas en la realidad objetiva (tan aséptica moralmente, tan ciega a la hora de diferenciar el bien del mal)… pero que han permitido a los hombres recorrer caminos a los que la biología por sí sola no llega. Para recorrerlos, el hombre tuvo que inventar la moral. Y la moral, desde luego, no resulta de la conjugación del azar y la selección natural, sino de esa propensión que es intrínseca al hombre y que, aun sin tener un sustrato biológico (no está en nuestros genes, ni depende de las influencias ambientales) dirige la vida de los hombres tanto o más que sus circunstancias objetivas: la propensión que, precisamente, nos empuja desde lo peor hacia lo mejor. Para intentar entender esa propensión, o para darle cauce, los hombres, nuestra imaginación, hemos venido a suplir las insuficiencias de la biología haciendo subir también a la palestra de la vida la moral. La pobre biología no daba de sí para intentar encontrar un sentido a la vida, y es constatable que el hombre no puede vivir una vida que no tenga sentido; todo lo más, puede arrastrarse por ella. Un recurso, este que aportamos al mundo, que, efectivamente, no tiene realidad objetiva: nada en esta permite diferenciar entre lo mejor y lo peor, que son construcciones subjetivas, que dependen de nosotros, los sujetos, para existir.
     Para Harari, sin embargo, tienen el mismo calibre de irrealidad y, por tanto, a priori, la misma legitimidad (ninguna que las equipare a las verdades objetivas) una sociedad basada en el mito de que hay hombres superiores, plebeyos y esclavos, que otra fundamentada en la idea de que nacemos libres e iguales. Ambas ideas trascienden del perímetro de realidad que regenta la biología. En ese perímetro parece que no cabe nada más, según Harari, que lo que diferencia lo placentero de lo que no lo es, y solo en función de que es más fácil de medir, de ser traducido a registros objetivos. Así, pues, si guiamos nuestra conducta y nuestra vida según el criterio de la búsqueda del placer que Harari parece sugerir como único realista, estaríamos pisando tierra firme; pero si lo hacemos por el de la aspiración (moral) a lo mejor, caeríamos inevitablemente en el subjetivo terreno de las valoraciones, por tanto, en lo contingente. Si nos atenemos a lo que estrictamente nos permite la sujeción a los términos objetivos, habremos finalmente de considerar que da igual una cosa que la otra. Solo la búsqueda de placer nos haría pisar terreno firme. La Declaración de Independencia de Estados Unidos proclama: “Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Harari propone cambiar esta terminología mítica y traducirla a términos biológicos, con lo quedaría de esta otra manera: “Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres han evolucionado de manera diferente; que han nacido con ciertas características mutables; que entre estas están la vida y la búsqueda del placer”.
     Ese cambio de términos es congruente con lo que el posmoderno Jacques Derrida afirmó, y antes que él prefiguró Nietzsche: la verdad no existe, todo es interpretación… salvo, añadiría Harari, lo que se atiene a los términos biológicos y objetivos. Y es cierto que lo bueno y lo malo son cosas opinables, categorías sin consistencia objetiva: lo que hoy es bueno aquí, mañana puede ser malo allá, y viceversa. Pero si renunciáramos, no ya a imponer el Bien como categoría absoluta (nunca llegaríamos a dar con él), sino a proseguir nuestra búsqueda de lo mejor, y, por tanto, a jerarquizar las cosas en mejores y peores, habríamos amputado de nosotros la necesidad de dar un sentido a la vida. Ese sentido no lo proporciona la biología, no lo encontraremos en ningún laboratorio, entremezclado con cosas que tengan consistencia objetiva; es una aportación nuestra a la creación. Lo más genuino del Homo sapiens, mi admirado Harari, tampoco es esa creencia compartida en mitos, en entidades que no existen; en suma, no es nuestra proclividad hacia el autoengaño colectivo. Lo más genuino del hombre es su subjetividad, su “yo”, que, cuando asoma, cuando se manifiesta en su circunstancia, en el mundo exterior, objetivo, lo hace como propensión que le empuja a ir desde lo peor hacia lo mejor. Y, ciertamente, el trayecto que discurre entre ambas categorías no tiene forma prefijada, es errático, contradictorio, generador de mitos inconsistentes… pero es irrenunciable, es lo que aporta a nuestra vida el carácter de tarea, de misión, de finalidad, sin lo cual no habría nada que objetar al Macbeth de Shakespeare cuando, desesperado, afirmaba que “la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido”.

lunes, 5 de febrero de 2018

¿Va camino el yo de su desaparición? (Leyendo a Yuval Noah Harari)

      Resumen: La investigación psicológica viene a mostrarnos que una buena higiene mental pasa por la necesidad de sentir que, en alguna medida, uno es protagonista de su propia vida y que tiene un mínimo control sobre las cosas que pasan en ella. Sin embargo, la ciencia, y sobre todo los últimos avances tecnológicos, parecen empeñados en convencernos de que no somos más que instrumentos de fuerzas que nos son ajenas: para empezar, las leyes de la evolución permitirían constatar que no somos sino el medio que utilizan nuestros genes para pasar de una generación a la siguiente. Y la tecnología va a acabar suplantándonos (por nuestro bien, por supuesto) en cualquier decisión que queramos tomar, porque los algoritmos que utiliza nos van a conocer mucho mejor que nosotros mismos. ¿Cómo sería un mundo en el que los yoes de las personas no tengan ninguna función? ¿A qué nos dedicaríamos en la vida si todo lo que pretendiéramos hacer ya estuviera ordenado imperativamente antes de que nos pusiéramos a hacerlo?   
     Los psicólogos hacen uso de un concepto denominado locus o lugar de control (LC), que  es un término que hace referencia a la percepción que tiene una persona acerca de dónde se localiza el agente causal de los acontecimientos de su vida cotidiana. Así, Locus de control interno aludiría al hecho de que el sujeto entiende que los eventos ocurren principalmente como efecto de sus propias acciones, es decir, a la percepción de que él mismo controla su vida. Tal persona valora positivamente, en consecuencia, el esfuerzo, la habilidad y la responsabilidad personal, puesto que ellos son los instrumentos que se utilizan para intentar conseguir que las cosas sean de la manera que él prefiere. Por el contrario, Locus de control externo se refiere a la percepción del sujeto de que los eventos ocurren como resultado del azar, el destino, la suerte o el poder y decisiones de otros. En este caso, el sujeto presupondría que los eventos no tienen relación con el propio desempeño, es decir, que los eventos no pueden ser controlados por su esfuerzo y dedicación. Estos contrapuestos modos de atribuir la responsabilidad de los acontecimientos influyen, como es fácil suponer, en la respectivamente alta o baja autoestima de los sujetos. Y también en su capacidad de reaccionar frente a las frustraciones, fracasos o infortunios. Un niño que suspenda en sus exámenes, por ejemplo, si piensa que ha sido por factores atribuibles a él, puede reaccionar poniendo en marcha comportamientos destinados a corregir ese suspenso; si, por el contrario, considera que los factores trascienden de su voluntad, se instalará en el fracaso y, tal vez, esté desbrozando el camino hacia una futura depresión.
     El niño pequeño, incapaz de sentir que algo de lo que ocurre se deba a su intervención, tarda un tiempo en incorporar a su bagaje mental el concepto y la palabra “yo”, lo cual ocurrirá paulatinamente a lo largo del segundo año de vida. Con ello, estaría dando comienzo, según el filósofo David Hume, a una andadura equivocada, porque, convencido como él estaba de que el único contenido que tenemos en nuestra personalidad es el que nos proporcionan las impresiones recogidas por nuestros sentidos, y que vamos acumulando de una en una, no encontraba ninguna impresión de la que se pudiera deducir la existencia del yo. Decía Hume en concreto: “Si hay alguna impresión que origine la idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer, tristeza y alegría, pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca existen todas al mismo tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y, en consecuencia, no existe tal idea (…) Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción (…) Yo sé con certeza que en mí no existe (el yo)”. Hume se convirtió así en el filósofo de referencia a la hora de encontrar un elaborado y bien argumentado modo de negar la existencia del yo; pero lo hizo a costa de sufrir una depresión entre los 19 y los 23 años, justo la época en la que gestó su “Tratado de la naturaleza humana”, en donde formuló estas ideas a las que nos estamos refiriendo. Buscando cómo salir de su depresión, escribió a un médico: “Para evitarme la melancolía ante tan sombrías perspectivas, mi única seguridad se halla en displicentes reflexiones sobre la vanidad del mundo y de toda gloria humana”. Y como suele ocurrir en estos casos, su evasión acabó desembocando en el carpe diem y el hedonismo. Así que concluye sus atormentadas reflexiones al respecto de esta forma: “Estoy dispuesto a tirar todos mis libros y papeles al fuego, y decidido a no renunciar nunca más a los placeres de la vida en nombre del razonamiento y la filosofía, pues así son mis sentimientos en este instante de humor sombrío que ahora me domina”. Y añade: “Por fortuna sucede que, aunque la razón sea incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza misma se basta para este propósito, y me cura de esa melancolía y de este delirio filosófico, bien relajando mi concentración mental o bien por medio de alguna distracción (…) Yo como, juego una partida de chaquete, charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas y ridículas que no me siento con ganas de profundizar más en ellas”. Así pues, podemos hacernos una idea a propósito de qué es lo que está en juego en este asunto de si tenemos o no un yo al que hacer responsable, en mayor o menor medida, de lo que nos ocurre.
     Yuval Noah Harari ha escrito dos libros insoslayables, “Sapiens. De animales a dioses” y “Homo Deus. Breve historia del futuro”, que desarrollan una poderosísima línea argumental que conduce casi fatalmente hacia la conclusión de que el yo es una más de las múltiples especies en cuya extinción se ha visto o se va a ver involucrado el Homo sapiens desde su aparición. Le sirve, como contraste, para desarrollar su argumentación, la cosmovisión que construyó el humanismo liberal, que ha sido la ideología triunfante en estas últimas centurias, y según la cual el individuo es un ser libre, capaz de decidir, con las lógicas limitaciones que imponen las circunstancias, lo que ha de ser su vida. Pero a lo largo del último siglo, a medida que los científicos indagaban en el trasfondo de ese hombre dotado de libre albedrío que imaginó el humanismo liberal, “fueron descubriendo –dice Harari– que allí no había alma, ni libre albedrío, ni ‘yo’… sino solo genes, hormonas y neuronas que obedecen las mismas leyes físicas y químicas que rigen el resto de la realidad. Hoy en día, cuando los estudiosos se preguntan por qué un hombre empuña un cuchillo y apuñala a alguien hasta matarlo, responder: ‘Porque decide hacerlo’ ya no sirve. En lugar de ello genetistas y neurocientíficos proporcionan una respuesta mucho más detallada: ‘Lo hace debido a tales o cuales procesos electroquímicos que tienen lugar en el cerebro que fueron modelados por una determinada constitución genética, que a su vez refleja antiguas presiones evolutivas emparejadas con mutaciones aleatorias’”. Esos sucesos bioquímicos sobre los que se edifican nuestras supuestas decisiones, no los decide nuestro libre albedrío: son el resultado de la combinación de azar y selección natural, los factores sobre los que ha discurrido la evolución. Si en un momento determinado un hombre “decide” comer adecuadamente y aparearse con una pareja sana y fecunda, sus genes tendrán más oportunidades de pasar el filtro de la selección natural y trasladarse a la siguiente generación que si come alimentos nocivos y se aparea con alguien enfermo o anémico. O sea que lo que parecían ser decisiones libres son, en realidad, según nuestros científicos, el producto de comportamientos prefijados en nuestros genes que hacen cola ante el cancerbero de la selección natural, que es el que finalmente les da de paso o no hasta la siguiente generación. No parece que le quede al hombre mucho libre albedrío que incorporar a este proceso evolutivo. Concluye así Harari: “Yo no elijo mis deseos. Solo los siento y actúo en consecuencia”.

     Pero una de las ideas-fuerza del mismo Harari en sus libros es que ya no hay que esperar a que la evolución biológica –que sería la auténtica protagonista de la historia hasta ahora, y no las decisiones de los hombres– produzca resultados al dilatado ritmo de acumulación de eones del que hace uso. Ya es posible diseñar los próximos pasos evolutivos gracias a las nuevas tecnologías, y hacer que lleguen a su resultado en un corto o cortísimo plazo. Incluso elegir (... ¡vaya por Dios!, pese a todo, todavía podremos “elegir”, o como esa cosa se diga en el vocabulario de este mundo que está viniendo) por dónde queremos que vaya la evolución. Por ejemplo, cuenta el mismo Harari que ya se han realizado experimentos que demuestran que “es posible crear o aniquilar incluso sentimientos complejos tales como el amor, la ira, el temor o la depresión mediante la estimulación de los puntos adecuados del cerebro humano”. Los experimentos más relevantes en este sentido los han llevado a cabo las fuerzas armadas estadounidenses empleando dispositivos no intrusivos en forma de casco con electrodos que produce campos electromagnéticos débiles dirigidos hacia áreas específicas del cerebro seleccionadas, las que estarían implicadas en la producción de esos sentimientos. Varios estudios han demostrado, por ejemplo, que este método puede aumentar la concentración y la capacidad cognitiva de operadores de drones, controladores de tráfico aéreo, francotiradores y otro personal cuyas funciones requieran largos períodos de intensa atención. A un servidor le queda colgando la temblorosa duda de, puesto que la moral va a ser una disciplina a superar en el mundo en el que ya no haya “yoes” a los que responsabilizar, si alguien decide empujar la evolución con estos métodos hacia la desaparición de sentimientos como, por decir algo, el amor o la culpa (sentimientos prescindibles en cualquier eficaz procesador de datos o robot, que puede ser la referencia de lo que pasará a ser el hombre en el futuro), ¿cómo será entonces el mundo?… si es que queda alguien humano para contarlo. Casi prefiero quedarme con la idea de que, con estos métodos (colocándose el casco en cuestión), aprender idiomas o a tocar el piano en el futuro va a estar chupado.

     Después de argumentar todo esto, todavía le queda cuerda a Harari para seguir preguntándose “¿quiénes somos yo?”. No sé si consciente de ello o no, rehabilita los argumentos de David Hume para afirmar que sigue habiendo experimentos científicos que muestran que, más que un solo yo, contenemos cada cual una cacofonía de voces contrapuestas y en conflicto, ninguna de las cuales se puede alzar con la primacía de pertenecer al “yo verdadero”. Esos experimentos se han realizado sobre todo con pacientes con el cerebro escindido, por ejemplo, epilépticos a los que se les ha realizado un corte en el cuerpo calloso que separa los dos hemisferios del cerebro. Se consiguió comprobar cómo cada una de las dos partes del cerebro podía dar una respuesta diferente, y aun opuesta a la otra. Cita asimismo Harari experimentos debidos a Daniel Kahneman, Premio Nobel de Economía, sobre cómo una parte del “yo” puede engañar a otra y llevar a esta –que compartiría hábitat con la otra– a tomar decisiones incorrectas.
     Aún hay más: los avances tecnológicos, que ya se han producido, y que cualquier día de estos pasarán al ámbito de nuestra cotidianeidad, van a ser una nueva y pesada losa que caerá encima del depauperado yo, si es que aún quedara algo de él a esas alturas. “Estamos a punto de enfrentarnos –confirma Harari– a un aluvión de dispositivos, herramientas y estructuras utilísimos que no dejan margen para el libre albedrío de los individuos humanos”. Efectivamente, parece que somos reducibles a meros algoritmos que las máquinas pueden detectar y reproducir, lo que dejaría nuestro yo tan encogido como aquel del que pudiera alardear un robot cualquiera. Es previsible, por ejemplo, que, no tardando mucho, los escáneres fMRI (técnica que permite obtener imágenes de la actividad del cerebro mientras realiza una tarea) puedan desvelar cualquier mentira o engaño con solo apretar un botón. Y entonces, más allá de las implicaciones que esto tendrá sobre el futuro profesional de abogados, jueces, policías y detectives, habremos de añadir un nuevo desasosiego quienes aún nos empeñemos en sostener que tenemos un yo, porque si las máquinas pueden registrar o reproducir lo que hagamos o dejemos de hacer, incluso en ámbitos que creíamos inviolables de nuestra privacidad, ¿qué nos seguirá diferenciando de ellas?
Fotograma de la película "Ex_machina"
     O bien, qué deducir de lo siguiente: existe un sistema de inteligencia artificial, el famoso Watson de IBM, que puede contener en sus bancos de datos toda la información que en él queramos introducir acerca de todas las enfermedades conocidas y todos los medicamentos de la historia. Es o será capaz asimismo de actualizar dichos bancos de datos a diario, no solo con los descubrimientos de nuevas investigaciones, sino también con las estadísticas obtenidas de todas las clínicas y todos los hospitales del mundo. Puede también conocer, en particular, todo mi genoma y mi historial médico, así como los de todos mis ascendientes, descendientes y conciudadanos. En función de ello, va a poder avisarme de cosas como, por ejemplo, el porcentaje de probabilidades de ser víctima de una diarrea que se esté extendiendo por mi ciudad, o del peligro de sufrir un ictus deduciéndolo de mis registros biométricos, que le llegarán instantáneamente enviados por cómodos dispositivos que llevaré conmigo, así como del análisis de mis predisposiciones genéticas y etc. etc.
     Uno de los problemas que va a generar Watson es el de a qué se van a dedicar los médicos cuando sus algoritmos o los de alguno de sus primos acaben usurpando, una a una, la mayoría de las funciones de estos; Watson, además, no necesitará descansar ni cogerse bajas por ningún motivo, como hoy les ocurre a los pobres humanos que se dedican a la medicina. Pero otro problema va a ser el que se deduce de ese nuevo despojo de nuestra identidad convertida en algoritmo o en pieza de algoritmo de otros. Dice Harari: “Un algoritmo que supervisa cada uno de los sistemas que componen mi cuerpo y mi cerebro puede saber exactamente quién soy, qué siento y qué deseo. Una vez desarrollado, dicho algoritmo puede sustituir al votante, al cliente y al espectador”. Y es que, en suma, los algoritmos acabarán conociéndonos mejor que nosotros mismos, y, en función de ello, nos prepararán lo que hemos de opinar y decidir. Sigamos la pista, por ejemplo, a esto que cuenta Harari: “Un estudio reciente (…) ha indicado que ya en la actualidad el algoritmo de Facebook es un mejor juez de las personalidades y disposiciones humanas incluso que los amigos, familiares y cónyuges. El estudio se realizó con 86.220 voluntarios que tienen una cuenta de Facebook y que completaron un cuestionario de personalidad compuesto por 100 puntos. El algoritmo de Facebook predecía las respuestas de los individuos basándose en sus “Me gusta” de Facebook: qué páginas web, imágenes y vídeos destacaban con la opción “Me gusta”. Las predicciones del algoritmo se compararon con las de compañeros de trabajo, amigos, familiares y cónyuges. De manera sorprendente, el algoritmo necesitó un conjunto de solo 10 “Me gusta” para superar las predicciones de los compañeros de trabajo. Necesitó 70 “Me gusta” para superar la de los amigos, 150 para superar la de los familiares, y 300 para hacerlo mejor que los cónyuges. En otras palabras, si el lector ha pulsado 300 veces “Me gusta” en su cuenta de Facebook, ¡el algoritmo de Facebook puede predecir sus opiniones y deseos mejor que su esposo o esposa! De hecho, en algunos ámbitos, el algoritmo lo hacía mejor que la propia persona”. Los investigadores concluyen: “La gente podría abandonar sus propios juicios psicológicos y fiarse de los ordenadores en la toma de decisiones importantes en la vida, como elegir actividades, carreras o incluso parejas. Es posible que estas decisiones guiadas por los datos mejoren la vida de las personas”.
     Google, Facebook o Amazon dispondrán en el futuro de más datos sobre nuestros gustos e inclinaciones de los que podremos recordar y utilizar nosotros. En ese futuro, y en base a ese conocimiento exhaustivo de quiénes somos, “Google nos aconsejará qué película ver, a dónde ir de vacaciones, qué estudiar en la universidad, qué oferta laboral aceptar e incluso con quién salir y casarse”. Y es que, además, conocerá de forma igualmente exhaustiva, esa universidad, la empresa que nos ofertó el trabajo o a la pareja que nos recomienda.  Y si Google o sus primos necesitan alguna ayuda, podrán recurrir al informe de nuestro genoma completo, que hoy mismo es accesible a cambio de cien o doscientos euros. ¿Para qué vamos a querer el libre albedrío si los algoritmos y los informes genéticos van a saber decidir por nosotros mucho mejor de lo que lo haríamos nosotros mismos, que somos víctimas a menudo de las primeras impresiones, que no recordamos lo que hemos sentido y pensado en los meses o años anteriores, que pueden ofuscarnos y llevarnos a obrar impulsivamente alguna información reciente o algún último acontecimiento que nos haya impactado…? Los algoritmos pueden utilizar datos referidos a toda nuestra vida, no solo aquellos que están condicionados por esos estados mentales momentáneos que tantas veces sirven de sustrato a nuestras poco trabajadas decisiones. De modo que los algoritmos van incluso a saber mejor que nosotros a quién deberemos votar en las próximas elecciones. No digamos ya sobre cuál es el próximo libro que hemos de leer, o sobre si hoy es un día adecuado para tomar decisiones importantes o, según sugiere la lectura de nuestros datos biométricos, mejor esperar a mañana, que tendremos un estado de ánimo más adecuado; o también, el algoritmo correspondiente nos recordará la fecha de nuestro aniversario de boda y, puesto que conoce los gustos, incluso los variables, de nuestro esposo o esposa, así como nuestra disponibilidad económica, sabrá aconsejarnos exactamente sobre qué hemos de regalarle. ¿Qué autoridad nos quedará al final sobre nosotros mismos si los algoritmos van tomando todo el poder sobre nuestras propias decisiones, responsabilidades o cuidados? “La realidad –apostilla Harari– será una malla de algoritmos bioquímicos y electrónicos sin fronteras claras, y sin núcleos individuales”.
     Y a propósito: no solo peligra el trabajo de abogados, policías, médicos, agencias de viaje o asesores matrimoniales. La robotización afectará a la mayoría de los trabajos, un 47% en los próximos 20 años, según un estudio de investigadores de Oxford (para empezar, peligra el trabajo de transportistas, conductores de autobuses y taxistas con la llegada, que no tardará demasiado, del coche autónomo. Parece que, por el contrario, el trabajo de los arqueólogos sobrevivirá). Si el trabajo ha sido siempre una de las fuentes más importantes de nuestro sentimiento de identidad, de poseer un yo, ¿qué ocurrirá cuando la mayoría de las personas pasen a formar parte de lo que Harari llama crudamente “clases inútiles”, incluso cuando para garantizar su supervivencia llegue a generalizarse la renta básica? Quizá encontremos nuevas fuentes de identidad dedicándonos a labores creativas y artísticas. Eso parece tener sentido, pero ya se han hecho experimentos que nos anticipan que los ordenadores pueden hacerlo incluso mejor que nosotros. Un profesor de musicología, David Cope, californiano, elaboró un programa que componía conciertos, corales, sinfonías y óperas. Convirtiendo la música de Bach en algoritmos, compuso 5.000 corales al estilo de Bach en un solo día. Seleccionó algunas de ellas y las interpretó en un festival de música; la gente, entusiasmada, no supo distinguirlas de las auténticas de Bach.
Yuval Noah Harari

     Harari, en fin, nos coloca frente a unas realidades que, para aceptar ver que están ahí, hemos de acercarnos al abismo desde el que se proyectan. Porque, si concluimos que no existe el yo, que el “Locus de control interno” al que nos referíamos al principio no existe, es una falacia y un autoengaño, si nada de lo que somos o hacemos se debe a nosotros mismos, ¿por qué habríamos de seguir tomando decisiones que signifiquen esfuerzo o incomodidad? ¿Por qué sentirnos culpables de una mala decisión o por un daño que inflijamos a alguien, si la responsabilidad es de nuestros genes o de cualquier otra circunstancia ajena a nosotros? ¿Qué responsabilidad podremos exigir a criminales como los que mataron a Diana Quer, a Marta del Castillo, y no digamos ya a los menores que violaron, torturaron y asesinaron a Sandra Palo o a los que en este enero de 2018 asesinaron con ensañamiento a un matrimonio octogenario en Bilbao, si todos esos criminales, sobre todo los menores, no son sino víctimas de algoritmos orgánicos y sociales defectuosos? Para que exista moral y se pueda exigir alguna responsabilidad, es imprescindible que exista un yo que emita acciones voluntarias al que se le pueda exigir. ¿Cómo sería un mundo sin moral? ¿Serían capaces los algoritmos de organizar suficientemente una convivencia que hasta ahora hemos fiado al sentido del deber, a la conciencia del bien y del mal o a la empatía, esos constructos subjetivos que las nuevas tecnologías arrinconarán en el depósito de los trastos que alguna vez creímos erróneamente que existían? Y en lo personal, ¿habremos de ir haciéndonos a la idea de evadirnos, de dejar de tomar en serio nuestras reflexiones y preocupaciones, y hacer algo semejante a lo que, como vimos al principio, hacía consigo mismo David Hume cuando proponía, como, más o menos, alternativa de vida aquello de “Yo como, juego una partida de chaquete, charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas y ridículas que no me siento con ganas de profundizar más en ellas”. Carpe diem y a otra cosa, mariposa.
     El mismo Harari, que evidentemente posee una mente privilegiada y es capaz de sumergirse a calzón quitado en la indagación de estos gravísimos problemas, acaba dejando abiertas, como las buenas películas que acabarían mal si no fuera por el destello de esperanza que recorre la última escena, tres preguntas al final de “Homo Deus” que nos obligan a no dar por definitivas las que parecía que debían ser nuestras descorazonadoras conclusiones. Son estas:
     “1. ¿Son en verdad los organismos solo algoritmos y es en verdad la vida solo procesamiento de datos?
     2. ¿Qué es más valioso: la inteligencia o la conciencia?
     3. ¿Qué le ocurrirá a la sociedad, a la política y a la vida cotidiana cuando algoritmos no conscientes pero muy inteligentes nos conozcan mejor que nosotros mismos?”.
     Quizás hayamos equivocado la perspectiva desde la que observar las cosas. Esta que hemos utilizado aquí se habría gestado desde la plataforma que fijaron científicos como Claude Bernard cuando dijo: “Los fenómenos de la vida no son las manifestaciones espontáneas de un principio vital interior: son, por el contrario (…) el resultado de un conflicto entre la materia y las condiciones exteriores”. Plataforma que Hobbes, el padre del empirismo, habría prefijado cuando afirmó que “el movimiento no tiene causa más que en el movimiento de un cuerpo contiguo”. En suma, la vida sería un producto de lo que Ortega llamaba nuestras circunstancias: los genes y los condicionamientos orgánicos y ambientales; nos movemos, según eso, porque algo nos empuja desde fuera de nosotros mismos. Pero el yo, ese yo que sentimos peligrar después de seguir el arrollador hilo argumental que Harari nos muestra, no se puede reducir a nuestras circunstancias, es, por el contrario, lo que se contrapone a ellas. Ese yo no es el reflejo pasivo de lo circunstante, es un principio vital activo, que Ortega fijó cuando dijo: “La vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. El ilustrado Denis Diderot también lo había anticipado: “La fuerza que actúa sobre la molécula se agota –decía en concreto–; la fuerza íntima de la molécula no se agota en absoluto”. Las máquinas, en fin, se mueven porque algo las empuja. Los hombres también… cuando nos reducimos al esquema de la máquina. Pero lo más profundo de nosotros nos pertenece, somos nosotros quienes lo movemos, y permanecerá en nosotros pese a cualquier condicionamiento que nos venga del exterior. Si el yo sobrevivió a Austwitch, sobrevivir a los algoritmos es pan comido… Bueno, vale, Harari, no tan comido.