Resumen: seguimos
dando vueltas alrededor de los libros de Yuval Noah Harari, cuya publicación constituye uno de los acontecimientos intelectuales más importantes de estos últimos años. Las ideas en ellos transcritas nos
trasladan esta vez al momento de la revolución cognitiva que tuvo lugar hace 70.000 años
y que facultó al homo sapiens para hablar de cosas inexistentes. El debate en
el que nos introduce Harari es el de si esas realidades inexistentes, puesto
que no tienen sustento objetivo, son simples autoengaños o son, por el
contrario, el síntoma de algo más profundo, algo que vino a añadirse a las
aportaciones de la mera evolución biológica y que tomó el relevo de
esta en la marcha del hombre hacia algo más de lo que la estricta biología nos
permite alcanzar.
La idea fuerza, de entre las muchas y brillantes que incluye
Yuval Noah Harari en su libro “Sapiens.
De animales a dioses”, es aquella según la cual el secreto del éxito del
Homo sapiens, tanto respecto del conjunto de los animales como del resto de las
especies humanas fue, por encima de todo, su lenguaje único. La mayoría de los
investigadores cree que los logros que llevaron a los sapiens a la cúspide de
la evolución fueron producto de una revolución de las capacidades cognitivas de
los sapiens que tuvo lugar hace unos 70.000 años y que consistió, en lo
fundamental, en la facultad para imaginar y hablar de cosas que no existen
realmente. Todos los animales utilizan algún tipo de lenguaje para comunicarse
entre sí, pero, hasta donde sabemos, solo los sapiens pueden hablar, además de
para transmitir información sobre cosas reales, acerca de tipos enteros de
entidades que nunca han visto, ni tocado ni olido. Las leyendas, los mitos, los
dioses y las religiones aparecieron por primera vez con esta revolución
cognitiva.
Los humanos o los chimpancés tienen instintos sociales, pero
su sociabilidad, hasta llegar a los sapiens, solo alcanza para formar grupos
relativamente pequeños e íntimos. Si el grupo se hace demasiado grande, se
desestabiliza y la banda se divide, porque se hace cada vez más difícil ponerse
de acuerdo en quién es el líder, quién debe ir a cazar o quién debe aparearse
con quién. La investigación sociológica ha demostrado que el mero conocimiento
íntimo de todos los miembros del grupo permite alcanzar la cifra de unos 150 integrantes. Para pasar a la formación de grandes grupos, como los que
permitieron la fundación de ciudades e imperios, hubo de aparecer la ficción.
Un gran número de extraños pueden colaborar unos con otros si creen en mitos
comunes. Los dioses, las naciones, el dinero, los derechos humanos, las leyes,
la justicia… son conceptos o entidades que no tienen forma o sustrato real,
objetivo: viven en la imaginación de las personas.
Así, desde la revolución cognitiva, los sapiens han vivido
en una realidad dual. Por un lado, la realidad objetiva de los ríos, los
árboles y los leones; y por el otro, la realidad imaginada de los dioses, las
naciones y las corporaciones. La capacidad de crear una realidad imaginada y
ponerle palabras, y de compartir la creencia en esas realidades por parte de
muchas personas extrañas entre sí, permitió que estas colaborasen amparadas por
esas creencias compartidas. Todas ellas vivían, además de en el mundo real, en
el ámbito irreal creado por esa imaginación colectiva. Ese nuevo ámbito y el
nuevo lenguaje a él adscrito permitieron a los sapiens realizar intercambios
entre sus grupos, tanto comerciales como de conocimientos adquiridos, así como
crear estructuras sociales más complejas. Los sapiens fueron los únicos hombres
que tuvieron intercambios comerciales entre sus grupos; solo entre ellos se
podía dar la confianza hacia los extraños. Y si había un enfrentamiento entre
grupos de sapiens y neandertales, el mayor número de aquellos les pondría en
ventaja frente a estos, más fuertes, sin embargo, de uno en uno. En la caza,
los sapiens tendrían también mayores posibilidades, por la misma razón. Las
diferencias significativas de los sapiens con los neandertales o los chimpancés
aparecen cuando aquellos cruzan en exclusiva el umbral de los grupos de 150
individuos.
De esta forma, lo que significó la revolución cognitiva fue
que la historia se superpuso a la biología, mucho más lenta en sus procesos. En
las habilidades que somos capaces de desarrollar los sapiens de uno en uno, no
ha habido una mejora importante desde hace 30.000 años. En muchos sentidos un
cazador-recolector del paleolítico tiene incluso más habilidades y conocimiento
de su entorno que un hombre actual. A nivel individual, los antiguos
cazadores-recolectores eran las gentes mejor informadas y con mayor destreza
física de la historia. A cambio, nuestra capacidad de cooperar con un gran
número de extraños ha mejorado de manera espectacular, y es eso lo que nos ha
llevado desde el paleolítico hasta donde ahora estamos.
Los espíritus ancestrales y los tótems tribales venían a ser
la representación, la sustancia espiritual de esa entidad colectiva que,
limitado su lenguaje a hablar nada más que de lo que hay, no llegaba a abarcar
más de 150 individuos. Los nuevos vínculos sociales que permitirían la cohesión
de los grandes núcleos de población y de los imperios necesitaron de mitos
colectivos poderosos, dioses, patrias y sociedades anónimas a los que referir
el origen común de todos aquellos individuos. Los reyes o las élites pasaron a
ser la encarnación de esas entidades colectivas en las que los individuos
depositaban su sensación de pertenencia.
Uno de los modos en que se traducía esa sensación de
pertenencia a una misma entidad colectiva era la existencia de códigos que
pautaban las conductas, sancionaban la estratificación social existente, daban
enunciado a fines colectivos y procuraban modos de afrontar los conflictos
internos que pudieran surgir. Normas, en fin, en las que, aunque enunciaran
principios carentes de consistencia objetiva, los miembros de aquellos grandes
grupos decidían creer. El ejemplo de código más antiguo que ha llegado hasta
nosotros es el Código de Hammurabi, de hacia 1776 a.C., que sirvió como manual
de cooperación para cientos de miles de antiguos babilonios. Otro código de
esta clase que Harari nos propone como ejemplo es la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos, de fecha simétrica al anterior: 1776 d.C.,
que en la actualidad todavía sirve de manual de cooperación para cientos de
millones de americanos modernos.
Es evidente que, como Harari sostiene, los principios
establecidos en esos códigos no tienen validez objetiva y pueden variar en el
tiempo y en el espacio; la división de los hombres en superiores, plebeyos y
esclavos, como hacía el Código de Hammurabi, o la afirmación de que “todos los
hombres son creados iguales”, de la Declaración de Independencia americana, no
resultan de una realidad incontrovertible. Viven, pues, esos principios en la
imaginación de los hombres, aunque el hecho de creer en ellos por parte de
grandes masas de individuos les dota de una fuerza equivalente, o incluso
superior, a la que tienen las verdades objetivas.
Para Harari, la única realidad a tener en cuenta seriamente
es la que se asienta en la biología: solo existe un proceso evolutivo ciego
desprovisto de cualquier propósito, que ha conducido al surgimiento de los
seres humanos. Azar y selección natural son el sustento de las únicas
realidades objetivas. Lo demás son mitos, tan inconsistentes que pueden llevar
a creer en una cosa o en su contraria. Las aves, podríamos decir de manera
asimilable a lo que ocurre con los humanos, tienen alas no porque ejerzan a
través de ellas un “derecho inalienable” a volar, sino porque la evolución les
dotó de tales alas. Tampoco los hombres tienen, como dice la Declaración de
Independencia americana, el “derecho inalienable” a “la vida, la libertad y la
búsqueda de la felicidad”. Asimismo, la idea de que los hombres somos iguales
es tan mítica como la de que nos dividimos en “superiores”, “plebeyos” y
“esclavos”, que es lo que se decía en el Código de Hammurabi. Igual de mítica
es asimismo la idea de que los hombres en las sociedades democráticas son
libres y en las dictaduras no lo son. La libertad es una idea que vive en la
imaginación de los hombres, no es una realidad biológica. “¿Y qué hay de la felicidad?”,
se pregunta Harari. “La mayoría de los estudios biológicos solo reconocen la existencia del
placer, que es más fácil de definir y de medir”. Creemos en todos esos
mitos colectivos, concluye el autor israelí, porque creer en ellos, aunque sean
mentira o autoengaño, “nos permite cooperar de manera efectiva y
forjar una sociedad mejor”.
“Sociedad mejor”. ¡“Mejor”!... Me temo que aquí le falla a
Harari, la línea argumental. Ese es un concepto moral, y lo que él pretendía
era no salirse del marco de la biología, del ciego juego que montan el azar y
la selección natural. Porque si introducimos términos de esa laya, quizás
estemos sentando las bases para pensar que una sociedad regida por el mito de
que los hombres nacemos libres es mejor que otra que se base en la
existencia de la esclavitud. Cosas, tanto la una como la otra que ha generado
la mente de los hombres, efectivamente, y que no tienen base biológica. Ideas
lábiles, no sustentadas en la realidad objetiva (tan aséptica moralmente, tan
ciega a la hora de diferenciar el bien del mal)… pero que han permitido a los
hombres recorrer caminos a los que la biología por sí sola no llega. Para
recorrerlos, el hombre tuvo que inventar la moral. Y la moral, desde luego, no
resulta de la conjugación del azar y la selección natural, sino de esa
propensión que es intrínseca al hombre y que, aun sin tener un sustrato
biológico (no está en nuestros genes, ni depende de las influencias
ambientales) dirige la vida de los hombres tanto o más que sus circunstancias
objetivas: la propensión que, precisamente, nos empuja desde lo peor hacia lo
mejor. Para intentar entender esa propensión, o para darle cauce, los hombres,
nuestra imaginación, hemos venido a suplir las insuficiencias de la biología
haciendo subir también a la palestra de la vida la moral. La pobre biología no
daba de sí para intentar encontrar un sentido a la vida, y es constatable que el
hombre no puede vivir una vida que no tenga sentido; todo lo más, puede
arrastrarse por ella. Un recurso, este que aportamos al mundo, que,
efectivamente, no tiene realidad objetiva: nada en esta permite diferenciar
entre lo mejor y lo peor, que son construcciones subjetivas, que dependen de
nosotros, los sujetos, para existir.
Para Harari, sin embargo, tienen el mismo calibre de
irrealidad y, por tanto, a priori, la misma legitimidad (ninguna que las
equipare a las verdades objetivas) una sociedad basada en el mito de que hay
hombres superiores, plebeyos y esclavos, que otra fundamentada en la idea de
que nacemos libres e iguales. Ambas ideas trascienden del perímetro de realidad
que regenta la biología. En ese perímetro parece que no cabe nada más, según
Harari, que lo que diferencia lo placentero de lo que no lo es, y solo en
función de que es más fácil de medir, de ser traducido a registros objetivos.
Así, pues, si guiamos nuestra conducta y nuestra vida según el criterio de la
búsqueda del placer que Harari parece sugerir como único realista, estaríamos
pisando tierra firme; pero si lo hacemos por el de la aspiración (moral) a lo
mejor, caeríamos inevitablemente en el subjetivo terreno de las valoraciones,
por tanto, en lo contingente. Si nos atenemos a lo que estrictamente nos
permite la sujeción a los términos objetivos, habremos finalmente de considerar
que da igual una cosa que la otra. Solo la búsqueda de placer nos haría pisar terreno
firme. La Declaración de Independencia de Estados Unidos proclama: “Sostenemos
como evidentes por sí mismas dichas verdades: que los hombres son creados iguales;
que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre
estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Harari
propone cambiar esta terminología mítica y traducirla a términos biológicos,
con lo quedaría de esta otra manera: “Sostenemos como evidentes por sí mismas
dichas verdades: que todos los hombres han evolucionado de manera diferente;
que han nacido con ciertas características mutables; que entre estas están la
vida y la búsqueda del placer”.
Ese cambio de términos es congruente con lo que el
posmoderno Jacques Derrida afirmó, y antes que él prefiguró Nietzsche: la
verdad no existe, todo es interpretación… salvo, añadiría Harari, lo que se
atiene a los términos biológicos y objetivos. Y es cierto que lo bueno y lo
malo son cosas opinables, categorías sin consistencia objetiva: lo que hoy es
bueno aquí, mañana puede ser malo allá, y viceversa. Pero si renunciáramos, no
ya a imponer el Bien como categoría absoluta (nunca llegaríamos a dar con él),
sino a proseguir nuestra búsqueda de lo mejor, y, por tanto, a jerarquizar las
cosas en mejores y peores, habríamos amputado de nosotros la necesidad de dar
un sentido a la vida. Ese sentido no lo proporciona la biología, no lo
encontraremos en ningún laboratorio, entremezclado con cosas que tengan
consistencia objetiva; es una aportación nuestra a la creación. Lo más genuino
del Homo sapiens, mi admirado Harari, tampoco es esa creencia compartida en mitos,
en entidades que no existen; en suma, no es nuestra proclividad hacia el
autoengaño colectivo. Lo más genuino del hombre es su subjetividad, su “yo”, que,
cuando asoma, cuando se manifiesta en su circunstancia, en el mundo exterior,
objetivo, lo hace como propensión que le empuja a ir desde lo peor hacia lo
mejor. Y, ciertamente, el trayecto que discurre entre ambas categorías no tiene
forma prefijada, es errático, contradictorio, generador de mitos
inconsistentes… pero es irrenunciable, es lo que aporta a nuestra vida el
carácter de tarea, de misión, de finalidad, sin lo cual no habría nada que
objetar al Macbeth de Shakespeare cuando, desesperado, afirmaba que “la
vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no
tiene ningún sentido”.
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