miércoles, 26 de abril de 2017

Locura e inteligencia: ramales de una misma raíz

          Resumen: la creatividad solo exige poner mentalmente en comunicación dos cosas hasta entonces separadas. Pero esa vinculación puede ser meramente extravagante o incluso patológica. La inteligencia es la facultad de relacionar unas cosas con otras, pero esta vez de manera integradora, armoniosa y, en algún sentido, bella. Ocurre que en ocasiones se dan en una misma persona, alternativamente, las dos clases de creatividad: alcanza esa persona incluso la genialidad, pero a veces su mente se desliza hacia lo patológico. Kant, John Forbes Nash y Freud nos sirven de ejemplos.


El hombre medio se conforma con ver las cosas tal y como son. El creativo es el que está predispuesto a encontrar con su mente puentes no evidentes que comuniquen unas con otras. Cuando las asociaciones encontradas por la persona creativa resultan ser azarosas, la creatividad se inclina hacia la extravagancia y, en el extremo, hacia la locura. Pero si esas asociaciones descubren caminos de orden, belleza y armonía la creatividad se corona como inteligencia. El arte de vanguardia vino a legitimar aquel primer tipo de asociacionismo en el que no se llega a exigir más requisito a la creatividad que el de ser original y no repetir nada que se hubiera hecho anteriormente. Confundiendo creatividad y belleza, o contaminando la esencia de lo que esta pueda suponer con elementos extraídos de la mera creatividad, André Breton proclamaba en nombre del surrealismo: “Digámoslo claramente: lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso, sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que solamente lo maravilloso es bello”, siendo para él “maravilloso” un término equivalente a “original”. Idea que corroboraba al afirmar: “No voy a ocultar que para mí, la imagen más fuerte es aquella que contiene el más alto grado de arbitrariedad”. Los surrealistas encontraron en el Conde de Lautréamont un ejemplo perfecto del tipo de azarosa creatividad que sustentaba su labor cuando hablaba de estas maneras de manifestarse la belleza: “Tan bello como el encuentro casual, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”. Y siendo consecuente con tales premisas, Breton llegaba a esta conclusión: “No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación”.

Todo eso de lo que hablan estos artistas de vanguardia es creatividad, generación de puentes de comunicación inéditos entre unas cosas y otras. Pero no es inteligencia, porque esta exige que esos enlaces entre cosas diferentes discurran por caminos armoniosos e integradores, no solo sorprendentes; una máquina de coser y un paraguas difícilmente encontrarán por sí solos un marco común, un razonamiento o un ideal estético que los unifique. Esto es lo que exige la inteligencia, palabra que procede del latín “intelligentia”, que se construye con el prefijo “inter” (entre) y el verbo “legere”, que significa leer; es decir, “leer lo que hay entre”, lo que hay entre las cosas, lo que las hace participar de una identidad común. La persona inteligente relaciona unas cosas con otras de manera integradora.

Sin embargo, no está garantizado que las personas inteligentes no lleguen a extraviarse también algunas veces en modos de creatividad erráticos y que empujen algunas de las parcelas de su intelecto hacia la extravagancia y el caos. Inmanuel Kant, por ejemplo, y a pesar de ser una de las más altas inteligencias que haya dado la humanidad, ofuscado por su incorregible hipocondría, llegaba también a excesos asociativos como el de considerar que la presión que decía sentir en su cerebro era atribuible a un tipo especial de electricidad que había en el aire, la misma que había causado una epidemia entre los gatos en Viena, Copenhague y otras partes, y que él intentaba detectar en la cambiante configuración de las nubes. Su creatividad, pues, también discurría a veces por terrenos más propios de la patología.   

Conocido es el caso de John Forber Nash, Premio Nobel de Economía en 1994 por sus aportaciones a la teoría de los juegos y los procesos de negociación, cuyo caso trascendió a la opinión pública a raíz de la película “Una mente maravillosa”, que fue dirigida por Ron Howard y protagonizada por Russell Crowe, basada a su vez en una novela de Sylvia Nasar. Las contribuciones de Nash fueron posibles gracias a que en las relaciones humanas descubrió “juegos” ocultos, que discurrían por debajo de la realidad aparente, considerando los cuales esta venía a ser solo la parte manifiesta de aquellos juegos subterráneos. Esa forma de mirar tampoco se diferencia tanto de la que es propia del paranoico, que, de igual manera, está atento a los significados ocultos tras los comportamientos aparentes de las personas. Pues bien, Nash acabó precisamente siendo diagnosticado como esquizofrénico paranoide: se creía perseguido por agentes comunistas, y estaba convencido de que todos los hombres que usaban corbatas rojas formaban parte de un grupo de comunistas que específicamente conspiraban contra él. Descubrir una asociación entre “corbata roja” y “agente comunista” no hacía que su creatividad estuviese entonces más cualificada que aquella que vinculaba las máquinas de coser con los paraguas. Por otro lado, resulta evidente que en un científico del nivel de Nash la idea de estar cumpliendo una tarea importante es normal y previsible; pero esa misma idea filtrada por su patología se convertía en el hecho de verse a sí mismo como un enviado de la divinidad encargado de transmitir mensajes revelados, y rodeado tanto de partidarios como opositores y agentes secretos que le perseguían. Sus creativas asociaciones excedían entonces del marco que consiente lo real. Sin embargo, el mismo Nash, que llegó a tener conciencia de su enfermedad (algo inhabitual en un psicótico), comprobó las similitudes entre la manera de pensar que le llevó hasta el premio Nobel y la que le abismó en la enfermedad mental, como se puede deducir de estas palabras suyas: “Yo no habría tenido ideas tan buenas científicamente si hubiera tenido una forma más normal de pensar”.

 Pasemos a otro ejemplo: Sigmund Freud fue un hombre de acreditada inteligencia. Su principal aportación fue la de descubrir las conexiones existentes entre las perturbaciones que pueden sufrir los niños en su desarrollo y los trastornos psíquicos que esos niños sufrirán cuando lleguen a la edad adulta. Esa capacidad de crear puentes entre la psique del niño y la del adulto demuestra una gran creatividad. Sin embargo, incluso Freud manifestaba vertientes de esa capacidad asociativa que probablemente iban más allá de la mera extravagancia: era un gran supersticioso, estaba obsesionado con los números 23 y 28, y tenía un temor inexplicable al número 62; nunca, por ejemplo, se hospedaba en un hotel con más de 62 habitaciones. También tenía fobia a los helechos y no le gustaba comprar ropa: solo se permitía tener tres trajes, tres mudas de ropa interior y tres pares de zapatos.

De todos estos casos se puede extraer una inferencia un tanto perturbadora: las personas creativas, trastornadas o inteligentes, son, en su conjunto, aquellas que observan la realidad aparente con suspicacia. Dicho de otra forma, son unos seres inadaptados: en algún momento crítico, la realidad les ha hecho sufrir y eso les ha empujado a alejarse de ella (de lo que es evidente), a sustituirla por, o enriquecerla con, ensueños o construcciones imaginarias, o a escrutar a través de las rendijas abiertas en sus formas aparentes, a analizar obsesivamente sus partes ocultas y quizás anticipar por dónde puedan llegar sus ataques más lacerantes. Esa suspicacia, esa manera inadaptada de observar la realidad que empuja a detectar en ella partes ocultas, conexiones no evidentes entre unas cosas y otras, sirve, pues, de sustrato tanto para la creatividad caótica y desintegradora del extravagante y del loco como de la creatividad ordenada e integradora de la persona inteligente. Sin embargo, ambas fuentes de creatividad, puesto que comparten la raíz, pueden entremezclarse, y el inteligente, confiado en la productividad habitual de sus descubrimientos, llega en ocasiones a autoafirmarse excesivamente y mostrar una seguridad improcedente porque algunas veces su inteligencia pasa a conducirse por caminos disparatados.

sábado, 8 de abril de 2017

Nuestra fortaleza es la parte más prominente de nuestra vulnerabilidad

Resumen: En algún sentido, vivir es añadir capas concéntricas de enmascaramiento al ser vulnerable y frágil que una vez fuimos y que, allá al fondo, aún seguimos siendo. Muchos filósofos y gente brillante en general vienen a servir de ejemplo de esa ley psicológica según la cual hay que tocar fondo para coger impulso y convertirte en un personaje destacado
     Vayamos al fondo del asunto, a lo que incluso está por debajo de la filosofía, sirviéndole de sustrato y fundamento: en la superficie se mantiene y se muestra el personaje más o menos homologable que hemos logrado ser; pero al fondo, en ese fondo al que ahora pretendemos llegar, acurrucados, temblorosos, amedrentados, frágiles, seguimos siendo quienes fuimos antes de acumular el conjunto de méritos más o menos consistentes que hacen que cursemos por la vida como seres aceptables. Si nos quitáramos la máscara, si desvistiéramos al personaje, ¿seguirían tomándonos en consideración desde nuestro entorno social, incluso desde la parte más inmediata de ese entorno: nuestros amigos, nuestra familia, nuestra pareja? ¿No redunda en un poderoso sentimiento de soledad la sospecha de que no somos aceptados por ser quienes somos, sino por la validación que nos presta el personaje que hemos generado, el personaje que, en algún sentido, representamos? Blaise Pascal, sobresaliente filósofo y matemático del siglo XVII, gran escrutador de las profundidades del alma, se preguntaba yendo a esta raíz de la cuestión de qué es lo que nos hace aceptables: “Si alguien me ama por mi buen juicio o por mi memoria ¿me ama a mí? ¿A mí, a mí mismo?” Y respondía desengañado: “No, pues la pérdida de estas cualidades no supondría la pérdida de mí mismo”. Ese “mí mismo”, pues, es el que desde siempre somos, el que ya éramos antes de que llegáramos a cubrir nuestra desnudez con el manto, casi diríamos que con el camuflaje, de nuestro personaje. Ludwig Wittgenstein, otro singular filósofo, del siglo XX ya, mantenía una sospecha parecida: la de que era amado por su dinero (su padre fue uno de los hombres más ricos de Austria y del mundo) y por su filosofía, pero no por sí mismo.


     “Sí mismo”… ¿quién es ese “si mismo” tan necesitado, tan menesteroso y virtualmente desatendido, que necesita presentarse a través de su rol social para conseguir hacerse un sitio, para alcanzar a tener un currículum vitae con el que admitan contratarlo en un trabajo, una forma de ser agradable para que los amigos le inviten a cenar, un atractivo físico y moral para que alguien quiera ser su pareja, unas virtudes lo suficientemente relevantes como para que sus hijos le reconozcan como un padre o una madre aceptables, e incluso estén orgullosos de él o ella…? Nos justificamos gracias a lo que hemos llegado a ser, pero por debajo sigue latiendo el niño indefenso, débil, sin nada propio aún que aportar, y que solo puede recibir cariño si este es incondicional, y ser aceptado si a cambio no se le exige nada, porque nada puede aportar.
     Resulta llamativo observar cómo detrás de los filósofos más sabios y de los hombres más brillantes que ha dado la historia suele haber biografías en muchos sentidos deficitarias, en las que hubo infancias perturbadas por significativas carencias afectivas, anomalías del carácter que se hacen sitio junto a los rasgos de genialidad, crisis o trastornos psíquicos recurrentes, o tendencia a la enfermedad o a padecer dolores de los que cabría sospechar que son de carácter psicógeno. Según la perspectiva desde la que aquí estamos proponiendo observar todo esto, tales personalidades, al adquirir su meritoria singularidad, lo que ante todo estarían haciendo es intentar sobreponerse de esa manera a sus insuficiencias de partida, y habría sido la especial intensidad de aquellas privaciones, reales o sentidas como tales, las que les habrían obligado a un sobreesfuerzo para llegar a alcanzar el estatus, el ropaje de personalidad con el que sentir que uno merece ya ser aceptado, o incluso, de una u otra forma, querido. Sin embargo, aquellos déficits originales seguirían siendo una herida abierta que no solo se llegaría a intentar cerrar con esa acumulación de méritos que invisten al personaje que se logra ser, sino que también se trataría de obturar a través de aquellas diversas anomalías caracteriales a las que nos referíamos.
     En este sentido, es bastante común entre los pensadores más destacados el hecho de que se procuraran seguidores atraídos por la genialidad de sus ideas, a los que, sin embargo no consentían después ninguna clase de discrepancia o aportación de opiniones que en algún sentido pudieran divergir de las de sus maestros. Parecería así que estos exigen una incondicionalidad en su adhesión que vendría a ser una especie de compensación por la inseguridad en la recepción de afectos que quedó afincada en su alma en edades tempranas. Es el caso, por ejemplo, de Descartes, que llegó a tratar a su discípulo Henricus Regius como “hermano”, y que era correspondido por este con un devoto afecto. Sin embargo, Descartes acabó tensando las relaciones de modo extremo al exigir a su discípulo que todo lo que escribiese fuese primeramente aprobado por él. Al final, como era de prever, esas relaciones se rompieron. En esta un tanto apresurada búsqueda de paralelismos que aquí estamos llevando a cabo, podríamos encontrar que la herida afectiva que quedó abierta en la infancia de Descartes, y por la que se coló esta anomalía de su carácter, fue la que tuvo su origen en la prematura muerte de su madre, cuando tenía trece meses de edad, y en la también temprana separación de su padre, que se ausentaba del hogar durante cuatro o seis meses al año, y a veces el año entero.
     No todos los casos son tan evidentes: Immanuel Kant fue muy querido por sus padres, y les correspondió de la misma manera. Sin embargo ello no impidió que pensara de esta forma sobre las primeras etapas de su vida: “Muchas personas imaginan que los años de su juventud son los más agradables y mejores de sus vidas; pero en realidad no es así. Son los que producen más perturbaciones”. Los déficits que de una u otra manera quedarían como restos de aquellas vivencias infantiles y juveniles habrían de servir de semilla a, por ejemplo, la acusada hipocondría que le persiguió durante toda su vida, y también estarían implicados aquellos déficits en este peculiar síndrome que hace a tantos seres sobresalientes sospechar de la fidelidad de sus allegados. Y así, cuando los discípulos más brillantes de Kant empezaron a tener ideas propias, sin dejar nunca por ello de ejercer adoración hacia su maestro, se sintió traicionado por ellos. Respecto de Fichte, el más brillante de todos, llegó incluso a negarse a oír hablar de él, y en una carta abierta sobre su filosofía, citaba el proverbio: “Líbrenos Dios de nuestros amigos, pues de nuestros enemigos ya nos cuidaremos nosotros”. Otro caso que evidencia estas peculiares carencias que conducen a la inseguridad de ser aceptado es el de Edmund Husserl, el fundador de la fenomenología. Ello explica que cuando sus discípulos fundaron un anuario de fenomenología para dar mayor publicidad a las ideas de su maestro, él llegó al extremo de declarar que lo que pretendían era aniquilar el significado fundamental del trabajo de toda su vida. Algo muy semejante ocurrió con Sigmund Freud, el cual, rodeado de brillantes seguidores, vivió siempre acosado por la sensación de que le traicionaban cuando pretendían tener también ideas propias, y exigía a sus discípulos una incondicional fidelidad que estos a menudo no eran capaces de respetar, lo que les llevó a dramáticas rupturas con su maestro. 
     Todos estos pensadores se aferraban al parecer a su cuerpo de ideas como algo que garantizaba su propia identidad, aquello por lo cual quedaba asegurada su valía personal, la robustez del personaje que habían alcanzado a ser, y todo ello quedaba amenazado no por ataques virulentos de sus más inmediatos seguidores, sino por divergencias intelectuales que no llegaban a poner en cuestión lo más esencial de sus enseñanzas. Todos ellos parece como si estuvieran afectados por el síndrome que podríamos titular de inseguridad afectiva, aquella que a Blaise Pascal le hacía sentir que el cariño que los demás eventualmente le dedicaban, no era propiamente él su receptor, sino que se le tributaba a su personaje. Y buscaban de forma compensatoria aquella seguridad de ser queridos que en el fondo no sentían exigiendo extrema fidelidad a sus seguidores.