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jueves, 2 de noviembre de 2023

POR QUÉ DON QUIJOTE AL VOLVERSE CUERDO SE DEPRIMIÓ

 

“La acción es un movimiento que se dirige a un fin, y vale lo que el fin valga. Mas, para el esforzado, el valor de los actos no se mide por su fin, por su utilidad, sino por su pura dificultad, por la cantidad de coraje que consuman. No le interesa al esforzado la acción: sólo le interesa la hazaña (…) Mas ¿adónde puede llevar el esfuerzo puro? A ninguna parte; mejor dicho, sólo a una: a la melancolía. Cervantes compuso en su Quijote la crítica del esfuerzo puro (…) Don Quijote fue un esforzado (…) «Podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo será imposible» (…) Mas llega un momento en que se levantan dentro de aquel alma incandescente graves dudas sobre el sentido de sus hazañas. Y entonces comienza Cervantes a acumular palabras de tristeza. Desde el capítulo LVIII hasta el fin de la novela todo es amargura. «Derramósele la melancolía por el corazón —dice el poeta—. No comía —añade—, de puro pesaroso; iba lleno de pesadumbre y melancolía». «Déjame morir —dice a Sancho— a manos de mis pensamientos, a fuerza de mis desgracias». Por vez primera toma a una venta como venta. Y, sobre todo, oíd esta angustiosa confesión del esforzado: La verdad es que «yo no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos», no sé lo que logro con mi esfuerzo” (Ortega y Gasset[1]).



[1] Ortega y Gasset: “Meditación del Escorial”, en “El Espectador”, Vol. VI, O. C. Tº 2, Madrid, Alianza, 1983, pp. 558 a 560.

domingo, 6 de noviembre de 2022

TODO TIENDE A LA UNIDAD… PERO NUNCA LLEGARÁ A ALCANZARLA

 

Llegar a formular un concepto exige abstraerse de las realidades concretas e individuales y ponerse a caminar hacia el punto en el que todas las cosas se fundieran virtualmente en una unidad. En el momento inicial de ese proceso, no se ha adquirido todavía una mínima capacidad de abstracción y uno está atrapado en la percepción de cosas concretas. Es lo que le ocurre al niño y, por esa misma vía, al esquizofrénico, como decía el psiquiatra Kurt Goldstein: “Para el esquizofrénico no es posible pensar de manera general en la mesa; siempre piensa en una mesa en particular. (No puede) concebir el concepto de ‘la mesa’ independientemente de (una) mesa real”(1). También hacía gala, de algún modo, de esa incapacidad Fernando Pessoa, que no andaba lejos del modo de pensar esquizofrénico cuando decía: “No hay normas. Todos los hombres son excepciones a una regla que no existe”[2]. Desde esa posición inicial en la que no ha comenzado todavía a ejercitarse la abstracción, se pone en marcha el proceso que todo lo empuja mentalmente hacia la unidad; como dice Ortega: “Comprender es, por lo pronto, simplificar, sustituir la infinidad de los fenómenos por un repertorio finito de ideas”[3]. En ese proceso inacabable que empieza en el caos de lo innumerable y disperso, los conceptos son áreas de descanso en las que encontramos leyes en las que alojar algunos trozos de certidumbre y previsibilidad. Como dice María Zambrano: “Una de las funciones de los conceptos es tranquilizar al hombre que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida, los conceptos son límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la sorpresa continua de los acontecimientos”[4].



[1] Citado por Louis A. Sass en “Locura y modernismo”, Madrid, Dykinson, 2014, p. 523 (nota).

[2] Pessoa, Fernando: “Aforismos”, Buenos Aires, Emecé, 2005.

[3] José Ortega y Gasset: “El Espectador” Vol. VIII, O. C. Tº 2, Madrid, Alianza, 1983, p. 670.

[4] María Zambrano: “Senderos”, Barcelona, Anthropos, 1986, pág. 87.


domingo, 9 de octubre de 2022

LOS INCONVENIENTES DE LA FELICIDAD (¿SERÁN NECESARIAS LAS CATÁSTROFES?)


 

“Si en algún momento he sido feliz por un medio distinto de la literatura y lo que estaba relacionado con ella… precisamente entonces era incapaz de escribir” (Franz Kafka[1]).

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“Mis problemas son parte de mí y por lo tanto de mi arte. Ellos son indistinguibles de mí, y su tratamiento destruiría mi arte. Quiero mantener esos sufrimientos”. (Edvard Munch[2]).

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“Donde no hay problema no hay angustia, pero donde no hay angustia no hay vida humana” (Ortega y Gasset[3]).

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“Las catástrofes pertenecen a la normalidad de la historia, son una pieza necesaria en el funcionamiento del destino humano. Una humanidad sin catástrofes caería en la indolencia, perdería todo su poder creador” (Ortega y Gasset[4]).



[1] Citado en Philippe Brenot: “El genio y la locura”, Madrid, Biblioteca de Bolsillo, 2000, pág. 108.

[2] Citado  en Marcelo Miranda y otros: “Edvard Munch: enfermedad y genialidad en el gran artista noruego”-    https://scielo.conicyt.cl/pdf/rmc/v141n6/art12.pdf

[3] Ortega y Gasset: “En el centenario de Hegel”, O. C. Tº 5, p. 422.

[4] Ortega y Gasset: “Meditación de Europa”, O. C. Tº 9, p. 252.

martes, 12 de julio de 2022

LA FANTASÍA, NUESTRA FUNCIÓN MÁS PODEROSA Y PECULIAR, O ANCLA EN LO QUE SE PERCIBE O ABOCA A LA LOCURA

Igor-Morski-"Cabeza de pájaro"
 

     “La fantasía tiene fama de ser la loca de la casa. Mas la ciencia y la filosofía, ¿qué otra cosa son sino fantasía? El punto matemático, el triángulo geométrico, el átomo físico, no poseerían las exactas calidades que los constituyen si no fuesen meras construcciones mentales. Cuando queremos encontrarlos en la realidad, esto es, en lo perceptible y no imaginario, tenemos que recurrir a la medida, e ipso facto se degrada su exactitud y se convierten en un inevitable «poco más o menos». ¡Qué casualidad! Lo propio que acontece a los personajes poéticos. Es indubitable: el triángulo y Hamlet tienen el mismo pedigree. Son hijos de la loca de la casa, fantasmagorías” (Ortega y Gasset (1)).

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   “Nuestra fantasía libre, en su gentil oficio de componer y descomponer, tiene siempre, a la postre, que pedir prestado su material a otra función psíquica más elemental: la percepción. El poder más genial de imaginar está reducido, en rigor, a zurcir trozos que la percepción le proporciona. Nuestras ideas, por vagas, sutiles y puras que sean, proceden siempre de ella, y las usamos como de un crédito abierto sobre la percepción. Sirve esta de puerta única por donde penetra en nosotros el material ineludible sobre que opera toda nuestra actividad psíquica” (Ortega y Gasset[2]).

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“El ideal de una cosa o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de su realidad” (Ortega y Gasset[3]).



[1] Ortega y Gasset: “Ideas y creencias”, O. C. Tº 5, pp. 403-404.

[2] Ortega y Gasset: “La percepción del prójimo”, en “Teoría de Andalucía y otros ensayos”, O. C. Tº 6, p. 155.

[3] Ortega y Gasset: “España invertebrada”, O. C. Tº3, pág. 101


viernes, 8 de julio de 2022

RAZÓN DE SER DEL QUIJOTE Y DE LAS NOVELAS EN GENERAL. ¿ESTÁ EN CRISIS LA NOVELA?


 

  La novela es un instrumento al servicio del conocimiento del hombre. Realiza esa función trasladándonos imaginariamente a escenarios en los que podemos explorar ese mundo íntimo nuestro que se reconoce en los personajes novelados, en sus aspiraciones, en sus ideales, en sus aventuras, para probarse en ellos gracias a la imaginación y así descubrir potencialidades, latencias que no llegan a aflorar en la vida concreta de cada cual, de cada lector, pero que el juego de la narración literaria permite explorarlas haciéndolas discurrir, con ayuda de la fantasía, por los limitadores y frustrantes parajes que opone la realidad.

    Como dice Ortega, le es esencial a la novela, desde su inicial aparición con el Quijote, su carácter tragicómico: el protagonista vive como tragedia su heroica aspiración a ver realizados sus ideales, tragedia que decae en comedia cuando tan altas aspiraciones chocan con la dura realidad y ponen al descubierto la debilidad y vulgaridad del pretendido héroe.

   Como una expresión más de la crisis cultural que vive nuestro tiempo, Ortega detecta que esa crisis ha llegado también a la novela. En la novela contemporánea, dice, el ideal que ha de mover a los protagonistas “cae desde poquísima altura”. ¡Malos tiempos para la lírica… y para la novela!

sábado, 28 de mayo de 2022

VUELTA DE TUERCA A LAS RELACIONES ENTRE LA LOCURA Y LA GENIALIDAD

 



    Concentrándonos en uno de los síntomas principales, la locura vendría a ser una especie de delirio desafortunado, demasiado excéntrico e improductivo, mientras que la genialidad sería resultado de un delirio que, rebajado de grado, pasa a ser solo metáfora. Pero en los dos procesos, los que respectivamente dan lugar a la locura y a la genialidad, hay un desajuste de partida, una inadaptación profunda a la realidad. Con menor gravedad la sufrimos todos los mortales. Decía Eugéne Minkowski, psicólogo existencial: “La locura no es nada más que la exageración del carácter habitual”[1]. Algo así como una metáfora que se toma literalmente. Todos, para empezar, somos unos inadaptados, y eso quiere decir que habilitamos en nuestra imaginación un mundo alternativo al que efectivamente encontramos ante nosotros. Por eso decía también Minkowski: “El hombre no se limita a adaptarse; él crea y, en ese incesante esfuerzo creador, arrastra consigo al universo entero y lo hace progresar constantemente”[2]. Esa “creación” no siempre es realmente productiva: a menudo es una simple ensoñación, y siguiendo por ese camino se puede llegar al desbarre, esto es, al delirio; es el caso en que, por ejemplo, se llega a confundir molinos de viento con gigantes. Pero si ese delirio tiene un enlace posible con la efectiva realidad… por ahí es por donde se discurre hacia la genialidad. Puede así construirse un lenguaje nuevo, una perspectiva inédita sobre las cosas, encontrar claves ocultas debajo de lo que parecía normal…

     Así que podríamos concluir que el genio discurre sobre el filo de la navaja de una manera de mirar que hacia un lado da al delirio y hacia el otro, a la metáfora; por ejemplo la que Einstein imaginó pensando en la energía “como si” fuera una masa en movimiento (E=mc2). A veces (bastantes veces, como intento demostrar en la lista de mi canal dedicada a este asunto), el mismo individuo bascula alternativamente hacia la genialidad poética y hacia el delirio.



[1] Eugène Minkowski: “La esquizofrenia”, Buenos Aires, Paidós, 1980. P. 16.

[2] Eugène Minkowski: “La esquizofrenia”, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 37.


viernes, 27 de mayo de 2022

EL GENIO Y LA LOCURA

 


   “El genio se halla más cerca de la locura que la inteligencia media” (Schopenhauer[1]).

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     “¡Cuán parecidos son el genio y la locura! Aquellos a los que el cielo ha bendecido o maldecido están más o menos sujetos a estos síntomas, los padecen con más o menos frecuencia, de manera más o menos violenta. Se les encierra o encadena, o bien se les erigen estatuas” (Denis Diderot[2]).

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     “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres excepcionales, en lo que respecta a la filosofía, la ciencia del estado, la poesía o las artes, son manifiestamente melancólicos…?” (Aristóteles[3]).

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   “No hay grandeza de espíritu sin una pizca de locura” (Proverbio latino[4]).

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    “La humanidad aprovecha todo, incluso la insensatez. Por ejemplo, casi todos los grandes matemáticos han sido grandes dementes y, sin embargo, la humanidad se las ha arreglado para beneficiarse de esa demencia, haciendo de su obra, la matemática, uno de los florones más gloriosos en el esfuerzo milenario que llamamos «civilización»” (Ortega y Gasset[5]).



[1] Schopenhauer citado en Ernst Kretschmer: “Hombres geniales”, Barcelona, Labor, 1954, p. 8.

[2] Diderot citado en Philippe Brenot: “El genio y la locura”, Madrid, Punto de Lectura, 2000, p. 13.

[3] Aristóteles citado en Philippe Brenot: “El genio y la locura”, Madrid, Biblioteca de Bolsillo, 2000, p. 35.

[4] Proverbio latino

[5] Ortega y Gasset: “Introducción a Velázquez”, O. C. Tº 8, p. 559.


miércoles, 4 de agosto de 2021

GENIALIDAD Y LOCURA: EL CASO DE DESCARTES


     La idea de partida para este vídeo nos la proporciona Aristóteles cuando se pregunta: “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres excepcionales, en lo que respecta a la filosofía, la ciencia del estado, la poesía o las artes, son manifiestamente melancólicos…?”. Y la hipótesis que partiendo de aquí exploraremos es la de que esos hombres excepcionales lo son porque han tenido que enfrentarse, ya y especialmente desde su infancia, a mayores dosis de angustia y de inseguridad que la gente normal. Sus logros en las ciencias o en las artes serían una manera de intentar compensar su fragilidad de partida. Seguiremos la pista de esta idea en este y otros vídeos a través de la biografía de algunos hombres excepcionales. En este de ahora lo haremos indagando en la vida de Descartes y en la manera en que su biografía va correlacionando con sus ideas.

BIBLIOGRAFÍA CITADA EN ESTE VÍDEO:

1-María Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, Madrid, Alianza, 1987, pp. 159-160

2-Aristóteles citado en Philippe Brenot: “El genio y la locura”, Madrid, Biblioteca de Bolsillo, 2000, p. 35.

3-Cit. en Ben-Ami Scharfstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1984, p. 143 + 134 y ss. + 140-141.

4-René Descartes: “Discurso del método”, Obras, Madrid, Gredos, p. 106.

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El lector de Ortega y Gasset en Facebook:

domingo, 18 de julio de 2021

LA ENFERMEDAD ES UNA POTENCIA CURATIVA

 

"El cirujano" (extrayendo la piedra de la locura)-Van Hemessen (1550-1555)

Sufrir una enfermedad significa que una parte de nuestro organismo o nuestra psique conspira contra el resto. Pero, a menudo, esa parte disociada es una porción constitutiva de nuestro propio ser, que se ve rechazada porque no hemos sabido incorporarla a nuestro esquema de vida. En tal caso, sería la renovada comprensión de lo que somos lo que, ampliando nuestro perímetro vital, nos llevaría a la curación. Ortega habla de que la palabra y el arte pueden ayudar a realizar esa función.

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   “Perder una neurosis significa tanto como quedar sin objeto. En efecto, la vida pierde su punto culminante y, con ello, su sentido. No ha sido una curación, sino una amputación (…) pues la neurosis encierra en realidad un fragmento de personalidad todavía no desarrollada, un precioso fragmento de alma sin el que el hombre está condenado a la resignación, a la amargura y a otros sentimientos hostiles a la vida” (Carl Gustav Jung(1)).

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  “No consiste tanto el progreso (la evolución) en expulsar de nosotros los gérmenes de las enfermedades, o más bien las enfermedades mismas, cuanto en acomodarlas a nuestro organismo, enriqueciéndolo tal vez, en macerarlas en nuestra sangre” (Miguel de Unamuno(2)).

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  “No tardará la terapéutica en usar metódicamente las impresiones poéticas y, en general, artísticas como medicina para curar enfermedades corporales” (Ortega y Gasset(3)).



[1] Carl G. Jung: “Acerca de la situación actual de la psicoterapia”, en “Civilización en transición”, Obra Completa, vol. 10, Madrid, Trotta, 2001, pp. 163 a 166.

[2] Miguel de Unamuno: “Del sentimiento trágico de la vida”, Madrid, Espasa Calpe, 1967, pág. 24.

[3] Ortega y Gasset: “Ensayos filosóficos”, en “El Espectador”, Vol. III, O. C. Tº 2, p. 295, nota.


martes, 25 de mayo de 2021

EL AISLAMIENTO COMO HERALDO DE LA LOCURA

 

“Desnudo femenino de rodillas”-Edward Munch

   “¿La soledad no es, sin embargo, un terreno propicio para la locura?” (Cioran)[1].

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     Cuenta Minkowski lo que le decía uno de sus pacientes que padecía esquizofrenia: “Para mí mi enfermedad reside en el hecho de que soy incapaz de establecer un contacto duradero, permanente, normal, con el mundo exterior. Estoy al costado de la vida. Lo que me rodea no llega a penetrarme, a tocarme”(2).

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     Minkowski cita también a Eugen Bleuler, un pionero entre los psiquiatras: “Los esquizofrénicos más avanzados que ya no tienen relación alguna con el ambiente, viven en un mundo que es solo suyo (…) Llamamos autismo a esa desvinculación de la realidad, acompañada de un predominio relativo o absoluto de la vida interior”[3].

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 Mary MacLane, una escritora esquizofrénica, describe en un libro suyo, “Memorias de la introversión”, esa escisión que estaba sufriendo desde su niñez entre el mundo externo y su mundo interior: “Lo menos importante en mi vida es lo tangible –dice, refiriéndose, claro está, a lo que atañe al mundo externo–. Lo único que tiene una real importancia son las cosas que ocurren dentro de mí. Si hago algo cruel y no siento crueldad en mi Alma, no importa. Si siento crueldad en mi Alma, aunque no haga nada cruel, me siento culpable de una especie de carnicería y mis manos espirituales están manchadas de sangre. Las aventuras de mi espíritu son más reales que las cosas exteriores que me ocurren”[4].

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    La esquizoidia es una estructura caracterial que, sin llegar a ser esquizofrenia, participa en algún grado de los rasgos de carácter que, exacerbados, llegarían a identificarse con ella. Minkowski describe así al esquizoide: “El esquizoide (…) en cada circunstancia lleva la antítesis ‘yo y el mundo’ hasta sus límites extremos (…) vive, por ese hecho, en una atmósfera de conflicto constante con el ambiente (…) El esquizoide casi siempre es insociable (…) Se repliega sobre sí mismo, prefiriendo su mundo interior, su ensueño, a una actividad exterior”[5].

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    “No es posible vivir indefinidamente en estado de salud mental si uno trata de ser un hombre desconectado de todos los demás y desacoplado inclusive de gran parte del propio ser” (Ronald D. Laing, psiquiatra[6]).

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  En sentido contrario, dice Ortega: “Naturalmente y en plena salud, la atención iría siempre hacia lo de fuera, hacia el contorno vital más allá del organismo”[7].



[1] E. M. Cioran: “En las cimas de la desesperación”, Barcelona, Tusquets, pág. 67

[2] Eugène Minkowski: “La esquizofrenia”, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 131.

[3] Cit. en Eugène Minkowski: “La esquizofrenia”, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 96.

[4] Citado en Louis A. Sass: “Locura y Modernismo”, Madrid, Dykinson, 2014, p. 137.

[5] Eugène Minkowski: “La esquizofrenia”, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 28.

[6] Ronald D. Laing: “El yo dividido”, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1975, p. 135.

[7] José Ortega y Gasset: “El Espectador”, Tº V, O. C. Tº 2, Madrid, Alianza, 1983, p. 458

sábado, 18 de julio de 2020

La genialidad como feliz sustitutivo de la locura: el caso de Miguel de Unamuno

     En 1891, al ganar la cátedra de Lengua y Literatura griega en la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno (1864-1936), con 27 años, dejó atrás sus habituales lugares de referencia en el País Vasco y trasladó el escenario de su vida a los contrapuestos paisajes castellanos. Una contraposición más la llevó a cabo frente a otro paisaje que también vio cambiar, el humano: el nuevo le resultó en buena medida hostil. Todo lo cual colaboró en el hecho de que por entonces atravesara una profunda fase de introversión. Unamuno se sintió en aquella época solo y aislado en el mundo, sentimiento —nos dice él mismo— que "puede llegar a producir terribles estragos en el alma y aún a ponerla al borde de la locura"[1].
 
 
     Aquella situación de soledad y aislamiento, a la que él, con su carácter antipático, colaboró decisivamente, acabó derivando hacia una profunda crisis espiritual, esa que nace a partir de la incertidumbre sobre quién se es, incertidumbre que se inserta en nuestra trayectoria vital de una manera que Ortega dejó perfilada de esta manera: “El hombre es afán de ser –afán en absoluto de ser, de subsistir– y afán de ser tal, de realizar nuestro individualísimo yo (…) Pero sólo puede sentir afán de ser quien no está seguro de ser, quien siente constantemente problemático si será o no en el momento que viene, y si será tal o cual, de este o del otro modo. De suerte que nuestra vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo tiempo, en su raíz, radical inseguridad”[2]. Aquella inseguridad sobre sí mismo, sometida a especial presión por las concretas circunstancias aludidas, hizo eclosión en Unamuno una noche de insomnio de 1897 (tenía, pues, treinta y tres años), en la que, de pronto, le sobrevino una irreprimible crisis de llanto. Encontró consuelo en el abrazo de su mujer, que yacía a su lado, y que acariciándolo le decía: “¿Qué tienes, hijo mío?”. Estimulado por ese trato maternal, como él mismo cuenta, “entonces me refugié en la niñez de mi alma (…) Me refugié en prácticas que evocaran los días de mi infancia”[3]. Con ello quería decir que pretendió volver a la fe de su infancia, según confesó en una “Carta a Clarín” de 1900. De manera típica, cuando tiene lugar una crisis personal, se suele producir en la psique un movimiento de regresión: se busca entonces consuelo en una imposible vuelta atrás, a épocas en las que la protección del entorno paterno, el marco de creencias con el que por entonces se sentía que el mundo encajaba y la confianza así generada procuraban un sosiego suficiente, y en donde tener resuelta la necesidad de pertenencia remediaba esa clase de inquietud que más tarde habrá de irrumpir irremisiblemente como necesidad de buscarse una identidad.
     Unamuno, después de aquella noche crítica, intentó en primera instancia recuperar las prácticas religiosas que en su niñez se asociaban a aquel consuelo ahora perdido; abandonó sus clases y sus demás obligaciones, y fue a recluirse en el convento de frailes dominicos de Salamanca, donde estuvo tres días. Pero enseguida se percató de que aquel intento iba a fracasar, de que “aquello era falso”, así que su crisis le empujó hacia nuevos derroteros. Dice José Luis Abellán: “No sabemos lo que Unamuno pensó en los tres días que estuvo encerrado en el convento, pero es seguro, porque él nos lo ha dicho, que la lucha se desarrolló entre el hambre de notoriedad y la fe sencilla de la infancia. Por eso, se entregó a las prácticas religiosas más rutinarias; pero, al poco tiempo, ese "yo enconado" por la vanidad y el estímulo de la fama literaria se impuso, como más fuerte, por encima de todo lo demás”[4].
     Esos nuevos derroteros por los que la atormentada alma de Unamuno, necesitada de adquirir significado y de contrarrestar el desdén de los demás, discurrió, quedan explícitos en el resto de la carta a Clarín en la que, hablando de sí en tercera persona, dice en concreto: “Se percató de que aquello era falso, y volvió a encontrarse desorientado, preso otra vez de la sed de gloria, del ansia de sobrevivir en la historia. Desechado el sentimiento de identidad que le sirvió de niño, lo que afloró fue su “espíritu inquieto, sediento de atención, ávido de que se le oiga”. Dice asimismo en la carta: “quisiera que no se hubiese mezclado en ella (la carta) mi condenada vanidad, pero es imposible”. Él mismo da con la secuencia argumental que explica su posición vital entonces: “¡Ah, qué triste es después de una niñez y juventud de fe sencilla haberla perdido en vida ultraterrena, y buscar en nombre, fama y vanagloria un miserable remedo de ella!”[5].
     Hay pues dos tendencias radicales en aquel Unamuno en busca de su identidad que a duras penas conviven en un mismo recinto, el de su alma: la que supone su ansia de inmortalidad conducida a través de sus sentimientos religiosos y –dadas las insuficiencias a que sus insoslayables dudas le conducían por esta primera vía– la que alternativa y compensatoriamente le empuja al ansia de fama y de gloria mundanas, a la necesidad de sobresalir y al consiguiente exhibicionismo. A partir de su crisis religiosa, esta última faceta de su personalidad, la egotista y vanidosa, aun dejando a salvo su genialidad como pensador, novelista y poeta, o mejor dicho, a través de ella, pareció adquirir preeminencia, al menos en lo que respecta a su trato con los demás. Así lo afirma José Luis Abellán: “Tras la crisis del 97, Unamuno se entregó a satisfacer su ansia de popularidad, abandonando la vía mística a la que se sintió llamado. Durante los meses inmediatos a la crisis una terrible lucha debió operarse en su ánimo: el yo y Dios, el ansia de ser famoso y el deseo de entregarse a una vida religiosa, debieron luchar en su alma. Y, por fin, el primero venció al segundo”[6].
     El anhelo de inmortalidad que hasta entonces había discurrido por los cauces que la religión le procurara, pasó a disponer para satisfacerse, ya que no solo, sí en gran medida, de los (precarios) medios que aporta la vida mundana. De modo parecido a como Nietzsche, una vez muerto Dios, desembocó en esa inflación sucedánea a la que denominó superhombre, Unamuno lo hizo en un yo sobredimensionado. Para poder llegar a esta conclusión, contamos con el testimonio de muchos de los que le conocieron: “Unamuno es esencialmente insociable (…) —nos dice, por ejemplo, Salvador de Madariaga—. En sociedad tiende al monólogo y maneja a veces un martillo algo pesado”[7]. Y también: “Unamuno trata ante todo, quizá siempre, de su propia persona. Ello se debe primero a que Unamuno está obseso de sí mismo”[8]. Pío Baroja dice de igual manera en sus Memorias: “Creo que Unamuno tenía mucho de patológico en la cabeza, sobre todo un egotismo tan enorme que le aislaba del mundo, a pesar de que él creía lo contrario”[9]. Asimismo, incluyéndolo entre otros caracteres de intelectuales, decía Baroja también: Yo no he visto reír nunca a Valle-Inclán, a Unamuno, a Maeztu. Y si alguno de ellos reía, era contra algo, pero nunca por algo”[10]. Y aún más: “Esto de hablar de lo que no entendía era muy privativo de Unamuno (…) suponía, con una ciencia escasa y a veces nula, que él sabía de todo”[11].  Cita también Baroja a José María Salaverría, que entro otros “retratos” de intelectuales españoles, dice de nuestro autor: Unamuno no quería a nadie, como de costumbre, pues bastante tenía con atender a su gigantesca estimación de sí mismo”[12]. Ortega insiste con énfasis en la misma opinión: “No he conocido un yo más compacto y sólido que el de Unamuno. Cuando entraba en su sitio, instalaba desde luego en el centro su yo, como un señor feudal hincaba en el medio del campo su pendón. Tomaba la palabra definitivamente. No cabía el diálogo con él (…) No había, pues, otro remedio que dedicarse a la pasividad y ponerse en corro en torno a don Miguel, que había soltado en medio de la habitación su yo, como si fuese un ornitorrinco”[13].
     El mismo Unamuno reconoce a menudo su pecado de vanidad, pero encuentra para él justificación en sus propios descubrimientos como pensador. Así que razona, por ejemplo, de esta manera: “Cuando las dudas nos invaden y nublan la fe en la inmortalidad del alma, cobra brío y doloroso empuje el ansia de perpetuar el nombre y la fama, de alcanzar una sombra de inmortalidad siquiera. Y de aquí esa tremenda lucha por singularizarse, por sobrevivir de algún modo en la memoria de los otros y los venideros, esa lucha mil veces más terrible que la lucha por la vida, y que da tono, calor y carácter a nuestra sociedad, en que la fe medieval en el alma inmortal se desvanece”[14]. O también: “Y vuelven a molestarnos los oídos con el estribillo aquel de ¡orgullo!, ¡hediondo orgullo! ¿Orgullo querer dejar nombre imborrable? ¿Orgullo?... Ni eso es orgullo, sino terror a la nada. Tendemos a serlo todo, por ver en ello el único remedio para no reducirnos a nada”[15]. Todo en Unamuno conduce, en fin, hacia la conclusión de que necesita contrarrestar su enorme sensación de insuficiencia, de escasa significación, de falta de identidad que acompaña al desdén que siente por parte de los demás (y a lo que él mismo contribuye); sentimiento que no pudo contrarrestar con una fe firme e indubitable en Dios. Todo lo cual lo expresa él mismo en su famosa “Oración del ateo”, soneto que acaba con estas palabras:
“Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si tú existieras
existiría yo también de veras”
     Y puesto que esa existencia de Dios le resulta tan dudosa, para conquistar su identidad, para intentar “existir también de veras”, solo encuentra el pensador vasco el nietzscheano cauce de intentar ser un superhombre, de dejar su huella, cuanto más grande mejor, en este mundo; de que el eco de su acotada existencia sea lo suficientemente poderoso como para conseguir perdurar cuando él ya no esté.
     ¿Y no hay más alternativas, entonces, que la de conseguir esa ansiada identidad, ese ser significativo ante el mundo a lo que no es posible renunciar, a través de un yo que trascienda de esta existencia mundana hacia una vida ultraterrena o embutiéndose, si no, en un yo hiperbolizado y patéticamente investido por la vanidad y el intento de sobresalir a toda costa? Tal vez quede una vía que sirva de alternativa a esas otras dos posibilidades que no acaban de aportar una completa resolución: se trataría entonces de buscar la trascendencia, como quiere nuestro yo religioso y que perentoriamente busca ser significativo, pero sin salirse de este mundo, que es la condición que pone nuestro otro yo, el que busca adaptarse a la realidad tal como se nos presenta. La crisis de Unamuno vendría a ser una crisis de juventud (de la que seguramente nunca llegó a salir del todo), según los términos en los que Ortega la deja expresada: “El hombre joven –dice precisamente– vive para sí. No crea cosas, no se preocupa de lo colectivo. Juega a crear cosas (…) juega a preocuparse de lo colectivo (…) Mas, en verdad, todo ello es pretexto para ocuparse de sí mismo y para que se ocupen de él. Le falta aún la necesidad sustancial de entregarse verdaderamente a la obra, de dedicarse, de poner su vida en serio y hasta la raíz de algo trascendente de él, aunque sea sólo a la humilde obra de sostener con la de uno la vida de una familia”[16]. Una visión que perfectamente podríamos acoplar a la manera de estar en el mundo de Unamuno, como demostrarían palabras suyas del siguiente cariz: “Yo tengo mi lucha, y cada uno de nosotros tiene la suya. Y mi lucha no puedo asegurar que sea por el mejoramiento de la Humanidad. ¿La Humanidad?, y si luego resulta que de aquí a diez, a cien, a mil o a un millón de siglos, la Humanidad ha desaparecido sin dejar rastro alguno de sus ciencias, sus artes, sus industrias, ¿qué me importa eso?”[17].
     Así que el filósofo de Bilbao y rector de la Universidad de Salamanca tenía cegada la vía de acceso hacia la auténtica trascendencia en este mundo. De cuya posibilidad de nuevo Ortega nos da la clave, a la vez que nos instruye sobre el modo en el que esa clave quedó incorporada al bagaje de nuestra civilización: “He aquí lo fundamental de la experiencia cristiana del hombre: (…) Descubrir, caer en la cuenta de que la vida en su última sustancia consiste en tener que ser dedicada a algo, no en ocuparse de esto o de lo otro dentro de la vida, que eso sería lo contrario, meter en la vida algo que se considera valioso, sino tomar en vilo nuestra existencia entera y entregarla a algo, de-dicarla…, esa es la averiguación fundamental del cristianismo, lo que indeleblemente ha puesto en la historia, es decir, en el hombre”[18]. Enseñanza que Antonio Machado dejó traducida a lenguaje poético cuando versificó diciendo:

“Moneda que está en la mano
quizá se deba guardar;
la monedita del alma
se pierde si no se da”




[1] Cit. en José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid, Tecnos, 1964, p. 75.
[2] José Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”. Obras Completas, Tomo 5, Alianza, Madrid, 1983, p. 32.
[3] José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid, Tecnos, 1964, p. 38.
[4] José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid, Tecnos, 1964, pp. 147-148.
[5] José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid, Tecnos, 1964, pp. 39-40.
[6] José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid, Tecnos, 1964, p. 146.
[7] Salvador de Madariaga: “España. Ensayo de historia contemporánea”, Marid, Espasa-Calpe, 1989, p. 92.
[8] Cit. en José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid, Tecnos, 1964, p. 91.
[9] Pío Baroja: “Desde la última vuelta del camino”-Tº III, Cuarta parte, cap. IX.
[10] Pío Baroja: “Desde la última vuelta del camino”-Tº 1º, Tercera parte, cap. VIII., Caro Raggio Ed.
[11] Pío Baroja: “Desde la última vuelta del camino”-Tº 1º, Tercera parte, cap. IX. Caro Raggio Ed.
[12] Pío Baroja: “Desde la última vuelta del camino”-Tº 1º, Tercera parte, cap. V. Caro Raggio Ed.
[13] Ortega y Gasset: “En la muerte de Unamuno”, O. C. Tº 5, p. 265.
[14] José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid, Tecnos, 1964, p. 112.
[15] José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid, Tecnos, 1964, p. 100.
[16] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 47.
[17] Cit. en José Luis Abellán: “Miguel de Unamuno a la luz de la psicología”, Madrid, Tecnos, 1964, p. 94.
[18] Ortega y Gasset: “En torno a Galileo”, O. C. Tº 5, p. 154.