viernes, 28 de febrero de 2020

Sobre la actualidad de la obra de Ortega y Gasset (en respuesta a un comentario en mi página de facebook)

     Este artículo pretende ser una contestación a comentarios que han aparecido en la página de Facebook que mantengo desde hace pocas fechas con el mismo nombre que este blog ( https://www.facebook.com/javiermgracia/ ). La iniciativa de abrir esa página es tachada por el comentarista que tomo como representativo de “boutade” y a mí me considera, en consecuencia, como “ignorante o falso”. Aquí intento defenderme un poco. El comentario que destaco en este sentido, de esta misma mañana, es el siguiente (parece que procede no poner quién es exactamente el autor):
     “La Rebelión de las Masas, de D. José Ortega y Gasset, de hace 100 años, no tiene nada que explicar hoy. Y, disculpa, como pensador político no llega a los tobillos de Azaña, y de psicología no sabía nada de la escuela vienesa del psicoanálisis, y etc, etc. Insisto que quien ha lanzado esa boutade es un ignorante o un falso. Y Gregorio Marañón? Y Ramón y Cajal? Y Rof y Carballo? Y Castilla del Pino? Y Cayetano López? Y Jesús Mosterín?, etc, etc. Hay que actualizarse y no vivir en 1930. Ya está bien de falacias”.
     A propósito de “La rebelión de las masas” y su por el comentarista de mi página cuestionada actualidad, espero ir teniendo ocasión de entrar más a fondo de lo que podría hacerlo aquí. De momento, remito al artículo de este blog que titulé “El hombre-masa y su pretendido derecho a mantener opiniones infundadas”                                  (https://ellectordeortegaygasset.blogspot.com/2020/01/mis-lecturas-de-ortega-el-hombre-masa-y.html ) 
Podría valer como modo de iniciar la disputa sobre esa eventual actualidad.

     La comparación con Azaña no es, en este contexto, pertinente, pues lo que yo afirmo y sostengo es la primacía de Ortega en el panorama del pensamiento en lengua española, y Azaña fue político más que pensador. Tiempo habrá de entrar en otros aspectos.
     Respecto de Gregorio Marañón, amigo de Ortega (incluso era su médico), y cofundador con él y Pérez de Ayala de la Agrupación al Servicio de la República, diré que sobresalió como médico, historiador y científico, aunque menos como pensador. Tuvo una gran talla en todas esas facetas, pero no creo que, si hacemos valoraciones con la necesaria discreción, pueda disputarle a Ortega su puesto de primacía en la filosofía. De Ramón y Cajal se puede decir lo mismo, aunque restringiendo el campo de este más estrictamente al terreno científico.
     Me referiré ahora a las relaciones de Rof Carballo, gran psicólogo y pionero de la medicina psicosomática en España, con Ortega. Diré que él habló con admiración de la obra de este, y se refirió a ella con el calificativo de “obra catedralicia”. Su propia obra, la de Rof Carballo, debe mucho a sus lecturas de Ortega, Xavier Xubiri y Laín Entralgo. Debiera de servir esto para ordenar jerárquicamente a ambos autores.
     Sobre Castilla del Pino, puedo decir que Juan Ángel Vela del Campo, en su libro titulado “Carlos Castilla del Pino, el humanismo posible” desgranó algunas de las lecturas favoritas del insigne psiquiatra, entre ellas, la Vida de Santa Teresa de Jesús, y autores como Pío Baroja y Ortega y Gasset entre los españoles; franceses como Pascal y alemanes como Thomas Mann. A Ortega lo leyó desde joven.
     Cayetano López es científico, no pensador.
     Jesús Mosterín tiene escrito un artículo titulado “Ortega y la sabiduría” en el que dice: “Ortega sigue siendo interesante y actual para nosotros en la medida en que no nos conformemos con vivir de cualquier manera, en la medida en que aspiremos a la buena vida, en la medida en que seamos filósofos de la segunda variedad. En este segundo sentido de la palabra, el filósofo es quien trata de vivir lo mejor posible. Quien lo consigue es el sabio”.
     Y respecto de que Ortega no sabía nada de la Escuela Vienesa de psicoanálisis, como el asunto me toca más de cerca, diré algo más: Ortega fue el impulsor de la primera edición de las Obras Completas de Freud en español, en 1922. Él fue quien le propuso a Ruiz Castillo, editor de Biblioteca Nueva, que la llevara a cabo. José Ortega Spottorno, hijo de Don José, transcribe las palabras que este le dijo al editor: “Querido Ruiz Castillo —dijo un día mi padre a su amigo, el editor José Ruiz Castillo—, yo no tengo dinero, pero voy a hacerle un regalo. Publique Ud. toda la obra de un psicólogo vienés, Sigmund Freud, cuya fama está creciendo en todo el mundo con su ciencia del psicoanálisis”[1]. Fue la primera vez que se editaban estas Obras Completas (incompletas por entonces en realidad, puesto que Freud murió en 1939) en una lengua no alemana. La traducción, también a instancias de Ortega, la llevó a cabo Luis López Ballesteros, y Freud se refirió elogiosamente a ella, porque conocía el idioma español que aprendió, dice, para leer el Quijote en su lengua original. Escribe Ortega en el prólogo a esta edición: “Han sido, en efecto, las ideas de Freud la creación más original y sugestiva que en los últimos veinte años ha cruzado el horizonte de la Psiquiatría”. Por otro lado, Ortega se refiere en sus obras recurrentemente a Freud y le dedica varios artículos, el primero, en 1911, cuando aún no conocía nadie a Freud en España.
 
 
     Por otra parte, Ortega leyó también a Carl Gustav Jung, al que se refirió en un artículo de 1924 o 1925, titulado “Fraseología y sinceridad”, cuando, por descontado, todavía no existía ninguna traducción de Jung al español.
     Sobre otro tema que ha surgido en los comentarios, el de la “verdad”, me retengo para poder hablar de ello con más detenimiento en otro momento, y así publicar esta respuesta ya.


[1] José Ortega Spottorno: “Los Ortega”, Ed. Taurus.

viernes, 21 de febrero de 2020

La manera de ser del español (y su dificultad para adaptarse a las normas colectivas)

     Si hubiéramos de clasificar a los seres humanos según su modo de confrontarse con el mundo en solo dos biotipos puros, del primero diríamos que va decidiendo a su individual manera cómo llevar esa confrontación momento a momento, situación a situación. En el otro extremo estaría aquel que cuenta en su bagaje con un nutrido sistema de ideas y convicciones con las cuales se enfrenta a las situaciones concretas, y que hacen que su modo de ser sea estable, previsible y congruente en las respuestas que da a las diferentes situaciones. En la primera forma de ser va incluido el predominio de las impresiones, de las respuestas espontáneas, impremeditadas e inconsistentes entre una vez y la siguiente. En la segunda, la impresión y la espontaneidad son sustituidas por la deliberación y por la consistencia en las respuestas. En el uno predomina el trato impresionista, sensual con las cosas, en el otro, ese trato está acotado por los conceptos y por el pensamiento en general.
El Greco-El caballero de la mano en el pecho" (1578-80). De este cuadro decía Ortega: “Estamos muy ciertos de que nos sentimos en la presencia de un español; más aún, aquellas sombras y colores, aquella lividez exaltada nos dan una realidad que expresamos con la palabra españolismo —mucho más cierta y plenaria que cuantos españoles hemos visto y tratado en verdad”
     Pues bien, los españoles, dice Ortega, “representamos en el mapa moral de Europa el extremo predominio de la impresión. El concepto no ha sido nunca nuestro elemento" (1). Pero es que “una raza de hombres es una clase de productos culturales, de ideas, de acciones, de sentimientos. Y originariamente y sobre todo, una raza es una manera de pensar” (2). En suma, aquello en lo que los españoles somos deficitarios. Por eso debe de ser que tengamos tanta dificultad en sentirnos nación, que es lo mismo que decir sujetarnos a las normas colectivas. Y ¡cuidado!: “En la decadencia de un pueblo los individuos pierden la sensibilidad que les ponía en contacto con las rígidas normas colectivas” (3). Tal vez aquí se localice el núcleo del pesimismo de Ortega.
      El destino humano adquiere plenitud no cuando, como en general hacemos los españoles, nos quedamos anclados en el trato con las cosas elementales e inmediatas, sino cuando vamos ampliando la red de relaciones entre esas cosas o entre las distintas situaciones por las que atravesamos para que así podamos ampliar el radio de nuestro entendimiento hacia realidades más abstractas. Tenemos, en fin, arraigada una forma de ser mal dotada para la deliberación y la abstracción. Nuestros comportamientos están más guiados por la pasión, la impulsividad, el inmediatismo, y se sustentan menos en el soporte de la cultura y del esfuerzo intelectual. Como Don Juan, vamos picoteando de flor en flor. Como los políticos al uso, vamos cambiando de chaqueta según lo vaya demandando cada coyuntura. En las conversaciones no intercambiamos razonamientos, sino que disputamos con fogosidad a ver quién emite más decibelios (una forma fácil de reconocer a los españoles cuando se viaja fuera de España). Cualquier intento de mejorar este carácter hispano habrá de partir de la limitación cultural que en este sentido arrastramos en nuestro biotipo.
     No es que no hayamos desarrollado una cultura, claro está, pero sí que en ella hay un máximo de componentes impresionistas y un mínimo de añadidos de lo racional. Y a menudo, sin embargo, hemos elevado a cotas sublimes esa en principio deficitaria forma de ser. Un buen ejemplo de ello sería Goya. “Goya representa —como acaso España— una forma paradójica de la cultura: la cultura salvaje, la cultura sin ayer, sin progresión, sin seguridad; la cultura en perpetua lucha con lo elemental, disputando todos los días la posesión del terreno que ocupan sus plantas. En suma, cultura fronteriza” (4). Por eso Goya es el padre del impresionismo. Y por lo mismo yerra quien busca una razón de ser a los temas goyescos: brotan directamente del alma que, sin más mediaciones, contempla la realidad circundante. Son impresiones, no propuestas morales o valorativas. En general, los productos mejores de nuestra cultura tienden al equívoco, manifiestan una peculiar inseguridad o falta de sentido, la que se deduce de nuestra poca afición a pensar.
     El Quijote es asimismo una singular muestra del equívoco de la cultura española. “Confrontado con Cervantes, parece Shakespeare un ideólogo. Nunca falta en Shakespeare como un contrapunto reflexivo, una sutil línea de conceptos en que la comprensión se apoya” (5). El autor español, por el contrario, no sostiene su obra sobre ninguna fórmula general o ideológica, se retiene dentro de las puras impresiones. Pero en ello reside, precisamente, el don supremo de Cervantes. Porque “es, por lo menos, dudoso que haya otros libros españoles verdaderamente profundos” (6). Y de lo que se trataría sería de exprimir estas significativas características de la obra cervantina o goyesca para concentrar en ellas “la magna pregunta: Dios mío, ¿qué es España?" (7). La inexistencia en la práctica de respuestas definitivas, o al menos suficientes, a esta pregunta –prolongando aquella ausencia de razonamiento que aportaría claridad a nuestro trato impresionista con la realidad– produce en Ortega preocupaciones de primer orden. Porque, dice: “¡Desdichada la raza que no hace un alto en la encrucijada antes de proseguir su ruta, que no se hace un problema de su propia intimidad; que no siente la heroica necesidad de justificar su destino, de volcar claridades sobre su misión en la historia!” (8). Dijo también Ortega: “Un pueblo es un estilo de vida, y como tal, consiste en cierta modulación simple y diferencial que va organizando la materia en torno” (9). Nuestra falta de organización creadora, nuestra escasez de perspectiva, de jerarquías que ordenen los acontecimientos y diferencien, en este caso, entre lo que es esencial en el ser de España y lo que, por el contrario, es degeneración, nos ha conducido, escribía Ortega en 1914, a “tres siglos y medio de descarriado vagar” en que “la realidad tradicional en España ha consistido precisamente en el aniquilamiento progresivo de la posibilidad España (…) Español significa para mí una altísima promesa que sólo en casos de extrema rareza ha sido cumplida (…) Una de estas experiencias esenciales es Cervantes, acaso la mayor” (10). En el estilo de Cervantes hay ya perfilados, aunque precisados de pensamiento y aclaración, una filosofía y una moral, una ciencia y una política. “Del mismo modo que hay un ver que es un mirar, hay un leer que es un intelligere o leer lo de dentro, un leer pensativo. Sólo ante éste se presenta el sentido profundo del Quijote” (11). Si la filosofía o la moral solo están implícitas en el Quijote, habrá que leerlo traspasando la línea de la superficie.
     La cultura –arte o ciencia o política–, los conceptos, ponen orden, firmeza, pulimento y precisión en las cosas, ayudan a esclarecer, explicar o interpretar la vida. Y precisamente, “el hombre tiene una misión de claridad sobre la tierra” (12). La vida no es clara para empezar; al revés, es confusa, caótica, desconcertante. Por ello, no alcanza su plenitud sino con la asistencia de la razón. Razonar, tener una idea es aportar claridad al inicialmente confuso mundo en que vivimos. En todo ello, dentro del contexto europeo, los españoles estamos en mínimos. Cita Ortega a Azorín: “No hay más aplanadora y abrumadora calamidad para un pueblo que la falta de curiosidad por las cosas del espíritu: se originan de ahí todos los males” (13). Las cosas del espíritu son las que se oponen al inmediatismo, las que van conjuntando vivencias y situaciones hasta extraer de ellas pautas de estabilidad, ideas, convicciones… acatamiento de las normas colectivas. En la vida de los pueblos, las cosas del espíritu son asimismo las que aglutinan y refuerzan el sentimiento de participar en una común tarea. Y de eso es de lo que se trata, puesto que “una nación es un proyecto sugestivo de vida en común” (14).




[1] O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 359.
[2] O y G: “La guerra, los pueblos y los dioses”, O. C. Tº 1, p. 414.
[3] O y G: “Renan”, O. C. Tº 1, p. 460.
[4] O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 355.
[5] O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 360.
[6] O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 360.
[7] O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 360.
[8] O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 360.
[9] O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 362.
[10] O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 362.
[11] O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 340.
[12] O y G: “Meditaciones del Quijote”, O. C. Tº 1, p. 357.
[13] O y G: “Nuevo libro de Azorín”, O. C. Tº 1, p. 242.
[14] O y G: “España invertebrada”, O. C. Tº 3, p. 56.

jueves, 13 de febrero de 2020

El amor ¿tiene lógica o es una pasión? La visión de Ortega sobre el amor

     El amor auténtico podría parecerse a primera vista, o a una mirada poco perspicaz, a otras formas de atracción, como la sexual, sobre todo si eso lleva a la pasión o a perder la cabeza, o a lo que se produce cuando lo que hay es simplemente lealtad, simpatía o cariño. Pero, si observamos mejor, en seguida comprenderemos que a diferencia de estos otros sentimientos, “el amor de enamoramiento —que es, a mi juicio, el prototipo y cima de todos los erotismos— se caracteriza por contener a la vez estos dos ingredientes: el sentirse “encantado” por otro ser que nos produce “ilusión” íntegra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona, como si nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos trasplantados a él, con nuestras raíces vitales en él”(1). Encantamiento y entrega, pues. Sentimientos que, sin embargo, no están sustraídos a la voluntad, lo cual, como quien no quiere la cosa, confiesa Ortega, casado con Rosa Spottorno desde 1910, y que por las fechas en que escribía esto, en 1925, estaba inconfesablemente enamorado de la argentina Victoria Ocampo (amor no correspondido, por otro lado, salvo con una inquebrantable amistad). Así las cosas, argumentaba Ortega: “Cabe que la voluntad del enamorado logre impedir su propia entrega a quien ama en virtud de consideraciones reflexivas —decoro social, moral, dificultades de cualquier orden. Lo esencial es que se sienta entregado al otro, cualquiera que sea la decisión de su voluntad”(2). Admite, sin embargo, que esta situación es excepcional: “Es muy difícil que en un alma auténticamente enamorada surjan con vigor consideraciones que exciten su voluntad para defenderse del amado”(3). Hasta el punto de que cuando ocurre esto, es muy probable que se trate de un síntoma de que no hay verdadero amor. Pero sabiendo lo que estaba ocurriendo en la intimidad de nuestro filósofo no es difícil suponer el tormento por el que atravesaba su vida afectiva mientras trataba de someterla a control, bien porque no era correspondido o bien por fidelidad a la que fue su esposa hasta su muerte.
 
Ortega y Victoria Ocampo

Victoria Ocampo, el amor no "platónico" sino "orteguiano" de Ortega
 
     La entrega, sin embargo, no es privativa del que Ortega llama “amor de enamoramiento”. También se da en el amor de una madre o un padre por un hijo, o incluso en la amistad, en que la entrega es un acto de voluntad y que, a la postre, tiene una raíz reflexiva. Pero en estas formas de entrega falta el encantamiento. Tampoco cabe hacer equivalente el enamoramiento al cariño, cuando dos personas sienten mutua simpatía, fidelidad, adhesión, pero no hay encantamiento ni entrega. “En el amor lo típico es que se nos escapa el alma de nuestra mano y queda como sorbida por la otra”(4). Uno vive ya no en función de sí mismo sino como trasplantado al ser amado. Que es lo contrario de lo que ocurre en la mera atracción sexual, en que el deseo no nos hace salir de nosotros mismos en pos de lo deseado, sino al revés, tira de lo deseado hacia nosotros; no nos trasplantamos en el ser deseado, sino que tratamos de capturar y hacer nuestro el objeto del deseo.
     Tampoco en la pasión hay verdadera entrega. “Dejemos de creer que el hombre está enamorado en la proporción que se haya vuelto estúpido o pronto a hacer disparates”(5), porque eso no es amor, sino más bien un síntoma patológico, la degeneración que sufre al posarse en almas inferiores. En la pasión hay obsesión, que domina al apasionado, pero contra la cual combate, no la acepta en realidad. No es el amor, por tanto, una pulsión ciega, una fuerza elemental que se apodera brutalmente de la persona y que no deja sitio para que a su lado se manifiesten las partes más elevadas del alma. Por el contrario, el amor solo florece en formas y etapas de la cultura humana que han alcanzado un cierto nivel superior. “El amor es un hecho poco frecuente y un sentimiento que sólo ciertas almas pueden llegar a sentir; en rigor, un talento especifico que algunos seres poseen, el cual se da de ordinario unido a los otros talentos, pero puede ocurrir aislado y sin ellos”(6). No cualquiera es capaz de enamorarse, y el que lo es, no se enamora de cualquiera.
     El encantamiento brota a partir de que se sea capaz de ver adecuadamente a la otra persona, de captar que ella es realmente aquella que nuestra disposición para el amor estaba esperando que apareciera. Pero para que esto sea posible, es preciso primero tener a pleno funcionamiento la curiosidad vital, una actitud de decidida apertura hacia el mundo que empuje en todos los sentidos en que se desenvuelve la vida y que, estando establecida en el alma antes de que se lleguen a encontrar motivos concretos hacia los que dirigirse, haga que cuando pase ante el potencial enamorado la persona adecuada, no pase desapercibida. De este tipo de curiosidad solo disponen organismos con alto nivel de vitalidad. “El débil es incapaz de esa atención desinteresada y previa a lo que pueda sobrevenir fuera de él. Más bien teme a lo inesperado”(7), está atento solo a aquello de lo que pueda sacar algún provecho, no a cosas que puedan tener interés por sí mismas. Ese interés desinteresado, ese afán lujoso de salir de sí en busca de algo por lo que sentirse atraído “florece sólo en las cimas de mayor altitud vital”(8). Solo en esas cimas es posible que llegue a brotar el enamoramiento. La consideración de esas cimas es lo que le lleva a Ortega a decir: “Desde mi punto de vista es inmoral que un ser no se esfuerce en hacer cada instante de su vida lo más intenso posible”(9). Porque es en el sobrante que produce esa intensidad respecto de lo estrictamente útil o necesario donde es posible la entrega encantada que significa el amor.
     Pero no basta esa curiosidad a priori, que precede al encuentro con objetos curiosos. Hace falta también perspicacia. “Se trata de una especial intuición que nos permite rápidamente descubrir la intimidad de otros hombres, la figura de su alma en unión con el sentido expresado por su cuerpo. Merced a ella podemos “distinguir” de personas, apreciar su calidad, su trivialidad o su excelencia, en fin, su rango de perfección vital”(10). No se alude con esto a una operación intelectual a través de la cual se llega a conclusiones sobre la calidad de una persona después de haber sometido a análisis sus evidentes cualidades o defectos. Esta perspicacia no tiene que ver con la inteligencia, aunque de hecho lo normal es que la encontremos en personas asimismo provistas de agudeza intelectual.
     Lo cual nos lleva a distanciarnos también por aquí de quienes piensan que el amor es un frenesí ciego, antirracional e ilógico, por tanto, desprovisto de cualquier tipo de perspicacia. De un pensamiento decimos que es lógico cuando no surge de la nada y por las buenas, sino que se sustenta en otro pensamiento nuestro del que tenemos ya referencias suficientes y que hemos aceptado. Este otro pensamiento hace de fuente psíquica del nuevo. El ejemplo clásico es la conclusión: porque se dan tales premisas, llegamos a la consecuencia. “El porque es el fundamento, la prueba, la razón, el logos en suma, que proporciona racionalidad al pensamiento”(11). Pues bien, “El amor, aunque nada tenga de operación intelectual, se parece al razonamiento en que no nace en seco y, por decirlo así, a nihilo, sino que tiene su fuente psíquica en las calidades del objeto amado”(12). El amor no es un acto irracional, porque el enamorado siente que está justificado, que hay un por qué en el que se fundamenta. Incluso si se padeciese un error, quizás por hallarse ante un espejismo, y el sentimiento del enamorado se hubiera dirigido, engañado, hacia alguien no amable, el caso es que, mientras exista, lo hará bajo esa condición de estar justificado.
     Así pues, podríamos entender que el amor no es un sentimiento estrictamente racional, si reducimos este carácter a solo lo que se mueve entre conceptos. Pero lo que no cabe decir es que se trate de un sentimiento ciego e ilógico. “A mi juicio, todo amor normal tiene sentido, está bien fundado en sí mismo y es, en consecuencia, logoide(13), y quien lo siente sabe que está justificado, que tiene razones para estarlo. Que a menudo se entienda lo contrario y se piense que, no solo el amor sino el universo en general, se mueve por automatismos mecánicos ciegos y carentes de sentido, cuyos engranajes nos empujan arbitrariamente sin ningún por qué ni justificación, es solo una de las perversiones en las que se ha instalado el espíritu de esta época.



[1] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 471.
[2] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 471.
[3] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 472.
[4] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 472.
[5] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 473.
[6] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 475.
[7] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 477.
[8] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 477.
[9] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 478, nota.
[10] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 478.
[11] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 479.
[12] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 479.
[13] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 479.

jueves, 6 de febrero de 2020

La soberbia de los españoles-MIS LECTURAS DE ORTEGA Y GASSET

     La antisocialidad, la inveterada ineptitud de una gran parte de los españoles para pensar en términos de colectividad es, sin duda, el problema más grave de cuantos nos afectan como nación. Y, con lógica preocupación, Ortega aborda este asunto reiteradamente y desde diferentes ángulos. Uno de ellos, el psicológico, y situado en él, enuncia de esta manera cuál entiende que es nuestro pecado capital: 

“La soberbia es nuestra pasión nacional, nuestro pecado capital” (1)

Y considera que de ese vicio antisocial son los más cualificados portadores, entre nosotros, los vascos. Estima, en fin, que 

el que haya llegado a comprobar la existencia de esa soberbia vasca y peninsular, “puede abrir la poterna que cierra los sótanos de la historia de España” (2).

     Pero ¿qué es la soberbia? Digamos para empezar que se manifiesta cuando aquel que está poseído por ella siente que el nivel en el que su propia autoestima le coloca es cuestionado o no reconocido. Y ejecuta entonces, en compensación, una íntima afirmación de sí mismo y de su derecho al rango del que se le pretende excluir. Para empezar, con los gestos, que son siempre expresión de las emociones que proliferan en la intimidad de quien los realiza: “Como los gestos que expresan las emociones son siempre simbólicos y una especie de pantomima lírica, el individuo se yergue un poco mientras íntimamente reafirma su fe en que vale más que el otro. Al sentimiento de creerse superior a otro acompaña una erección del cuello y la cabeza —por lo menos, una iniciación muscular de ello— que tiende a hacernos físicamente más altos que el otro. La emoción que en este gesto se expresa es finamente nombrada “altanería” por nuestro idioma” (3).
    
     Entre los ingredientes de nuestra personalidad, este sentimiento que nos lleva a sentirnos situados a una u otra altura es uno de los más decisivos. Y ese sentimiento de nivel personal llega, efectivamente, a configurarse de dos posibles maneras: “Hay hombres que se atribuyen un determinado valor —más alto o más bajo— mirándose a sí mismos, juzgando por su propio sentir sobre sí mismos. Llamemos a esto valoración espontánea. Hay otros que se valoran a sí mismos mirando antes a los demás y viendo el juicio que a éstos merecen. Llamemos a esto valoración refleja” (5). El primer tipo de hombres, en el extremo, deriva en soberbia; el segundo, en vanidad. Cuando el centro de gravedad estimativo radica en uno mismo, no se recibe influencia que proceda de los demás, uno se abastece de criterios valorativos propios. Mientras tanto, el que cuando exagera propende a la vanidad, vive de cara a su periferia social, se deja influir por los demás, atiende y escucha lo que le dice el prójimo.
     No necesariamente esos balances estimativos devienen soberbia o vanidad. El hombre que se valora espontáneamente, sin esperar a lo que digan los demás, puede muy bien ser una persona humilde o también acertar y ser justo en su propia valoración. “Al llegar a esta altura del análisis divisamos con perfecta claridad lo que es la soberbia: un error por exceso en el sentimiento de nivel” (6). Es cuando ese error se hace persistente y general cuando estamos ante una persona cabalmente soberbia. Y no es tanto que yerre en su apreciación de sí mismo, que también, sino que está ofuscado a la hora de emitir valoraciones sobre el prójimo, en el que no es capaz de descubrir excelencias; solo está atento a las propias. La valoración espontánea, la que para realizarse no espera a tener referencias de los demás, puede también llevar a decidirse por una desestimación general de uno mismo. Entonces no se trata propiamente de humildad, como ocurriría en el caso contrapuesto a la vanidad, sino de abyección, autodesprecio.

     La soberbia “supone una psicología en que se da exagerada la tendencia a gravitar el alma hacia dentro de sí misma, a bastarse a sí misma. Con agudo diagnóstico, se llama vulgarmente a la soberbia “suficiencia”. El puro soberbio se basta a sí mismo, claro es que porque ignora lo ajeno. De aquí que las almas soberbias suelan ser herméticas, cerradas a lo exterior, sin curiosidad, que es una especie de activa porosidad mental” (7)Esa autosuficiencia hace al soberbio inapto para la vida en sociedad. Y llegados hasta aquí es como podemos ver ya que lo que hemos ido haciendo es analizar esa peculiar manera de ser que caracteriza a buena parte de los españoles, y que podríamos sintetizar diciendo: “El español fino no necesita de nada, y menos que de nada, de nadie” (8).

     Esa falta de atención, de curiosidad, de comprensión y emulación hacia lo que de valioso pueda haber en el entorno resulta ser una muralla que bloquea el paso hacia lo que aún queda por aprender y por perfeccionarse. Porque, por si fuera poco, podría fundarse la soberbia en la seguridad de creerse uno el más inteligente, el más valiente o el más sensible a la belleza y al arte, pero si además de la ceguera para las virtudes del prójimo uno se afirma en valores mínimos, la soberbia desciende también a sus escalones más bajos. Detengámonos aquí e imaginemos este caso en que se “estima exclusivamente las calidades elementales adscritas genéricamente a todo hombre. ¿Se advierte la curiosa inversión de la perspectiva moral y social que esto trae consigo? Pues ésta es la soberbia vasca. El vasco cree que por el mero hecho de haber nacido y ser individuo humano vale ya cuanto es posible valer en el mundo. Ser listo o tonto, sabio o ignorante, hermoso o feo, artista o torpe, son diferencias de escasísima importancia, apenas dignas de atención si se las compara con lo que significa ser individuo, ser hombre viviente” (9). Todas las excelencias y virtudes posibles resultan ser secundarias y prescindibles ante el mero hecho de ser vasco. En tal caso, “lo grande, lo valioso del hombre es lo ínfimo y aborigen, lo subterráneo, lo que le pone en pie sobre la tierra” (10). Y esto se extiende, quizás a veces de manera enmascarada, a una gran parte de los españoles, que tienden a aceptar que “lo mejor del hombre es lo ínfimo” (11), que los pobres de espíritu reinarán sobre la tierra, que el que ha logrado enriquecerse, como Amancio Ortega, no tiene más mérito que el okupa, ni el que se esfuerza por ser mejor merece estar más arriba en el escalafón laboral o educativo. De ahí que, a los efectos de la relación con los demás “se (acepte) rencorosamente como el mal menor un “¡todos iguales!”, ese terrible, negativo, destructor “¡todos iguales!” que se oye de punta a punta en la historia de España si se tiene fino oído sociológico” (12) (se puede constatar la actualidad de estas apreciaciones de Ortega comparándolas con los resultados  del Estudio Internacional Values and Worldviews, publicado por la Fundación BBVA hace unos años: https://www.libremercado.com/2013-04-07/gritar-mucho-y-mojarse-poco-una-foto-poco-agradable-del-espanol-medio-1276486814/ ).
     Cuando uno es sensible a las cualidades del prójimo, se cultiva esa posibilidad de mejorar que para llevarse a cabo precisa de una previa capacidad de admirar lo excelente. Es lo que ocurre con los pueblos vanidosos, como el francés, que en tanta consideración tiene a sus mejores. La soberbia, y más aún la soberbia igualitaria, es una grave potencia antisocial, y conduce irremediablemente a la degeneración del tipo humano. A lo más que se puede llegar por ahí es a engendrar pequeños hidalgos solitarios, desocupados y altaneros que reciben con desdén y suspicacia a todo visitante que viene a anunciarles alguna novedad.




[1] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 459.
[2] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 459.
[3] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 460.
[4] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 461.
[5] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 462.
[6] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 462.
[7] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 463.
[8] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 463.
[9] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 464.
[10] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 465.
[11] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, p. 465.
[12] O y G: “Para una topografía de la soberbia española”, O. C., Tº 4, pp. 465-66.

lunes, 3 de febrero de 2020

Cambio el nombre de mi blog

Mis intereses están hoy más definidos de lo que lo estaban cuando empecé este blog. También he madurado intelectualmente, y creo que hoy puedo dedicarme, sobre todo, a la divulgación de las ideas de Ortega. Lo que no querrá decir que me convierta en un simple transmisor: uno no parte de cero y llega directamente a Ortega sin más. Pero, en términos generales, asumo su tutela. Lo que no es poco: Ortega y Gasset es, sin duda, el pensador más importante en lengua española a lo largo de la historia. Si ayudo a que se le conozca... misión cumplida.