viernes, 30 de enero de 2015

De nuevo el miedo a la libertad

     Una corriente de pánico recorrió el mundo cuando en octubre de 1929 la Bolsa de Estados Unidos sufrió la más devastadora caída de su mercado de valores. Todo había comenzado a raíz de la manipulación de la oferta monetaria por parte de la Reserva Federal, que, apartándose del patrón oro, hizo circular más dinero del que se correspondía con la riqueza realmente existente. Al principio, esa mayor oferta de dinero se tradujo en una espectacular subida de las bolsas que llevó a pensar que se había alcanzado una progresión estable en el aumento de la riqueza. Ese ingenuo razonamiento concluyó finalmente con la explosión de la burbuja que se había creado, esto es, con el colapso de la Bolsa. Fue el comienzo de la Gran Depresión. Cien mil trabajadores estadounidenses perdieron su empleo en tres días. Sobrevino asimismo una ola de suicidios: el jueves 24 de octubre anterior al lunes negro ya se habían quitado la vida once especuladores bursátiles de reconocida fama tras comprobar que se habían arruinado. El índice Dow Jones, que refleja el promedio del valor de las acciones de las compañías más importantes y representativas de Estados Unidos, y que el 8 de julio de 1932 estuvo en su nivel más bajo desde 1800, no retornó a niveles previos a 1929 sino hasta 1954.  Las predominantes teorías keynesianas, achacando la crisis a fatales procesos cíclicos que sufre el capitalismo y que necesitan de la intervención correctora de los poderes públicos sobre la economía, oscurecieron el hecho simple de que es precisamente el intervencionismo externo sobre la economía el que, si llega a alterar gravemente las leyes del mercado que armonizan la oferta con la demanda, acaba abocando a las crisis.

     La de entonces se extendió rápidamente a Europa, donde la recuperación económica después de la devastadora Guerra Mundial de 1914-18 se había fiado en gran parte a las enormes y desproporcionadas indemnizaciones de guerra que el Tratado de Versalles había hecho recaer sobre las espaldas de Alemania. Cuando los banqueros americanos se arruinaron y dejaron de respaldar a este país, que soportaba a su costa la incipiente recuperación europea tras el desastre bélico, esta se vino abajo.



     El pánico nunca ha sido buen consejero. De hecho, tiende a favorecer no los comportamientos más productivos y resolutivos, sino los más regresivos: la gente, sintiéndose impotente para encontrar salidas a las situaciones críticas, presa del miedo a la libertad, busca en tales ocasiones la intercesión de poderes trascendentes, naturales o preternaturales, en los que, como perentorio recurso frente a su impotencia, deposita una confianza ciega, lo que casi inevitablemente acaba conduciendo a resultados aún más catastróficos. Efectivamente, la manera en que se encadenaron aquellos sucesos de la posguerra europea fue el caldo de cultivo del que por entonces surgió esa clase de poder omnímodo que son los totalitarismos, en la marcha hacia los cuales colaboraron otros factores que han de añadirse a los antedichos: para empezar, la decepción y el descrédito de unas instituciones que, además de su inoperancia ante la crisis, no habían conseguido evitar, unos años antes, la tan devastadora como absurda guerra europea, que provocó once millones de muertos y ninguna sensación de que al final hubiera llegado alguna clase de bien superior reparador de tanta desgracia. Concretamente en Rusia, el descrédito de las instituciones zaristas y la irracionalidad de aquella guerra que castigó cruelmente a este país con un millón setecientas mil muertes, a la vez que empujaba a la deserción a un gran número de soldados, hizo que finalmente apareciera en el panorama político la figura de Lenin, que en sus famosas tesis de abril de 1917 se presentó ante sus seguidores reclamando “pan y paz”. Aquella fue, precisamente, la engañosa carta de presentación del incipiente totalitarismo comunista. Por su parte, Alemania e Italia, países entonces de reciente configuración (ambos habían nacido a finales del siglo XIX), y cuyas instituciones no contaban con una trayectoria lo suficientemente larga como para haber alcanzado la necesaria estabilidad, se mostraron especialmente vulnerables a la influencia de los totalitarismos, en la medida en que la ausencia de confianza en las instituciones democráticas generaba allí también un mayor miedo a la libertad y una correlativa necesidad de suplir aquella desconfianza con la adhesión a eventuales poderes absolutos.
     Otro de los factores que coadyuvaron a la emergencia de los totalitarismos fue el odio, el sentimiento de revancha: la necesidad psicológica de encontrar culpables cuando acontecen situaciones críticas, se vinculó en la ideología comunista con las clases explotadoras y lo que a ellas quedaba asimilado; en realidad, como en todos los totalitarismos, quien no es partidario de los cambios sociales que ellos proponen es un enemigo, así que, igual que ocurrió en la Alemania nazi o la Italia fascista, el revanchismo acabó afectando a todo el que no mostrara adhesión entusiasta o se mostrara tibio con la revolución.

     Mientras tanto, en Alemania ese afán revanchista encontró su correlato más asequible en la evidencia de haber sido tratada injustamente en el Tratado de Versalles que puso fin a la Guerra de 1914-18, puesto que estos acuerdos supusieron que Alemania perdiera territorios como los de Alsacia y Lorena y también que quedara obligada a pagar enormes indemnizaciones de guerra a los aliados de la Entente. Los socialdemócratas que habían tomado el poder en  Alemania al finalizar la guerra fueron también culpados del desastre de las negociaciones que culminaron en el Tratado de Versalles, con lo que se añadió un motivo más al descrédito de las instituciones democráticas alemanas que aquellos regían y representaban, así como al de estos mismos partidos. Enseguida, los judíos se añadieron también como complementario chivo expiatorio sobre el que proyectar la necesidad de revancha. El nazismo vino a ser expresión de todos aquellos sentimientos que en última instancia servían de canalización a la frustración y al odio que hervía en el alma de los alemanes.

     Italia, por su parte, a pesar de haber participado en el bando finalmente vencedor de la guerra, también se había sentido injustamente maltratada: si Italia aceptó entrar en la guerra fue bajo la promesa de poder incorporar a su territorio las regiones de Fiume, Trieste y Dalmacia, en la otra orilla del Adriático, pertenecientes hasta entonces al Imperio austro-húngaro, que desapareció tras la guerra. Sin embargo, aquellas regiones fueron al fin incorporadas a la naciente Yugoslavia, traicionando así las expectativas de los italianos y las promesas que se les habían hecho. Sus 650.000 muertos en la guerra así como la devastación de Venecia y otras regiones provocada por aquella habían sido, pues, inútiles. El frustrado pueblo italiano achacó al gobierno liberal de entonces su debilidad en las negociaciones frente a Francia e Inglaterra, culpándolo además de la generalizada crisis económica del país que afectaba principalmente a obreros y campesinos. Las rebeliones rurales y urbanas se extendieron, produciéndose saqueos de comercios y ocupación de fábricas alentados por los partidos de izquierda, el socialista y el comunista. Al final, el fascismo, de manera semejante a como ocurrió en Rusia y en Alemania, emergió de aquel generalizado descrédito de las instituciones italianas, así como del sentimiento de revancha, en su caso, por la traición de sus aliados.

     Las soluciones que venían a proponer los totalitarismos que fueron apareciendo coincidían en sus planteamientos básicos, anulando así, en lo esencial, las supuestas diferencias existentes entre la extrema derecha y la extrema izquierda: el estado debía, según ellos, no solamente intervenir en la economía con mayor o menor afán corrector, sino que su función había de ser la de ocupar todos los ámbitos de la vida social, e incluso la privada, para subordinarlos a las delirantes misiones que cada totalitarismo asumía como particular exigencia programática: la supresión de las diferencias sociales en el caso del totalitarismo comunista, la consecución de una sociedad racialmente pura y sin tarados en el caso de los nazis, y, en el caso del fascismo, la instauración de un corporativismo estatal según el cual la economía fuera planificada desde el estado y la promoción de un modo de vida en el que la razón quedara subordinada a la voluntad y a la acción. Por lo demás, como necesariamente había de ocurrir cuando de lo que se trata es de hacer encajar la vida de una sociedad en los presupuestos utópicos generados por mentes que se sienten investidas por la verdad absoluta, la violencia, la imposición por la fuerza de aquellas ideas preconcebidas pasó a ser algo inherente a la implementación de los totalitarismos. El belicismo expansionista fue asimismo una secreción consustancial a aquellos regímenes. La Segunda Guerra Mundial resultó ser una fatalidad inscrita en el conjunto de todas estas variables que por entonces afloraron. El Pacto Ribbentrop-Mólotov por el que la Alemania nazi y la Unión Soviética, las potencias totalitarias de la época, acordaban la no agresión mutua y el reparto de sus respectivas zonas de expansión fue firmado en Moscú el 23 de agosto de 1939, nueve días antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial. El 1 de septiembre, efectivamente, Alemania invadía Polonia, dando comienzo a la guerra. Diecinueve días después lo hacía la URSS por el otro lado, hasta que ambos alcanzaran las respectivas zonas de influencia pactadas. Someter a todo el mundo parece ser una pulsión irreprimible de todos los totalitarismos, y resultó ser la última consecuencia que en aquella primera mitad del siglo XX tuvo una crisis que había quedado soterrada, pero no superada, desde el final de la Primera Guerra Mundial e hizo eclosión en aquel hundimiento de la Bolsa de Nueva York un lunes negro de octubre de 1929. 

     Setenta y ocho años después de aquella crisis del 29, en 2007, y también en el mes de octubre, llegó asimismo el colapso de las hipotecas subprime que culminó en la crisis financiera de 2008, provocada por el estallido de la burbuja inmobiliaria a que había conducido, de nuevo, el arbitrario intervencionismo político en la marcha de la economía: según una Comisión de Investigación sobre la Crisis Financiera del Congreso norteamericano, Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos (y, de modo subsidiario, también el siguiente presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke), fue responsable principal en la gestación de la crisis al promover créditos a muy bajo interés que condujeron a un auge artificial de las inversiones inmobiliarias. La burbuja generada en ese sector inmobiliario finalmente acabó explotando y conduciendo a la crisis financiera y a la de la economía en general. De nuevo, actuar como si se tuviera más riqueza de la que realmente se tiene, alterando así la ley de la oferta y la demanda, acaba llevando a resultados catastróficos.

     No sería justo equiparar globalmente aquella situación que comenzó con la crisis bursátil de 1929 con esta de 2007/2008. Hoy, al menos en los países desarrollados, no se producen las grandes colas que entonces se formaban para comprar pan, ni la inflación alcanza las desorbitadas cotas de la Europa posterior a la Gran Guerra. Tampoco los grupos políticos que podríamos considerar herederos de las pulsiones totalitarias de aquel entonces parecen tan proclives a la violencia y a la imposición por la fuerza de sus ideas utópicas como mostraron sus predecesores. Pero no nos engañemos y acabemos desdeñando las evidentes similitudes entre aquella situación y esta: de nuevo el miedo a la libertad viene a hacer de las suyas, y han surgido con gran fuerza y respaldo popular aquellas propuestas extremadamente estatalizadoras que, igual que cuando los totalitarismos alcanzaron sus momentos de mayor auge, surgen tanto en la extrema derecha (sería el caso hoy, entre otros, del Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia), como en la extrema izquierda (Syriza en Grecia, Movimiento 5 Stelle en Italia o Podemos en España). Estos partidos políticos que, incluso explícitamente en el caso de la extrema izquierda, se consideran herederos de las fuerzas totalitarias de aquel entonces, pretenden llevar a sus respectivas sociedades hacia un endeudamiento que quizás ya hoy esté en algunos casos fuera de control, así como a una gran subida de impuestos y a la previsible inflación que seguirá a sus políticas de expansión monetaria, con todo lo cual se acabaría asfixiando al libre mercado y a la iniciativa privada. Grecia ya tiene una deuda pública equivalente al 175% de su Producto Interior Bruto, lo que no impide que la Syriza que acaba de llegar al gobierno quiera aumentar mucho más el gasto público, por lo cual los griegos van a servir en breve plazo de demostración de la ruina que estas políticas suponen para la economía. Que el tercer partido más votado en aquel país sea un partido nazi, refuerza aún más la evocación que, con cierta sordina, estamos haciendo de los terribles tiempos que precedieron a la Segunda Guerra Mundial.

     Asimismo, aquella necesidad de encontrar culpables de lo que pasa de la que también hablábamos antes ha emergido con fuerza en los países más afectados por la crisis, y llevado a buscar chivos expiatorios sobre los que volcar las pulsiones revanchistas: estas se concentran hoy, por un lado, y de forma evidentemente justificada, en unas clases políticas corrompidas que, de forma semejante a las que no supieron evitar ni la Primera Guerra Mundial ni la crisis del 29, no han sabido evitar la crisis actual; pero es que además esas desacreditadas clases políticas se han enriquecido en gran número de manera delictuosa mientras llevaban a la ruina a las instituciones económicas y al grave deterioro a las instituciones políticas. Sin embargo, de forma declaradamente irracional esta vez, ese afán de revancha se ha volcado también sobre las instituciones económicas que, contradiciendo a quienes las critican, están incluso respaldando el sobreendeudamiento de los estados: para una mayoría de catalanes, por ejemplo, la culpa de su déficit la tiene el Estado español que, por el contrario, sigue respaldando los despilfarros de la Generalidad. Y asimismo, para un gran número de españoles o de griegos, la culpa de nuestros apuros económicos la tiene la Troika  –el Banco Central Europeo (BCE), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Comisión Europea (CE)–, que no nos presta el dinero suficiente para seguir sosteniendo nuestro nivel de gastos. Esas culpas están especialmente encarnadas en Angela Merkel, que solo es la representante del país que más préstamos realiza, no el único, y a todos ellos se les exige que sigan respaldando el endeudamiento cada vez más desorbitado de nuestros estados. Y sin embargo, si los hombres rigiéramos nuestros comportamientos teniendo en cuenta la experiencia, a estas alturas debería resultarnos evidente que estos procesos en los que las sociedades se mueven disponiendo de más riqueza de la que realmente tienen, van generando burbujas económicas que acaban conduciendo tarde o temprano al colapso. Y de ahí en adelante, quién sabe hacia dónde.

domingo, 18 de enero de 2015

Sufrimiento psíquico, fenómenos paranormales y creatividad


El momento a partir del cual la vida queda inaugurada, y que marcará de manera indeleble todo lo que en ella haya de ocurrir, es el que acontece al producirse la separación de la madre. Lo siguiente será intentar regresar, recuperar aquella unidad perdida. Por eso dice María Zambrano que “no más partir, volvemos”. Como Ulises al salir de Ítaca. O los judíos errantes queriendo volver a su Tierra Prometida. O, en fin, Adán y toda su estirpe tratando de reconstruir el Paraíso perdido. Desde entonces, desde que nacimos, la vida será el resultado de todo lo que el tan persistente como irrealizable deseo de reconstruir aquella unidad perdida sea capaz de producir. En el extremo más depauperado del trayecto que allí comienza, la sensación de abandono, rechazo, exclusión o soledad inundará la personalidad, impidiendo que la vida, que necesita sustentarse sobre la esperanza de llegar a reparar aquella primigenia separación, pueda desenvolverse. Pero aquellos sentimientos y esta interrupción del fluir de la vida, a la larga resultan insoportables, así que la personalidad busca modos de reparar o contrarrestar aquellas angustiosas sensaciones para de esa manera componer o recomponer un cauce a través del cual pueda discurrir la vida. El grado más inoperante e ineficaz de ese movimiento compensador consiste en el simple fantaseo de la solución a aquella angustiosa separación y a sus consecuencias (la sensación de rechazo y abandono), que puede finalmente concluir en el uso de esos recursos extremos que son el delirio y la alucinación. Las relaciones de dependencia y sometimiento (activo o pasivo) serían recursos coadyuvantes a la hora de intentar combatir aquella sensación de ser excluido. Y en su vertiente más productiva, en fin, los intentos de contrarrestar tales sentimientos conducirían hacia la puesta en marcha de un plan de vida reparador, de compensación por la pérdida sufrida, que permita sobreponerse suficientemente y de un modo real a los efectos de aquella primigenia separación.

Afirmar que la sensación de exclusión y de abandono pueden llegar a provocar una hipersensibilidad que, en vez de desembocar en la regresión que suponen el delirio y la alucinación, desarrollen (o tal vez recuperen) facultades que trasciendan el umbral de la mera intuición y entren en el terreno de la telepatía y la videncia (transmisión de pensamiento, en suma, sin mediación sensorial), supone aceptar los riesgos de entrar en un terreno plagado de inseguridades y vedado a mentalidades que, para atreverse a investigar algo, necesitan del apoyo experimental y de conceptos claros que establezcan firmes conexiones entre causas y efectos. Estas mentalidades cuentan, entre otras, con la facilidad que da disponer de un concepto tan dilatado y dilatable como el de la casualidad para tratar de arrinconar con él a quienes acudan a la palestra de este debate exhibiendo su bagaje de fenómenos pretendidamente paranormales. Aquí, efectivamente, podrían integrarse (es decir, desecharse) sin demasiadas complicaciones todos esos fenómenos que, sin embargo, han merecido la atención de personalidades no precisamente dadas al capricho o al devaneo intelectual. Por ejemplo, el premio Nobel Henri Bergson, que en 1886 publicó un artículo en el que detallaba asombrosas experiencias de adivinación realizadas por un sujeto hipnotizado. O Sigmund Freud, que en su ensayo “Psicoanálisis y telepatía”, y a propósito de un caso concreto, llegaba a esta conclusión: “Me parece que estamos obligados a admitir en este caso la posibilidad de transferencia de una persona a otra de un deseo inconsciente y de los pensamientos y hechos que en él se relacionan”. Y en una carta que en 1932 dirigió a su discípulo Edoardo Weiss concluía de un modo ya más general: “Es cierto que estoy dispuesto a creer que detrás de todo fenómeno supuestamente oculto se esconde algo nuevo e importante: el fenómeno de la transmisión de pensamiento, es decir, la transmisión de procesos psíquicos a otras personas en el espacio”.

Y sin embargo, es fácil transitar por un camino ortodoxamente materialista durante casi todo el trayecto que conduce hacia la formación de conceptos con los que entender estos fenómenos que pretenden encontrar acomodo en el ámbito de lo paranormal. Y es que entre los síntomas característicos de la esquizofrenia están, precisamente, el del miedo que sufre el afectado por ella a que le roben sus pensamientos, así como la convicción no menos habitual que tiene de poder leer los pensamientos ajenos. Todo lo cual no suele traspasar los límites del simple delirio, que puede ser interpretado dinámicamente como un residuo mental y emocional de aquella primigenia etapa de fusión simbiótica con la madre, con la que el sujeto afectado se sentiría patológicamente identificado, de tal modo que, en su desvarío regresivo, pretendería estar ubicado en un estado equivalente de fusión con el entorno en el que no existirían fronteras para el flujo de los pensamientos. Esta ausencia de límites entre la propia personalidad y la ajena atentaría contra su sentimiento de identidad, de poder mantener una personalidad independiente, capaz de guardar secretos y de emitir deseos personales, y desencadenaría fácilmente sentimientos paranoicos de vigilancia y persecución. Según esto, lo que desde el punto de vista del enfermo mental pretendían ser fenómenos de telepatía y clarividencia, no llegarían a ser sino meros delirios producidos por su mente trastornada. ¿Pero sería siempre así? ¿O, un grado más allá del simple delirio, y más o menos dentro de esa misma vía regresiva que utiliza el psicótico, se llegan a producir, efectivamente, fenómenos de transmisión de pensamiento o adivinación?  

Sigamos la pista de la formación de un simple delirio que no necesita para ser entendido de más instrumentos que los que da la psicología dinámica, y para nada se necesita recurrir a la parapsicología. La psiquiatra y psicoanalista Elisabeth Laborde-Nottale, en su ensayo sobre “La videncia y el inconsciente”, relata, en este sentido, el caso de un joven paciente que sufría el delirio de creer que tenía poderes telepáticos, acompañado de un acusado interés por las coincidencias, creyendo que podía encontrar siempre algún vínculo entre hechos que se producían en el mismo momento. Contaba a su psicoanalista que todos los seres humanos estaban unidos por cables invisibles, semejantes a cables eléctricos, que servían para la comunicación infraverbal y eran manejados por extraterrestres. Este joven permanecía atento a la más mínima expresión, al menor suspiro del prójimo para interpretarlo enseguida como algo integrado dentro del conjunto significativo de fenómenos que se producían a la vez. Sus interpretaciones eran muy a menudo erróneas, puesto que proyectaba en ellas sus propias emociones y sus propias sensaciones. Lo único que demostraba, pues, era su propia confusión mental. Su creencia delirante parecía ser más bien reflejo de la impresión que tenía de que desde su nacimiento había sido para sus padres una especie de extraterrestre. Esa impresión estaba probablemente causada por el hecho de haber sido un hijo no deseado, y había aprendido a protegerse de esa sensación de rechazo imaginando, de manera compensatoria, que los tres, sus padres y él, estaban unidos por cables, de modo que, a partir de un acto de sometimiento, pretendía que sus pensamientos eran prolongación de los de sus padres, lo que no era en realidad sino resultado de su miedo, intenso y realista, a perder contacto con ellos y de esa manera hundirse definitivamente en el caos psíquico. Esta interpretación constituiría, pues, como antes preveíamos, una explicación suficiente de lo que no dejaría de ser sino un delirio.

Sin embargo, Carl Gustav Jung, uno de los psiquiatras más renombrados de la historia, vino a avalar la existencia objetiva de sucesos que serían equivalentes a esas coincidencias significativas entre hechos sin relación causal que en el joven esquizofrénico del ejemplo expuesto no pasaban de ser sino el  irreal contenido de su delirio. Jung denominaba a este fenómeno “sincronicidad”, y decía de él que consistía en la simultaneidad de dos sucesos vinculados por el sentido pero de manera acausal”. Y añadía: “Así pues, emplearé el concepto general de sincronicidad en el sentido especial de una coincidencia temporal de dos o más sucesos relacionados entre sí de una manera no causal, cuyo contenido significativo sea igual o similar”. Bajo ese epígrafe de “sincronicidad”, Jung aludía, por tanto, no a la mera coincidencia sincrónica, pero casual, de dos sucesos, sino que era preciso, además, una coincidencia significativa entre ambos, uno de ellos, un suceso externo, y otro, procedente del mundo interior del sujeto, y que tendría una vinculación simbólica con el primero. Este último, el de procedencia íntima, acontecería en forma de imagen (las más de las veces), palabras escuchadas, sueño, ensueño, ocurrencia, presentimiento, intuición, dibujo o escritura automáticos, o sensación corporal, todo ello percibido en forma más o menos vaga y en un estado de conciencia crepuscular, es decir, no muy clara en el momento de recibir tales señales, que siempre se sentirían como recibidas del exterior de la persona (todo esto, por otra parte, podría asimismo provenir, como en el caso antes expuesto, de una mente simplemente delirante o alucinada y no constituir auténticos casos de videncia). Estos fenómenos paranormales llamaron también la atención del físico cuántico y Premio Nobel de Física en 1945, Wolfgang Ernest Pauli, con quien Jung escribió un libro, “La interpretación de la naturaleza y la psique”, dedicado a esta cuestión.

Estamos hablando, pues, de la eventual existencia, más allá de los fenómenos habituales con los que se enfrenta la psicología, de un sutil campo o lugar de encuentro de sucesos –unos de origen físico con otros de origen psíquico– no vinculados entre sí por una relación de causa-efecto, sino por el hecho de que tienen un significado común, al menos en parte. Sería como si el universo, visto a través de estos fenómenos, estuviera constituido por campos de metáforas: unos sucesos físicos vendrían a ser símbolo o metáfora de otros psíquicos (o viceversa), y cuando por alguna circunstancia (normalmente un suceso acompañado de intensa carga afectiva) se cruzan sus significados, uno reclamaría la aparición del otro. El ejemplo más conocido de este tipo de fenómenos es aquel que aporta Jung en relación con el tratamiento que estaba llevando a cabo de una joven con una mentalidad muy racionalista con la que le costaba progresar en la tarea terapéutica, porque se resistía a asimilar ciertas ideas que él le proponía. El mismo Jung relata que esa “joven paciente soñó, en un momento decisivo de su tratamiento, que le regalaban un escarabajo de oro. Mientras ella me contaba el sueño yo estaba sentado de espaldas a la ventana cerrada. De repente, oí detrás de mí un ruido como si algo golpeara suavemente la ventana. Me di media vuelta y vi fuera un insecto volador que chocaba contra la ventana. Abrí la ventana y lo cacé al vuelo.” Se trataba de un escarabajo dorado que inmediatamente entregó a la paciente. Lo curioso es que para los antiguos egipcios, el dios Khefri, representado como un escarabajo, es una figura arquetípica relacionada con la transformación del individuo, y esta vinculación simbólica sería la que habría puesto en marcha la sincronicidad, la confluencia del suceso psíquico del sueño y el suceso externo de la aparición del escarabajo en aquel momento crítico de la situación terapéutica. La paciente, ante lo insólito del acontecimiento, sintió resquebrajarse sus esquemas racionalistas, y a partir de ese momento empezó a considerar los argumentos de Jung, a dejarse influir por ellos, y el tratamiento comenzó a progresar.




La psicoanalista Elizabeth Laborde-Nottale, en su ya citado ensayo, describe por su parte, entre otros muchos, un ejemplo de videncia o sincronicidad que también podemos incluir aquí. Se refiere al momento final del tratamiento de una de sus pacientes videntes, un final voluntariamente asumido y promovido por la paciente, que se consideraba ya lo suficientemente curada como para dar por terminada la relación terapéutica, y en la que ese hecho objetivo activó un correlativo fenómeno de videncia que venía a servir de evocación simbólica de aquella separación. Cuenta Laborde-Nottale hablando de sí misma: “Un día recibí una (tarjeta postal) (…) El texto que leí en la tarjeta me desconcertó: estaba escrito con una letra tosca y firmado con el nombre de pila de una de mis parientas cercanas, fallecida algunos años antes, que había dejado dos niños pequeños. Mi paciente, en los cinco años de terapia jamás había evocado ese nombre y tampoco existía posibilidad alguna de que hubiese sido informada verbalmente de esta muerte trágica que fue un drama en mi vida. Se expresaba como si me hablara desde el mundo de los muertos, dándome noticias de la persona fallecida en los mismos términos, muy específicos, que ella hubiera empleado si se hubiese podido expresar y, en especial, pidiéndome que le diera un beso al bebé que había dejado, tuteándome, llamándome por mi nombre de pila y dándome seguridades de su amor”. La carta estaba escrita con un tipo de letra que la psicoanalista reconoció como la suya propia cuando era adolescente. Aquella tarjeta fue el último contacto que Laborde-Nottale tuvo con su paciente. Se trataba, pues, de un acto de despedida, su manera de comunicarle la separación que, puesto que iba a ser definitiva, evocaba de una manera simbólica la separación que la muerte significa. Para decirle adiós, la paciente se había identificado, pues, con una muerta a la que la psicoanalista había querido mucho, pero de cuya existencia la paciente no pudo haber llegado a saber nunca. Coinciden, pues, aquí, dos sucesos no relacionados causalmente, aunque sí simbólicamente, de la manera en que, según Jung, es característica de la sincronicidad: el recuerdo de un hecho objetivo, la pasada muerte de esta persona especialmente vinculada con la terapeuta y la vivencia de la separación de la paciente que dio por terminada la relación terapéutica, pero que sentía cómo ello venía a simbolizar, a ser metáfora de la separación definitiva que es la muerte.

Ese lugar de encuentro de sucesos vinculados por su significado y catalizados por la carga afectiva del sujeto es lo que Jung denomina “inconsciente colectivo”. También habría de servir para ayudar a entender tales fenómenos el concepto de “campo mórfico” del bioquímico y autor de varios libros sobre este tema Rupert Sheldrake (por cierto, tan denostado por la ciencia ortodoxa como aquel otro de Jung).  Los campos mórficos serían patrones o estructuras de orden que tenderían a reunir asimismo fenómenos que tuvieran una forma común. Puesto que Sheldrake es bioquímico, aplica su concepto más bien al campo de la biología o de las estructuras físicas y químicas, aunque enseguida generaliza, de modo que para él, estos campos se refieren “no solo a los campos de organismos vivos sino también de cristales y moléculas. Cada tipo de molécula, cada proteína por ejemplo, tiene su propio campo mórfico -un campo de hemoglobina, un campo de insulina, etc. De igual manera cada tipo de cristal, cada tipo de organismo, cada tipo de instinto o patrón de comportamiento tiene su campo mórfico. Estos campos son los que ordenan la naturaleza. Hay muchos tipos de campos porque hay muchos tipos de cosas y patrones en la naturaleza...". En el momento en que aparece un campo mórfico se crearía una atracción o resonancia de fenómenos que vendrían a reunirse en él por una especie de simpatía. Esto nos permite entender asimismo que Sheldrake afirme que “los campos mentales podrían extenderse más allá del cerebro”, hacia un ámbito en el que se haga posible que diferentes campos mentales puedan, efectivamente, reunirse por simpatía. La “resonancia mórfica” de Sheldrake y la “sincronicidad” de Jung serían conceptos no coincidentes, pero sí confluyentes. Ambos tendrían en común también el hecho de considerar que lo que ocurre en la mente no puede ser explicado refiriéndolo exclusivamente a los procesos bioquímicos subyacentes: la bioquímica que subyace a dos recuerdos diferentes puede, efectivamente, ser idéntica, pero esos recuerdos no son idénticos. Sheldrake ha mostrado asimismo un activo interés por los fenómenos paranormales, especialmente la telepatía. El concepto de “espíritu de la época”, según el cual tenderían a emerger de forma coincidente determinadas ideas o procesos mentales, sin comunicación previa entre sus portadores, tampoco andaría lejos de estos otros conceptos de inconsciente colectivo o campo mórfico. Como tampoco lo haría el estado de conciencia (o mejor habría que decir inconsciencia) compartida que el antropólogo Lucien Lévy Bruhl denominaba “participación mística”, y que caracterizaba la forma de comunicación interna y de identificación con el grupo propias de los pueblos primitivos.

Para que no queden demasiado dispersos nuestros argumentos, retomaremos el hilo conductor que ha de servirnos de guía volviendo a los inicios de nuestra exposición, aunque ahora que regresamos, llevamos en nuestro bagaje el complemento de estos otros argumentos que han ido surgiendo por el camino. Podremos entender así que el vacío que nos dejó aquella separación de la madre de la que hablábamos al principio viene a conformarse al final como este campo mórfico o lugar de encuentro al que afluyen tanto nuestros pensamientos y deseos como aquellos correlatos objetivos suyos con los que se constituye el fenómeno de la sincronicidad. El intento de reparar aquel desgarro original, aquella primigenia sensación de abandono y soledad que es la consecuencia del hecho de nacer genera, si las cosas van bien, la implementación de un programa de vida destinado a contrarrestar tales sentimientos; pero si esta reacción reparadora no llega a ponerse en práctica y esas negativas sensaciones invaden y anegan la personalidad, el sujeto afectado regresará, o intentará hacerlo, hacia formas de comunicación preverbales propias del estado de unión simbiótica con la madre. Para el psiquiatra norteamericano Jan Ehrenwald, que escribió varios libros sobre fenómenos paranormales en contextos clínicos, la telepatía se puede precisamente reducir al lazo no verbal que une a una madre con su hijo, en la medida en que la separación física que se produce con el corte del cordón umbilical no acarrea una correlativa separación psíquica inmediata. Y Laborde-Nottale comenta cómo en las aldeas wolofs de África, “el niño es el principal vidente; cuando empieza a hablar se escuchan sus primeras palabras con mucha atención, porque se cree que en cierto modo pertenece aún al mundo ancestral de donde se presume que viene, lo que significa que se lo considera un embajador del mundo de los muertos”. Asimismo, señala que en un dialecto chino, una misma palabra significa médium y niño.

Esto será lo que provoque que sean las personas que sufren las enfermedades mentales más graves (y que, por tanto, sufren una regresión a los estadios más primitivos de la personalidad) las que de forma característica manifiesten, primero, delirios de transmisión de pensamiento y adivinación, pero además, un paso más allá (o más atrás quizás), esos delirios podrían acabar desembocando en auténticos fenómenos (no sistemáticos sino aleatorios) de videncia. Como dice Laborde-Nottale: “Con frecuencia estos momentos de videncia se relacionan con la angustia de ser rechazado o desinvestido y con el sentimiento de pérdida”. Y más adelante añade que “he observado frecuentemente que las videncias pueden tener lugar durante o después de las depresiones”. Lo cual no quiere decir que este tipo de fenómenos solo acontezcan si son protagonizadas por enfermos mentales, puesto que ese modo de comunicación preverbal existiría en estado de latencia en todos nosotros, aunque sea como atavismo, y en determinadas ocasiones (normalmente situaciones críticas con intensa carga afectiva) puede activarse. Nunca se producen estos fenómenos de manera sistemática (de ahí el fraude repetido de muchos videntes que creen que pueden producirlos intencionalmente y se resisten a ver que no es así) y no es posible, pues, estudiarlos con los instrumentos tradicionales de la ciencia, puesto que, al no ser repetibles o replicables, no hay manera de someterlos a análisis experimental.

Elizabeth Laborde-Nottale relata también el caso de una enferma mental, a la cual llama Coccinelle, cuyas facultades de videncia tuvo repetidamente ocasión de comprobar, y a la que trató como paciente. Efectivamente, su historial clínico mostraba el extremo grado de abandono en que transcurrió su infancia. Esta enferma recibía por su parte a clientes solicitando sus servicios como vidente, y describía así la manera en que preparaba sus sesiones de videncia: “Cuando alguien viene a verme y me concentro, me resulta fácil ponerme en su lugar. Me identifico con él, me integro a su persona. Usurpo su personalidad. No pienso en ninguna otra cosa, solo pienso en la persona que tengo frente a mí. Concentro en ella toda mi atención. Es un vacío mental”. Laborde-Nottale comenta a este respecto: “Las separaciones precoces pueden provocar una tendencia a vivir relaciones fusionales en una dinámica psíquica puesta en movimiento en la lucha contra la depresión (…) Suele ocurrir entonces que con motivo de una depresión se produzca una regresión espontánea a la fase relacional que se caracteriza por la fusión”. Y añade que el recurso puesto en marcha en los actos preparatorios de la videncia antes citados, “simbólicamente es también una manera de tener su espacio en el otro y no correr el riesgo de ser separada de él”. Un perentorio recurso, por lo tanto, puesto en marcha para combatir la sensación de soledad y abandono, y que Laborde Nottale encontró en el historial de los casos de videncia que trató. Dice precisamente al respecto: “En el pasado de los videntes hay una circunstancia que me ha llamado la atención a menudo: la de la separación precoz y prolongada de su madre”. Y añade: “Una consecuencia posible de estos traumatismos es una especie de regresión del niño a una fase anterior a la separación, que se caracterizaba por la relación fusional que vivía con su madre en los primeros tiempos. Algunos de ellos dan luego la impresión de conservar la posibilidad de entablar con mucha facilidad relaciones fusionales con cualquiera”.

Sándor Ferenczi, uno de los psicoanalistas más reconocidos que ha habido, coetáneo de Sigmund Freud, ya había notado que el miedo podía intervenir en la génesis del don de los médiums: “Al parecer –decía–, la hipersensiblización de los órganos de los sentidos, tal como lo he constatado en muchos médiums, se tendría que reducir a la escucha ansiosa de las pulsiones de deseo de una persona cruel”. Esta hipersensibilidad que permite presentir la inminente amenaza procedente de alguien de su entorno, también la había notado Laborde-Nottale en su paciente Coccinelle, y la denominaba “capacidad meteorológica” o facultad de prever los cambios de humor del prójimo y los peligros consiguientes que de ello pudieran derivarse para esa víctima potencial de los enfados. No siempre esa capacidad de prever el estado de ánimo de quienes rodean al médium está destinada a anticipar reacciones peligrosas por parte de quienes le rodean; a veces es lo contrario: por ejemplo, otro de los pacientes de Laborde-Nottale la veía a ella misma “como un doble o más exactamente como una prolongación suya y creía que yo compartía sus sufrimientos y sus deseos, en una fantasía de una comunidad cultural entre nosotros, como si tuviésemos una sola identidad”. Un paso más allá de estos tipos de hipersensibilidad, aparecería la videncia, algo que Laborde-Nottale pudo comprobar en diversas ocasiones con tales pacientes, facultad que, curiosamente, desapareció, en algún caso que la psicoanalista relata, al dar por terminada la terapia, en la medida en que había aparecido la posibilidad de una comunicación verbal normalizada, y consiguientemente dejaba de tener sentido la regresión defensiva hacia la comunicación preverbal. Otro conocido psicoanalista, Michael Balint, menciona observaciones que vienen a confluir con estas otras citadas, aunque ceñidas esta vez a la situación terapéutica, una en concreto para empezar: “El paciente –dice refiriéndose a esta específica ocasión–, desesperado por su dependencia, reaccionaba ante esta situación haciendo esfuerzos reiterados para captar la atención del analista. En esta situación muy tensa, al borde de la desesperación, sobrevinieron, al parecer, los fenómenos de telepatía y clarividencia”.  

Muchos psicopatólogos han estudiado  estos fenómenos, la mayoría a costa de poner en peligro su prestigio profesional, en la medida en que interesarse por ellos suele ser para la comunidad científica indicio suficiente de falta de rigor y extravagancia. Pierre Janet (1849-1947), que llegaría a ser uno de los más grandes psicopatólogos de su época, junto a personajes de la talla de Sigmund Freud, Alfred Adler o Carl Gustav Jung, fue uno más de los que se interesaron por la telepatía y la videncia. Estudió, por ejemplo, los efectos de telepatía bajo hipnosis con una campesina llamada Léonie B: anotaba en una hoja de papel una orden en la que se iba a concentrar, sin llegar a leerla en voz alta. A partir de ahí, los testigos habrían de evaluar en qué grado su sujeto de observación, Léonie, cumplía la sugestión posthipnótica de “llevarles un vaso de agua a estos señores”, tal y como ponía en la hoja de papel. Efectivamente, Léonie cumplió perfectamente esa orden poshipnótica que nunca llegó a oír.

La característica de las señales recibidas por el vidente de ser percibidas como una intuición o ensoñación que le viene de fuera de su mente es común a la manera en que los creadores artísticos o científicos describen a menudo el modo en que les llega la inspiración. Hay, al parecer, una inspiración que llega como producto de una ardua labor preparatoria y otra, esta de la cual hablamos, que llega fácilmente, como un chispazo inesperado y original, aunque no del todo claro, y que hay que traducir a términos formales. Lo novedosa que resulta esta clase de inspiración ha hecho pensar a quien la tiene que le es enviada desde fuera por algo así como las musas. También obedece al mismo esquema la inspiración que ha llevado a los grandes científicos a formular sus más innovadoras teorías. Einstein ha contado lo que sentía cuando hacía un descubrimiento: “Las palabras y el lenguaje, en su expresión oral o escrita, no parecen desempeñar rol alguno en el mecanismo de mi pensamiento. Las entidades psíquicas que al parecer sirven como elementos de pensamiento son ciertos signos e imágenes, más o menos claros, que se pueden reproducir y combinar ‘voluntariamente’ (…) Este juego combinatorio es, al parecer, la característica principal del pensamiento productivo, antes de que se establezca un vínculo cualquiera con una construcción lógica en palabras u otros signos comunicables a los demás”. Einstein, pues, describe dos etapas en la tarea creativa: la primera, de orden sensorial (signos, imágenes en cuyo formato llega la inspiración), la segunda, intelectual y laboriosa, que consiste en traducir aquella primera inspiración a términos verbales y lógicos.

En la psicoterapia suele darse también un tipo de vivencia similar, que ha sido repetidamente referida, y que hace que el terapeuta tenga de pronto un momento de inspiración que le permite acceder a una comprensión luminosa del material psíquico aportado por el paciente, lo cual se produce al margen de las deducciones que el terapeuta pueda realizar a partir de los datos que va aportando el paciente. El psicoanalista Michel de M’Uzan dice que en esos momentos “el aparato psíquico del analista ha pasado a ser, literalmente, el del analizado”. Como ejemplo complementario para entender de qué hablamos, podemos citar lo relatado en una novela que, a la hora de escribir este artículo, está arrasando en la lista de superventas en las librerías: se trata de “Ofrenda a la tormenta”, de Dolores Redondo. Allí se cuenta cómo la inspectora Salazar, encargada de investigar unos crímenes que han tenido lugar en el valle del Baztán, tiene también ese tipo de inspiración, que llama “el rayo”, y que es tan frágil e inconsistente como un sueño, a partir del cual se le representan claves fundamentales destinadas a aclarar sus pesquisas, pero que apenas puede retener la memoria, porque su código expresivo es, para empezar, muy diferente del que empleamos en la comunicación verbal y racional.
Podemos deducir de diferentes investigaciones, por ejemplo, las que llevaron a cabo los psicoanalistas Melanie Klein y Donald Winnicott, que este código expresivo en el que aparece la videncia o la inspiración de las personas creativas sería anterior a la aparición del lenguaje, y se correspondería con el del pensamiento propio del bebé. Este, antes de acceder al pensamiento estructurado por un lenguaje y que permita el uso de la comunicación verbal y de la comprensión de la realidad en términos de causas y efectos, tiene una actividad mental que podríamos denominar de pensamiento visual o, quizás mejor, sustentado en ideogramas, es decir, en imágenes que sirven como símbolos con los que se puede representar una idea, pero no reducirse a palabras o frases con significado concreto. Este tipo de pensamiento que es característico del bebé sería el mismo que Carl G. Jung describe como propio del hombre primitivo: “(Al primitivo) –dice– el pensamiento se le aparece; no lo piensa, sino que se le presenta de un modo proyectado, perceptible a los sentidos, en forma de alucinación diríase, o al menos de sueño sobremanera vivo. Por ello, un pensamiento puede en el primitivo tapar hasta tal punto la realidad sensible que si un europeo se comportara de ese mismo modo hablaríamos de locura”. El marco en el que quedaría acogido ese pensamiento visual es, dice Jung, el inconsciente colectivo: “Lo inconsciente suprapersonal o colectivo (está constituido por) posibilidades de representación innatas, condiciones de la representación fantástica a priori, comparables, por ejemplo, a las categorías kantianas. Las condiciones innatas no proporcionan ningún contenido, sino que proporcionan a los contenidos adquiridos determinadas formas”. Serían, pues, formas a priori, una especie de hornacinas preverbales preparadas para recibir contenidos verbales y lógicos, pero no reducibles a estos. Las mentalidades creativas son aquellas que consiguen traducir aquellas primigenias representaciones a lenguaje verbal o de alguna manera estructurado, adaptado a la realidad espacio-temporal en el que las cosas se encadenan unas después de otras y unas como causa de otras. “Lo inconsciente colectivo –dice también Jung– es ese fondo oscuro sobre el que se distingue claramente la función de adaptación de la consciencia”, dice también Jung. Pero en los orígenes, cuando nos manteníamos en aquel estado crepuscular, en el que nuestra mente formaba parte del inconsciente colectivo,  cuando venía a nosotros el contenido de nuestra mente sin nuestra intervención, ¿estábamos dentro o fuera, en nuestra mente o en la realidad externa? Interrogantes estos parecidos a estos otros que intrigaban a Jung: “¿Se origina la función psíquica, el alma, el espíritu o lo inconsciente en mí, o existe realmente la psique, en los comienzos de la formación de la consciencia, fuera de nosotros, en forma de intencionalidades y de fuerzas arbitrarias adentrándose y creciendo en los seres humanos en el curso de la evolución anímica?”. Las respuestas de Jung son inevitablemente poco concluyentes: “El alma (…) es algo lo suficientemente misterioso como para no estar seguros de en qué proporción yo soy mundo y en qué proporción el mundo soy yo (…) Es, en consecuencia como si nuestra conciencia estuviera entre dos mundos o realidades o, quizá mejor dicho, entre dos clases totalmente distintas de fenómenos u objetos psicológicos. Una mitad de las percepciones fluye hasta ella a través de los sentidos; la otra mitad, a través de la intuición, esa contemplación de procesos interiores estimulados por lo inconsciente (…) Estas dos imágenes del mundo son incompatibles entre sí, y no hay lógica alguna que pueda conciliarlas (…) Y, sin embargo, siempre ha sentido la humanidad la necesidad de unir de algún modo estas dos imágenes del mundo”.

Por nuestra parte, pondremos fin a estas divagaciones también de una manera poco concluyente, dejando en el aire una pregunta más: ¿somos quienes parecemos ser o meramente flotamos como la punta de un iceberg sobre la masa inmensa de algo que nos trasciende, pero a lo cual estamos inextricablemente unidos y que de vez en cuando nos emite sus destellos?

lunes, 12 de enero de 2015

Los nuevos bárbaros ya están aquí


Es ya opinión generalizada entre los historiadores considerar que la caída del Imperio romano no aconteció primariamente a causa de las invasiones bárbaras. Un mal previo y más profundo preparó la catástrofe, que podríamos enunciar diciendo que consistía en un estado de desidia y abatimiento de los propios ciudadanos romanos, que habían renunciado a defender su sociedad, no por otra razón, en última instancia, que porque se creían demasiado seguros. Dice Ortega precisamente que “todo lo valioso que el hombre ha hecho lo ha hecho porque se ha sentido perdido y como sin remedio, y viceversa, todas sus desgracias y desastres vinieron siempre de que un día se creyó demasiado seguro”. Así que aquellos romanos, antes de ser invadidos, habían renunciado a defenderse; la invasión fue, pues, algo secundario y sobrevenido a posteriori. El historiador Pierre Grimal lo confirma: “Los romanos, como suele acontecer, habían ido olvidando poco a poco el oficio de las armas. La prosperidad material del “siglo de oro” es en buena parte responsable de tal desafección. Cuando es posible comerciar, enriquecerse, vivir en la paz y el bienestar, ¿quién escogería la precaria existencia de los soldados?”. Cioran añade nuevos matices a esta idea: “Los romanos no desaparecieron de la superficie de la tierra a causa de las invasiones bárbaras, ni del virus cristiano; un virus mucho más sutil les resultó fatal: Una vez ociosos, tuvieron que afrontar el tiempo vacío (...) La temporalidad huera caracteriza el aburrimiento. La aurora conoce ideales; el crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones, la necesidad de diversión (…) Un pueblo colmado sucumbe víctima del tedio, como un individuo que ha ‘vivido’ y que ‘sabe’ demasiado”. En conclusión, y dado que la naturaleza no soporta el vacío, lo que los bárbaros hicieron al invadir el Imperio fue, precisamente, ir a cubrir el vacío que el desistimiento de los romanos había dejado.

 
En Europa, hoy, también nos sentimos demasiado seguros. Y en España, no digamos. Seguros de que, en lo esencial, nada va a perturbar nuestro modo de vida. Como ejemplo o síntoma podríamos poner la irrelevancia que ha tenido la noticia de que, en diciembre, el juez Pablo Ruz ha procesado a 15 presuntos yihadistas que formaban una célula en Madrid dedicada a reclutar a musulmanes para integrarse en el Estado islámico y combatir en Siria, liderados por Lachen Ikassrien, ex preso de Guantánamo. En el auto de procesamiento, previo a la apertura de juicio, Ruz imputa un delito de integración en organización terrorista a estas 15 personas, nueve de las cuales -cinco marroquíes, dos españoles, un búlgaro y un argentino- fueron detenidas el pasado junio; los seis restantes están en busca y captura y al menos dos de ellos viajaron presuntamente a Siria para enrolarse en el grupo de Al Qaeda ISIL (Estado Islámico de Irak y Levante). Se les acusa de haber captado mediante la célula llamada Brigada Al-Andalus, al menos, a nueve radicales desde Marruecos y España para luchar en países como Siria e Irak. Según el juez, los procesados formaban parte de una célula establecida en Madrid que se dedicaba a "labores de captación, radicalización y posterior envío de muyahidines para realizar acciones terroristas a zonas de conflicto armado, todo ello con el objetivo principal de la instauración de la UMMA (Nación Islámica Universal) mediante la yihad islámica o guerra santa, siguiendo las directrices marcadas por los dirigentes de Al Qaeda". A los radicales los captaban, entre otros lugares, en la mezquita de la M-30. Por otro lado, uno de los procesados que se cree que se trasladó a Siria, Hicham Chentouf, estuvo realizando labores de imam en la mezquita de Yunquera de Henares (Guadalajara) y fue recomendado para ese puesto desde la mezquita de la M-30.

Una noticia así, parecería que los españoles la hemos considerado ubicable en un recuadro no muy destacado de la sección de “Internacional” de la prensa, como si no fuera con nosotros. Y sin embargo, el contexto de la noticia es que, tanto en España como en el resto de Europa hemos alojado a una numerosísima población musulmana que muy mayoritariamente se confina en guetos voluntarios, que sus miembros no quieren en absoluto incorporar o adaptarse a los valores y al modo de vida de las sociedades que les han acogido, y que, como demuestran las encuestas, son en gran número explícitamente hostiles a la civilización occidental y, correlativamente, simpatizantes de los grupos integristas. Más datos del contexto: los ámbitos en los que los integristas realizan sus labores de captación son las mezquitas, construidas de modo fundamental –y de modo fundamentalista– con financiación de Arabia Saudí, un país declaradamente integrista. Y otro dato más, bastante relevante para los españoles: sus ideólogos consideran que el estado español es un estado usurpador, puesto que para ellos España es Al-Ándalus, y entre sus prioridades dentro del proyecto que conduce a la instalación del Estado Islámico universal está la de recuperar España para el Islam. En ese caldo de cultivo, que aparezca una célula terrorista en nuestro país no debería ser considerado como algo abstracto, marginal o anecdótico.

Deberíamos de sentirnos inseguros. Y aún más, alarmados. Incluso deberíamos de dejar de arrinconar intelectual y socialmente a quienes ya nos sentimos alarmados emitiendo ese extemporáneo, injusto y ofensivo juicio de valor que a ojos de muchos nos presenta como racistas. El problema a corto y medio plazo no tiene más solución que la policial. A largo plazo, o les exigimos, a través de la educación y del control inmigratorio, adaptarse a los valores desde los cuales les acogemos… o acabarán venciendo.