En el principio, antes de que llegáramos a la vida, solo
existía el adentro; todos empezamos siendo autistas. La vida es lo que hemos
venido a hacer afuera. Ortega y Gasset dice
que, efectivamente, “la vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de
sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un
fuera”. Idea que viene a contradecir otra de profunda raigambre en
nuestra cultura, aquella que ya fundamentó el mecanicismo de Descartes y
que, en lo esencial, reducía al hombre a ser mera tabla rasa, sin ninguna
intimidad genuina que aportar a ese ser, salvo la que suponía la acumulación de
aprendizajes, de pasiva recepción a lo largo del tiempo de las huellas que en
nosotros van depositando los estímulos que emite el mundo exterior, y que dan
como resultado final esa compleja configuración que llamamos personalidad.
Esta influencia mecanicista le hizo afirmar a Rousseau en el
“Emilio” que el movimiento en general
procede de una causa que trasciende al objeto que se mueve: “Concebir
la materia como productora de movimiento –decía– es concebir claramente un efecto
sin causa, es no concebir absolutamente nada”. Tanto el mundo material como el hombre
en su existencia corporal recibieron el movimiento. Rousseau
postulaba la existencia de una Causa primera, un Dios que en el origen habría puesto en marcha el universo dotándolo de una determinada cantidad de
movimiento. En congruencia, pues, con el mecanicismo, concluía que el
movimiento en la materia y en los cuerpos era efecto de una causa externa a
ellos; la acción, en este sentido, era siempre reacción. También Hobbes había
afirmado que “el movimiento no tiene causa más que en el movimiento de un cuerpo
contiguo”.
El para entonces ex amigo de Rousseau, Denis Diderot,
opinaba, por el contrario, que incluso cada molécula era portadora de una
fuerza intrínseca, que se va asociando con la de las demás para dar como
resultado las formas que tiene el mundo. Esa fuerza no procede del exterior y,
por tanto, no está acotada por los márgenes que delimita la eventual causa que
la produce, sino que es inagotable, inmutable y eterna, y empuja siempre más
allá de los márgenes en los que la geometría encierra a los cuerpos. “La
fuerza que actúa sobre la molécula se agota –decía en concreto–; la
fuerza íntima de la molécula no se agota en absoluto”. El
movimiento tendría así su origen último en el interior de los cuerpos. Habría
que interpretar que las formas serían coyunturales estados de reposo de esa
pulsión que empuja hacia el mundo exterior y que estaría en la base del
movimiento, no modos de agotamiento de ese otro movimiento que nos es prestado
desde fuera. Y las formas irían sucediéndose unas a otras, disolviéndose unas
para recomponerse en otras, recombinándose, sublimando las potencialidades
originarias, y estallando, en fin, en esa apoteosis de la diversidad que
llamamos universo.
Ya en el siglo XIX, Claude Bernard, situándose, en lo
fundamental, dentro de la tradición mecanicista, hizo reposar sobre el concepto
de reacción
su idea principal, la de que una de las cualidades más características de todos
los seres vivos es su capacidad para mantener la constancia de su medio interno
a pesar de los cambios que puedan producirse en el medio externo. El organismo,
pues, reaccionaba, se ponía en actividad, en respuesta a las alteraciones que
el medio producía en él, rompiendo su tendencia a la estabilidad, es decir, a
la inercia. Si se suprime el medio, se suprimen las modificaciones con las que
el organismo responde. O dicho con más rotundidad: si se suprime el medio,
queda suprimido el organismo. Y en fin, la vida, que no sería sino esa
inquietud que pone en marcha el contacto y el contraste con el medio –que no sería,
en suma, sino un efecto de una causa externa a ella–, también desaparece. Ideas estas
que abocaron a Claude Bernard al determinismo, en la medida en que entendía que el
movimiento de los cuerpos no tenía sustento propio, sino que era una previsible
respuesta, una reacción mecánica, automática, desencadenada por el medio, el cual era a fin de cuentas el que decidía en qué habrían de consistir los fenómenos. “Los
fenómenos de la vida no son las manifestaciones espontáneas de un principio
vital interior –decía, en efecto–: son, por el contrario (…) el resultado de
un conflicto entre la materia y las condiciones exteriores”. Lo cual le
llevaba asimismo a hacer una afirmación con, pese a todo, muy fecundas
implicaciones: “los venenos son los reactivos de la vida”. Gracias a las agresiones que sufren los
organismos, existe la vida. Idea que recogería Hans Selye, y alrededor de la
cual giró nuestro anterior artículo, a la hora de crear y dar contenido, más
allá del estricto fenómeno vital, al concepto de “estrés” y de la enfermedad en
general. “El verdadero concepto de enfermedad –concluía Selye, en línea
con Bernard– presupone un choque entre las fuerzas de agresión y nuestras defensas”.
La idea de lo que es la vida y esa forma de lucha por la
vida en que consiste la enfermedad parecen encontrar acogida suficientemente holgada
en estas líneas argumentales que vienen a culminar en la obra de Claude Bernard
y Hans Selye. Sobre lo fecundas que resultan ser ya nos hemos explayado
ampliamente en el artículo anterior. Pero según esas ideas, la vida,
finalmente, no dejaría de ser sino un préstamo, nuestras acciones solo serían
reacciones y la voluntad sería una manera eufemística de referirse al imperio
de factores que nos son externos sobre nuestra conducta. ¿No hay nada,
entonces, en nuestra vida que se deba a nosotros mismos? ¿Somos únicamente
formaciones reactivas?
La aparición de Sigmund Freud supuso un singular refuerzo para
la trayectoria intelectual del vitalismo, la que, por encima de los
determinantes externos, situaba en la materia y en los cuerpos, igual que hizo
Diderot, un principio generador de vida que antecedía a la influencia que sobre
ellos ejercía el medio. La libido fue, para Freud, la energía que, brotando de
dentro a fuera, resultaba ser una fuerza que solo debía al medio exterior la
concreta forma que habría de adquirir. La estrecha cota que puso Freud a esa fuerza
generadora al considerarla solo como energía sexual, hizo necesaria la
aparición de contrapuntos como los que supusieron las ideas de algunos discípulos
suyos –pronto centrifugados–, sobre todo las de Carl Gustav Jung. Pero, en lo
fundamental, fueron las innovadoras ideas de Freud las que abrieron brecha en el
mecanicismo predominante, el que estaba encargado de dar carta de naturaleza a toda indagación que
aspirara a ser considerada científica.
La libido busca, según Freud, salir al exterior, acoplarse
con los objetos del mundo. Las emociones prestan su cauce a esa energía que,
sin embargo, no suele conseguir ajustarse con suficiencia a esos objetos;
diversos mecanismos mentales hacen que los afectos sean retenidos o desviados,
de modo que los restos de esa energía que quedan estancados, sin poder aflorar,
forman el sustrato de lo que, buscando desahogo, acabará irrumpiendo a través
de los síntomas neuróticos. Todo lo que de una emoción y de su sustrato
libidinal no consigue acoplarse con el mundo exterior, o lo hace con los modos
infantiles de percibir ese mundo, resulta patógeno. Ya Nietzsche había
explorado estos dinamismos psíquicos cuando habló de las diferencias entre las
almas nobles y las resentidas. Los seres nobles no tienen retorcimientos en su
manera de comportarse, son directos, se dejan llevar entusiásticamente por sus
emociones, ya sean de rabia, de amor, de gratitud, de respeto o de venganza.
Esas emociones, cuando se estancan, forman, sin embargo, el veneno psíquico que
alimenta el alma de los resentidos.
De esta manera, fue Freud el que logró dar un cabal
contenido a la psicoterapia, es decir, a la búsqueda terapéutica de una salida
para las emociones contenidas, para la energía intrínseca que, sirviendo de
combustible para la vida, trata de acoplarse al mundo externo. El mecanicismo y
sus herederos, especialmente los psicólogos conductistas, entenderán, en
sentido contrario a Freud, que la enfermedad o el trastorno mental en general se
originan en el medio exterior al individuo (bien sea el medio orgánico o el
medio ambiente), y consiguientemente la terapia habrá de consistir ante todo en procurar de
alguna forma el cambio de ese medio que generó la patología. Mientras tanto, la
psicoterapia genuina recabará la ayuda del propio sujeto afectado, colaborará
en la eliminación de resistencias y correlativa creación de cauces para que la
energía vital original encuentre modos de manifestarse en el mundo, tareas o destinos
que sirvan de medios a través de los cuales conseguir la catarsis, la expresión
de los afectos que permanecían encerrados en los sótanos del alma.
Pero no solo las enfermedades del alma encontrarían en esta
perspectiva una explicación suficiente. Aquellas otras enfermedades que Hans
Selye denominó “de adaptación”, es decir, de respuesta inadecuada a los
alarmógenos que originaban el estrés, podrían también encontrar una posible
reinterpretación no en términos de respuesta a esos alarmógenos, sino
de interrupción o bloqueo de esa energía vital positiva, originados en los
miedos que desde niños encorsetan nuestra alma y nos hacen tomar una actitud
defensiva ante el mundo, de retracción hacia lo interior, hacia nuestro autismo
original.
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