sábado, 28 de abril de 2012

El crecimiento: una función de la paradoja

“La vida –dice Ortega– es (…) un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Y sin embargo, lo que nos espera fuera es, para empezar, amenazante, peligroso: salimos hacia lo que no nos deja seguir siendo quienes éramos cuando sólo éramos “yo”. Salir afuera es hacer transitar el “yo” hacia “lo-otro-que-yo” (hacia nuestra circunstancia). Por todo ello, por lo que significa esa confrontación del yo con lo que le niega, daba Ortega otra definición de la vida complementaria, en este último sentido, de la anterior: “La vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro”. De ahí la angustia que nos acompaña desde que asomamos al mundo.


No repararemos todavía en los modos de afrontar productivamente esa angustia, sino, de momento, tan sólo en aquellos que tenemos de eludirla (que coinciden, precisamente, con los que proceden de la escisión que es propia del hombre moderno, y a los que nos referíamos en el artículo anterior). El primer modo consiste en desalojar de nosotros el yo, quedarnos a merced de lo que nos acontezca, aceptar sentirnos empujados por las cosas, que serían las que desde fuera decidirían por nosotros. Identificados con “lo-otro-que-yo”, desiste el yo de reclamar sus derechos, y así se deja, por tanto, de sufrir por esa confrontación entre el yo y lo que le niega, entre el yo y la circunstancia. Así es como llegó a conformarse la manera de estar en la vida que precisamente adoptaron los estoicos, y que le hacía decir a Marco Aurelio: “Conmigo casa todo lo que casa bien contigo, mundo”, porque, decía también: “Todo lo que acontece, acontece justamente, (…) y como por obra de alguien que distribuyese conforme al mérito”. Actitud contra la que, sin embargo, nos prevenía Ortega, que, por su parte, afirmaba: “Andamos en peligro de que esa invasión de lo externo nos desaloje de nosotros mismos, vacíe nuestra intimidad, y exentos de ella quedemos transformados en postigos de camino real por donde va y viene el tropel de las cosas”.

El otro modo de que disponemos para eludir la angustia que nos es consustancial consiste, por el contrario, en encastillarnos dentro de nuestro yo, acorazarnos frente a la circunstancia y sus peligros, reprimir las funciones vitales encargadas de conducirnos hacia fuera, hacia el mundo. Decía Ortega que “somos todos, en varia medida, como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza externa que aprisiona un núcleo íntimo siempre agitado y vivaz (...) El trino alegre que hacia fuera envía el cascabel está hecho por dentro con las quejas doloridas de su cordial pedrezuela”. Esa coraza que limita nuestro mundo interior del exterior se exacerba en el caso del que hablamos, hasta el punto de impedirnos la comunicación con ese mundo exterior, de refrenar “el incesante salir de sí al universo” que vimos que decía Ortega. El efecto que produce esta renuncia a incorporarnos a la realidad exterior es también morboso: “Cuando no hay alegría –decía asimismo el filósofo madrileño– (…) percibimos con extraña evidencia la línea negra que limita cada ser y lo encierra dentro de sí” . La vida queda entonces anquilosada, se vuelve improductiva, porque la desconexión de lo real conduce al nihilismo, a la renuncia a encontrar un sentido al mundo, lo cual lleva finalmente a la inoperancia. Metiéndose en la piel de quien de esta forma renuncia a la tarea que en cierto momento denominó “salvar la circunstancia”, concluye el mismo Ortega que “si en los momentos de infelicidad, cuando el mundo nos parece vacío y todo sin sugestiones, nos preguntan qué es lo que más ambicionamos, creo yo que contestaríamos: salir de nosotros mismos, huir de este espectáculo del yo agarrotado y paralítico” . Y es que “naturalmente y en plena salud, la atención iría siempre hacia lo de fuera, hacia el contorno vital más allá del organismo” .


Wilhelm Reich, el psicoanalista más heterodoxo y genial de todos los que salieron de aquella gran hornada que formaron los más inmediatos discípulos de Sigmund Freud, entendía que las funciones vitales básicas, y aun las que mantienen en actividad al universo entero, siguen una pauta dinámica que comienza en los procesos que podríamos denominar de tensión/carga y culminan en los de descarga/distensión. Pauta que podemos observar en los procesos fisiológicos de la respiración, el funcionamiento del corazón, los procesos digestivos, el comportamiento sexual… Pero también en los comportamientos sociales a un lado y a otro de las crisis por las que atraviesan o los ciclos naturales que van desde la primavera/verano hasta el otoño/invierno. El universo entero sería, pues, un organismo pulsátil que se expande y se contrae en una inacabable secuencia de cargas y descargas, que, por otra parte, no conduce una y otra vez al punto de partida, sino que sirve de sustrato a un proceso que acaba desembocando en algún tipo de crecimiento (el universo, transcurriendo de lo simple a lo complejo, siempre, a la larga, va a más).


Alexander Lowen, seguidor de Wilhelm Reich y fundador de la bioenergética, un método terapéutico que trata de abordar los problemas psíquicos y psicosomáticos no sólo a través de la psicoterapia sino también abordando las corazas musculares en las que anclan aquellos problemas, sostiene, de una manera que viene a coincidir con los planteamientos de Ortega, que la función vital básica nos conduce, efectivamente, de dentro a fuera. Y aun busca una manera de traducir ese flujo a su sustrato orgánico y fisiológico: la vida empieza por ser un movimiento de expansión que sale del corazón y discurre hacia la periferia. Partiendo de las enseñanzas de Lowen, podemos situar las dos posiciones vitales de las que hablábamos al principio en cuanto que modos alternativos y contrapuestos de eludir la angustia, como maneras de ser que podríamos situar en algún punto de las trayectorias que, abandonadas a su propia inercia, transcurrirían respectivamente hacia la depresión y hacia la esquizofrenia.


Puesto que Lowen considera la respiración la función vital básica, concluye que esas dos trayectorias tienen su reflejo en sendas perturbaciones de esa función respiratoria: el depresivo es un ser des-alentado, que tiende a bloquear su respiración en el momento de la descarga, que no inspira, que no se carga de aire (y, por tanto, de energía) suficientemente; comportamiento que a su vez se sostiene sobre una coraza caracterial y muscular que lo confirma como un ser decaído, sin tensión, presto para dejarse conducir (empujar) por lo que las circunstancias decidan. Lo cual –conviene no perderlo de vista– no es sino una de las formas de defenderse de la angustia. Decía Lowen que “en último análisis, la muerte es la defensa total contra la angustia”; pues bien, la depresión es un intento de aproximación a esa resolutiva manera de defenderse de ella. Mientras tanto, el esquizoide tiende a retener su respiración en el momento de la inspiración, no cede a las funciones que propician la descarga, no sólo la que corresponde a la espiración, sino asimismo todas aquellas que nacen en ese movimiento general del organismo que lleva de dentro a fuera: la expresión verbal y emocional –la comunicación en fin–, la empatía, la actividad que había de empujar productivamente al sujeto hacia su circunstancia…

Estos dos respectivos caracteres o modos de ser, el desfondado y el reprimido, sirven también de prototipo a los dos grandes modos de enfermar. Según el modelo digamos que “depresivo”, la enfermedad transcurre hacia la falta de energía y el apagamiento. Y según el modelo “esquizoide”, la enfermedad actúa, por el contrario, al modo de las descargas volcánicas: la tensión/carga acumulada morbosamente por el organismo acaba haciendo erupción y rompiendo la estructura orgánica que, como un rígido corsé, trataba de contenerla. Si de trastornos psíquicos estuviéramos hablando, la farmacología acudiría a auxiliar, en el primer caso, a través de fármacos estimulantes, y en el segundo, de depresores.

La superación dialéctica de ambos procesos morbosos (mientras sea posible, claro está), significaría que se llegan a integrar y a complementar el uno con el otro, corrigiendo sus respectivas exageraciones. La distensión extrema del deprimido y su correspondiente flacidez vital, y la coraza (contracción) caracterial y muscular que sirven al esquizoide de anclaje desde el que retener la salida del yo hacia el mundo han de fundirse en un dinamismo que conjunte ambas actitudes, hasta recuperar finalmente, en lo posible, la armonía de aquel flujo primordial que afecta a todo el universo y que de modo recurrente transcurre desde los procesos de tensión/carga hasta los de descarga/distensión.

sábado, 21 de abril de 2012

Cuando superemos la Modernidad, nos estará esperando la filosofía de Ortega y Gasset

¿Por qué podría decirse que este blog, en gran medida, intenta ser una especie de glosa o, a veces, de aplicación práctica de la filosofía de Ortega y Gasset? Porque creo haber comprendido suficientemente una idea luminosa y revolucionaria que nuestro filósofo dejó destilada en su famoso aforismo: “yo soy yo y mi circunstancia”, idea que, cuando pase a formar parte del acervo cultural de las gentes vendrá a suponer la superación dialéctica de los dos términos de la paradoja en la que hoy se escinde el hombre moderno. El primero de esos términos es el que empuja a entender que sólo somos un reflejo de nuestra circunstancia externa, resultado, pues, de un aprendizaje comportamental y de los condicionamientos que nos impone nuestro organismo (otra circunstancia, ésta, igualmente exterior, aunque, eso sí, la más cercana). El segundo de los términos que configuran la paradoja constitutiva del hombre moderno es el que nos lleva a concluir que, por el contrario, sólo somos un yo, que sólo nos fundamenta nuestra intimidad, y deriva de aquel apotegma de San Agustín (y aun antes, de la filosofía de Platón) según el cual “en el interior del hombre habita la verdad”.


La primera posición, la que lleva a concluir que somos un simple reflejo de nuestra circunstancia, una página en blanco que van rellenando las impresiones que directa o indirectamente ha ido produciendo en nosotros el mundo externo (incluido nuestro organismo), es la que de forma cabal representan el empirismo y el positivismo. David Hume, el máximo exponente del empirismo dejó así expuesta su doctrina: “El Yo o persona no es una impresión, sino lo que suponemos que tiene referencia a varias impresiones o ideas. Si una impresión da lugar a la idea del Yo, la impresión debe continuar siendo invariablemente la misma a través de todo el curso de nuestras vidas, ya que se supone que existe de esta manera. Pero no existe ninguna impresión constante ni invariable. El dolor y el placer, la pena y la alegría, las pasiones y sensaciones se suceden las unas a las otras y no pueden existir jamás a un mismo tiempo. No podemos, pues, derivar la idea del Yo de una de estas impresiones y, por consecuencia, no existe tal idea”. Así pues, según esto, sólo seríamos un resultado de la experiencia, de la acumulación de sensaciones que hemos ido recogiendo del mundo externo. “Los seres humanos –concluye, en fin, Hume– no son sino un haz o colección de percepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez inconcebible y están en un perpetuo flujo y movimiento”.

A propósito de la forma de estar en el mundo que se deriva de estas ideas según las cuales el yo queda anulado, decía Ortega que “solemos llamar vivir a sentirnos empujados por las cosas en lugar de conducirnos por nuestra propia mano”. Punto desde el cual se tiende a decaer en el fatalismo que abre las puertas a la desesperanza: “Desesperar –decía aquél también, en efecto– es sentir que somos constitutiva impotencia, que dependemos en todo de algo distinto de nosotros”. Al final de esta manera de sentirse empujado por las cosas, de este vaciamiento de sí mismo, espera la depresión. Algo que podemos visualizar a través de las verbalizaciones sobre sí misma que hizo una paciente de Viktor Emil Freiherr Von Gebsattel (1883-1976), destacado psicólogo existencial; se trataba de una enferma de 43 años, diagnosticada de depresión endógena (“depresión mayor”, se suele decir hoy en día), y que confesaba: “Yo no soy yo, estoy desligada de mi existencia. Mi cuerpo está aquí y se descompone. Yo siento claramente en la nariz un olor pútrido (...) No vivo, no siento, mi cuerpo está muerto (...) Mientras yo existo, si a esto se le puede llamar existir, todavía mantengo una posibilidad en mí que me hace estar unida con el resto del mundo, pero de repente desaparece. El vacío penetra en mí y entonces ya no hay ninguna existencia; es como un estado de desvanecimiento. A veces se tiene la conciencia de vacío, pero también desaparece. El vacío se le descubre en una sensación de impotencia, en una infinita debilidad”. Más en concreto, el síntoma que esta paciente exhibía en estas verbalizaciones se denomina despersonalización. Desde el ámbito del arte, podríamos considerar incluido en este contexto lo que una vez dijo Paul Cézanne: “(Los artistas y sus producciones) somos un caos irisado (...) El hombre ausente, absorbido enteramente en el paisaje. ¡La gran invención budista, el nirvana, el consuelo sin pasiones, sin anécdotas, los colores...!”.


La contrapuesta posición que, en su segunda mitad, viene a configurarnos como hombres modernos es la que, por el contrario, nos lleva a sospechar de la realidad exterior, a atenernos exclusivamente a las referencias que proceden de nuestra intimidad, singularmente nuestros procesos mentales. Manifestamos, de esta manera, aquella actitud que, a propósito de la materia, de los cuerpos, del mundo, le hacía preguntarse a Descartes: “¿Qué es entonces lo cierto? Quizá solamente que no hay nada seguro”. “He admitido antes muchas cosas como absolutamente ciertas y manifiestas que, sin embargo, hallé más adelante ser falsas –había dicho, en concreto, el filósofo francés en su Tercera Meditación–. ¿Qué cosas eran éstas? La tierra, el cielo, los astros y todo aquello a lo que llego por los sentidos. Pero ¿qué es lo que percibía claramente acerca de esas cosas? Pues que las ideas o los pensamientos de tales cosas se presentaban en mi mente”. En consecuencia, Descartes sentía que sólo se podía fiar de aquello que había en su mente, puesto que los sentidos son un medio de conocimiento engañoso; así que concluía finalmente: “Yo (soy) una sustancia cuya total esencia o naturaleza es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material”. Resumiendo, afirma Descartes: “yo no soy más que una cosa que piensa”.

En el extremo, esta última forma de mirar y de estar en el mundo conduce a la desconexión respecto de la realidad, a la pérdida de contacto con lo que nos rodea, al solipsismo. Así venía a expresarlo un paciente esquizofrénico de Eugène Minkowski (psicoterapeuta existencial también, que vivió entre 1875 y 1972), que, como resultado de este sesgo en su manera de entender la vida se había, efectivamente, desconectado del mundo: “Todo está inmóvil a mi alrededor –decía– (...) Las cosas (...) son como pantomimas, pantomimas que se ejecutan a mi alrededor, pero en las que yo no entro, yo quedo fuera. Tengo mi juicio, pero me falta el instinto de la vida. Ya no logro actuar de una forma suficientemente viva (...) He perdido el contacto con todas las especies de cosas. La noción del valor, de la dificultad de las cosas, ha desaparecido. Ya no hay corriente entre ellas, y yo no puedo abandonarme a ellas. Existe una fijación absoluta a mi alrededor. Aún tengo menos movilidad hacia el futuro que respecto al presente y al pasado. Se da en mí como una especie de rutina que no me permite considerar el futuro. El poder creador está en mí abolido. Veo el futuro como repetición del pasado”. En el extremo de esta desconexión de la realidad (síntoma de desrrealización es su nombre técnico) aguarda, pues, la esquizofrenia.


No lejos de esta última perspectiva se situaba Picasso, conspicuo representante de la Modernidad, cuando decía: “El mundo de hoy no tiene sentido, así que ¿por qué debería pintar cuadros que lo tuvieran?”. Carl Gustav Jung, mientras analizaba las expresiones artísticas de sus pacientes esquizofrénicos, concluía: “La problemática psíquica picassiana, en cuanto se refleja en su arte, es de todo punto análoga a la de mis pacientes”. Paul Klee, pintor a caballo entre el surrealismo, el expresionismo y la abstracción, escribía también en 1915: “Cuanto más terrible se hace este mundo, como ocurre ahora, tanto más abstracto se hace el arte”.


La suma de los dos síntomas básicos, despersonalización y desrrealización, que, como referencias extremas, vienen a dar contenido a la manera de estar en el mundo del hombre moderno, da como resultado la confrontación con la Nada. “La vida es lo que habría sido yo si no me hubiera esclavizado la tentación de la Nada”, concluye Cioran en representación de ese hombre moderno. La vida es lo que, por fin, Ortega asume que ha de ser el objeto fundamental de la filosofía. “Existir es tener que ser fuera de mí”, dice explicándolo. Ser (yo) y realidad (mi circunstancia, lo que está fuera de mí), pues, en síntesis dialéctica. “La realidad llama a la existencia –abunda su discípula María Zambrano–, al salir de sí; (mientras que) el ser, al embobamiento, al apagamiento tal vez. La situación verdadera del hombre es encontrarse entre ser y realidad”.

Más allá de la docilidad despersonalizada del depresivo, que se deja empujar por las cosas, y de la rigidez desrrealizada del esquizoide, que desdeña esas mismas cosas, aguarda la nueva manera de estar en el mundo que traerá consigo la superación de la Modernidad. Entonces, lo que pasará a primer plano será el yo en su circunstancia, es decir, la vida.

sábado, 14 de abril de 2012

Sentirse apátrida: una peculiar manera de ser español

PUBLICADO EN EL CORREO DE BURGOS EL23 DE AGOSTO DE 2012
El hombre –ese ser incompleto hasta que descubre su parte femenina– es un ser apasionado, un ser que tiende a desdeñar lo que consigue y a reconocerse sólo en lo que aún le queda por conseguir. Un ser con alma de vagabundo, del que lo más definitorio no es que vaya de aquí para allá, sino que no sabe qué es lo que busca, no sabe a dónde ir. Con ese modo sesgado de estar en la vida venía a identificarse Bécquer cuando escribía estos versos:

“Errante por el mundo fui gritando:
‘La gloria ¿dónde está?’
Y una voz misteriosa contestóme:
‘Más allá..., más allá’. ”
Vamos los hombres descubriendo paulatinamente sentido a nuestras desdichas a medida que comprendemos que los obstáculos y resistencias a nuestros deseos que vamos encontrando en la vida no son algo contingente y accidental, sino que forman parte de las leyes del cosmos, y que tienen la función de ir atemperando nuestras pasiones, la morbosa atracción que sobre nosotros ejerce lo imposible. Es ésta, pues, la manera que la naturaleza tiene de mostrarnos el absurdo de esa inquietud sin destino en que nuestra masculinizada forma de vida se sustenta. Gracias a nuestras decepciones, acabamos descubriendo que vivir era también regresar, encontrar lugares en los que recalar, sentirse mecido en el acogedor regazo de lo acostumbrado, encontrar el sosiego que produce establecerse en lo que sólo exige de nosotros ver cómo se repite una y otra vez.

La mujer –esa otra manera incompleta de ser– es lo contrario: un destino sin inquietud, o si alguna le quedara todavía, estaría subordinada a su aspiración suprema: encontrar una forma de ser definitiva. Decía Ortega y Gasset de ella: “Donde lo cotidiano gobierna es siempre un factor de primer orden la mujer, cuya alma es en un grado extremo cotidiana. El hombre tiende siempre más a lo extraordinario; por lo menos sueña con la aventura y el cambio, con situaciones tensas, difíciles, originales. La mujer, por el contrario, siente una fruición verdaderamente extraña por la cotidianeidad”. Este sesgo de lo femenino, esta extrema propensión hacia lo estable, doméstico, definitivo, queda manifiesto en esta anécdota que el mismo Ortega trae a colación: “Entre las tumbas de la vieja Roma republicana se conservan muchas donde, bajo un nombre femenino, están escritos estos vocablos de alabanza: ‘Domiseda, lanifica’. ‘Ha vivido sentada en su casa y ha hilado’.”. Lo femenino es, pues, lo que está ahí desde siempre, esperando, como Penélope, a que Ulises regrese de una vez a su regazo, o como la Bella Durmiente, a que algún príncipe le dé vida aceptándola como aquello que él buscaba. La mujer aspira a ser destino para el hombre, desembocadura para sus pasiones. Quietud. Rutina. Sosiego. Mientras tanto, mientras su función en la vida se reduzca a esperar (a que el hombre acepte sus decepciones y, consiguientemente, descubra en ella lo definitivo), será válido aquello que de ella decía Cioran: “Porque está sola, la mujer es”. Puesto que la mujer ha de encontrar su complemento a partir del momento en que la espera que la constituye se acabe convirtiendo en decepcionante, podemos decir en conclusión que hombre y mujer pueden, por fin, acabar encontrándose y reconciliándose en el punto medio de sus respectivas decepciones.

Dos formas de ser, pues, sesgadas y defectuosas éstas de ser hombre y ser mujer. Y, abandonadas a sí mismas, ambas peligrosas y destructivas. Una más bien heterodestructiva y la otra, sobre todo, autodestructiva, aunque esto de la destructividad acaba siendo al final del género neutro. Sobre la tendencia a esa destructividad que genera el modo masculino de ser resulta un ejemplo adecuado la forma en que Dostoievski caracteriza a uno de los protagonistas de su novela “Los demonios”, Stepan Trofimovich Verhovenski, cuyo hijo acabará liderando la célula anarquista que tiene en el asesinato una de sus más expresivas maneras de conducirse hacia sus fines. Dice de aquél el sobresaliente narrador ruso: “Desde la infancia (…) gustaba sobremanera de su condición de ‘perseguido’ y, si se permite la expresión, de ‘exiliado’ ”. Una condición que acabará transmitiendo, agudizada, a su hijo, que terminará por entender que su violencia contra el mundo tiene una función reparadora, que viene a restablecer el orden cósmico frente a ese mundo que, previamente, a sus ojos, le había expulsado violentamente de su seno.


Los pueblos adolecen también de sesgos en su manera de estar en el mundo que vienen a corresponderse con estos arquetipos que distribuyen los comportamientos según el sesgo masculino o femenino que en ellos predomine. Hay, efectivamente, pueblos inquietos, aventureros, errantes, expansivos, que, como el romántico Don Juan de nuestra mitología hispánica, no encuentran regazo femenino en el que recalar definitivamente. Pueblos que favorecen la generación de caracteres en los que predomina lo centrífugo, lo inestable, la falta de referencias claras a la hora de saber lo que se es y a dónde se pretende ir.

Conduzcamos ya, en fin, estas ideas abstractas hacia el centro de gravedad que andaban buscando desde el principio de esta exposición, y declaremos de una vez que estamos queriendo referirnos, claro está, al pueblo español, del que en este sentido decía Ortega: “Jamás la grandeza ambicionada se nos ha determinado (a los españoles) en forma particular; como nuestro Don Juan que amaba el amor y no logró amar a ninguna mujer, hemos querido el querer sin querer jamás ninguna cosa. Somos en la historia un estallido de voluntad ciega, difusa, brutal”. Podríamos decir que somos, como pueblo, una inquietud sin destino; adolecemos, aún más, de nuestra escasa conciencia de ser pueblo, porque nuestro sesgo particular nos empuja más hacia la contrapuesta sensación de ser exiliados, desterrados, apátridas. ¿Qué son nuestros bulliciosos y atrabiliarios nacionalismos separatistas sino una exacerbada expresión de esa sensación que tantos tienen de ser expatriados dentro de su patria, la misma que impide reconocerse en las propias raíces y empuja a buscar cualquier sucedáneo que calme en alguna medida la por otro lado inexcusable necesidad de sentir que pertenecemos a algún lugar? Si, como también dice Ortega, “el patriotismo es ante todo la fidelidad al paisaje, a nuestra limitación, a nuestro destino”, nuestro sesgo racial nos lleva, por el contrario, a reconocernos más en lo que repudiamos que en aquello a lo que somos fieles, más en lo que nos falta ser que en lo que hemos llegado a ser, más en lo que nos separa y excluye que en lo que nos contiene y acerca.


Los niños cuando se enfurruñan y se sienten decepcionados de sus padres, fantasean con la idea de que los que tiene no son sus padres auténticos, y, en los casos patológicos, acaban construyendo una delirante leyenda sobre la forma en que fueron arrebatados, desterrados de su familia auténtica. De adultos, también llegamos a ser capaces de delirar orígenes supuestos que vengan a dar razón de esa sensación profunda que nos hace sentirnos exiliados. Los españoles, como si fuéramos adultos también enfurruñados y privados de la sensación de pertenencia, tendemos a buscar esforzadamente un objeto capaz de acoger nuestros delirios, pero finalmente no llegamos a saber cuál. “Tal es la tragedia de Don Juan, el héroe sin finalidad”, confirma, en este sentido, también Ortega. Y asimismo cuenta en otro lugar cómo “la hermana de Nietzsche (…) recordaba que un día Nietzsche dijo: ‘¡Los españoles! ¡Los españoles! ¡He ahí hombres que han querido ser demasiado!”.

“Mas ¿adónde puede llevar –concluye en fin– el esfuerzo puro? A ninguna parte; mejor dicho, sólo a una: a la melancolía”. Sólo parecemos capacitados para esa derivada del esfuerzo puro que consiste en proponernos cosas en negativo, puesto que nos sentimos más realizados cuando sabemos contra qué luchamos que a favor de qué. Y, como Don Juan, una vez que hemos conseguido lo que queríamos, no tardamos en darnos cuenta de que tampoco era eso lo que en realidad pretendíamos alcanzar, de que estamos obligados a volver a buscar una nueva manera de empezar de cero. ¡Tantas hazañas en nuestra historia que no consiguen convertirse en sumandos de una tarea acumulativa…! Así lo decía Unamuno:

“El Cid, Loyola, Pizarro,
Santa Teresa, la Armada,
oro, sudor, sangre, barro,
cielo, sueño, polvo... nada”
Y León Felipe, una vez alcanzados todos los requisitos necesarios para validar el pesimismo más profundo, admitía que

“Aquí el hacha es la ley
y la unidad el átomo,
el átomo amarillo y rencoroso.
Y el hacha es la que triunfa.”
Y así seguirá siendo hasta que, como el niño aquel que se sentía desterrado, y que, cuando va madurando, acaba aceptando que, con todas las limitaciones, su familia es la que es, nuestro masculinizado ser hispánico nos permita darnos cuenta de que la patria que buscábamos, el paisaje al que necesitábamos ser fieles, los teníamos desde siempre delante de nuestras narices.

domingo, 8 de abril de 2012

Occidente: el peligro del individualismo extremo

(PUBLICADO EN EL CORREO DE BURGOS EL 17 DE MAYO DE 2012)

El cambio de perspectiva que supuso la irrupción del Renacimiento y su posterior reafirmación a lo largo de la Modernidad llevó desde el interés por los principios generales y el curso ordinario de la naturaleza por el que se había regido la Escolástica, hasta el interés contrapuesto, según el cual lo que merecía atención eran los fenómenos singulares, lo extraordinario y su observación empírica. Del interés que despertaron los objetos y fenómenos singulares, auténtico desencadenante (puesto en marcha, sobre todo, por Guillermo de Ockham) de la Revolución Científica y, en general, de la Modernidad, dan testimonio los que se conocieron como gabinetes de curiosidades, precedentes de los que con el tiempo llegaron a ser los museos de historia natural. Quien tenía recursos y afición, se dedicó al coleccionismo, al deseo de atesorar ejemplares curiosos que procedían de los campos más heterogéneos: piezas arqueológicas, reliquias, ingenios mecánicos, animales raros, esqueletos, minerales, fósiles, hierbas, artefactos de interés etnográfico…

Los nuevos tiempos, en conclusión, colocaron en el primer plano a los objetos particulares, a los hechos aislados… y a los individuos; el empirismo, desde Hobbes hasta Hume, puso el énfasis en la constatación de que sólo podemos estar seguros de los casos particulares, únicos de los que podemos tener experiencia, mientras que cualquier inferencia que exceda de la simple suma de casos observados, es una puerta que se abre a las meras suposiciones. Por este ramal, la Modernidad estaba recorriendo un camino ya hollado en otro tiempo, aquél en que Antístenes, el fundador de la escuela cínica, le decía a Platón en una de las clases de la Academia: “¡Oh, Platón!, el caballo, sí lo veo; pero la equinidad no la veo”. Tiempos éstos abocados a la crisis social (a la crisis de lo general), como reconocía Ortega cuando decía: “Es curioso que toda crisis se inicie con una etapa de cinismo. Y la primera de Occidente, la de la historia grecorromana, se inició precisamente inventándolo y propagándolo”.


Está claro, sin embargo, que lo más definitorio de los tiempos modernos, la ciencia, no podía sustentarse sólo sobre la observación de los casos aislados: tenía que arriesgarse a proclamar leyes generales que la llevasen más allá de la mera observación, y hacia la previsión de lo que todavía estaba por ocurrir. La Modernidad halló, en este sentido, un camino para la ciencia al conjuntar un saber a priori (previo a la experiencia), las matemáticas, con la observación empírica. A la fusión de estas dos líneas de conocimiento, integradas ambas en el paradigma mecanicista, es a lo que conocemos como física. Isaac Newton (1642-1727) fue el personaje más destacado de la Revolución Científica, y el que de una manera concluyente fusionó en su obra cumbre, “Principios Matemáticos de la Filosofía Natural” (1687), las matemáticas con la realidad empírica, sometiendo una gran cantidad de fenómenos (la caída de los objetos, las mareas, el movimiento de los cometas y los planetas…) a una misma ley general. Comprender algo iba a seguir significando, como siempre, llevarlo, de la mano de la razón, desde su desnudez material (su individualidad, lo que captan los sentidos) hacia su ser ideal, su concepto, su género respectivo, si bien el paradigma mecanicista retraía todas las explicaciones hacia las causas originales de las cosas y no hacia eventuales metas que pudieran atraer al universo en su marcha. En última instancia, el método hipotético deductivo que avaló Galileo, punto de apoyo de todo el desarrollo moderno de la ciencia, consistía en proponer hipótesis (leyes generales) que después había que contrastar con la experiencia. Por tanto, el conocimiento científico consiste en la conjugación de una paradoja: indagar en el hecho particular hasta conseguir incluirlo en alguna ley general, que, como toda ley general, nunca dejará de pertenecer en alguna medida al ámbito de lo especulativo; nadie llegará nunca a poder dar razón de todos los casos comprendidos por una ley general. Por eso se atrevía a decir Ortega que “la verdad científica flota (...) en mitología, y la ciencia misma, como totalidad, es un mito, el admirable mito europeo”. Y en otro lugar: “La idea misma de ciencia es una leyenda, un ‘desideratum’ que ni ha sido ni será nunca rigorosamente realidad”.

Pero la ley del péndulo, después de la prolongada vigencia de lo general durante la Edad Media, y puesto que los hombres sufrimos de graves dificultades a la hora de conjugar las paradojas, había lanzado al hombre moderno hacia el otro extremo pendular, el de lo individual, lo único e irrepetible. Buena parte de la Modernidad, pues, siguió desconfiando de las leyes generales, aquéllas que, sin embargo, avala nuestra razón, y que están en la base, incluso, de los descubrimientos científicos. Y lo empezó a hacer desde tiempos tan tempranos, dentro de la Modernidad, como aquéllos que vivió Lutero, el cual llegó a decir: “La razón es el mayor enemigo que tiene la fe: nunca viene en ayuda de las cosas espirituales, sino que las más de las veces lucha contra la palabra divina, tratando con desdén todo lo que emana de Dios”. Una pretensión ésta de prescindir de lo general (de lo racional) que ha atravesado toda la Modernidad; y así, desde un extremo temporal más contemporáneo, Fernando Pessoa (1888-1935) decía también: “No hay normas. Todos los hombres son excepciones a una regla que no existe”. En medio, Soren Kierkegaard llegó a decir asimismo: “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”. Y Novalis, el romántico por excelencia: “Defino el mundo en la medida en que me defino a mí mismo”. También uno de los personajes de “La señora Dalloway”, novela de Virginia Woolf que marca un punto de inflexión hacia un tipo de literatura narrativa muy propio de esta edad, en el que la que era habitual es sustituida por monólogos interiores, dice en un determinado momento: “Fuera de nosotros no existe nada, salvo un estado de ánimo”.


Todo lo cual, puesto que lo que es propio y exclusivo del individuo se ha ido elevando a categoría absoluta, nos lleva de regreso a los tiempos de la sofística (que compartió época con aquel cinismo del que antes hablábamos), filosofía que recupera Cioran cuando dice: “¿Por qué, pues, adoptar una opinión en lugar de otra, retroceder ante lo trivial o lo inconcebible, ante el deber de decir y escribir cualquier cosa? Un mínimo de cordura nos obligaría a sostener todas las tesis al mismo tiempo, en un eclecticismo de la sonrisa y de la destrucción”. La verdad, que, puesto que exige, para ser poseída, que la enunciemos en términos universales (no puede ser una para cada individuo), es decir, en términos racionales, va dejando de ser una aspiración para los hombres de este tiempo, para los que pasa a ser válido ese “eclecticismo” de lo que hoy puede que sea “sonrisa” y mañana “destrucción”. Se trata de aquello mismo que Dostoievski dejó enunciado por boca de su personaje Iván Karamazov: “Si Dios (es decir, el todo, lo general) no existe, todo está permitido”. André Breton, en su “Manifiesto del Surrealismo”, daba también su versión de esta misma idea: “Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien ha sido capaz de ejecutarlo”. También Machado dejó expresado algo parecido de forma, no por sutil y hermosa, menos categórica que las anteriores:

“Caminante,
son tus huellas
el camino y nada más.
Caminante,
no hay camino:
se hace camino al andar”
Y también:

“¿Para qué llamar caminos
a los surcos del azar?
Todo el que camina anda,
como Jesús, sobre el mar”
 
Esta forma de ver las cosas, que en mayor o menor medida va abocando hacia el solipsismo, está sirviendo de fermento a la grave crisis social que amenaza a nuestra época. En tiempos como éstos, dice Hegel, “los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones”. No sólo es una crisis que afecte a la sociedad como conjunto, sino que también lo hace a cada uno de los individuos; es esto lo que le hacía decir a Ortega: “Librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener que hacer”.


El reto para este momento histórico que atravesamos es el de aprender a conjugar la paradoja que lleve a permitir que coexistan lo particular y lo general, la experiencia y la razón, el individuo y su sociedad. Sesgados como estamos hacia lo particular y único, se trata ahora de descubrir pautas sobre las que apuntalar la vigencia de lo general, descubrir aquello que merece la pena ser repetido, reconocer los modos en que cada cosa del universo busca ser metáfora de otras. De esta ley que todo lo empuja en pos de su mutua interacción podríamos buscar, para finalizar, alguna manera de expresarla. Yo no conozco ninguna más bella que la de estos versos de León Felipe:

“Mi amor tiene el ritornelo
del agua que sin cesar
en nubes sube hasta el cielo
y en lluvia baja hasta el mar.

Y el agua aquel ritornelo
de mi amor que sin cesar
en sueños sube hasta el cielo
y en llanto baja hasta el mar.”

domingo, 1 de abril de 2012

Por qué Occidente es una civilización superior

(PUBLICADO EN EL CORREO DE BURGOS EL 15 DE MAYO DE 2012)

Una civilización empieza a decaer cuando pierde la confianza en sí misma. Yo todavía confío en mi civilización; por eso empiezo por titular así este artículo, algo que muchos podrían juzgar ya a estas alturas (o a estos declives) provocativo y no mero producto de la evidencia.

Occidente es la columna vertebral de la historia mundial de los últimos quinientos años; y en su malograda versión inicial, la que protagonizaron la Grecia y la Roma antiguas, lo fue durante más años todavía. A principios del siglo XV, sin embargo, Europa occidental era una civilización pobre y atrasada que todavía luchaba fatigosamente contra los estragos de la peste negra del siglo anterior, cuyas ciudades estaban llenas de miseria y carentes de condiciones sanitarias, y donde las guerras eran incesantes. Nadie hubiera creído entonces que a finales de siglo, con el Renacimiento ya en marcha, estaría comenzando una era que habría de colocar a la civilización occidental en la cúspide a la que ha llegado. Especialmente si consideramos que, por entonces, imperios como el otomano o el chino partían de una posición preeminente respecto de ella.

¿Qué es, en qué consiste la civilización occidental? Después de que hayan quedado difuminados sus límites geográficos al tomarla, en una u otra medida, como modelo de vida propio la mayoría de los países del mundo, podemos decir, para empezar, que Occidente es un determinado estilo de vida sustentado en unas peculiares instituciones. Los resultados de tal manera de estar en el mundo afectan a todos los ámbitos de la vida personal y colectiva: occidental es el arte que va de la Florencia renacentista a la música sinfónica o incluso a la de los Rolling Stones. Lo es el modo de producción capitalista, que se hizo posible, sobre todo, a partir de la acumulación de capital propiciada por el enorme incremento de la laboriosidad que tuvo lugar en los emergentes países protestantes. También es occidental la ciencia que, apoyada en el método hipotético deductivo, comenzó con Galileo, siguió con Newton y ha culminado con Einstein. Hay también un modo occidental de entender la religión que empieza en el cristianismo, sigue en el protestantismo y en el judaísmo… y llega hasta el ateísmo que Nietzsche sancionó. La medicina que tomó como modelo el mecanicismo cartesiano, y que ha hecho que no sea un problema la exigua esperanza de vida que había caracterizado a todas las épocas anteriores, sino su demasía, también es un producto occidental. Las instituciones democráticas que trajo la Ilustración son asimismo un producto genuinamente occidental… No podremos negar, sin embargo, otros productos de la civilización occidental realmente peligrosos y que han conducido de muchos modos a la catástrofe o amenazan con hacerlo (la contaminación ambiental, la amenaza nuclear, el nihilismo, las dos devastadoras guerras mundiales…), pero de momento (hasta el próximo artículo) vamos a despacharlos como emanaciones del abismo que surge después de elevarse a tanta altura.

Si queremos comprender algo en profundidad debemos dar con su causa, lo que los griegos llamaban su naturaleza: las causas eficiente y material (el origen) hasta Aristóteles; a partir de él, también las causas formal y final (lo que a través de ello se está camino de alcanzar). Conformémonos (vamos con prisa) con fijar la causa final de esto que llamamos Occidente en el objetivo que Hegel puso como culminación de la historia: la libertad, en busca de la cual transcurre el devenir del que nuestra civilización es la punta de lanza. Y rastreemos aquello que podamos fijar como su causa original. Ya cuento con algo que proponer como tal: el hecho diferencial que, igual que la bellota da lugar a la encina, hizo que naciera Occidente fue el descubrimiento de lo insólito; no de algún concreto fenómeno que pudiéramos catalogar de esa manera, sino de lo insólito como tal. O dicho de otra forma: la consideración que, a partir del siglo XIV con Guillermo de Ockham, pero sobre todo desde el Renacimiento, obtuvieron los hechos particulares.


Se partía de lo que, en filosofía, los escolásticos habían acotado como verdades universales preestablecidas. El modelo lo había fijado Platón en su momento: los hechos particulares eran sólo apariencia, un producto de la degradación de la Idea, de una verdad que no había que descubrir sino meramente recordar. El cosmos era algo cerrado, completo, acabado, previsible, ordenado y armonioso. Si a la experiencia se le ocurría importunar con algún fenómeno imprevisto, éste era tratado como mero accidente, desviación o aberración. La curiosidad que pudiera empujar hacia lo extraño había sido considerada por San Agustín como algo pecaminoso. Todo lo que ocurría estaba encerrado en la mente de Dios, y, como en el resto de las religiones, su divina voluntad, y no la de los pobres individuos, tan dada al descarrío, movía el orbe… o, mejor dicho, lo mantenía quieto dentro de la inamovible pecera del universo.

Según esa concepción, la materia era el producto de la degradación de la Idea; mutable y perecedera aquélla, eterna e inmutable ésta. Bajo este paradigma, todavía aceptable en los primeros tiempos de la modernidad, todo lo que acontecía en el reino de lo sensible tenía un trasfondo en aquel otro de las Ideas, que era el auténtico y prevalente, y al que lo mundano se supeditaba: todo lo que en el mundo acontecía quería decir otra cosa; lo material y obvio era sólo metáfora o trasunto de su oculta forma transmundana, la cual guardaba en lo oculto su auténtico significado. El espíritu, desde su alojamiento trascendente, dirigía el devenir de la materia, los fenómenos visibles eran sólo símbolo o señal manifiesta de algo que se escondía detrás. Una enfermedad, un sentimiento, un accidente, por ejemplo, estaban siendo en realidad algo que quedaba referido, a través de la astrología, a una determinada posición de las estrellas, cuyo movimiento respondía ya a criterios celestes, divinos; un hecho aparentemente azaroso designaba una oculta intención puesta en marcha por energías espirituales; un determinado ritual podía poner este mundo en conexión con el otro de las formas eternas y provocar mágicamente determinados efectos.

La ciencia, para el escolástico, debía de tomar en consideración los hechos universales, los habituales, los que la naturaleza, esto es, la mano de Dios, convertía en previsibles y sujetos a leyes generales. Incluso, ya adentrados en el Renacimiento y en los primeros años de la Revolución Científica posterior, aún se entendía en buena medida que hacer ciencia no era una labor de descubrimiento, sino de recuperación de verdades perdidas, de restauración de ideas que el pecado, el olvido y la decadencia habían hecho descender hasta el caos de lo aparente, múltiple y disperso. La verdad no era algo a conquistar, sino, como ya había dicho Platón, previo y anterior a todo lo que de la realidad (la realidad de las cosas concretas, tengibles e individuales) pudiera conocerse. Lo cual dejaba de hecho clausurado todo intento de conocer, de descubrir algo nuevo. Si la verdad era algo preestablecido, lo nuevo y por descubrir tenía difícil acomodo en ella.


Con el Renacimiento lo que ocurrió fue que, de manera revolucionaria, irrumpió lo singular, lo simple, lo individual; el individuo mismo como tal (y no como parte o mero instrumento de lo general) podríamos decir que fue un descubrimiento del Renacimiento que irían completando las etapas históricas subsiguientes. La observación de las cosas (de las cosas individuales), directamente a través de los sentidos o con la ayuda de esos amplificadores que permitían acercarse al macrocosmos en el caso del telescopio (inventado por Galileo en 1609), y al microcosmos en el del microscopio (inventado por Zaccharias Janssen, alrededor del año 1590), fue el paso necesario para llegar a convertir la verdad en algo no extraído del recuerdo, como Platón pretendía, sino en algo a descubrir o construir a través de la experiencia. La emergente ciencia experimental empezó a poner su interés en los hechos singulares, que el experimentador investigaba normalmente en la soledad de su laboratorio, provocando a menudo de manera artificial el hecho singular y excepcional. Los seres o hechos individuales no emanaban, según la nueva perspectiva, de un todo que les precediese (o como empezó a decirse en paralelo: no era Dios el origen, el creador de las cosas), sino que, por el contrario, eran ellos lo prioritario y la abstracción debía de acomodarse a lo que los hechos particulares exigieran. De esta nueva manera de ver las cosas surgió la ciencia moderna.

La historia de la Modernidad, en este sentido, vino a ser el relato del descubrimiento de ese desgarro, esa cesura entre lo ideal y lo real, entre lo firmemente establecido por las creencias vigentes y la continua irrupción de novedades y fenómenos imprevistos que las antiguas teorías eran incapaces de contener. Así, cuando en 1572 el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) descubrió una nueva estrella hasta entonces inexistente, una supernova que emitió su luz durante dieciocho meses para luego ir perdiendo intensidad, dejó maltrecha la idea de que el firmamento era una realidad celestial, perfectamente acoplada a su Idea platónica, y pasó finalmente a ser entendida como una realidad viviente, cambiante, en donde las estrellas nacían y morían. Y si bien Nicolás Copérnico (1473-1543) antes, y Johannes Kepler (1571-1630) después, pudieron persistir en la idea de que el sistema solar coincidía con las previsiones de la geometría y de las matemáticas en general, la realidad empezaba a mostrarse como un conjunto poroso y permeable en el que lo nuevo podía ya tener cabida.

El empirismo, la experimentación, la toma en consideración de los hechos singulares como algo previo a la formulación de teorías o abstracciones, empezó, pues, a ganar terreno poco a poco en el ámbito de la ciencia. Estrellas, microorganismos, nuevas regiones del planeta… desde lo más grande a lo más pequeño, un sinfín de nuevos hechos fueron irrumpiendo, favorecidos por la nueva forma de mirar, quebrando paulatinamente la vigencia de la antigua cosmovisión, para la cual lo particular, lo que procedía de la experiencia y lo meramente nuevo había sido algo engañoso y desdeñable. El todo, venía a decirse en conclusión, no era algo previo a las partes, y, consiguientemente, tampoco el todo social, lo preestablecido, lo simbolizado en el monarca o el tirano, debía de prevalecer o imponerse de forma asfixiante sobre el individuo, que, como pronto descubrió la Ilustración, era portador de derechos inalienables.

Y a todo esto es a lo que se llamó “Occidente”.