“La vida –dice Ortega– es (…) un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Y sin embargo, lo que nos espera fuera es, para empezar, amenazante, peligroso: salimos hacia lo que no nos deja seguir siendo quienes éramos cuando sólo éramos “yo”. Salir afuera es hacer transitar el “yo” hacia “lo-otro-que-yo” (hacia nuestra circunstancia). Por todo ello, por lo que significa esa confrontación del yo con lo que le niega, daba Ortega otra definición de la vida complementaria, en este último sentido, de la anterior: “La vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro”. De ahí la angustia que nos acompaña desde que asomamos al mundo.
No repararemos todavía en los modos de afrontar productivamente esa angustia, sino, de momento, tan sólo en aquellos que tenemos de eludirla (que coinciden, precisamente, con los que proceden de la escisión que es propia del hombre moderno, y a los que nos referíamos en el artículo anterior). El primer modo consiste en desalojar de nosotros el yo, quedarnos a merced de lo que nos acontezca, aceptar sentirnos empujados por las cosas, que serían las que desde fuera decidirían por nosotros. Identificados con “lo-otro-que-yo”, desiste el yo de reclamar sus derechos, y así se deja, por tanto, de sufrir por esa confrontación entre el yo y lo que le niega, entre el yo y la circunstancia. Así es como llegó a conformarse la manera de estar en la vida que precisamente adoptaron los estoicos, y que le hacía decir a Marco Aurelio: “Conmigo casa todo lo que casa bien contigo, mundo”, porque, decía también: “Todo lo que acontece, acontece justamente, (…) y como por obra de alguien que distribuyese conforme al mérito”. Actitud contra la que, sin embargo, nos prevenía Ortega, que, por su parte, afirmaba: “Andamos en peligro de que esa invasión de lo externo nos desaloje de nosotros mismos, vacíe nuestra intimidad, y exentos de ella quedemos transformados en postigos de camino real por donde va y viene el tropel de las cosas”.
El otro modo de que disponemos para eludir la angustia que nos es consustancial consiste, por el contrario, en encastillarnos dentro de nuestro yo, acorazarnos frente a la circunstancia y sus peligros, reprimir las funciones vitales encargadas de conducirnos hacia fuera, hacia el mundo. Decía Ortega que “somos todos, en varia medida, como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza externa que aprisiona un núcleo íntimo siempre agitado y vivaz (...) El trino alegre que hacia fuera envía el cascabel está hecho por dentro con las quejas doloridas de su cordial pedrezuela”. Esa coraza que limita nuestro mundo interior del exterior se exacerba en el caso del que hablamos, hasta el punto de impedirnos la comunicación con ese mundo exterior, de refrenar “el incesante salir de sí al universo” que vimos que decía Ortega. El efecto que produce esta renuncia a incorporarnos a la realidad exterior es también morboso: “Cuando no hay alegría –decía asimismo el filósofo madrileño– (…) percibimos con extraña evidencia la línea negra que limita cada ser y lo encierra dentro de sí” . La vida queda entonces anquilosada, se vuelve improductiva, porque la desconexión de lo real conduce al nihilismo, a la renuncia a encontrar un sentido al mundo, lo cual lleva finalmente a la inoperancia. Metiéndose en la piel de quien de esta forma renuncia a la tarea que en cierto momento denominó “salvar la circunstancia”, concluye el mismo Ortega que “si en los momentos de infelicidad, cuando el mundo nos parece vacío y todo sin sugestiones, nos preguntan qué es lo que más ambicionamos, creo yo que contestaríamos: salir de nosotros mismos, huir de este espectáculo del yo agarrotado y paralítico” . Y es que “naturalmente y en plena salud, la atención iría siempre hacia lo de fuera, hacia el contorno vital más allá del organismo” .
Wilhelm Reich, el psicoanalista más heterodoxo y genial de todos los que salieron de aquella gran hornada que formaron los más inmediatos discípulos de Sigmund Freud, entendía que las funciones vitales básicas, y aun las que mantienen en actividad al universo entero, siguen una pauta dinámica que comienza en los procesos que podríamos denominar de tensión/carga y culminan en los de descarga/distensión. Pauta que podemos observar en los procesos fisiológicos de la respiración, el funcionamiento del corazón, los procesos digestivos, el comportamiento sexual… Pero también en los comportamientos sociales a un lado y a otro de las crisis por las que atraviesan o los ciclos naturales que van desde la primavera/verano hasta el otoño/invierno. El universo entero sería, pues, un organismo pulsátil que se expande y se contrae en una inacabable secuencia de cargas y descargas, que, por otra parte, no conduce una y otra vez al punto de partida, sino que sirve de sustrato a un proceso que acaba desembocando en algún tipo de crecimiento (el universo, transcurriendo de lo simple a lo complejo, siempre, a la larga, va a más).
Alexander Lowen, seguidor de Wilhelm Reich y fundador de la bioenergética, un método terapéutico que trata de abordar los problemas psíquicos y psicosomáticos no sólo a través de la psicoterapia sino también abordando las corazas musculares en las que anclan aquellos problemas, sostiene, de una manera que viene a coincidir con los planteamientos de Ortega, que la función vital básica nos conduce, efectivamente, de dentro a fuera. Y aun busca una manera de traducir ese flujo a su sustrato orgánico y fisiológico: la vida empieza por ser un movimiento de expansión que sale del corazón y discurre hacia la periferia. Partiendo de las enseñanzas de Lowen, podemos situar las dos posiciones vitales de las que hablábamos al principio en cuanto que modos alternativos y contrapuestos de eludir la angustia, como maneras de ser que podríamos situar en algún punto de las trayectorias que, abandonadas a su propia inercia, transcurrirían respectivamente hacia la depresión y hacia la esquizofrenia.
Puesto que Lowen considera la respiración la función vital básica, concluye que esas dos trayectorias tienen su reflejo en sendas perturbaciones de esa función respiratoria: el depresivo es un ser des-alentado, que tiende a bloquear su respiración en el momento de la descarga, que no inspira, que no se carga de aire (y, por tanto, de energía) suficientemente; comportamiento que a su vez se sostiene sobre una coraza caracterial y muscular que lo confirma como un ser decaído, sin tensión, presto para dejarse conducir (empujar) por lo que las circunstancias decidan. Lo cual –conviene no perderlo de vista– no es sino una de las formas de defenderse de la angustia. Decía Lowen que “en último análisis, la muerte es la defensa total contra la angustia”; pues bien, la depresión es un intento de aproximación a esa resolutiva manera de defenderse de ella. Mientras tanto, el esquizoide tiende a retener su respiración en el momento de la inspiración, no cede a las funciones que propician la descarga, no sólo la que corresponde a la espiración, sino asimismo todas aquellas que nacen en ese movimiento general del organismo que lleva de dentro a fuera: la expresión verbal y emocional –la comunicación en fin–, la empatía, la actividad que había de empujar productivamente al sujeto hacia su circunstancia…
Estos dos respectivos caracteres o modos de ser, el desfondado y el reprimido, sirven también de prototipo a los dos grandes modos de enfermar. Según el modelo digamos que “depresivo”, la enfermedad transcurre hacia la falta de energía y el apagamiento. Y según el modelo “esquizoide”, la enfermedad actúa, por el contrario, al modo de las descargas volcánicas: la tensión/carga acumulada morbosamente por el organismo acaba haciendo erupción y rompiendo la estructura orgánica que, como un rígido corsé, trataba de contenerla. Si de trastornos psíquicos estuviéramos hablando, la farmacología acudiría a auxiliar, en el primer caso, a través de fármacos estimulantes, y en el segundo, de depresores.
La superación dialéctica de ambos procesos morbosos (mientras sea posible, claro está), significaría que se llegan a integrar y a complementar el uno con el otro, corrigiendo sus respectivas exageraciones. La distensión extrema del deprimido y su correspondiente flacidez vital, y la coraza (contracción) caracterial y muscular que sirven al esquizoide de anclaje desde el que retener la salida del yo hacia el mundo han de fundirse en un dinamismo que conjunte ambas actitudes, hasta recuperar finalmente, en lo posible, la armonía de aquel flujo primordial que afecta a todo el universo y que de modo recurrente transcurre desde los procesos de tensión/carga hasta los de descarga/distensión.
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