Se nos ha hecho tan familiar la idea de que la sociedad esté
políticamente organizada en partidos que luchan entre sí para alcanzar el poder
que hemos llegado a pensar que esta es la forma natural de administrarse toda
sociedad. Pero no siempre fue así. Sí que han existido, evidentemente, grupos
combatientes en las sociedades que han tratado de conducirlas hacia uno u otro
objetivo. La lucha decantaba cuál de los grupos se alzaba con la preeminencia y
era el victorioso el que decidía el plan que iba a llevarse adelante. Pero
tanto la victoria como la derrota conducían al mismo efecto: “Disuelven
el grupo combatiente, y con él, el grupo contrincante. Suprimidos ambos, la
lucha se desvanece también y la sociedad retorna a la convivencia pacífica y
unitaria. A nadie se le ocurre perpetuar los grupos hostiles ni el temple mismo
de hostilidad después de la victoria o la derrota”. La contienda
permanente solo llegaba a acontecer entre sociedades diferentes.
Francisco de Goya: Duelo a garrotazos |
El siglo XIX fue matriz de muchas cosas encomiables, pero
también de otras muchas decididamente desastrosas. Entre estas últimas, el
triunfo de una interpretación de la vida social según la cual le es esencial el
combate entre las partes de las que la sociedad se compone. Y así, aquellas
agrupaciones coyunturales que en otro tiempo se disputaban la preeminencia de
una política u otra, pasaron a constituirse en “partidos”, en el sentido
moderno del término, agrupaciones permanentes de combate dentro de la misma
sociedad. Hasta tal punto se acabó considerando el combate dentro de la
sociedad como algo esencial a ella que los motivos de ese combate dejaron incluso
de ser lo prioritario y esencial. Lo que importaba era la lucha partidista, y
se entendía que los motivos, si parecían en algún momento no existir, ya
llegarían. “Se quiere que la sociedad esté normalmente escindida en grupos, haya o
no pretexto para ello. Cuando no lo hay, se inventa. Es preciso nutrir al
partido refrescando su programa bélico. Se considera que la lucha es la forma
esencial de la convivencia entre hombres”. Mientras que las luchas
intestinas, sin duda frecuentes, se habían considerado hasta entonces una
desdicha y, por tanto, un hecho anómalo y accidental, puesto que prevalecía el
sentido unitario de la sociedad, pasan ahora, a partir del siglo XIX, a ser
entendidas como algo consustancial a esta. “La sociedad será en su propia esencia lucha
y nada más que lucha. Convivir es pelear—franca o artificiosamente”.
Viniendo a confluir con este movimiento partidista que
desbarataba la idea de comunidad como algo unitario, y quizá respondiendo a una
misma raíz desmoralizadora, apareció, por las mismas fechas, otra idea
complementaria, la de que no existe una verdad trascendente a cada individuo
que merezca ser defendida, sino solo particulares intereses que se revisten de
una epidermis argumentativa para ser así dignificados, pero de la que está
ausente cualquier sustento objetivo. “Napoleón creó el vocablo para denominar ese
pensar falso cuando llamó a sus enemigos, despectivamente, ideólogos. Desde
entonces una ideología significó el conjunto de ideas inventadas por un grupo
de hombres para ocultar bajo ellas sus intereses, disfrazando éstos con
imágenes nobles y perfectos razonamientos”. Más tarde apareció Carlos
Marx para dar una mayor sistematización a esta idea, conjuntándola con la de
que a una sociedad le es esencial la división entre grupos combatientes. La
sociedad está dividida en clases que luchan entre sí para defender cada una sus
propios intereses, económicos en última instancia, frente a los de la
contraria. Cada clase social tiene una forma de pensar que no se ha construido
en aras a la búsqueda de la verdad –la cual hay que desechar por inexistente–,
sino como superestructura ideológica con la que quedan camuflados aquellos
intereses. El individuo, al pensar, al razonar, no está realizando un acto libre y
motivado por la aspiración de comprender su mundo, solamente está reflejando
sus intereses de clase. En suma, se concluye que “toda idea es partidista”.
No existe, se dice, ninguna verdad objetiva, trascendente, que unos y otros
podamos compartir, ni una idea de justicia que se eleve por encima del interés
particular, todo el mundo va a lo suyo, individual o colectivamente, y lo
demás es camuflaje (superestructura ideológica, según la terminología
marxista).
(Anticipémonos a posibles malentendidos y aclaremos que no se ha de deducir de todo esto un alegato en contra de la democracia representativa. Solo, más bien, en contra de la partitocracia).
(Anticipémonos a posibles malentendidos y aclaremos que no se ha de deducir de todo esto un alegato en contra de la democracia representativa. Solo, más bien, en contra de la partitocracia).
De forma paralela, la realidad, en cuanto que escenario en
el que desarrollar la vida sentido como algo objetivo y asimismo compartido por
el conjunto de los individuos, fue desapareciendo. De manera que “los
psicólogos de entonces intentaban convencernos de que la percepción del mundo
exterior consistía en una alucinación consuetudinaria”. Siguiendo esta
estela, cada cual pasa a construirse su propio mundo y a alojar en él sus
particulares gustos y valoraciones, dejando poco a poco de sentirse
comprometido con lo que las instituciones colectivas representen.
Aparece, pues, a la vista el destino final de este
movimiento desmoralizador, en donde el individuo es plenamente soberano y la
realidad una simple emanación de su subjetividad, hasta el punto en que hoy ya
cada cual puede decidir, más allá de las (consideradas como inexistentes)
verdades objetivas, incluidas las biológicas o las históricas, si, por ejemplo,
es hombre o mujer, o si pertenece a una nación o puede inventarse otra alternativa más a su gusto o congruente con su emotividad, o si una Guerra de Sucesión
puede caprichosamente pasar a ser Guerra de Secesión. Los que han llegado hasta
el extremo –esos que Ortega llamará hombres-masa–, viven en Matrix, dentro de
una ensoñación en la que nada de ellos está puesto al servicio de algo que les
trascienda, de algo a lo que incluso supeditar su personal interés o su
particular apetencia. Nuestra circunstancia se diluye y, a falta de la
resistencia que ella intrínsecamente supone, nuestro yo –es decir, la
contrapartida de esa circunstancia, el esfuerzo que supone la realización de
nuestro proyecto de vida frente a esa resistencia– pierde autenticidad, trata
de sobrevolar por encima de su destino y, concluye Ortega, se convierte en
receptáculo de toda perversión.
Juntemos esta dinámica desmoralizadora con los aciagos sesgos
que proceden del carácter español, que, en resumen, para Ortega se derivan de
nuestra acusada propensión a dejarnos llevar por los estímulos inmediatos. Esa capacidad para ser hoy de una manera, principios
incluidos, y mañana de otra sería, según Ortega, una destacada
peculiaridad del carácter español. Vale decir también, una acusada expresión de aquella
propensión generada por la posmodernidad según la cual, como la
verdad no existe y la realidad es lo que cada individuo interprete que es, en suma, como no existen instancias creíbles por encima de los individuos, lo que procede es retirarse cada cual hacia la defensa de sus más particulares e inmediatos
intereses. Y el resultado final es, inevitablemente, el deterioro de las instituciones y de la ley, que representan los modos estables de ser, aquellos que debieran suscitar el compromiso en su defensa por parte de los individuos, si estos tuvieran clara conciencia de la colectividad a la que pertenecen.
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