Los que necesitamos creer que existe la verdad lo tenemos crudo; ni siquiera podemos sostener que lo que nos dicen los sentidos sea cierto: la nueva física ha constatado que lo que a la vista y al tacto parece materia sólida, en el nivel atómico y subatómico está hecho de vacío y de distancias siderales entre átomos. Esta “mesa” es, pues, una interpretación de nuestros sentidos, no la realidad en sí. Y los que decimos que somos una trayectoria vital que une nuestro pasado a nuestros proyectos hemos de admitir que tanto lo que llamamos “nuestro pasado” como “nuestro futuro” son interpretaciones de algo que no tiene consistencia por sí mismo. Menos mal que nos queda Ortega.
Habla Ortega de “sensibilidad para el más allá”, la cual supone dos cosas: “una, fe en la vida al esperar que la porción ignorada de ella es mayor y mejor que la ya sabida; otra, fuerza creciente en la persona, porque el horizonte no se amplía nunca o casi nunca por sí mismo, sino que lo ensanchamos empujándolo con los codos de nuestra alma, que para ello necesita dilatarse, rebosar hoy su volumen de ayer”[1]. En suma, que en sustitución de lo que antaño se llamó esencia o sustancia de lo que somos, contamos con una irreductible propensión a ir de lo peor a lo mejor, algo que Nietzsche reducía a ser “voluntad de poder”, amputando el ingrediente moral que ahora nos aparece. No todo vale, pues, hay cosas mejores y peores, aunque cada cual tenga su propio camino para ir descubriendo cómo articular esa diferencia. En suma: cada cual ha de ir encontrando en cada una de sus decisiones cuál se corresponde con la verdad y cuál no. Y responder por ello, al menos ante sí mismo.
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