domingo, 29 de enero de 2012

VIVIR ES SOBREPONERSE (¿INÚTILMENTE?) A LOS FRACASOS

Existimos gracias al dolor y al sufrimiento. Si no fuera por ellos, no habríamos salido de nosotros mismos, nos habríamos quedado plácidamente instalados en el no ser, no ex-sistiríamos. Habríamos permanecido, en suma, en un estadio anterior a la conciencia, pues, como decía Unamuno: “Toda conciencia lo es de muerte y de dolor”. Y aun así, nuestra más primaria reacción ante el dolor consiste en regresar del mundo, retraernos hacia dentro de nosotros mismos, amputar de nosotros la parte de mundo externo que nos lo produce… ampararnos, en fin, en la inconsciencia o en la disociación. El placer, la alegría, la ilusión de vivir residen en una capa de nuestra personalidad que es sobrevenida, que superponemos a ese ser interior que quisiera permanecer para siempre en el vacío, que, como Cioran, considera el haber nacido un inconveniente. Serían pues aquellos sentimientos que nos vinculan a la vida demostración de un provisional triunfo sobre esa materia prima de la que estamos hechos: nada y dolor.

“Cuando se maltrata a los niños –dice Daniel C. Dennet en su libro “Tipos de mentes”, explorando una de las laderas de esta idea en la que nos hemos metido– suelen acogerse a una estrategia desesperada pero efectiva: ‘se ausentan’. En cierto modo se dicen a sí mismos que no son ellos quienes sufren ese dolor. Parece haber dos variantes de disociadores: los que simplemente rechazan el dolor como suyo y lo contemplan, por así decir, desde fuera; y aquéllos que se desintegran, por lo menos momentáneamente, en algo parecido a una personalidad múltiple (no soy yo quien está sufriendo este dolor sino ‘ella’ o ‘él’). Mi hipótesis no enteramente extravagante sobre esto es que estas dos variantes de niños difieren en su aprobación tácita de una doctrina filosófica: que toda experiencia debe ser experiencia experimentada por algún sujeto. Los niños que rechazan el principio no ven nada malo en ausentarse del dolor dejándolo sin sujeto para que circule por ahí sin herir a nadie en concreto. Los que aceptan el principio tienen que inventarse a otro para que actúe de sujeto: ‘¡Cualquiera menos yo!’ ” . Desde esa inicial incapacidad para aceptar el sufrimiento que es vivir, despliega el niño, pues, dos primordiales formas de ser: la que estrictamente quisiera ausentarse, regresar al no ser (el autismo o la catatonia incluso), rechazar cuando menos esa parte de sí que duele; y la que de modo incipiente emite un yo, sí, pero tratando de dejarle a salvo también del dolor, disociándose, expulsando de sí hacia algún tipo de entidad externa a ese yo, la parte de su personalidad implicada en el dolor. Ambas son variaciones del mismo mecanismo del que hacía gala un personaje de una novela de Dickens (el del bicentenario), la señora Gradgrind, a la que alguien preguntó si sentía dolor. Su respuesta fue: “Hay un dolor en alguna parte de la habitación, pero no estoy segura si lo siento yo”. Es lo que tiene tratar de ignorar el dolor en que, para empezar, consiste vivir: que al final se acaba cayendo en la esquizofrenia. De la cual no andaba existencialmente tan lejos James Joyce cuando decía: “La historia es una pesadilla de la que quiero despertarme”, presuponiendo que en el concepto “historia” estuviera incluida su propia vida. En suma, que, como decía Cioran: “Sufrimos: el mundo exterior comienza a existir...; sufrimos demasiado: desaparece”. Y también: “En las fronteras del ser: ‘Nadie sabrá nunca todo lo que he sufrido y sufro, ni siquiera yo mismo’”.


Así pues, vivir de modo cabal exige aceptar el dolor que, para empezar, significa adentrarse en lo que nos es exterior, y, si es posible, combatirlo, tratar de contrarrestar la fuente de ese dolor, no retraerse ante él ni disociarse, como hace el niño. Aunque, finalmente, ninguno de los combates que llevamos a cabo a favor de la vida (de la vida en el mundo exterior) acaba en victoria definitiva: todo para el individuo tiende en última instancia hacia el fracaso, y al final espera el más definitivo de todos ellos: la muerte. Por ello decía Cioran: “Una pasión es perecedera, se degrada como todo aquello que participa de la vida” (la pasión es la fuerza que oponemos al deseo de regresar), y añorando los orígenes: “El ser es una perversión del no-ser”. Y en fin: “Toda vida es la historia de un hundimiento”. Porque, dice también Cioran: “Todo acaba llegando a su momento de fatiga… su momento de verdad”. Es lo que sintió Don Quijote cuando, después de haber lanzado toda su apasionada capacidad de delirar (de intentar sustituir el mundo decepcionante y doloroso por otro a la altura de sus deseos) contra los molinos de viento del mundo exterior, acabó confesando, al final de la novela: “Yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos”. Y a partir de entonces, mientras iba recuperando la lucidez y, en esa medida, entraba en el declive vital, empezó a valer para el hidalgo manchego aquello que dijo León Felipe:

“Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Va cargado de amargura
que allá encontró sepultura
su amoroso batallar
...
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.”
Su lugar: ese mundo interior hecho de vacío del que una vez nos resistimos a salir y al que volvemos a medida que se apaga el mundo externo. Es a eso a lo que se llama depresión, y a donde recaló el que, regresando de sus delirios, volvía a ser Alonso Quijano. El por qué lo explicaba también Cioran al decir: “Esa falta de descanso llamada ‘vivir’ (...) Nada es más propio de las criaturas que la fatiga”; y que asimismo le llevaba a concluir: “Sólo me seduce lo que me precede, lo que me aleja de aquí, los innímeros instantes en que yo no fui: lo no-nato, en suma”. Así venía a referirse a esta idea también Miguel de Unamuno:

“...Días de languidez en que el mortal desvío
de la vida se siente y sed y hambre del sueño
que nunca acaba; días de siervo albedrío
vosotros me enseñáis con vuestro oscuro ceño
que nada arrastra más al alma que el vacío”

“Todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro”, decía en consecuencia Novalis, aproximándose al punto de vista de los niños a los que vimos que se refería Daniel C. Dennet. La alternativa para los románticos (los padres de nuestra actual cultura) sería, pues, regresar. Situándose en ella, decía Cioran: “Conocer, ordinariamente, es estar de vuelta de algo; conocer, absolutamente, es estar de vuelta de todo. La iluminación representa un paso más: consiste en la certeza de que en adelante no se volverá a ser víctima del engaño, es una última mirada sobre la ilusión”. Novalis lo ratifica (como antes vimos que lo hacía Don Quijote): “Todo me conduce, de nuevo, hacia mí mismo”. Efectivamente: habíamos puesto en marcha la vida como modo de enfrentarnos al dolor de la separación (de la separación del útero materno para empezar; de la separación de la nada), pero si nunca lograremos reconciliarnos del todo con lo que nos rodea, si “hasta agora no sabemos lo que conseguimos a fuerza de nuestros trabajos”, ¿no es la vida un periplo apasionante pero estúpido e inútil? “Toda la historia es un fracaso –decía María Zambrano ahondando en esta reflexión– porque la esperanza que la ha movido es imposible de realizar”. Vivir, entonces, parece ser una forma de extravío que comienza con nuestra salida al mundo, y (de nuevo Cioran) “se muere para no extraviarse”, para regresar, como Alonso Quijano, de nuestros delirios, de lo que concluimos que no existe. Si lo que nos ilusiona no existe, ¿para qué seguir en la (dolorosa) existencia?

He aquí el dilema fundamental y dramático al que el hombre actual se enfrenta, aquel que llevó a Camus a afirmar: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder”. Yo me he decidido por esta respuesta: para encontrar el sentido de la vida hay que salir de uno mismo (del vacío de uno mismo), vivir de dentro a fuera, subsumir (que no negar) mi vida como individuo en la corriente universal que busca realizarse como Unidad. Añadirme, pues, a esta corriente a la que se refiere Ortega cuando dice: “La vida ha triunfado sobre el planeta gracias a que en vez de atenerse a la necesidad la ha inundado, la ha anegado en exuberantes posibilidades, permitiendo que el fracaso de una sirva de puente para la victoria de otra”. Otras posturas intermedias entre decidir vivir o suicidarse (el autismo, la esquizofrenia, la depresión…) tampoco me convencen.

sábado, 21 de enero de 2012

TODO TIENDE A LA UNIDAD

El Universo, la entera Creación, tiene forma de pirámide. En el vértice superior mora la Unidad, el Orden supremo, el Espíritu decía Hegel. En la base, hierve y se agita caóticamente lo múltiple y disperso. Esta muchedumbre de cosas no deja, sin embargo, de estar acogida dentro de un marco o perímetro que gobierna desde arriba la Unidad, atrayendo a esas cosas hacia su altura, empujándolas a la conjunción, a la previsibilidad, a la armonía. Todo nace de la Unidad y vuelve a ella. Y así, cuando un árbol retoña en primavera y muestra su exuberante pulsión hacia lo múltiple, que se ramifica y pulula, no deja que cada hoja, cada átomo de su dispersión, olvide la unidad arbórea que los sostiene y alimenta. Lo múltiple no es, pues, sino la capa exterior de lo unitario, o su primera manifestación. Y si esto observamos en el espacio, no es sustancialmente diferente lo que ocurre cuando, asomados al tiempo, vemos desenvolverse el devenir: la base de la pirámide sería ahora el caos bullicioso y multitudinario de los fenómenos simples, azarosos, imprevisibles, aparentemente desasistidos del afán ordenador del Espíritu. Pero, latente, la Unidad, el Orden, eso que nuestra mente racional es capaz de descubrir y anticipar, tutela desde la sombra lo que acontece. La Historia no es conducida por el capricho: desde el vértice superior de la pirámide, todo es atraído hacia la complejidad, la regulación, la ley (Hegel decía “la libertad”)… Hacia el punto en el que la pródiga y desparramada profusión de aconteceres individuales (de átomos de realidad temporal) de que es capaz la Creación recuerde la soterrada Unidad que está esperándoles en el futuro.

domingo, 15 de enero de 2012

LA REALIDAD NO ES UN DELIRIO COMPARTIDO

Siglos ya de cultura occidental que por uno de sus ramales parece empeñada en enseñarnos a desdeñar la realidad… no puede ser bueno. A las alturas del vigente posmodernismo, casi resultaría obligado concluir que la realidad no es más que un sentimiento, una mera prolongación de nuestra subjetividad. Algo que el artista conceptual Joseph Kosuth venía a hacer explícito en esa representación que dejamos expuesta junto a estas líneas, en la que el objeto “silla”, su fotografía y su concepto, según queda definido en el diccionario, vienen a ser equivalentes en cuanto a su respectivo grado de realidad: los tres son construcciones mentales, creaciones del sujeto que las percibe; los tres vienen a dar respuesta al mismo concepto desde el que son generados: “silla”; y ninguno de las tres existiría sin la labor de construcción mental que los precede y origina. Para un miembro de una tribu primitiva, sin previo contacto con la civilización, ese mismo “objeto” podría ser interpretado, por ejemplo, como “conjunto de maderas apto para ser quemado y calentar”.


Idéntica es la propuesta artística de Magritte en el cuadro “Los dos misterios”, también reproducido junto a este texto, y que vendría a ser una ampliación de aquel otro que hizo famoso en 1928-29: “La traición de las imágenes (esto no es una pipa)”, que en este otro de 1966 quedaría incluido como contraste frente a una supuesta pipa objetiva. “El arte evoca el misterio sin el cual el mundo no existiría”, dejó dicho Magritte, reafirmando con ello la inconsistencia del mundo real: a través del arte merodeamos alrededor de esas realidades aparentes que aceptan estar ahí “afuera” sólo porque nosotros las creamos, pero que en sí mismas, como “objetos”, no tienen ninguna consistencia.
De ello da otra prueba artística el mismo Magritte: su cuadro “Madame Recamier de David”, reelaboración de aquel otro del neoclásico Jacques-Louis David (ambos reproducidos aquí abajo), cara y cruz los dos de una misma “realidad”, virtualmente percibida en cada caso con unos años de diferencia. Año arriba, año abajo, ¿puede una realidad ser tan inconsistente como para, sin menoscabo, sustentar esas dos versiones (Madame Recamier viva y muerta respectivamente), la de David y la de Magritte, tan contrapuestas en el mundo de las apariencias? ¿Y qué diríamos de ese “Maestro de escuela” (un poco más abajo) del mismo Magritte, tan intercambiable con otras mil posibilidades de ser que oferta la “realidad”? ¿No podría tratarse, además de un “maestro de escuela”, de, por ejemplo, un cobrador del frac, un duelista a punto de volverse para disparar contra quien le retó, o un asesino en serie en busca de su próxima víctima? La mente, conjuntando variables (de las que también responde ella misma), es la que decide que “eso” es un maestro de escuela. El físico Heisenberg, con su Principio de Indeterminación pareció dar la puntilla al mundo real, al comprobar experimentalmente que el fenómeno eléctrico se ajustaba a dos modelos contrapuestos, como producido alternativamente por corpúsculos materiales y por ondas, según fuera uno u otro el presupuesto desde el que el experimentador partía en su experimento. “(Heisenberg) el más grande físico actual –decía Ortega– (...) Su ‘principio de indeterminación’ (...) se vuelve contra todo el cuerpo de la física y lo destruye (pues) proclama que el investigador, al observar el fenómeno, lo ‘fabrica’, que la observación es producción”. Así de poco, en fin, parece quedar para ser real, objeto, cosa en sí.


Pero empecemos a atajar cuanto antes el camino hacia posibles conclusiones perversas en el que nos hemos ido adentrando: todas estas constataciones tienden a estar infiltradas por un profundo malentendido, responsable de un generalizado sentimiento de extravío. Efectivamente, para empezar, algo de las cosas, del mundo externo, está hecho con aportaciones del sujeto; el mundo real, para serlo, debe a nuestra contribución (subjetiva) buena parte de lo que es. “Una parte, una forma de lo real es lo imaginario”, dice también Ortega. Pero aquello en lo que consiste nuestra aportación subjetiva forma también parte del objeto, de lo que no somos nosotros: es preciso un sujeto para que sea descubierto, pero también es real, en el sentido de que existe fuera de nosotros. “Las cosas se fundamentan en algo que yo poseo”, decía María Zambrano. Incluso, añadiría Ortega, “para responder a ¿qué son las cosas?, tengo que preguntarme ¿qué soy yo?”, porque “tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo”.


La realidad debe su ser, pues, a dos clases de aportaciones: una, la pone el objeto, la cosa en sí; la otra la pone el sujeto con su interpretación y su valoración. Pero que toda realidad necesite ser interpretada, no quiere decir que todo en ella sea interpretación, que todo sea “según el color del cristal con que se mira”: existe, está ahí afuera, y nuestra interpretación, si respeta su ser en sí (si no es un mero producto del delirio), lo que hace es descubrir algo que ella guardaba como potencia, y que sólo llega a aparecer si nosotros queremos que aparezca (si, como el Príncipe con la Bella Durmiente, nos decidimos a darle el beso amoroso que la despierte). Es lo que también decía Ortega: “Tal vez la visión amorosa es más aguda que la del tibio. Tal vez hay en todo objeto calidades y valores que sólo se revelan a una mirada entusiasta (...) Según esto, el amor sería zahorí, sutil descubridor de tesoros recatados”. Y en fin, concluyamos también con Ortega: “Hay un primer plano de realidades el cual se impone a mí de una manera violenta, son los colores, los sonidos, el placer y el dolor sensibles. Ante él mi situación es pasiva. Pero (…), erigidos los unos sobre los otros, nuevos planos de realidad, cada vez más profundos, más sugestivos, esperan que ascendamos a ellos, que penetremos hasta ellos. Pero estas realidades superiores (…) para hacerse patentes nos ponen una condición: que queramos su existencia y nos esforcemos hacia ellas (…) La ciencia, el arte, la justicia, la cortesía, la religión son órbitas de realidad que no invaden bárbaramente nuestra persona como hace el hambre o el frío; sólo existen para quien tiene voluntad de ellas (…) Si no hubiera más que un ver pasivo quedaría el mundo reducido a un caos de puntos luminosos”. Desde la ciencia hasta el arte o la política, contienen todas ellas verdades (verdades “objetivas”) que no son asequibles a una mirada pasiva: hay que construirlas, hay que poner a trabajar, a “crear”, a nuestro interior (a nuestros conceptos, a nuestras formas de mirar) para que aparezcan. “Que no pasa ná, diría José Mota, pero estar, están”.

Incluso pretender que la realidad sea sólo lo que captan nuestras impresiones sensoriales, excluyendo de ellas nuestras interpretaciones o nuestras valoraciones, es falsear la realidad. Lo que vemos y lo que oímos no es la realidad: “Lo visto, lo oído tiene valor meramente por lo que en ello hay de alusión a ese fermentar secreto, a esa latente trayectoria de que lo sensible no es sino un estadio” (Ortega). Y si pretendemos excluir de la realidad lo que ella nos debe, sólo quedaría ante nosotros, como Kant decía, “un caos de impresiones”.


Ayer estuve viendo la película “El topo”, de Tomas Alfredson. Entenderla es como intentar construir un puzle de cinco mil piezas al que le faltan cuatro mil quinientas. Consecuente con la conclusión de que la realidad es “un caos de impresiones”, el posmoderno director no se siente obligado a conducirnos a través de esos objetos narrativos auténticamente reales que, para ser descubiertos (para ser comprendidos), necesitan amoldarse a la construcción subjetiva previa que los estructura según una secuencia que en esquema consiste en presentación, desarrollo de la trama y conclusión. En la película, piensa Alfredson, esto no es necesario: con exponer diferentes fragmentos, impresiones, atmósferas, sin apenas preocuparse de que el espectador pueda organizar las piezas sueltas según esa interpretación (evidentemente originada en lo subjetivo) que superpone a ellas el “antes” y el “después”… cree haber cumplido suficientemente su papel. Incluso los gestores de la posmodernidad puede que le den algún que otro premio: la “interpretación” (¿?, ¡!) de los actores es genial. Pero, ¡maldición!, estoy hasta las narices de que me pillen desprevenido estos autores posmodernos: a mí, que me avisen. Yo, cinco minutos después de que empezara la peli, ya sabía que me la habían vuelto a meter doblada, y rellené con bostezos y furtivas miradas al reloj las dos horas largas del coñazo en forma de película que me tragué.


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 “La psicología: entre el pensamiento y la realidad externa”


“El mayor descubrimiento de la historia”


“El síndrome de don Juan (por qué desdeñamos la realidad)”

sábado, 7 de enero de 2012

IZQUIERDA Y DERECHA DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA FILOSOFÍA (Y UPyD COMO NECESARIA ALTERNATIVA A AMBAS)

(PUBLICADO EN EL CORREO DE BURGOS EL 6 DE ABRIL DE 2012)

Cuenta Diógenes Laercio en su “Vida de los más ilustres filósofos griegos” que el sofista Protágoras fue el primero que dijo: “En todas las cosas hay dos razones contrarias entre sí”. Incapaces de encontrar la manera de hacer coexistir esas perspectivas contradictorias, los hombres vamos dando bandazos desde la una hasta la otra, llevándolas respectivamente hasta el punto de exageración en el que, para compensar, empezamos a sentir la necesidad de ponernos a caminar en la dirección de la exageración contraria. Y así, decía Ortega, por ejemplo: “Siempre, por una propensión mecánicamente dialéctica de la mente humana, cuando se desespera de una forma de vida, la primera solución que se ocurre, la más obvia, la más simple es volver del revés todas las valoraciones. Si la riqueza no da la felicidad, la dará la pobreza; si la sabiduría no resuelve todo, entonces el verdadero saber será la ignorancia (…) Si la ley y la institución no nos hacen felices, esperamos todo de la iniuria y la violencia”.


Pitirim Sorokin (1889-1968), un sobresaliente sociólogo norteamericano de origen ruso, halló dos contrapuestos modos de ser que consideró los más básicos tanto desde el punto de vista de los individuos como de las culturas, y que serían los responsables de las diferentes configuraciones globales que van tomando las sociedades: eran éstos el modo ideativo y el sensual, y un tercero, el idealista, vendría a ser la síntesis ponderada de los otros dos. El contraste entre los dos iniciales modos de ser se establecería a través de pares de rasgos contrapuestos, del tipo de éstos que pasamos a relacionar:

La realidad no es, para el ideativo, lo que resulta evidente (esto sería sólo la realidad aparente), sino que está más allá, al fondo de sus referentes modélicos, aspiraciones y anhelos; mientras que para el sensitivo, lo real es estrictamente aquello que puede ser percibido por los sentidos. Predominio, pues, del racionalismo y del misticismo versus empirismo y materialismo; y vida regida, en el primer caso, por valores espirituales y supeditada a principios ascéticos y de sacrificio, frente a hedonismo, apego a placeres sensuales y vida regida por un egoísmo bien entendido, en el segundo.

Búsqueda de verdades permanentes, de las que se responsabiliza la mente (la razón), en los primeros, frente a verdades coyunturales, incluso desechadas como tales “verdades”, de las que responden sólo nuestros sentidos, en los segundos. En suma, absolutismo frente a relativismo. En congruencia con ello, en las épocas en las que predomina el ideativismo se realizan pocos descubrimientos en las ciencias naturales, aunque se presta atención al sentido de la vida, mientras que en las épocas sensuales, más atentas a los productos de la experiencia, se producen muchos descubrimientos e inventos, mientras que la filosofía cotidiana que predomina es la del “carpe diem”.

Otro rasgo diferencial lo constituye la estabilidad de la vida social en las épocas ideativas, en las que los sujetos tienden a adaptar sus necesidades a las posibilidades que ofrece el entorno, mientras que las épocas sensuales se caracterizan por su carácter dinámico e inestable, resultado de la tendencia de las personas imbuidas por esta mentalidad a transformar las circunstancias para adaptarlas a sus deseos.

En arte, las sociedades ideativas promoverían motivos simbólicos que aludirían a realidades no inmediatas, y las sensuales motivos impresionistas y apegados a la realidad inmediata. En el extremo, y hablando en lenguaje aristotélico, un ideativo tendería a elevar la materia hasta donde queda realizado su valor formal, y un sensual, a reducir las formas a sus componentes materiales y primarios.

Las culturas ideativas consideran al hombre responsable de sus actos; las sensuales creen que el hombre está determinado por el ambiente. Consiguientemente, el Derecho Penal en las sociedades del primer tipo estaría regido por la idea de castigo, y en las sensuales, por la de reeducación.

Históricamente, la sociedad medieval estuvo regida por un modo de ser sujeto a valores ideativos, mientras que, a partir del Renacimiento, empezaron a emerger los valores sensuales. En filosofía, ello se correspondería con el predominio del llamado realismo en la Escolástica durante la Edad Media, mientras que, a partir de la Edad Moderna (cuando ya la misma Escolástica estaba tendiendo a desaparecer), comenzaría a prevalecer el nominalismo. Al llegar los tiempos de la Revolución Francesa, ambas trayectorias se plasmaron en sendas posiciones políticas: el ideativismo/realismo sirvió de soporte cultural y filosófico a las derechas, y el sensualismo/nominalismo hizo lo propio con las izquierdas. Desde el Renacimiento, la cultura ideativa (la que cristalizó políticamente como “derecha”) ha sido una cultura en recesión, y la sensual (la que hizo lo propio como “izquierda”) ha sido la que ha tendido a imponerse.

Hoy, esta última trayectoria triunfante ha llegada a su punto de saturación, a veces, de clara exageración, incluso de caricatura. Hay un ejemplo que a mí me ronda sobre esa exageración a que han llegado los valores que puso en marcha el nominalismo escolástico, según el cual, lo sustantivo es el individuo y no la sociedad, la patria, podríamos decir, ciñendo más el concepto al contexto al que me refiero (y eso que hablamos de Estados Unidos, donde todo esto está aún contrapesado): en los respectivos monumentos que los norteamericanos han levantado como homenaje a sus soldados caídos en Vietnam y a los muertos en el atentado de las Torres Gemelas, no han incluido a los homenajeados dentro de un concepto que les pudiera integrar a todos ellos, sino que han grabado los nombres de todos y cada uno de los muertos: cincuenta mil en el primer caso, tres mil en el segundo. A mi modo de ver, esta manera de homenajear viene a significar la apoteosis cultural del individualismo.

Pero no se trata, o no debería tratarse, de regresar, para compensar, a los valores ideativos-derechistas, porque estaríamos reforzando la propensión que suele tener la historia hacia los cambios bruscos y epileptoides. Sorokin hablaba, en este sentido, del que llamaba modo de ser idealista, que vendría a ser la superación dialéctica de aquellos dos extremos pendulares representados por la izquierda y la derecha. Este nuevo tipo de mentalidad “representa –dice él– una más o menos equilibrada unificación de lo ideativo y lo sensual, pero con predominio de los elementos ideativos. En lo cualitativo, esta mentalidad sintetiza ambos tipos en una interiormente bien trabada y armoniosa unidad. Para ella la realidad es múltiple, comprendiendo los aspectos del eterno ser y del siempre cambiante devenir, de lo espiritual y de lo material. Sus necesidades y fines son a la vez espirituales y materiales, pero con lo material subordinado a lo espiritual. Los métodos de su realización comprenden en combinación simultánea la modificación del yo y la transformación del sensible mundo externo”.

Si quisiéramos completar un poco esta caracterización, podríamos aludir a la necesidad de atenerse a las realidades concretas, tal y como nos las muestran los sentidos y la experiencia (nominalismo izquierdista), pero para ser capaces de proyectarlas hacia algún tipo de ideal (realismo derechista). De recoger la idea de la responsabilidad personal, en última instancia, sobre la propia vida, pero no para adaptar ésta a los márgenes de lo que viene dado, sino para promover desde ella el dinamismo social transformador en dirección hacia el progreso. De valorar la alegría de vivir y los placeres sensuales, pero enmarcándolos en un proyecto de vida que incorpore metas de largo recorrido y que inevitablemente exigirán sacrificios. De encontrar el adecuado punto medio entre el individualismo que han promovido los tiempos modernos y aquel otro extremo al que se refería Marco Aurelio cuando recomendaba “no referir la acción a ninguna otra cosa excepto al fin común”. De saber, en fin, que todo es efímero, pero luchar porque prevalezca aquello que merecería ser perdurable.

En política, hoy por hoy, el partido político que está obligado a representar estos valores que Sorokin denomina “idealistas” (¡no hay otro!) es UPyD. Y yo espero que sepa estar a la altura de esa exigencia histórica.