sábado, 24 de marzo de 2012

Todos fuimos alguna vez Caperucita Roja (una sutil incitación a la lectura y a la escritura)

La fantasía es un mundo duplicado (disociado) al que vamos a parar para tratar de suplir las deficiencias de nuestra pobre, decepcionante y a menudo amenazadora realidad… o al menos evadirnos de ellas. “Es extraño cómo el poder creativo pone el universo entero en orden”, dijo una vez Virginia Woolf, uno de las escritores que más angustia ha tenido que contrarrestar con el poder imaginativo de su literatura. Hasta el punto de que los personajes creados por su imaginación no siempre se quedaron quietos dentro de los dominios propios de esa literatura, sino que a menudo traspasaron la frontera y se convirtieron en materia prima de sus múltiples delirios y alucinaciones. Lo cual dio como resultado que, a la vez que fue una original creadora literaria (o mejor diríamos, un instante más allá), Virginia Woolf estuviera loca. Todo en el mismo, aunque secuenciado, paquete.

No es el mundo la causa de nuestras inquietudes. Por el contrario, es aquél la necesaria coartada de que disponemos para poder vestir unas inquietudes que le preceden, que habitan en nosotros desde antes de nuestro primer vagido y de nuestra primera toma de contacto con lo exterior. Si no podemos proyectar sobre el mundo esas atávicas inquietudes ni conducirlas por esos cauces imaginarios, pero controlados, que tienen preparados la literatura o el cine; si, por consiguiente, quedan aquéllas flotando ingrávidas en los páramos desolados de nuestra alma, la vida, la vida en el mundo y también la que de manera sucedánea transcurre por los vericuetos de la imaginación, perderán sentido, y entonces daremos forma a fantasmas alternativos a esos otros referentes que la realidad o la imaginación narrada brindaban a nuestro desasosiego, de modo que nos iremos adentrando en los escenarios que para estas ocasiones tiene previstos la locura. La angustia no es una respuesta al mundo; el mundo es la respuesta a la angustia. Podríamos suscribir, por tanto, esto que afirmaba Kierkegaard: “Yo digo de mi pena lo que el inglés dice de su casa: ‘Mi pena es mi castle’”; el mundo exterior es lo que aparece cuando salgo de lo que esencialmente soy: “mi pena” (mi castillo o reducto último). Si el mundo llegara a quedar vacío, si dejara de ser significativo, tendríamos un grave problema, porque nuestra angustia quedaría entonces flotante, sin destino hacia el que apuntar para aspirar a resolverse… Y si tampoco hubiéramos inventado la literatura, estaríamos asimismo sin cuento de Caperucita en el que insertar esa angustia para poder conducirla, al menos imaginariamente, a buen puerto.


La imaginación de Virginia Woolf se colapsaba una vez que terminaba un libro; el último que escribió fue “Entre actos”, poco tiempo antes de su trágica muerte. Hablando de estas vicisitudes que estaban anunciando su inminente suicidio, cuenta su marido Leonard Woolf en un libro que acaba de aparecer, “La muerte de Virginia Woolf”: “Estoy seguro de que lo que estaba a punto de ocurrir tuvo que ver con la tensión de revisar las galeradas y con la negra nube que siempre se cernía sobre su imaginación cuando, una vez terminado un libro, tenía que enfrentarse a la conmoción de cortar, por así decirlo, el cordón umbilical mental y enviarlo a la imprenta…, y por último a los críticos y a los lectores”.

El primer recurso que oponemos, pues, a nuestra angustia constitutiva es la acción más o menos productiva en que consiste la vida, las tareas que ponemos en marcha para contrarrestar las eventuales fuentes de inquietud. El segundo es la imaginación, gracias a la cual llegamos a incluir la angustia dentro de un formato narrativo equivalente al del cuento de Caperucita, que nos conduce hacia la resolución sucedánea que, como ocurría en la tragedia griega, desemboca en la kátharsis o descarga de tensión emocional. El tercero, perentorio ya, es la locura: la imaginación sigue cumpliendo su función catártica, pero los personajes que crea dejan de estar contenidos en los cauces creados por la literatura o el cine e invaden alucinatoriamente la realidad. Cuando ninguno de esos recursos resulta viable, la angustia queda sin cauces y se desborda anegando la personalidad. La depresión es el desistimiento de seguir luchando contra la angustia. A partir de ahí, sólo queda un recurso para liberarse de ella: la muerte. Virginia Woolf recorrió este camino descendente hasta el final.

domingo, 18 de marzo de 2012

Somos una función de la lejanía

“Cuando era estudiante –contaba Cioran en una entrevista– leí un libro acerca de la literatura española contemporánea que recogía la anécdota de un campesino que, al subirse a un vagón de tercera y descargar el inmenso bulto que llevaba encima, exclama: ‘¡Qué lejos está todo!’. Me impresionó tanto esa frase, que con ella titulé un capítulo de mi primer libro en rumano”. Resulta cautivadora la facilidad que tiene Cioran para expresar las cosas en negativo. Yo, más positivo (quiero decir, no brillante como él), sólo soy capaz de afirmar al respecto que somos una función de la lejanía, de la distancia que nos separa de aquello que, por debajo de la capa superficial con que nos viste lo inmediato, sentimos ser. En la distancia que separa lo que coyunturalmente somos de lo que somos en el fondo habitan nuestras capacidades, nuestro deseo, nuestra voluntad… nuestra vida, que son los modos virtuales a través de los cuales enlazamos una con otra esas dos formas de ser. Quien no siente en alguna medida esta clase de distancia… está muerto. Porque, como dice Ortega y Gasset, “vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar sólo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de sí”. Pero también, quien siente esa distancia tan agrandada que todo lo que le permitiría llegar a ser resulta finalmente inalcanzable… acaba viendo la muerte como una liberación.

El infinito: he ahí el abismo que, sin embargo, sirve de fondo último, de paisaje o contexto sobre el que viene a resaltarse la figura de lo que vamos siendo. Cuando nuestra cultura occidental fue capaz de mirar las cosas en perspectiva, manteniendo el infinito como punto de fuga de todo lo que transcurría en los primeros planos, cuando descubrió la lejanía de una manera cabal, la vida de los hombres creció exponencialmente. Nicolás de Cusa y Giordano Bruno fueron de los primeros en asomarse al infinito. Se reconoce, asimismo, a Petrarca el haber sido el primero que, en el siglo XIV, se subió a una montaña, el Monte Ventoso, en la Provenza francesa, con la sola intención de contemplar la lejanía; “Impulsado únicamente por el deseo de contemplar un lugar célebre por su altitud, hoy he escalado el monte más alto de esta región...”, empieza explicando en el escrito en el que narra su aventura (http://personales.ya.com/muntanya/textos/petrarca.htm). Giotto también se asomó a la lejanía desde su pintura: fue el primero en usar la perspectiva, la diferenciación de planos entre lo cercano y lo lejano. Que hoy el arte vaya renunciando a la perspectiva, que Paul Gauguin o los cubistas vuelvan a amontonar las figuras en un mismo plano, no ha de ser algo inocuo, algo ha de querer decir sobre la fatiga del hombre actual, el declive de sus inquietudes o su desorientación (su extravío en el laberinto) respecto de las realidades no inmediatas, en suma, su renuncia a la lejanía. Otras épocas pasadas renunciaron también a esa lejanía: Oswald Spengler cuenta cómo en los últimos años de Pericles (que gobernó en Atenas entre el 461 y el 429 a. C.) se amenazaba con acusaciones judiciales gravísimas a quien propagase teorías astronómicas: “Fue este un acto de profundo simbolismo –dice–, en el que se manifestó la voluntad del alma antigua, decidida a borrar de su conciencia la lejanía en todos los sentidos de ésta”. Grecia se estaba adentrando en la profunda crisis de la cual la Guerra del Peloponeso fue sólo un primer capítulo.


En la vida de los individuos, lo más decisivo es el perímetro del paisaje frente al cual uno decide vivir, es decir, la mayor o menor lejanía de sus horizontes, de sus metas, del conjunto de vicisitudes en las que uno resuelve sentirse implicado y de eventualidades de las que sentirse responsable. Puedo avanzar ya mi posición respecto de que no creo que sean las facultades innatas o nuestro bagaje fisiológico lo determinante en nuestra manera de estar en el mundo, sino esta decisión que afecta al campo de facilidades y dificultades que escogemos como paisaje vital. La vida de cada cual es, pues, fundamentalmente, y a mi modo de ver, una función de las metas o lejanías hacia las que se transita; la dotación genética o los condicionamientos ambientales sólo son el sustrato o cauce por el que habrá de discurrir esa potencia que, camino de su (nunca del todo lograda) actualización, podríamos denominar (aprovechando un legado conceptual de milenaria tradición) el alma de cada individuo.

No demoremos más el aterrizaje de estos enunciados abstractos en el ámbito de los ejemplos concretos, que nos puedan servir como contraste y método de evaluación de la credibilidad que puedan aquellos merecernos. Habrán de resultar más expresivos los ejemplos que podamos extraer de la vida de personas sobresalientes, las que más lejos situaron sus objetivos y los correlativos deseos sobre los que vino a discurrir su vida. Escogeré, para empezar, el ejemplo que aporta la corta, intensa y dramática vida de una excelente poeta y escritora norteamericana, Sylvia Plath (1932-1963), que reúne los ingredientes precisos para sustentar en alguna medida las hipótesis hasta aquí enunciadas.

Para sobresalir, las personas han de elegir, efectivamente, metas vitales especialmente lejanas. Han de poner a producir, pues, una dosis suficiente (a menudo sobredosis) de inquietud, generar una energía, activar un potencial que las lleve a destacar por encima de la media. Sylvia Plath fue en este sentido una persona especialmente brillante: su currículum académico estuvo plagado de notas excelentes, del más alto nivel; llegó a ser admitida como becaria en las instituciones universitarias más prestigiosas, y desde muy joven refulgieron sus dotes como escritora. Son personas así las que están más dotadas para la creatividad, puesto que no recorren los paisajes que son habituales para la mayoría, sino otros singulares que se abren a su actitud indagadora, la que les hace explorar terrenos vírgenes, que huellan en solitario, precisamente porque son lejanos e insólitos. Y cuando han de contar lo que allí ven, necesitan hacerlo también con fórmulas inhabituales, con modos de expresión que no pueden ser los comunes, los que están previstos para dar publicidad a lo acostumbrado. Hablamos de un escenario que, sin embargo, a menudo desemboca en el laberinto del que hablaba Ortega, y en el que resulta fácil extraviarse, cuando adentrándose en lugares que no están en los mapas, deja uno de saber hacia dónde seguir caminando.


“El no ser perfecta, me hiere”, escribió Sylvia Plath en su Diario en 1957. Cuando el alma emite un mandato de la envergadura que refleja ese pensamiento, uno está obligado a activar demasiada energía; más, sin duda, de la que se tiene. Al exceso de inquietud por encima de los motivos que la justifican, al campo de lejanías a las que uno quiere llegar, pero a las que es imposible acceder (a veces, porque no se decide a ponerse en marcha hacia ellas) lo llamamos ansiedad o angustia. En consecuencia, Plath sufría de insomnio crónico (un ansioso así no se puede permitir esa clase de abandono improductivo que es el dormir; hay otros ansiosos que no pueden dormir porque no han hecho lo que debían y podían). Así que tomaba tranquilizantes y somníferos… que no llegaban a contrapesar con suficiencia la fuerza de su inquietud. Durante toda su vida repitió un patrón de respuesta a cualquiera de sus logros: nunca eran suficiente. Eso, a veces, sólo producía decepción, pero otras iban sirviendo de cauce a lo que no tardó en convertirse en una depresión mayor. Más allá de sus presupuestos fisiológicos o de las circunstancias ambientales con los que la vestimos, una depresión es el estado de postración que sigue a la constatación de que no somos aquello que pretendíamos ser, quizás porque hemos perdido lo que daba sustancia a ese nuestro ser, y no lo hemos reparado.

A menudo se interpreta la genialidad como una característica de la personalidad casi inevitablemente asociada a alguna clase de trastorno mental. En realidad, habría que entender que éste es el negativo de aquélla, la anomalía morbosa que viene a ocupar el vacío que deja la anomalía genial cuando ésta no encuentra modos de plasmarse. Cuando algo así le ocurría a Sylvia Plath, podríamos decir que es que se había extraviado en el laberinto del que hablaba Ortega. En una de esas ocasiones, en noviembre de 1952, dejó escrito en su Diario: “Tengo miedo. No soy sólida sino hueca. Siento tras los ojos una torpe caverna paralizada, un pozo infernal, una bufonesca nada. Nunca pensé, nunca escribí, nunca sufrí. Quiero matarme, escapar de la responsabilidad, quiero volver arrastrándome miserablemente al vientre materno. No sé quién soy, a dónde voy, y soy yo la que tiene que decidir las respuestas a estas terribles preguntas”. Fueron varios, efectivamente, los intentos de suicidio que siguieron a estos extravíos en el laberinto. Ocurre también que arriesgarse a asumir un plan de vida de este estilo, que es fuente permanente de frustración, es algo que tiende a estropear el carácter: los compañeros y escasos amigos de Sylvia la consideraban arrogante, agresiva, difícil de tratar. Lo cual aumentaba su soledad, otra de las constantes en el modo de estar en el mundo de quien decide explorar esos dominios de lo que está más allá de lo habitual.


Plath siguió sobresaliendo en sus estudios y obteniendo premios y galardones uno tras otro a lo largo de su vida: exitosas circunstancias mundanas incapaces de servir de fundamento a una personalidad que finalmente sólo reconocía lo esencial de sí en los momentos de fracaso. Logró su mayor fracaso en el invierno de 1963, cuando su marido, el también poeta Ted Hughes, la abandonó junto a sus dos pequeños hijos para irse a vivir con otra mujer. Su último poema, escrito entonces, empieza con este verso: “La mujer alcanzó la perfección…”, justo lo que ella llevaba persiguiendo toda la vida. “Morir / es un arte, como cualquier otra cosa. / Yo lo hago excepcionalmente bien.”, había escrito también en otro de sus poemas. Anunciando su inminente suicidio, acabó su último poema de esta concluyente manera: “Los pies parecen estar diciendo: hemos llegado muy lejos, se acabó”. Su tránsito hacia la lejanía había durado sólo treinta años.

domingo, 11 de marzo de 2012

El miedo al libre juego de la oferta y la demanda

La actividad humana, para ser auténticamente productiva, necesita de la libertad, algo que en Occidente empezó a ser posible realmente sólo a partir del Renacimiento. Antes, durante la Edad Media, cuenta Erich Fromm en “El miedo a la libertad” que “la vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad”. Ortega y Gasset abunda en la misma idea: “En el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es sindicatos o gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la indumentaria el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida, fija; todo es ritual infinitamente complicado”. Y Jacob Burckhardt, el más reconocido historiador del Renacimiento, decía también de los previos tiempos medievales: “El hombre se reconocía a sí mismo sólo como raza, pueblo, partido, corporación, familia u otra forma cualquiera de lo general”. En conclusión, y volviendo a Ortega, “el llamado Renacimiento es, pues, por lo pronto, el esfuerzo por desprenderse de la cultura tradicional que, formada durante la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del hombre”.

Pico della Mirandola, cuyo “Discurso sobre la dignidad del hombre” es considerado como el manifiesto del Renacimiento, imaginaba a Dios dirigiéndose al hombre en los nuevos tiempos de esta manera: “No te he dado un puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado. Tendrás y poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras”. La libertad desató en los hombres y en las sociedades un potencial creativo y productivo de una magnitud que queda en evidencia al comparar el actual, que históricamente comenzó en el Renacimiento, con el que era propio de la Edad Media, cuando todo estaba regulado y condicionado por las burocracias gremiales, sindicales, corporativas y estatales, así como por infinidad de normas y planes preestablecidos. ¿Y cómo es posible que la libertad, animando a cada individuo a producir por el sólo incentivo de los beneficios que extrae de su particular actividad, haya podido conducir a este desarrollo inmenso que, partiendo de los países que alumbraron el Renacimiento, hoy abarca, con mayor o menor intensidad, a todo el globo terráqueo?

Cuando el liberalismo habla de la “mano invisible” (así lo llamó Adam Smith) que pone en conexión los intereses particulares de cada productor, hasta conseguir que funcione la economía general de los países (y hoy incluso la economía global), no está haciendo una interpretación ideológica, sino una descripción. Milton Friedman, Premio Nobel de Economía de 1976, hizo famoso su ejemplo de cómo se produce un lápiz y llega hasta la mesa de quien lo usa finalmente: en esa producción hay muchísimas personas involucradas, desde el que planta árboles o extrae mineral, hasta el papelero que se lo vende al consumidor final. Como dice Friedman, para llegar a producir ese lápiz, “nadie sentado en una oficina central impartió órdenes a miles de individuos. Ninguna policía militar hizo cumplir aquellas órdenes que nunca se dieron. Estas personas viven en diferentes lugares, hablan distintas lenguas, practican diferentes religiones, pudiendo incluso odiarse mutuamente –aunque ninguna de estas diferencias les ha impedido cooperar para producir el lápiz. ¿Cómo pudo suceder?”. Quien lo ha conseguido es un ente que hoy es vituperado en casi todos los cenáculos y conversaciones: el mercado, la ley de la oferta y la demanda. El mercado, hoy, no sólo produce lápices, sino cosas mucho más complejas, y poniendo en conexión no planificada previamente a multitud de productores. Tres investigadores de la Universidad de California han publicado recientemente un estudio en el que tratan de averiguar dónde se produce una Ipod de la empresa Apple y cuál es el reparto mundial de su beneficio. Han destripado el Ipod en 451 componentes distintos, que van desde los tornillos hasta la logística necesaria para poner el producto en las estanterías de las tiendas. Muy pocos de los componentes del Ipod los produce Apple, la mayoría son subcontratados a otras empresas especializadas repartidas por el mundo. El conjunto de todas esas empresas que, sin premeditarlo, producen el Ipod en cuestión… eso es el mercado.


Los ideólogos del socialismo, recelosos del poder de la libertad, no se acaban de creer que el mundo sea capaz de ordenar espontáneamente su producción y su consumo a través de la simple ley de la oferta y la demanda. Tienden a creer que existen cónclaves, conciliábulos o aquelarres de algún tipo que desde lo oculto deciden (o lo intentan al menos) la marcha de los mercados, maniobrando aquí y allá y haciendo que la producción y el consumo sean de esta o de la otra manera. Correlativamente, tratan de oponer otro tipo de planificación que, desde el estado, contrarreste las aviesas intenciones de esos otros gobiernos en la sombra. En conclusión, y en congruencia con aquellos tiempos que vino a superar el Renacimiento, detraen por la vía de los impuestos una gran cantidad de recursos a la actividad privada, tratando de sustituirla y así arrancar de las perversas manos del mercado (es decir, de sus “ocultos gestores”) la marcha de la sociedad. ¿Cuál es el resultado?

Pondré un ejemplo: El Departamento de Exteriores y Cooperación que dirigía Trinidad Jiménez como ministra de Zapatero esperó al día siguiente de las últimas elecciones generales, con el gobierno ya en funciones, para repartir más de 63 millones de euros entre diversas ONGs. Sólo citaré una de las ayudas (del resto hablo en mi artículo sobre "El estado del bienestar o el bienestar del estado"), la que fue destinada a la mejora de la producción agrícola mediante la resolución de conflictos con los hipopótamos en Guinea Bissau por valor de 293.889 euros. ¿Atendía ese gasto a algún tipo de demanda de la sociedad española? Evidentemente, no. ¿Atendía a algún tipo de planificación destinada a corregir alguna desigualdad o deficiencia social que empujara al estado a cumplir con sus funciones asistenciales y redistributivas, nacionales o internacionales? Pues depende. Depende de la opinión del político de turno; en el caso de Trinidad Jiménez, está a la vista que sí. Es lo que tiene la planificación, que está al albur de la opinión más o menos personal de los políticos que planifican. Y planifican a costa de quebrar la marcha natural de las cosas, en este caso, del modo en que la libre iniciativa hubiera empleado esos recursos si en vez de detraerlos de la sociedad por la vía fiscal, se hubiera dejado su administración al libre juego de la oferta y la demanda… o, en última instancia, se hubiera destinado a corregir situaciones de deficiencia social probablemente más apremiantes.

El estado, en general, es un gestor más caro y más ineficiente que la “mano invisible” de Adam Smith. Sus “planificaciones”, tienden a traducirse en una política de inversiones y subvenciones que no se deciden según la ley de oferta y demanda de la sociedad, sino según el criterio de los políticos, que demasiadas veces es desacertado. Incluso corrupto. Por otro lado, las actividades públicas gestionadas conforme al criterio de la planificación, es decir, por el estado, tampoco se someten a las leyes del mercado en cuanto a competitividad: una empresa privada asume riesgos que la obligan a ser eficaz y eficiente… o desaparecer. Una empresa pública, puede que sea eficaz y eficiente, pero no porque esté obligada a ello de la misma forma: si tiene pérdidas, el presupuesto del estado está ahí para tapar los agujeros, cosa que no ocurre con las empresas obligadas a competir. La existencia de burocracias inútiles, mamandurrias y duplicidades administrativas, tan evidentes en la administración de lo público, serían insólitas (imposibles) en la empresa privada.

El estado, en conclusión, en lo que se refiere a la actividad económica debe de intervenir allí donde haya de ejercer sus funciones asistenciales y redistributivas, y dejar que el conjunto de la marcha de la sociedad lo dirija el libre juego de la oferta y la demanda. No porque los liberales así lo queramos, sino porque ésa es la forma en que se organizan espontáneamente las sociedades libres (los liberales, simplemente, tomando la perspectiva adecuada, observamos que es así).

sábado, 3 de marzo de 2012

EL PP: ÚLTIMA DOSIS LETAL EN EL SUICIDIO DE ESPAÑA

Existen tantos y tan urgentes problemas hoy en España, tantos y tan imponentes árboles en el primer plano de lo que abarca nuestra perspectiva, que a ratos resulta difícil ver el bosque que forman como conjunto, el grave deterioro al que apuntan finalmente todos ellos y respecto del cual son simples tramos o ramales que conducen hacia un destino final: nuestra desaparición como sociedad. O digámoslo de una forma más precisa a la altura de nuestro tiempo postilustrado: nuestra desaparición como nación, con lo que ello supone de descabalamiento de una entidad social, política, lingüística, jurídica, económica, mercantil, infraestructural, superestructural… humana que ha ido gestándose durante siglos, paso a paso, eliminando barreras una a una, tendiendo puentes uno tras otro desde los tiempos de las autarquías tribales prerromanas hasta estos otros marcados por la globalización y por internet.

El último hito fundamental en este proceso hacia la formación de sociedades humanas complejas, que es lo que permite constatar que la historia tiene sentido, sobrevino con la Ilustración: a partir de entonces, la historia aceleró su marcha en los países de Occidente al servir de cauce a la formación de entidades nacionales que, frente a la fragmentación que, en todos los niveles, las sociedades arrastraban desde los tiempos medievales, se decidieron a favorecer idiomas comunes, a romper las aduanas interiores que ponían trabas al comercio libre, a redactar códigos legales unitarios que pusieran fin a la maraña de fueros y legislaciones particulares hasta entonces vigentes, a generar las fórmulas democráticas y parlamentarias por las que debían de regirse políticamente las nuevas entidades nacionales… La libertad de pensamiento y la tolerancia fueron ingredientes añadidos del nuevo modo de entender las relaciones sociales, y juntando todo ello llegaremos a comprender cuál fue el marco dentro del cual pudo realizarse el gran desarrollo científico y económico cuyos frutos hoy degustamos. Aunque lo hacemos con un sentido de la responsabilidad manifiestamente mejorable, a la vista de la incuria con la que nos confrontamos con quienes, en uno u otro grado, pretenden devolvernos a etapas de la historia cuyas manifestaciones debieran de pervivir hoy tan sólo en los anaqueles de los museos.

En España, como en todos los países de Occidente, el siglo XIX fue definitivo a la hora de consolidar los principios de la Ilustración. La dialéctica entre los partidarios de los nuevos tiempos y los de quienes pretendían regresar al Antiguo Régimen, encarnó aquí como conflicto entre liberalismo constitucionalista por un lado y carlismo y deseo de regresar a las antiguas divisiones forales por el otro. Las tres guerras carlistas que atravesaron longitudinalmente nuestro sufrido siglo XIX no dejaron concluido el paso que la historia entonces demandaba. Por el contrario, tras el pusilánime mantenimiento por parte de nuestros liberales de determinados fueros y de otras formas de fragmentación, quedó agazapado el impulso reaccionario que acabaría cristalizando en los movimientos nacionalistas de finales del XIX, una forma exacerbada del carlismo.

La Cuarta Guerra Carlista ha sido una guerra larga y soterrada, a ratos caliente, hoy ya, a punto de finalizar, decididamente fría. Los herederos del carlismo están hoy celebrando, ufanos, las vísperas de su victoria final. Han conseguido camuflarse ante la opinión pública como representantes del progreso social, mientras que quienes defendemos los principios liberales e ilustrados, y, consiguientemente, y frente a la fragmentación medievalizante, la vigencia de la nación española, somos expuestos en la plaza pública ante una gran parte de esa misma opinión pública como representantes del facherío más casposo. A la paulatina equiparación entre verdugos etarras (la punta de lanza del postcarlismo) con sus víctimas, el vocabulario hoy políticamente correcto lo llama paz o convivencia social. Y a la destrucción del estado y la nación españoles lo denominan acceso a avanzadas fórmulas de soberanía. Somos como aquel desgraciado que, caído en una sentina y cubierto de mierda hasta la barbilla, viendo cómo seguía hundiéndose cada vez más, al intentar pedir ayuda a Dios sólo consiguió recordar aquella oración que decía: “Bendecid, Señor, los alimentos que vamos a tomar”.


Estamos recorriendo las últimas etapas de este proceso, de esta guerra hoy ya enfriada y ante cuyas consecuencias pocos sentimos la alarma debida. Momentos destacados de esta fase final han sido, entre otros, la toma de posesión como nuevo ministro del Interior del Gobierno del PP de Jorge Fernández Díaz, que se estrenó alabando la gestión de sus predecesores, Alfredo Pérez Rubalcaba y Antonio Camacho, los anteriores gestores de la negociación con ETA cuyos resultados están ya perfectamente a la vista: acceso de ETA al poder autonómico tras las próximas elecciones en el País Vasco y consiguiente puesta en marcha de la fórmula que permita el acceso a la independencia de ese territorio. Que la de Fernández Díaz a sus antecesores no fue una alabanza ingenua y protocolaria empezó a quedar de manifiesto en la subsiguiente entrevista del ya ministro con el ex presidente Rodríguez Zapatero, en la que, atendiendo al contexto, hay que interpretar que este último le puso al tanto del momento en el que estaba el “proceso”. Y todo ha quedado ya definitivamente desvelado cuando Fernández Díaz ha declarado que hay “una indudable dimensión política” en el problema de ETA, y se ha alineado con toda la patulea antinacional para enfrentarse a la propuesta de UPyD de promover la ilegalización de Bildu y Amaiur.

Es evidente que el gobierno del PP sabe hacia dónde vamos. Y sabe que tras la independencia del País Vasco ha de llegar la de Cataluña. Es lo que Mayor Oreja llama al “gran reto” que tenemos a la vista. Sin embargo, este gobierno ha optado por mantenerse en el camino que conduce a tal previsible resultado (todos los demás resultados son hoy, desgraciadamente, menos previsibles). Esto tiene un nombre: alta traición a la nación española. Nuestra nefasta clase política va a ser responsable (¡entre tantas otras cosas!) de la destrucción de la nación y el estado españoles. Y ese gran segmento de la ciudadanía que hoy se siente inmersa en esto considerándolo un gran paso en dirección hacia el progreso social, junto a esa otra que mira indolente lo que pasa o que, como corderos silenciosos asumen tal destino como algo fatal, serán partícipes en última instancia de esta “gran hazaña” que nos ha de conducir a los vertederos de la historia.