sábado, 31 de octubre de 2015

Edvard Munch, el pintor de la muerte inminente


     Hasta el 16 de enero del 2016 estará expuesta en Madrid, en el Museo Thyssen-Bornemisza, una selección de ochenta obras del pintor noruego Edvard Munch, al cual ya dediqué hace más de dos años un  artículo (ver aquí), y al que entonces decidí llamar “pintor de la muerte inminente” después de dejarme impregnar durante horas de la angustiosa atmósfera que emitían sus cuadros, los cuales pude contemplar en Oslo en dos exposiciones simultáneas que allí tuvieron lugar en 2013. Munch pintaba desde el mismo punto de vista del condenado a muerte, del que decía: “Al sentenciado a muerte que se dirige al patíbulo se le nubla la vista y le da vueltas la cabeza. De pronto su mirada recae sobre un capullo –una flor–, el pensamiento se fija y se aferra a ellos. Qué extraño amarillo tiene esa flor, qué curioso es el capullo”. Confluía así en sus reflexiones con André Breton, quizás el mayor teórico de las vanguardias artísticas, que en su “Primer Manifiesto del surrealismo” decía: “En aquellas ocasiones en que más razones he tenido para terminar con mi vida, más me he sorprendido a mí mismo admirando una porción cualquiera del entarimado del suelo, una porción de madera que era como de seda, de una seda bella como el agua”. Ortega y Gasset da la explicación: “Cuando hemos llegado hasta los barrios bajos del pesimismo y no hallamos nada en el universo que nos parezca una afirmación capaz de salvarnos, se vuelven los ojos hacia las menudas cosas del vivir cotidiano –como los moribundos recuerdan al punto de la muerte toda suerte de nimiedades que les acaecieron”. Y sobrevolando esta misma idea, mostrando definitivamente cuál era su perspectiva preferida, decía Munch también: “Veo a todas las personas detrás de sus máscaras, rostros sonrientes, tranquilos, pálidos cadáveres que corren inquietos por un sinuoso camino cuyo final es la tumba”. Rememorar, en fin, aquello que contemplé en Oslo después de visitar ahora el Thyssen me ha servido para reflexionar sobre el significado psicológico y cultural no solo de su obra, sino, en general, del arte moderno, y sobre el modo en que este no viene a ser sino expresión, extrema eso sí, de la cosmovisión sobre la que hasta el momento se ha fundamentado la civilización occidental.
     “El arte es lo contrario de la naturaleza (al menos en cierto sentido) –dejó asimismo dicho Edvard Munch–. Una obra de arte sale únicamente de las profundidades del ser humano”. Y completaba la idea: “Todo arte –la literatura como la música– ha de ser engendrado con los sentimientos más profundos. El arte son los sentimientos más profundos”. Más o menos al mismo tiempo, Kandinsky, iniciador del arte abstracto y asimismo uno de los teóricos más significados de las vanguardias artísticas, confirmó eso mismo cuando dijo: “Los elementos de construcción del cuadro no radican en lo externo, sino en la necesidad interior”. Y aun amplió la idea cuando explicó que “El artista debe ser ciego a las formas “reconocidas” o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo. Sus ojos abiertos deben mirar hacia su vida interior y su oído prestar siempre atención a la necesidad interior”. Entre nosotros, el poeta y escritor Pedro Casariego Córdoba –que asimismo rondó demasiado alrededor de la muerte, hasta que esta lo atrapó– encontró una manera aún más rotunda de expresar esa misma idea: “Sólo existe el artista interior, sólo se puede ser artista secreto, la comunión todo lo mancha (...) ¡El artista debe crear dentro de sí mismo!”.

Ilustración de Samuel Martínez Ortiz
     Hablamos, por tanto, de una manera de dirigirse a la realidad en la que el mundo externo es relegado, y lo que consiguientemente cabe en el perímetro abarcado por esa forma de mirar está estrictamente determinado por nuestra intimidad, por lo que Descartes llamaba pensamiento, pero en cuya categoría incluía también el resto de manifestaciones del mundo interior, es decir, las emociones, los instintos, la voluntad o las ensoñaciones. En suma, todo aquello que cuando pierde el contacto y el sostén o tutela de la realidad exterior tiende a deslizarse fatalmente hacia los entornos del delirio y la alucinación. Podríamos situar como uno de los principales iniciadores de esta perspectiva que había de marcar el camino a seguir por la civilización occidental a San Agustín cuando dijo aquello de que la verdad habita en lo interior. María Zambrano, efectivamente, así lo señaló: “ ‘Vuelve en ti mismo. En el interior del hombre habita la verdad’. El hombre europeo ha nacido con estas palabras”. Y la filosofía occidental fue dando cauce a esta idea que Sören Kierkegaard también dejó expresada de una manera rotunda: “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”. André Breton trasladaría abruptamente esta idea al ámbito del arte: “El surrealismo únicamente podrá explicar el estado de completo aislamiento al que esperamos llegar aquí en esta vida” (lo mismo, pues, que los eremitas pretendieron retirándose al desierto). Y encontraría una fórmula aún más arisca cuando amplió el perímetro de la idea al ámbito moral: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”.
     El mundo externo quedó, pues, desvinculado de los intereses, afectos y pasiones del hombre occidental, que prefirió volcarse hacia adentro, hacia su solipsista mundo interior. La manifestación más cabal de ese desapego hacia el mundo externo fue en un principio la referida retirada al desierto de los anacoretas, que enseguida recibían las visitas de los delirados y alucinados personajes que habitaban en su intimidad y que tomaban prestadas las formas de seres angélicos o diabólicos. Ese mismo hombre occidental desasido del mundo externo fue el que imaginó las utopías, esos modos de ensoñación que, como la Dulcinea de Don Quijote, necesitan para despertar las pasiones cumplir ante todo un requisito: no existir. El Romanticismo fue, de entre los modos culturales aún comprensibles o incluso atractivos, la expresión más acabada de esa propensión hacia lo inexistente o hacia lo que está a punto de no existir. ¿No decía Novalis, precisamente, que “La vida es el comienzo de la muerte. La vida no es sino para la muerte”? Y Edvard Munch, todavía romántico (todavía sugestivo, como su alter ego hispánico, Francisco de Goya), colocó su arte sobre esa línea divisoria de aguas que por un lado da a la existencia y por otro a la inexistencia, es decir, a la muerte; en suma, lo situó sobre el filo de navaja de la muerte inminente.
     Abramos paréntesis en este hilo argumental para señalar que ese desapego del mundo externo que ha caracterizado al hombre occidental no solo ha producido el solipsismo, el delirio o el arte incomprensible, sino que, en el viaje de vuelta a ese mundo externo mirado de soslayo, también produjo una fecunda manera de confrontarse con él: el empirismo y su hijo putativo, el positivismo, doctrinas filosóficas que, para dar por conocida cualquier parcela del mundo externo, exigen previamente la pura objetividad, la desvinculación y desafección respecto de aquello que se observa, la fría asepsia indagadora de los perfiles de eso que se observa. Si San Antonio, en un momento de descanso de su eremítico y abismático descenso a sus mundos interiores, hubiera al fin contemplado el desdeñado mundo externo que le rodeaba, habría llevado a esa contemplación la misma desprendida actitud que el investigador empirista lleva a su laboratorio. Y de esa actitud desapasionada hacia la realidad han surgido, sin embargo, el método científico y los grandes descubrimientos que la ciencia occidental nos ha procurado.
     Todo lo cual deja aún pendiente de descubrir y colonizar aquello que el mundo promete ser cuando añadamos a la perspectiva que tomamos nuestra implicación subjetiva, cuando vayamos aceptando que, puesto que yo soy yo y mi circunstancia, también en mi circunstancia va incluido mi yo. Es lo que Heisenberg, al que Ortega llamó en 1951 “el más grande físico actual”, denominó principio de indeterminación, según el cual, y a efectos estrictamente científicos, el observador está también incluido en lo observado. Para entonces, para cuando descubramos esa unidad indisoluble entre el mundo interior y el exterior, no solo se abrirán nuevos horizontes para la ciencia y para nuestra comprensión de las cosas, sino que también el arte empezará a explorar los contornos de ese resultado de la conjunción del yo y de la circunstancia que Ortega llamaba “vida”, no solo de lo que, como ocurre con Munch, está al borde de la muerte o de la inexistencia. 

viernes, 16 de octubre de 2015

La afición de los pueblos a meter la pata

     A veces tiene uno la sensación de que la historia es un saber torturante que viene a mostrar a quien la estudia hasta qué grado llega el empecinamiento de los hombres, su adicción al eterno retorno, vulgo meter la pata en el mismo sitio una y otra vez, de modo que se puede observar cómo así nos introducimos en un centrípeto, fatal y deprimente círculo vicioso que sirve de pauta sempiterna para las parece que irremediables ocasiones que el futuro aún alberga de volver a meter la pata de nuevo. Eso, a veces. Otras, la sensación es la contraria: sería el conocimiento de la historia y la capacidad de extraer de ella las enseñanzas oportunas lo único que posibilitaría que nos libráramos de este tipo de recurrentes infortunios e hiciera discurrir el tiempo no hacia el punto de partida, sino hacia delante. Repasemos:
 
Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     Tras muchos siglos de esplendor, el Egipto faraónico llegó hacia el 1800 a. de C. a un momento de fatiga: se disgregó en digamos que múltiples comunidades autónomas que finalmente degeneraron en franca anarquía. Como los vacíos de poder son repelidos por la historia, la debilidad consiguiente de los egipcios fue aprovechada por los beduinos de la periferia, los hicsos, que se adueñaron del país. El proceso se había iniciado también, de forma concurrente, con la llegada aparentemente pacífica de oleadas de emigrantes procedentes de los países limítrofes menos desarrollados (libios y cananeos), y terminó con la ocupación de las instituciones por esos extranjeros, que acabaron imponiendo su propia forma de vida, menos evolucionada, a los egipcios. En este caso, los egipcios consiguieron finalmente expulsar a los hicsos al cabo de doscientos años de sometimiento, tras una cruenta guerra de liberación.
     Hasta que Filipo de Macedonia no logró unificar a las distintas ciudades-estado griegas en el 338 a. de C., el mundo helénico había mantenido diversos elementos de (incompleta) cohesión: un mismo idioma (aunque dividido en cuatro dialectos), una misma religión (los dioses del Olimpo), un pasado histórico común (la civilización micénica), una tradición literaria compartida (los poemas de Homero), un santuario común (el oráculo de Delfos) y los juegos de Olimpia cada cuatro años. Pero aquellas polis no consiguieron hacer evolucionar ese potencial unificador hacia la efectiva confluencia en una misma organización social. La Guerra del Peloponeso, que duró 27 años (431-404 a. de C.), fue la última consecuencia de sus discrepancias y consiguiente incapacidad de acceder a la unidad. Al final de esa guerra, Grecia quedó postrada. La población, por ejemplo, descendió de manera muy significativa, pudiera pensarse que a causa de la mortalidad por la guerra, pero “Rostovtzeff insiste –dice Julián Marías– en que la causa de esta disminución de la población helénica no fue principalmente las pérdidas en las muchas batallas, sino la incertidumbre general, que llevó a una fuerte restricción de la natalidad, a un individualismo creciente, a una preocupación por la prosperidad particular; en suma, a un estado de disociación”. Tan derruida y desanimada quedó Grecia, que Filipo pudo incorporarla a su reino sin gran dificultad.
     El Imperio romano alcanzó su momento culminante en el siglo II, el llamado Siglo de Oro de Roma, con la dinastía de los Antoninos. Pero a partir de los Severos (193-238), y a lo largo de todo el siglo III, el declive no hizo sino agudizarse. A propósito de ello dice Pierre Grima: “Los romanos, como suele acontecer, habían ido olvidando poco a poco el oficio de las armas. La prosperidad material del “siglo de oro” es en buena parte responsable de tal desafección. Cuando es posible comerciar, enriquecerse, vivir en la paz y el bienestar, ¿quién escogería la precaria existencia de los soldados?”. Comenzó, pues, un imparable proceso de decadencia. Llegó un momento en que los usurpadores que aquí y allá accedían al poder en sus respectivas parcelas territoriales prohibían la salida de productos fuera de las provincias en que eran reconocidos. La soldadesca, integrada prácticamente por mercenarios procedentes de los pueblos oprimidos, se dedicaba a la rapiña en los territorios que debían defender. Aparecieron particularismos regionales, habitualmente unidos a sectarismos religiosos. A falta de nuevas conquistas territoriales, Roma solo ingresaba el dinero de los impuestos expoliados a la cada vez más oprimida clase media. Asimismo, y como había ocurrido en Grecia, también la natalidad descendió drásticamente. Amiano Marcelino, el principal historiador romano que vivió y contó la decadencia del Imperio a lo largo del siglo IV, atribuye esa decadencia a la indolencia, degradación y hedonismo imperantes; entre otras cosas, censura a los ociosos jóvenes romanos que se pasaran las noches en las plazas tocando el tambor, o sea, haciendo la versión romana del botellón... En suma: las invasiones bárbaras del final sólo vinieron a llenar el vacío general que en la propia Roma se había producido.
     En 1009, a la muerte del caudillo Almanzor, y como culminación del gran esplendor que llegó a alcanzar Al-Andalus en el siglo X, estalló una guerra civil allí, en la España musulmana, con el resultado de la desintegración del califato de Córdoba, que quedó formalmente abolido en 1031. A raíz del caos político que siguió, el territorio de Al-Andalus se fue dividiendo en pequeños reinos, las taifas, que, debilitadas a pesar del esplendor cultural y económico que seguían manteniendo, quedaron sometidas a los reinos cristianos, a los que tenían que pagar las parias o impuestos de carácter anual. De nuevo la debilidad fue un vacío que asimismo aprovecharon, primero los almorávides y después los almohades, que llegaron en representación de un islamismo más bárbaro y fanatizado. Al final, la imparable decadencia de la dividida Al-Ándalus derivó en su conquista definitiva por parte de los reinos cristianos.
     Para llegar a confirmar que la historia también sirve como reconfortante enseñanza de que a veces los hombres somos capaces de encontrar la salida de estos círculos viciosos que impiden el progreso, serviría repasar aquel otro momento de la historia, en tiempos de Enrique IV de Castilla y Juan II de Aragón, en que estas dos sociedades sufrían un profundo caos social y político, corrupción generalizada, debilidad de los dos reinos, y manteniendo un horizonte muy cerrado en cuanto a la previsible solución de tal crisis. Esto ocurría hacia 1470. Sin embargo, veinte años después, España, unificados ya sus reinos (Navarra, el último, lo hizo en 1512), se había convertido en el país hegemónico de Europa, funcionando con una eficacia sorprendente en todos los ámbitos, con gran orden interno y generando un gran esplendor. De hecho, por entonces España se convirtió en la primera nación moderna de Europa. Dice Julián Marías que ese cambio tan sorprendente solo se explica porque el nuevo contexto histórico permitió la recuperación de la moral y el entusiasmo por parte de los ya definitivamente españoles de entonces. ¿Y cuál era ese nuevo contexto? Aquel en el que la incapacidad de la que estaban adoleciendo los poderes políticos fragmentarios que estuvieron vigentes durante la Edad Media, incapaces de enfrentarse a los complejos problemas que entonces emergían, fue superada por la respuesta que desde la altura del nuevo orden surgido de la unificación de los reinos y del desplazamiento de los centrífugos núcleos de poder feudales, fue posible dar.
     Vendrá a servir de colofón de estos repasos que hemos hecho la siguiente reflexión que Ortega nos dejó: “Habrá (...) salud nacional en la medida en que (las) clases sociales y gremios (a través de los cuales se articula el cuerpo nacional) tengan viva conciencia de que son un trozo inseparable, un miembro del cuerpo público”. “Cuando esto falta –decía también Ortega– (es ello) síntoma mucho más grave de descomposición que los movimientos de secesión étnica y territorial”.

sábado, 3 de octubre de 2015

La capacidad de estar solo

     Basculamos entre la necesidad que tenemos de ser acogidos por nuestros semejantes y la necesidad contrapuesta de ser libres y autónomos. Una parte de nosotros, pues, siente que lo peor que nos podría ocurrir es ser excluidos de nuestro grupo de referencia, y la otra considera que no hay nada peor que perder la libertad y la capacidad de generar las propias decisiones. El psicoanalista John Bowlby estudió concienzudamente aquella primera mitad de nuestro ser, y concluyó que la principal necesidad de los seres humanos desde la primera infancia es la de tener relaciones de apoyo satisfactorias con otros seres humanos. En contrapartida, la sensación de abandono y de ausencia de vínculos suficientes desde aquella primera infancia estaría en el origen de los trastornos psíquicos.

Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     Bowlby estudió las respuestas sucesivas al hecho de sentirse abandonados en niños pequeños que por diversas circunstancias tenían que sufrir una larga separación de la madre. En una primera fase, las reacciones del niño eran de protestas airadas. En la fase posterior, el niño se mostraba abatido, silencioso y apático; en suma, desesperaba de que la madre volviera a su presencia. Y en la tercera fase, el niño parecía no preocuparse ya por la ausencia de la madre y generaba un aparente comportamiento de independencia, que era, en realidad, consecuencia del desapego afectivo y de la desconfianza. La forma en que el adulto que herede esas experiencias infantiles organizará sus modos de estar con los demás será una prolongación de las actitudes que generó en aquella primera etapa, y los trastornos psíquicos subsiguientes guardarán también la impronta de aquellas situaciones que surgen de la sensación de abandono y que son parte de un continuo que discurre desde el sano apego afectivo al completo desapego y a la desconfianza. Estos últimos sentimientos tienen su manifestación más extrema en la paranoia y en la esquizofrenia, pero, en forma no tan abrupta, se puede rastrear su existencia en asuntos cotidianos como la clase de conversaciones que surgen en el trato social una vez superado el primer momento dedicado a temas impersonales, como el hablar del tiempo. Si el contenido de la conversación que habitualmente predomina es el propio de la murmuración, el cotilleo, la crítica del prójimo o la exasperación que producen unos personajes u otros, podremos deducir que, en mayor o menor medida, hay ingredientes de aquella desconfianza hacia los demás que moldearon las más básicas y primarias relaciones sociales de quienes así se comportan.
     Yendo hacia atrás en el continuo cuyo análisis hemos comenzado por el extremo más patológico, nos encontraríamos después con el tipo de trastornos psíquicos que prolongarían la perturbación surgida en aquella fase de relación con las figuras a las que el niño se siente más apegado (singularmente, con la madre), en la que este expresa abatimiento, taciturnidad y apatía, y en suma, desesperanza de que la madre llegue alguna vez a estar presente para compensar suficientemente la sensación de abandono. Cuando aquel niño sea adulto, mantendrá su necesidad de cariño como permanentemente insatisfecha, y sus vínculos con los demás estarán mediatizados por su temor a ser abandonado, que a menudo compensará con exagerados vínculos de dependencia afectiva. Los celos patológicos, el chantaje emocional o las actitudes de sumisión vendrían a caracterizar la forma de estar con los demás de estas personas. Del mismo modo, quienes en el continuo del que hablamos se sitúan entre aquellos que en la primera infancia reaccionaban a la ausencia de la madre con protestas airadas, empezarán de esa forma a cincelar su carácter hasta llegar a convertirse en unos adultos autoritarios, malhumorados, gruñones, exigentes y contestatarios. Estas tipologías, evidentemente, no son puras, y en dosis diferentes van mezclándose hasta matizar las diferentes patologías en las formas de relacionarse con los demás y, en general, en la formas de ser.
     Y en ese continuo que estamos escrutando, el extremo que señalaría la madurez afectiva y relacional sería aquel en que fuese posible conjugar el apego afectivo, la confianza en sí mismo y la capacidad de generar las propias decisiones sin interferencia de sentimientos de dependencia, temor a la exclusión o inseguridad que perturben la comprensión de sí mismo, de las propias preferencias y de los sentimientos e impulsos más profundos que uno alberga dentro de sí. Lo cual vendría a coincidir con la capacidad de estar solo, que nació en el niño junto con la seguridad de que no iba a ser abandonado (o, en última instancia, con la superación de aquel abandono), y que se traduce en el adulto en la existencia de  una intimidad asentada y, para su poseedor, reconocible, la cual permitiría estar de acuerdo con esta recomendación que hacía Michel de Montaigne: “Hemos de reservarnos una trastienda muy nuestra, libre, en la que establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad”. Las auténticas potencialidades humanas aguardan tras esa capacidad para estar solo, porque cuando uno queda subordinado a sus necesidades de dependencia afectiva o atrapado en sus estrategias de defensa frente a los demás, está supeditándose a los dictados del mundo exterior, imposibilitado de conectar con la fuente de la creatividad y de la inteligencia, que manan de la propia intimidad. Como decía Thomas de Quincey: “Ningún hombre que, cuando menos, no haya contrastado su vida con la soledad, desplegará nunca las capacidades de su intelecto”.