sábado, 23 de mayo de 2015

Acción y reacción en la historia de España

     Decía Anaximandro, uno de los tres primeros filósofos de la historia, que en el principio todo permanecía en un estado de equilibrio, formando parte del ápeiron, lo indefinido e ilimitado. En aquel magma original nada particular había salido a la existencia, porque, si algo hubiera pretendido hacerlo, su contrario habría reaccionado de forma compensatoria y lo habría devuelto al estado de equilibrio y de indiferencia. Acción y reacción, pues, se contrarrestaban. Al final, acabaron naciendo las cosas a causa de que unas se impusieron injustamente a sus contrarias, rompiendo así el equilibrio original. De esa injusticia nacieron, pues, las cosas emparejadas con sus opuestos: el frío y el calor, la noche y el día, lo duro y lo blando, lo dulce y lo amargo… que no pararían de disputarse entre ellas y de alternar eternamente su respectiva primacía. Bueno, eternamente no; al final, según Anaximandro, todas las cosas acabarían regresando al equilibrio original y se disolverían de nuevo en el ápeiron.

Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     Nuestra historia, precisamente, constituye una depurada demostración de esta ley según la cual toda acción va seguida de su correspondiente reacción, presuponiendo que, según hubiera dicho el filósofo griego, aquella trataba de prevalecer injustamente, y antes de que tal injusticia se consumara. Ocurre, sin embargo, que si el ámbito de aplicación de esa ley de la acción y la reacción fuera general y absoluto, la historia no habría sido posible, porque para que exista dinamismo histórico es preciso que la acción prevalezca sobre la reacción; de otra manera, todo acabaría estancado en el punto cero, en el cual dejaría de haber movimiento, demostrada su inutilidad, y no existiría el progreso hacia formas cada vez más complejas de las cosas, que es lo que, sin embargo, se dedica a hacer la evolución. Pero no hay duda de que, pese a todo, en España la idea de Anaximandro de que toda acción sería una especie de injusticia que exige su reacción compensadora y reparadora se ha cumplido bastante fielmente.
     El hecho de que en estos últimos siglos que abarca la Edad Moderna la historia haya adquirido un dinamismo arrollador permitiría explicar el hecho de que en España, tan apegados como estábamos a las tesis de Anaximandro, no hayamos sabido seguir el ritmo que marcaban los países más dinámicos de nuestro entorno. Así, por ejemplo, y para empezar, los azares que en el siglo XVI condujeron al cambio de dinastía de los Trastámara por los Austrias, provocaron que finalmente, cuando en Europa iban tomando cuerpo mentalidades lo suficientemente abiertas como para que el estudio experimental de la naturaleza y el método científico fueran abriéndose paso, aquí optáramos por el movimiento reaccionario de la Contrarreforma, que hizo que en muchos sentidos nos situáramos en la estela de una Edad Media que la historia quería dejar atrás.
     En el siglo XVIII empezó a abrirse paso en toda Europa la Ilustración, y la idea de que la soberanía residía en los ciudadanos en vez de estar encarnada en las monarquías absolutas iba haciéndose cada vez más consistente. No fue aquel un mal siglo para España, al menos hasta la muerte de Carlos III, pero ya su hijo Carlos IV, y sobre todo el hijo de este, Fernando VII, encabezaron un movimiento reaccionario que frenaría poderosamente el avance del liberalismo a lo largo del siglo XIX. Ese movimiento reaccionario, representado especialmente por el carlismo absolutista, lastró gravemente entre nosotros la marcha a lo largo de ese siglo, y las consecuencias de todo aquello seguimos sufriéndolas a día de hoy, puesto que los nacionalismos se desarrollaron como prolongación de aquel carlismo, y en los mismos lugares en los que este prevaleció.
     La República fue recibida en 1931 por muchos españoles como el cauce político que se estaba necesitando para dar un impulso definitivo a la modernización de nuestro país. Nuestros mejores intelectuales, y a la cabeza de todos ellos José Ortega y Gasset, la recibieron pletóricos de esperanza. Pero desde el principio muchos de los que ayudaron a traer aquella República empezaron, paradójicamente, a conspirar contra ella. El partido más importante de la izquierda de entonces, el PSOE, especialmente después de perder las elecciones en 1933 y tras apartar de la presidencia de UGT al moderado y destacado intelectual Julián Besteiro, asumió plenamente las ideas revolucionarias que habían triunfado en Rusia y, bajo la presidencia de Largo Caballero, el llamado Lenin español, pasó a considerar a la República como una democracia burguesa que era necesario sustituir por la dictadura del proletariado. Desde ese epicentro, compartido con el que emanaba desde un anarquismo que siempre se mantuvo en los aledaños del terrorismo, y el del disgregador separatismo, así como el freno que a toda posible evolución oponían las élites dominantes, se generó una inestabilidad política y social cada vez mayor que desembocó en la Guerra Civil y en la Dictadura, y de nuevo el avance de España hacia la modernidad fue dramáticamente obstaculizado.
     Y hemos llegado, en fin, al momento presente. Cuando hace unos años parecía que habíamos superado nuestras crispaciones y proverbiales enfrentamientos, estando plenamente incrustados en esa zona del mundo privilegiada que es Europa y con unas instituciones que a priori tenían que haber servido perfectamente para la tarea, debería haber resultado fácil discurrir hacia la conformación del estado moderno que caracteriza a los países del norte de Europa. Sin embargo, los movimientos reaccionarios frente a esa posibilidad han surgido por doquier y los españoles no acabamos de despejar el camino hacia el progreso. Nacionalistas, poderosos grupos de inspiración totalitaria, unos partidos mayoritarios y unas instituciones que han dilapidado todo el capital de credibilidad con el que una vez contaron, así como una organización territorial disparatada y despilfarradora se han convertido de nuevo en las trabas que recurrentemente hemos ido poniéndonos los españoles cuando lo que tocaba era avanzar.  El deseo de regresar, de desandar lo andado, de impedir el progreso hacia el estado moderno resulta ser, una vez más, especialmente poderoso en nuestro país. La añoranza del ápeiron parece que puede con nosotros.

domingo, 17 de mayo de 2015

La necesidad del mal

     La vida es el escenario en el que tiene lugar el mayor drama imaginable, el de la lucha del bien contra el mal. Aún más: a la hora de ir construyendo el relato de nuestra vida, todo lo que en ella vaya aconteciendo tenderá a encontrar alojamiento en una de esas dos categorías morales: bueno o malo. Hemos venido, pues, a la vida con la clara y determinante misión de llevar a cabo en ella un combate moral, de convertir las parcelas de azar que nos son entregadas en ámbitos de sentido en los que el bien acabe prevaleciendo sobre el mal.

Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     El mal, para empezar, es algo que nos habita, y aún más, que nos constituye. Incluso que precede al bien. En consecuencia, decía Cioran: “El mal es abandono; el bien, un cálculo inspirado”. Y daba así sentido a esta enigmática pregunta que se hacía: “¿No es la luz una alucinación de la noche?”. Indagando a partir de ahí en las profundidades del alma de las que brota la conciencia del Pecado Original, el mismo Cioran vislumbraba el precedente del mal en un remordimiento previo: “El remordimiento metafísico –decía– es una turbación sin causa, una inquietud ética en el límite de la vida. No tienes culpa alguna de la que arrepentirte y sin embargo sientes remordimientos. No te acuerdas de nada, pero te invade un sentimiento infinitamente doloroso del pasado. No has hecho nada malo, pero te sientes responsable de los males del universo”. Y de ahí, de esa predisposición que nos hace sentir un remordimiento previo a cualquier causa que pudiera dar razón de él brotaría la conciencia del mal, que nos serviría como medio de aterrizaje y explicación de aquel difuso sentimiento previo: “Esa necesidad de remordimientos que precede al Mal, mejor dicho, que lo crea...”; y que nos llevaría a convertir nuestra vida en un medio de combate contra ese mal que nos habita y del que nos sentimos responsables: “En el fondo –concluye Cioran–, ¿qué hace cada hombre? Se expía a sí mismo”. Vivimos para expiar nuestro Pecado Original.
     La enfermedad mental se apodera de nosotros cuando, en vez de combatirlo, tratamos de aislar el mal que nos constituye encerrándolo en una zona secreta, sombría, del alma, desde donde, fraudulentamente entendido como algo ajeno y sobre lo que no tenemos responsabilidad, invade de forma recurrente la parte de nosotros que admitimos como propia, la que representa al bien, y a la que tratamos de aferrarnos de modo excluyente. Para Nietzsche, toda enfermedad constituye una manifestación de la maldad: “ ‘Mira, yo soy enfermedad’ –así habla la acción malvada; ésa es su sinceridad”. Interpretemos que vendría a ser una maldad que, aun siéndonos inherente, no hemos sabido hacer otra cosa con ella que tratar de arrinconarla, excluirla de la imagen de nosotros mismos que somos capaces de sobrellevar, y no, después de reconocerla como parte de nosotros mismos, combatirla, expiarla hasta donde podamos. Quien –quizá porque ya se da por vencido– no tiene ningún remordimiento, ningún mal del que sentirse responsable, ningún motivo por el que combatir consigo mismo (para empezar), o lo que es igual, mantiene ocultos incluso para sí tales motivos, acaba enfermando mental o físicamente. La vida se mantiene como lucha y mientras sigue activa nuestra disposición para el combate; por tanto, mientras tengamos algún mal al que enfrentarnos.
     En un manual de “Enfermedades psicosomáticas” leo el que puede ser un ejemplo ilustrativo de todo esto que vamos diciendo; se trata del que aporta un doctor en medicina que relata por carta a un colega el desarrollo de un impactante caso del que había sido protagonista y testigo, y en donde dice: “Hace ocho o diez meses recibí en mi consulta al señor Charles-Henri Z., de treinta y ocho años de edad. Sufría de una úlcera gástrica que tratamos de hacer desaparecer y de calmar con el tratamiento usual: cicatrizantes, antiácidos, protectores de mucosa, etc. En vano. La sensación de quemazón en el estómago persistía. Tuvimos que resignarnos a operar. La intervención se llevó a cabo con entera satisfacción. Mi paciente se fue a hacer una cura de reposo. En pocas palabas, todo iba bien. Al menos, yo así lo creía. Al finalizar el período de convalecencia, tuve la dolorosa sorpresa de comprobar que mi paciente se había suicidado”.
     Las úlceras gástricas suelen tener un origen psíquico: una de las formas de reaccionar del organismo ante la presencia de una amenaza es la secreción de jugos gástricos por encima de lo normal, con el objeto de acelerar el proceso digestivo y la descarga subsiguiente de los contenidos del estómago que lleven a término cuanto antes a la digestión, para así poder concentrar las energías del organismo en la respuesta a la amenaza. Si esta resulta ser permanente, la hipersecreción de jugos gástricos también se hará crónica, lo cual acabará dañando las paredes del estómago y produciendo la úlcera. Las amenazas más significativas que sufrimos los seres humanos ya no son las inmediatamente externas, por ejemplo, la procedente de un depredador que esté en las proximidades, sino que, en última instancia, emanan del mal que nos habita: nuestras insuficiencias, defectos, sentimientos de inferioridad, de insignificancia, nuestras perversiones, todo aquello que nos impide desde dentro de nosotros mismos estar a la altura en la que quisiéramos estar. La manera más dinamizadora de confrontarnos con ese mal que nos habita es luchando contra él y sobreponiéndonos a su influencia; pero hay otra manera autodestructiva de tratar con ese mal, y consiste en negarlo, ocultarlo (ocultárnoslo), hacer como si no existiera esa parte repudiable de lo que somos y, enfundándonos en una máscara que nos aboca a la inautenticidad, tratar de sostenernos solo sobre lo que nos resulta aceptable de nosotros mismos. Dejamos, pues, de combatir contra esa parte sombría de nosotros, y simplemente tratamos de hacer como si no existiese.
     En el caso relatado de este paciente que acabó suicidándose, el mal interior estaba inextricablemente unido a un mal (aceptemos considerarlo así) externo que servía de expresión objetiva para aquel. Para entender de qué se trataba, recuperemos el relato del médico en el punto en el que lo habíamos dejado: “Con el pretexto de una vaga formalidad administrativa, visité a la familia del suicida. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir en ella la presencia de un (hijo) mongólico escondido por aquella gente desde hacía doce años, incluso a los vecinos”. La visión de aquel niño escondido resultó espantosa, estaba “reducido al estado de una verdadera bestia”. Ni siquiera caminaba y permanecía como una momia en un rincón de su habitación. A la vista de aquello, los enigmas relativos a la enfermedad del paciente y su posterior suicidio se aclaraban: aquel hombre nunca pudo asumir la circunstancia de tener un hijo anormal. En vez de reaccionar al hecho consumado, de enfrentarse a esa situación, escogió vivir bajo la impresión de que aquel mal solo podía ser eludido, ocultado, hacer como si no existiese. Pero la amenaza de ese mal no desapareció, simplemente pasó a estar soterrado y, desde allí, se hizo permanente. Este padre pretendía hacer como si su vida no tuviera que ver con aquello, intentaba hacer como si tal acontecimiento no hubiese generado en él ninguna responsabilidad; sin embargo, su organismo seguía reaccionando con las pautas de respuesta propias de una situación de amenaza, y provocando finalmente una úlcera gástrica. “Toda experiencia profunda se formula en términos de fisiología”, decía Cioran. La operación exitosa de la úlcera dejó a aquel padre sin la posibilidad de sentir las claves orgánicas, fisiológicas propias de la respuesta a la amenaza. Y así, sintiendo que no podía responder de ninguna manera a esta, a la desasosegante presencia de su hijo mongólico y en estado cuasi animal, su integridad personal quedó deshecha, lo que le abocó al suicidio. Ortega dice que “cuando alguien es una pura herida, curarlo es matarlo”. La úlcera había servido como respuesta –primaria, pre-verbal– a la situación que vivía aquel hombre; sin úlcera, se quedó sin respuesta de ningún tipo, y por tanto expuesto a la amenaza, amenaza a su integridad, a su plan de vida previo a la aparición del hijo deforme, a su autoimagen de persona normal y capaz de tener hijos normales… La falta de respuesta produce indefensión. La depresión es consecuencia de la indefensión aprendida. El suicidio es una de las consecuencias a las que puede llevar la depresión.
     Buscaremos de nuevo en este punto apoyarnos en una cita de Cioran: “Todo problema profana un misterio; a su vez el problema es profanado por su solución”. También aquí estaríamos en condiciones de comprender esta otra enigmática sentencia suya: “El hombre tiene más posibilidades de salvarse a través del infierno que del paraíso”. Lo que nos salva, lo que nos redime no es la (ilusoria) ausencia del mal, sino su presencia: es esta la que, empujándonos al combate permanente contra él, nos mantiene vivos. Por ello decía Nietzsche: “El mal sumo forma parte de la bondad suma”. Y también: “El hombre necesita para sus mejores cosas de lo peor que hay en él”. Si actuamos como si el mal no estuviese dentro de nosotros, como si ya hubiéramos alcanzado cotas de desarrollo personal en el que aquel ya no tuviera lugar y pudiéramos, por fin, sentirnos plenamente realizados, lo único que habremos conseguido es regresar a formas de confrontación con el mal propias de las etapas preverbales, en que era el organismo el encargado de reaccionar ante las amenazas a nuestra integridad. Y si realmente hubiéramos alcanzado el estado de apaciguamiento pleno, de distanciamiento suficiente del mal como para que este nos resultara ajeno, en suma, si nos hubiéramos instalado en el estado de indiferencia moral, lo que habríamos hecho es preparar el camino de la depresión, del desistimiento de la vida, puesto que esta se mantiene esencialmente como combate moral. De nuevo, podemos optar por decirlo a la manera de Cioran: “La ansiedad, lejos de proceder de un desequilibrio nervioso, se apoya en la constitución misma de este mundo, y no vemos por qué no estaríamos ansiosos en cada instante, dado que el tiempo mismo no es más que ansiedad en plena expansión, una ansiedad de la que no distinguimos el comienzo ni el final, una ansiedad eternamente conquistadora”. Y como mensaje implícitamente dirigido a aquel desventurado padre que encontró la fatalidad en la resolución médica de su úlcera, valdrían estas otras palabras del mismo Cioran: “En cuanto logramos desembarazarnos de un defecto, otro se apresura a reemplazarlo. Ese es el precio que debemos pagar por nuestro equilibrio”.
      El insigne psiquiatra que entre nosotros fue Carlos Castilla del Pino sabía que el momento de la “curación” (pongámoslo entre comillas, porque resulta válido dudar de que esta realmente exista) es un punto de inflexión crítico en la vida de quien sufre un problema mental. Aludiendo a quien sufría aquel que entre ellos da lugar al delirio, concluía: “Al abandonar el delirio, el sujeto, que se sabía quién era cuando deliraba, no sabe ahora quién es, o literalmente aún no es nadie, y la depresión aparece indefectiblemente”. El delirio permitía, aunque fuera de forma enmascarada tras una ficción, llevar adelante la lucha contra el mal que está en la base de la vida. Suprimir el delirio, de forma semejante a lo que supuso la supresión de su úlcera en el sujeto del que hemos venido hablando (es decir la supresión de respuesta ante la situación amenazante), significa suprimir la fuerza que empuja a vivir, es decir, a combatir contra todo lo que en nosotros haya de malo o, si buscamos formas menos ampulosas de decirlo, todo lo que haya de defectuoso o insuficiente. Lo cual nos permite desembocar, a modo de conclusión, en estas otras palabras de Carl Gustav Jung que redondean nuestra idea: “Los problemas graves de la vida jamás se resuelven del todo. Si alguna vez puede parecer que es así es indicio seguro de que se ha perdido algo. El sentido y el propósito del problema parece que estriban no tanto en su solución como en nuestro laborar incesante con él. Sólo esto evita que nos embrutezcamos y petrifiquemos”.

lunes, 4 de mayo de 2015

Por qué los cuentos y las películas deberían tener un final feliz

     El primer invento propiamente humano, lo que definitivamente nos separó del resto de los animales fue la fantasía. Resultó que la realidad empezaba a resultarle insuficiente a nuestro primer ancestro, le comprimía, le parecía algo así como una prisión de la que necesitaba escapar; pero su cuerpo y las necesidades que este buscaba imperiosamente satisfacer le ataban a esa realidad, así que para dar cauce a esta otra necesidad emergente tuvo que trascender aquella realidad tangible que le encorsetaba. Lo hizo, efectivamente, a través de la fantasía. Llegado un momento, esta, la fantasía, que brotaba directamente de lo íntimo, encontró maneras de acoplarse con la realidad, se convirtió, en fin, en imaginación. A este respecto decía Ortega y Gasset que la imaginación es el poder liberador que el hombre tiene.
     La fantasía es, para empezar, un mecanismo de defensa. Todos los mecanismos psíquicos de defensa están diseñados para ser un modo de eludir o superar una realidad amenazante, la primera de todas ellas, desde un punto de vista evolutivo, la que procede de la presencia de un depredador. Las diferentes especies de animales fueron generando respuestas que de una u otra manera sirviesen para confrontarse con aquella amenaza: algunas ranas, aves y serpientes optan por hacerse las muertas, a la vez que relajan sus esfínteres y expulsan contenidos fecales, con lo que, previsiblemente, el depredador desistirá de ingerir una carne que aparenta estar putrefacta. Hay animales que utilizan el mecanismo de defensa de la disociación, de modo que se hacen pasar por otros: los sapos o determinadas especies de peces se hinchan, multiplicando artificialmente de esa manera el volumen real de su cuerpo, con lo que aparentan ser no tan inofensivos como en realidad son. Las abejas, por su parte, se sincronizan para zumbar al mismo tiempo, de manera que la impresión que produce un ejército tan numeroso emitiendo ese ruido ahuyentará también previsiblemente a los depredadores. La protección (relativa) que supone refugiarse en el número también la utilizan las tortugas cuando cientos de ellas, recién nacidas, emergen de la arena al mismo tiempo para maximizar sus probabilidades de llegar al mar sin ser devoradas por los depredadores al acecho. Todos estos mecanismos de defensa, la impasibilidad, la disociación, el refugio en la masa… son también utilizados por el hombre. Pero si la amenaza pasa de ser coyuntural a permanente, esos mecanismos de defensa, prolongados más tiempo del debido, se convierten ellos mismos en una amenaza para la supervivencia.
 

 Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     En el caso del hombre, a estas alturas de la evolución, ya no solo estamos hablando de la supervivencia física, sino de la metafísica, la que se refiere a la necesidad de ser alguien significativo, de tener una identidad consistente, capaz de sobreponerse a unas circunstancias que, de otra manera que cuando quien amenazaba era el depredador, siguen suponiendo un peligro, si no de estricta desaparición, sí de irrelevancia o anulación. Y como decía Carl Gustav Jung, “el hombre no puede soportar una vida insignificante”. De esta manera, la impasibilidad, la indiferencia (hacerse el muerto), cuando nos sentimos atacados por alguna circunstancia especialmente hiriente, pueden dejar de ser útiles a partir de cierto momento, esto es, cuando se pasa de decir “esto no me importa” a concluir que “nada me importa”, y esta fórmula se convierte en expresión de una actitud vital general. Asimismo, la disociación, sacar fuerzas de flaqueza, aparentar ser quien no se es, puede distorsionar la percepción de la propia identidad si acaba perdiéndose el contacto entre ambas posibilidades de ser: quien efectivamente se es y quien se quisiera ser. Y el refugio en la masa, que en principio puede suponer un complemento social a nuestra escasa identidad individual, cuando se generaliza y se hace omnipresente, lleva inevitablemente a la anulación de sí mismo como individuo.
     Pero, como decíamos, el mecanismo de defensa más específicamente humano es la fantasía y, aún más, la imaginación: fantaseamos para escapar de una realidad hostil; y un paso más allá, imaginamos para buscar alternativas a esa realidad. La fantasía, dejada a su propia inercia, degenera en pensamiento utópico, en salidas falsas a las situaciones problemáticas. La función de la imaginación es conducirnos, sin salir de la realidad, hacia ámbitos en los que habrían de quedar superados nuestros problemas, las eventuales amenazas a nuestra integridad, a nuestra identidad. La vía por la que discurre la imaginación, y que virtualmente une la realidad con lo deseado, es la esperanza. Cuando uno está prisionero de una realidad frustrante o amenazadora, cuando no encuentra otra alternativa que la de adaptarse a esa realidad, es que ha desistido de lo que da la imaginación, un camino hacia lo deseado; en suma, se ha desesperado. “Bajo la objetividad (…) alguna esperanza ha quedado aprisionada”, decía María Zambrano.
     Cuando nos enfrentamos a una situación amenazante, el primero en reaccionar es el cuerpo, a través de lo que podríamos llamar el “lenguaje” de los órganos. El organismo se moviliza, se prepara para responder; por ejemplo, coge aire y lo retiene en actitud inspiratoria para hacer uso de él produciendo energía extra en cuanto se ponga en marcha la respuesta. Pero si la situación equivale a la de una amenaza de la que no es posible escapar, la respuesta para la que se había preparado el organismo no acaba de realizarse, es decir, la actitud inspiratoria se cronifica. Y esa falta de respuesta, esa cronificación de la fase preparatoria puede entonces degenerar, entre otras cosas, como asma. Henry Maudsley (1835-1918), psiquiatra británico famoso por sus investigaciones sobre el autismo, decía: “Si la emoción no se libera afectará a los órganos y perturbará su funcionamiento. La pena que puede expresarse con gemidos o con llanto se olvida con rapidez, mientras que la pena enmudecida, que roe sin cesar el corazón, acaba por desgarrarlo”. Es característica de los asmáticos, precisamente, la dificultad que tienen para exteriorizar su sufrimiento y para llorar. Tanto esa exteriorización como este llanto vienen a suponer, si no aquella respuesta cabal para la que el organismo se había preparado, sí una manera de descargar la tensión que se había acumulado: son formas de espirar, de soltar el aire retenido. Por eso, las crisis asmáticas ceden desde el momento en que el niño se permite romper a llorar.
     De forma complementaria, podemos entender que el asma significa un grito retenido, una llamada de socorro interrumpida… incluso una necesidad de expresar algo para lo que no se tienen recursos expresivos suficientes. Y es aquí donde podemos añadir a nuestro hilo argumental una nueva remesa de silogismos. Ahora debemos de traer de nuevo a colación a la imaginación, que es la función expresiva encargada de tomar el relevo al lenguaje o protolenguaje de los órganos. Destaquemos, para empezar, el hecho de que la materia prima con la que trabaja la imaginación son los símbolos. A este respecto, escribían Sigmund Freud y Joseph Breuer en sus “Estudios sobre la histeria”: “Hemos hallado, en efecto, y para sorpresa nuestra al principio, que los distintos síntomas histéricos (es decir, síntomas en los que el problema psíquico se expresa en forma de manifestaciones somáticas o corporales) desaparecían inmediata y definitivamente en cuanto se conseguía despertar con toda claridad el recuerdo (el aporte que hace la imaginación) del proceso provocador (la situación traumática original), y con él el afecto concomitante, y describía el paciente con el mayor detalle posible dicho proceso, dando expresión verbal (simbólica) al afecto (…) El proceso psíquico primitivo ha de ser repetido lo más vivamente posible, retrotraído al status nascendi, y ‘expresado’ después. En esta reproducción del proceso primitivo (aparecen) convulsiones, neuralgias, alucinaciones, etc. Nuevamente con toda intensidad, para luego desaparecer de un modo definitivo. Las parálisis y anestesias desparecen también”. Es decir, Freud se planteaba hacer regresar al paciente a la posición que adoptó ante la situación traumática original, con lo cual, para empezar, se había de recuperar con toda viveza la disposición que el organismo preparó para responder a la situación entonces creada. Aquella disposición quedó interrumpida en ese momento inicial, pues no se llegó entonces a la respuesta cabal, al momento de la descarga de aquella actitud preliminar, preparatoria. Una vez recuperado el recuerdo de aquella situación crítica, con toda su fuerza emocional concomitante, de lo que se trataba era de llegar a descargar la respuesta que entonces quedó interrumpida. Y Freud comprobó que no necesariamente esa respuesta había que darla en el mismo plano orgánico en el que se fraguó o quedó predispuesta en primera instancia, sino que era posible la descarga en el nivel del lenguaje simbólico, para empezar, y sobre todo, en el lenguaje hablado, el lenguaje de los conceptos. “La reacción del sujeto al trauma –dicen así Freud y Breuer– solo alcanza un efecto ‘catártico’ cuando es adecuado; por ejemplo, la venganza. Pero el hombre encuentra en la palabra un subrogado del hecho, con cuyo auxilio puede el afecto ser también casi igualmente descargado por reacción (Abreagiert). En otros casos es la palabra misma el reflejo adecuado a título de lamentación o de alivio del peso de un secreto (la confesión). Cuando no llega a producirse tal reacción por medio de actos o palabras, y en los casos más leves, por medio de llanto, el recuerdo del suceso conserva al principio la acentuación afectiva”. De esta manera, Freud fue fijando los principios de su método psicoterapéutico y encontrando la razón de por qué actuaba curativamente: “Anula la eficacia de la representación no descargada por reacción en un principio, dando salida por medio de la expresión verbal, al afecto concomitante, que había quedado estancado, y llevándolo a la corrección asociativa por medio de su atracción a la conciencia normal”. La respuesta, en suma, que el organismo previó para ser emitida ante la situación de peligro o amenaza, y que quedó registrada y bloqueada en diferentes actitudes corporales preparatorias (la “coraza muscular” de Wilhelm Reich), puede encontrar entonces una manera de ser descargada y finalmente concluida en forma de expresión verbal. Con ello se quiere decir que la tensión corporal preparatoria de la respuesta puede también disolverse a través de esa expresión verbal.
     El caso es que, descontando la directa descarga motora, no solo la expresión verbal sirve como cauce para la respuesta del organismo, en forma sublimada, a la situación traumática original en la que quedó atascado el ayer sujeto amenazado y hoy víctima de sus síntomas neuróticos o psicóticos (o dicho de otra forma: víctima de la insignificancia, de la irrelevancia existencial). Hay otras formas de lenguaje simbólico a través de las cuales esa respuesta puede buscar satisfacción, puede buscar descargarse. Adentrémonos en ellas.
     En 1979, la crítica literaria francesa consideró que el mejor libro del año había sido la autobiografía que escribió Fritz Zorn, un suizo de treinta y dos años, y que empieza así: “Soy joven, rico y culto. Y soy desgraciado, neurótico y estoy solo (…) Recibí una educación burguesa y he sido sensato toda mi vida. Hay en mi familia taras hereditarias, por lo que llevo sobre mí una pesada carga y me siento abrumado por mi entorno. Y, claro, también tengo cáncer, lo que cae por su propio peso si tenemos en cuenta lo que acabo de decir”. El joven Fritz Zorn murió al día siguiente de entregar sus memorias al editor. Lo que afirmaba estaba en sintonía con una línea de investigación cada vez más mayoritaria en medicina: la que considera que en el cáncer están involucrados, además de otros posibles factores fisiológicos o ambientales, los que tienen un origen psíquico. Cuando en 1948 Wilhelm Reich publicó su “Biopatía del cáncer” sosteniendo estas mismas tesis, generó un escándalo que el tiempo se ha ido encargando de diluir. “Creo –decía, convencido de la intervención de estos factores psíquicos, Fritz Zorn– que el cáncer es una enfermedad del alma que hace que un hombre que devora toda su pena sea a su vez devorado al cabo de algún tiempo por esa misma pena que está en él”. Una infancia neurotizada, una juventud dominada por la soledad, la tristeza y el pesimismo, una existencia hecha de lágrimas contenidas que no llegaban a fluir, un sufrimiento moral ahogado a lo largo de los años, frustraciones afectivas, incapacidad de expresar cólera o agresividad, hiperadaptación, vida sexual inexistente… Zorn sabía, cuando escribió su libro, que su cáncer era la consecuencia de todos esos factores. Diversos investigadores han añadido a todos ellos un factor recurrente más: un shock emocional violento acompañado de desesperanza, que suele preceder entre seis meses y seis años a la aparición del tumor.
     Carl Simonton (1942-2009), radiólogo americano, fue considerado el más importante profesional en el área de tratamiento de causas psicológicas del cáncer (http://bugui.blogia.com/2008/061304-enfoque-simonton-contra-el-cancer..php ). Trabajó en los hospitales y escuelas de medicina más importante de los EE. UU. y de varios países más, ayudando a crear el mismo tipo de programas de tratamiento del enfermo canceroso que utilizaba en su clínica de Texas. Él mismo  tuvo su propia experiencia con el cáncer a los 16 y 33 años, respectivamente, con procesos neoplásicos en piel y nariz. Una vez que se dedicó de lleno al estudio y tratamiento del cáncer, rápidamente llegó a esta conclusión: "Mis pacientes tienen desesperanza", y señaló a esta cuestión como la más crucial a la hora de determinar las causas de la enfermedad. Así resolvió investigar y aplicar un método sencillo, poco ortodoxo y que, en todo caso, tenía escaso predicamento en el establishment científico hasta ese momento: el que residía en el poder de la imaginación y que consistía en ejercicios de visualización. Siguiendo ese método, el paciente imagina, por ejemplo, que sus glóbulos blancos son un ejército de caballeros en encarnizada guerra contra las células cancerosas, sus enemigas. Si sigue un tratamiento de quimioterapia, visualiza los medicamentos como tiburones que penetran en los más recónditos pliegues de su cuerpo, limpiándolo todo a su paso y devorando los tumores a dentellada limpia. "Cuando cambiamos nuestras creencias conscientes y actitudes, cambia la química básica en nuestros órganos", decía Simonton, que consideraba que cuando se abre un cauce para el sentimiento de esperanza, el organismo lo convierte en procesos biológicos que restauran las defensas naturales y frenan la producción de células malignas. “La mente se refleja en el cuerpo”, decía, repitiendo una idea que ya antes había sostenido Ortega y Gasset: “El alma esculpe el cuerpo”.

     Carl Simonton utilizó por primera vez su método en 1971 con un paciente cuyo cáncer, en fase terminal, se consideraba incurable (cito de Jacques Thomas: “Enfermedades psicosomáticas”, Salvat, 1990). El enfermo repetía tres veces diarias los ejercicios de visualización de cáncer. El tratamiento demostraba ser más y más eficaz cada día. “Los resultados han sido espectaculares –confirmó finalmente Simonton–: el paciente agonizante ha vencido la enfermedad”. El método no es que obrara milagros, pero se demostraba como una eficaz y poderosa ayuda complementaria de los tratamientos de quimioterapia y radiación. La psicóloga Nicole Alby sostenía que, en el cáncer, “el éxito terapéutico, cada vez más frecuente, depende de hecho, en buena medida, de factores psicológicos”. Según Simonton, la Sociedad Americana de Cáncer de Estados Unidos encomendó a un especialista que demostrara "la falsedad" de sus investigaciones. Pero lo que acabó haciendo fue certificar el trabajo realizado.
     La doctora  Jeanne Achterberg, partidaria del método de Simonton, definió el de las visualizaciones  como "el modo más antiguo utilizado en la historia de la medicina, tal como lo demuestran los templos curativos de la Grecia antigua y, en la actualidad, los laboratorios de biofeedback" (efectivamente, el biofeedback es un método de visualización en el cual el paciente, colocado frente a una máquina que registra diferentes medidas fisiológicas de su organismo como la tensión arterial, las pulsaciones…, es capaz de cambiar tales registros solo con la fuerza de su mente). Otro resultado a añadir a la eficacia de la intervención de la imaginación en los procesos curativos lo constituye, evidentemente, el efecto placebo.
     Ya Einstein dejó dicho que  “la imaginación es más fuerte que el conocimiento”. Y Carl Gustav Jung hizo uso de manera profusa del método de visualización creativa en sus terapias. Pero el caso es que el uso de la imaginación para conducir nuestras inquietudes y sentimientos de angustia hacia fórmulas de resolución es algo cotidiano que de una u otra forma ha sido siempre usado por el hombre. En tiempos prehistóricos, reunido alrededor del hogar, hacía uso de este recurso cuando se dedicaba a contar mitos, cuentos y leyendas que permitían dramatizar sus miedos, sus desasosiegos o sus deseos insatisfechos para conducirlos, a través de la narración, hacia finales felices o resolutivos. La literatura o el cine no cumplen otra función. En este sentido, es conocido el caso del periodista científico y colaborador de las más importantes revistas médicas americanas Norman Cousins (1915-1990), autor del libro Anatomía de una enfermedad, en donde narra cómo se curó de una enfermedad tan grave como la espondilartritis anquilosante tras ser desahuciado por los médicos, a pesar del arsenal de medicamentos que usaron con él. Cousins acababa de llegar de Rusia, donde había tenido una estancia muy estresante y pletórica de fracasos, y fue entonces cuando se le manifestó la enfermedad. Entonces puso en práctica un método de curación que le haría famoso: se curó gracias a la risa, encerrándose en una habitación con vídeos de Buster Keaton, Charles Chaplin, el gordo y el flaco y otras películas graciosas del mismo estilo. Su médico, el doctor William Hitzig, le hizo pruebas para comparar la velocidad de sedimentación de su sangre antes y después de una sesión de risa, y comprobó estupefacto que aquella se reducía, lo cual era una estupenda señal, porque la velocidad de sedimentación es reflejo de la magnitud de una inflamación o infección existente en el cuerpo. Además, a lo largo del proceso curativo quedó demostrado que ese descenso no era momentáneo sino acumulativo. A raíz de esto, Cousins fue llamado para colaborar en la red de hospitales de California. En otra de sus obras, Principios de autocuración, expuso cómo estos mismos presupuestos terapéuticos que de una u otra manera implican la intervención de la imaginación podían ser aplicados al tratamiento del cáncer.

     La defensa que la imaginación supone frente a nuestros desasosiegos y frustraciones es algo perceptible ya desde nuestra más tierna infancia. Cuando toca la hora de irse a dormir, en el niño pequeño asoma una inquietud heredera del miedo atávico a la oscuridad, de donde manan todas las amenazas y angustias que desde siempre nos acompañan, normalmente amortiguadas por las compensaciones que frente a ellas elaboramos en el tiempo de vigilia. Por eso, solemos recurrir a un método con el que ayudamos a nuestros niños a dramatizar sus miedos y a conducirlos hacia una imaginaria resolución, y cuya eficacia está avalada por el uso que de él se ha hecho durante milenios: les contamos un cuento. Gracias a la visualización imaginaria que permite la narración, el niño hace discurrir unos miedos paralelos a los que sufriría Caperucita Roja  frente al lobo hacia la solución que supone que ella triunfe y el lobo salga derrotado. Desde luego, si el cuento acabara mal, al apagar la luz, la habitación se parecería a la inquietante boca de un lobo que habría quedado al acecho.