La vida es el escenario en el que tiene lugar el mayor drama
imaginable, el de la lucha del bien contra el mal. Aún más: a la hora de ir
construyendo el relato de nuestra vida, todo lo que en ella vaya aconteciendo tenderá
a encontrar alojamiento en una de esas dos categorías morales: bueno o malo. Hemos
venido, pues, a la vida con la clara y determinante misión de llevar a cabo en
ella un combate moral, de convertir las parcelas de azar que nos son entregadas
en ámbitos de sentido en los que el bien acabe prevaleciendo sobre el mal.
Ilustración:
Samuel Martínez Ortiz
El mal, para empezar, es algo que nos habita, y aún más, que
nos constituye. Incluso que precede al bien. En consecuencia, decía Cioran: “El
mal es abandono; el bien, un cálculo inspirado”. Y daba así sentido a
esta enigmática pregunta que se hacía: “¿No
es la luz una alucinación de la noche?”. Indagando a partir de ahí en las profundidades del alma de las
que brota la conciencia del Pecado Original, el mismo Cioran vislumbraba el
precedente del mal en un remordimiento previo: “El remordimiento metafísico –decía– es
una turbación sin causa, una inquietud ética en el límite de la vida. No tienes
culpa alguna de la que arrepentirte y sin embargo sientes remordimientos. No te
acuerdas de nada, pero te invade un sentimiento infinitamente doloroso del
pasado. No has hecho nada malo, pero te sientes responsable de los males del
universo”. Y de ahí, de esa predisposición que nos hace sentir un remordimiento
previo a cualquier causa que pudiera dar razón de él brotaría la conciencia del
mal, que nos serviría como medio de aterrizaje y explicación de aquel difuso
sentimiento previo: “Esa necesidad de remordimientos que precede al Mal, mejor dicho, que
lo crea...”; y que nos llevaría a convertir nuestra vida en un medio de
combate contra ese mal que nos habita y del que nos sentimos responsables: “En
el fondo –concluye Cioran–, ¿qué hace cada hombre? Se expía a sí
mismo”. Vivimos para expiar nuestro Pecado Original.
La enfermedad mental se apodera de nosotros cuando, en vez
de combatirlo, tratamos de aislar el mal que nos constituye encerrándolo en una
zona secreta, sombría, del alma, desde donde, fraudulentamente entendido como
algo ajeno y sobre lo que no tenemos responsabilidad, invade de forma
recurrente la parte de nosotros que admitimos como propia, la que representa al
bien, y a la que tratamos de aferrarnos de modo excluyente. Para Nietzsche,
toda enfermedad constituye una manifestación de la maldad: “ ‘Mira, yo soy enfermedad’ –así
habla la acción malvada; ésa es su sinceridad”. Interpretemos que vendría
a ser una maldad que, aun siéndonos inherente, no hemos sabido hacer otra cosa
con ella que tratar de arrinconarla, excluirla de la imagen de nosotros mismos
que somos capaces de sobrellevar, y no, después de reconocerla como parte de
nosotros mismos, combatirla, expiarla hasta donde podamos. Quien –quizá porque
ya se da por vencido– no tiene ningún remordimiento, ningún mal del que
sentirse responsable, ningún motivo por el que combatir consigo mismo (para
empezar), o lo que es igual, mantiene ocultos incluso para sí tales motivos,
acaba enfermando mental o físicamente. La vida se mantiene como lucha y
mientras sigue activa nuestra disposición para el combate; por tanto, mientras
tengamos algún mal al que enfrentarnos.
En un manual de “Enfermedades psicosomáticas” leo el que
puede ser un ejemplo ilustrativo de todo esto que vamos diciendo; se trata del
que aporta un doctor en medicina que relata por carta a un colega el desarrollo
de un impactante caso del que había sido protagonista y testigo, y en donde dice:
“Hace
ocho o diez meses recibí en mi consulta al señor Charles-Henri Z., de treinta y
ocho años de edad. Sufría de una úlcera gástrica que tratamos de hacer
desaparecer y de calmar con el tratamiento usual: cicatrizantes, antiácidos,
protectores de mucosa, etc. En vano. La sensación de quemazón en el estómago
persistía. Tuvimos que resignarnos a operar. La intervención se llevó a cabo
con entera satisfacción. Mi paciente se fue a hacer una cura de reposo. En
pocas palabas, todo iba bien. Al menos, yo así lo creía. Al finalizar el
período de convalecencia, tuve la dolorosa sorpresa de comprobar que mi
paciente se había suicidado”.
Las úlceras gástricas suelen tener un origen psíquico: una
de las formas de reaccionar del organismo ante la presencia de una amenaza es
la secreción de jugos gástricos por encima de lo normal, con el objeto de
acelerar el proceso digestivo y la descarga subsiguiente de los contenidos del
estómago que lleven a término cuanto antes a la digestión, para así poder
concentrar las energías del organismo en la respuesta a la amenaza. Si esta resulta
ser permanente, la hipersecreción de jugos gástricos también se hará crónica,
lo cual acabará dañando las paredes del estómago y produciendo la úlcera. Las
amenazas más significativas que sufrimos los seres humanos ya no son las
inmediatamente externas, por ejemplo, la procedente de un depredador que esté
en las proximidades, sino que, en última instancia, emanan del mal que nos
habita: nuestras insuficiencias, defectos, sentimientos de inferioridad, de
insignificancia, nuestras perversiones, todo aquello que nos impide desde
dentro de nosotros mismos estar a la altura en la que quisiéramos estar. La
manera más dinamizadora de confrontarnos con ese mal que nos habita es luchando
contra él y sobreponiéndonos a su influencia; pero hay otra manera
autodestructiva de tratar con ese mal, y consiste en negarlo, ocultarlo
(ocultárnoslo), hacer como si no existiera esa parte repudiable de lo que somos
y, enfundándonos en una máscara que nos aboca a la inautenticidad, tratar de
sostenernos solo sobre lo que nos resulta aceptable de nosotros mismos.
Dejamos, pues, de combatir contra esa parte sombría de nosotros, y simplemente tratamos
de hacer como si no existiese.
En el caso relatado de este paciente que acabó suicidándose,
el mal interior estaba inextricablemente unido a un mal (aceptemos considerarlo
así) externo que servía de expresión objetiva para aquel. Para entender de qué se
trataba, recuperemos el relato del médico en el punto en el que lo habíamos
dejado: “Con el pretexto de una vaga formalidad administrativa, visité a la
familia del suicida. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir en ella la
presencia de un (hijo) mongólico escondido por aquella gente desde hacía doce años,
incluso a los vecinos”. La visión de aquel niño escondido resultó
espantosa, estaba “reducido al estado de una verdadera bestia”. Ni siquiera
caminaba y permanecía como una momia en un rincón de su habitación. A la vista
de aquello, los enigmas relativos a la enfermedad del paciente y su posterior
suicidio se aclaraban: aquel hombre nunca pudo asumir la circunstancia de tener
un hijo anormal. En vez de reaccionar al hecho consumado, de enfrentarse a esa
situación, escogió vivir bajo la impresión de que aquel mal solo podía ser
eludido, ocultado, hacer como si no existiese. Pero la amenaza de ese mal no
desapareció, simplemente pasó a estar soterrado y, desde allí, se hizo
permanente. Este padre pretendía hacer como si su vida no tuviera que ver con aquello,
intentaba hacer como si tal acontecimiento no hubiese generado en él ninguna
responsabilidad; sin embargo, su organismo seguía reaccionando con las pautas de
respuesta propias de una situación de amenaza, y provocando finalmente una
úlcera gástrica. “Toda experiencia profunda se formula en términos de fisiología”,
decía Cioran. La operación exitosa de la úlcera dejó a aquel padre sin la
posibilidad de sentir las claves orgánicas, fisiológicas propias de la
respuesta a la amenaza. Y así, sintiendo que no podía responder de ninguna
manera a esta, a la desasosegante presencia de su hijo mongólico y en estado
cuasi animal, su integridad personal quedó deshecha, lo que le abocó al
suicidio. Ortega dice que “cuando alguien es una pura herida, curarlo
es matarlo”. La úlcera había servido como respuesta –primaria,
pre-verbal– a la situación que vivía aquel hombre; sin úlcera, se quedó sin respuesta
de ningún tipo, y por tanto expuesto a la amenaza, amenaza a su integridad, a
su plan de vida previo a la aparición del hijo deforme, a su autoimagen de
persona normal y capaz de tener hijos normales… La falta de respuesta produce
indefensión. La depresión es consecuencia de la indefensión aprendida. El
suicidio es una de las consecuencias a las que puede llevar la depresión.
Buscaremos de nuevo en este punto apoyarnos en una cita de
Cioran: “Todo problema profana un misterio; a su vez el problema es profanado
por su solución”. También aquí estaríamos en condiciones de comprender
esta otra enigmática sentencia suya: “El hombre tiene más posibilidades de
salvarse a través del infierno que del paraíso”. Lo que nos salva, lo
que nos redime no es la (ilusoria) ausencia del mal, sino su presencia: es esta
la que, empujándonos al combate permanente contra él, nos mantiene vivos. Por
ello decía Nietzsche: “El mal sumo forma parte de la bondad suma”.
Y también: “El hombre necesita para sus mejores cosas de lo peor que hay en él”.
Si actuamos como si el mal no estuviese dentro de nosotros, como si ya
hubiéramos alcanzado cotas de desarrollo personal en el que aquel ya no tuviera
lugar y pudiéramos, por fin, sentirnos plenamente realizados, lo único que
habremos conseguido es regresar a formas de confrontación con el mal propias de
las etapas preverbales, en que era el organismo el encargado de reaccionar ante
las amenazas a nuestra integridad. Y si realmente hubiéramos alcanzado el
estado de apaciguamiento pleno, de distanciamiento suficiente del mal como para
que este nos resultara ajeno, en suma, si nos hubiéramos instalado en el estado
de indiferencia moral, lo que habríamos hecho es preparar el camino de la
depresión, del desistimiento de la vida, puesto que esta se mantiene
esencialmente como combate moral. De nuevo, podemos optar por decirlo a la
manera de Cioran: “La ansiedad, lejos de proceder de un desequilibrio nervioso, se apoya
en la constitución misma de este mundo, y no vemos por qué no estaríamos
ansiosos en cada instante, dado que el tiempo mismo no es más que ansiedad en
plena expansión, una ansiedad de la que no distinguimos el comienzo ni el
final, una ansiedad eternamente conquistadora”. Y como mensaje
implícitamente dirigido a aquel desventurado padre que encontró la fatalidad en
la resolución médica de su úlcera, valdrían estas otras palabras del mismo
Cioran: “En cuanto logramos desembarazarnos de un defecto, otro se apresura a
reemplazarlo. Ese es el precio que debemos pagar por nuestro equilibrio”.
El insigne psiquiatra que entre nosotros fue Carlos Castilla
del Pino sabía que el momento de la “curación” (pongámoslo entre comillas,
porque resulta válido dudar de que esta realmente exista) es un punto de
inflexión crítico en la vida de quien sufre un problema mental. Aludiendo a
quien sufría aquel que entre ellos da lugar al delirio, concluía: “Al
abandonar el delirio, el sujeto, que se sabía quién era cuando deliraba, no
sabe ahora quién es, o literalmente aún no es nadie, y la depresión aparece
indefectiblemente”. El delirio permitía, aunque fuera de forma
enmascarada tras una ficción, llevar adelante la lucha contra el mal que está
en la base de la vida. Suprimir el delirio, de forma semejante a lo que supuso
la supresión de su úlcera en el sujeto del que hemos venido hablando (es decir
la supresión de respuesta ante la situación amenazante), significa suprimir la
fuerza que empuja a vivir, es decir, a combatir contra todo lo que en nosotros
haya de malo o, si buscamos formas menos ampulosas de decirlo, todo lo que haya
de defectuoso o insuficiente. Lo cual nos permite desembocar, a modo de
conclusión, en estas otras palabras de Carl Gustav Jung que redondean nuestra
idea: “Los problemas graves de la vida jamás se resuelven del todo. Si alguna
vez puede parecer que es así es indicio seguro de que se ha perdido algo. El
sentido y el propósito del problema parece que estriban no tanto en su solución
como en nuestro laborar incesante con él. Sólo esto evita que nos embrutezcamos
y petrifiquemos”.
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