martes, 16 de diciembre de 2014

De dónde vienen las dos Españas - 2ª parte y última

     Concluíamos la primera parte con el trazado de lo que ha sido la línea directriz sobre la que ha ido desarrollándose nuestra trayectoria histórica. Frente a esta trayectoria evolutiva y acumulativa, se situaron a partir, fundamentalmente, de 1898, las ideologías hispanofóbicas que decidieron convertirse en representativas de alguno de aquellos frustrados ramales centrífugos de nuestra historia, los que, de haber decidido nuestro rumbo, nos habrían impedido el acceso al estado moderno que, mal que bien, hemos llegado a conformar, y que si no hemos alcanzado de una manera plenamente homologable con la Europa más desarrollada, ha sido, entre otras cosas, por el lastre que tales ideologías nos hacen sobrellevar y el desgaste en rozamientos internos que han provocado entre nosotros.


     Así, el nacionalismo vasco pasó a sentirse representante de aquel ramal de nuestra historia que ya vino a superar la romanización, y construye su bagaje ideológico sobre un nostálgico sentimiento de identidad que busca retrotraerse hasta la tribu prerromana de los vascones; una identidad, por otro lado, que además de resultar absurda a esta altura de los tiempos es imposible reconstruir después de la mezcla de sangres que ha procurado la historia y, antes aún, del acceso a la civilización que supuso Roma, a partir de la cual la categoría de ciudadano vino a sustituir a la de pertenencia a una etnia a la hora de decidir esa identidad. El idioma en el que supuestamente (ha variado mucho) se entendían aquellos vascones, y que empezó a perder vigencia histórica cuando los romanos aportaron un idioma en el que pudieran entenderse las diferentes tribus que –desde entonces camino de su desaparición– poblaban la Península, se ha convertido en el último recurso desde el que seguir reivindicando aquella identidad tribal por parte del nacionalismo vasco.

     Por su parte, el nacionalismo gallego reivindica, de la misma forma, una imposible identidad tribal celta, y busca posterior apoyo histórico en otro de los ramales que representan un coyuntural obstáculo a lo que finalmente ha resultado ser nuestra trayectoria histórica real y vertebradora: en este caso, los nacionalistas gallegos reivindican también la línea centrífuga de nuestra historia que significaron los invasores suevos, que entraron en nuestra Península a la caída del Imperio romano y que se establecieron en la Gallaecia de entonces hasta que en el año 585 fueron derrotados por el rey visigodo Leovigildo, auténtico constructor del estado unitario que en la Península ibérica sucedió a la desintegración de Roma y que, como expusimos en la primera parte, continuaba la trayectoria histórica sobre la cual se fue construyendo nuestra actual nación.

     El nacionalismo andaluz anda ahora mismo agazapado detrás de ideologías islamizantes que reivindican para Andalucía su pasado musulmán. No, pues, el exuberante pasado romano que llevó al trono del Imperio a Trajano y a Adriano o a filósofos como Séneca, todos ellos nacidos en la Bética; ni los tiempos visigóticos en los que aquella región vio nacer a la cumbre del pensamiento de aquel entonces que fue San Isidoro de Sevilla. Por el contrario, estos peculiares andaluces se sienten herederos de al-Ándalus, una cultura que jamás fue española, como se pude deducir del simple hecho de que nunca un muladí (un musulmán de origen español) alcanzara el poder ni en los tiempos del emirato, ni en los del califato, ni en las taifas, así como del hecho de que los andalusíes se sintieran parte de una comunidad islámica foránea y contrapuesta a la que aquí estaba asentada. Descontemos el hecho de que la historia del Islam se ha conducido por unos derroteros que, si hubieran sido los de España, jamás habríamos tenido aquí ni Renacimiento ni Ilustración ni estado democrático, conquistas a las que nunca ha accedido realmente el islamismo. Otros nacionalistas, por lo tanto, estos de Andalucía, que encuentran sus fuentes de identidad en aquellos ramales que resultan excluyentes respecto del itinerario real recorrido por nuestra historia, es decir, respecto de lo que es la nación española.

     Por su parte, el nacionalismo catalán reivindica sobre todo una parcela de la historia que dejó de estar vigente al terminar la Edad Media, tratando además de ignorar, para empezar, aquel otro pasado que hizo de Tarraco la primera capital de la Hispania romana o de Barcino la primera de la España visigoda. Ni siquiera aquel precedente de los condados medievales sirve de soporte a la reelaboración de la historia que pretenden hacer los nacionalistas catalanes, pues nunca Cataluña fue una entidad política como tal, sino solo en cuanto parte del Reino de Aragón. Pero una vez en marcha su impulso hispanofóbico, estos nacionalistas han tratado de rehacer la historia hasta el punto de que cupiera en sus proyectos de exclusión de lo español. Y así, la entrada de los Borbones en España en 1700, en disputa con las pretensiones dinásticas de los Habsburgo disputa que provocó una guerra europea, aunque tuviera lugar en suelo español, la reelaboran aquellos como una guerra de España contra Cataluña, de forma semejante a como enseñan en las escuelas catalanas que nuestra guerra civil fue un nuevo capítulo de esa larga guerra que sus mentes han imaginado entre España y Cataluña.

     Las ideologías autodenominadas “progresistas”, plasmadas, como las de los nacionalismos, a raíz, fundamentalmente, de la crisis del 98, vinieron a configurarse, en gran parte, en nuestro país como un compendio de todas las ideologías hispanofóbicas y contrarias al estado moderno que habían ido surgiendo al albur de aquella profunda crisis de autoestima nacional. Aunque al principio muchos de los ideólogos de ese pretendido progresismo se declararon opuestos al nacionalismo, la hispanofobia ha acabado por ser dominante en la conformación de tales corrientes políticas. Su aversión al libre mercado fue otra de las constantes en la conformación de aquellas ideologías, y la tentación de considerar las libertades democráticas como meras libertades “formales”, propias de la democracia “burguesa”, en suma, su propensión hacia el establecimiento de regímenes en los que esas libertades quedaran controladas, intervenidas o directamente suprimidas, ha sido también una constante en la conformación de esas ideologías, no del todo corregida con el paso del tiempo. Otra constante en estas ideologías, al menos en sus orígenes, y que sigue caracterizando a sus corrientes más extremas, ha sido considerar la propiedad privada como un robo o una clase de perversión que solo puede corregirse regresando de alguna manera al comunismo primitivo propio de las hordas del paleolítico, del cual el control total de la economía por parte del estado vendría a ser un sucedáneo considerado asequible.

     Nos iremos acercando a las conclusiones de este artículo señalando de nuevo a la Leyenda Negra, especialmente al ser asumida por los propios españoles, como el foco principal del que han surgido los peores males que lastran la vida de nuestra  nación. Aún podríamos destacar como el elemento que quizás más ha servido a la puesta en marcha de esa Leyenda Negra la publicación del libro que fray Bartolomé de las Casas escribió y que tituló “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, que fue lo que más ayudó a que acabase de cristalizar una imagen de los españoles como seres bárbaros, crueles, fanáticos e intolerantes, y a dejar degradada la misión de España en América como una mera empresa genocida y de latrocinio por parte de los españoles que la llevaron a cabo. El libro de Las Casas, aun señalando abusos y excesos realmente producidos durante la conquista, llega a tal punto de exageración que sus afirmaciones quedan explícitamente contradichas por los escritos de otros religiosos coetáneos suyos partícipes también de aquella gran empresa americana, como fueron, entre otros, el vallisoletano Bernardo Vargas Machuca, Antonio de Herrera y Tordesillas, Gonzalo Fernández de Oviedo o fray Toribio de Benavente, apodado Motolinía, es decir, “el pobre” en lengua náhualt, y que califica a Las Casas como “hombre pesado, inquieto e importuno, bullicioso, malcriado, injuriador”. Calificativos estos que servirían como preludio al diagnóstico que de Las Casas hizo Ramón Menéndez Pidal en el libro que publicó en 1963, “El Padre Las Casas. Su doble personalidad”, en donde concluye que este fraile dominico sufría un “delirio paranoico”. Ninguno de estos desmentidos a las exageraciones vertidas en la “Brevísima relación…” de Las Casas ha alcanzado ni la atención ni el crédito que este tuvo. Y por el contrario, las ediciones de este libro tan nefando para España se han repetido en todos los momentos y ámbitos en que podía ser más dañada la imagen de nuestro país: la primera edición, en Sevilla, se hizo en 1552; pronto, en 1578, cuando los conflictos de España en Europa eran acuciantes, la obra fue traducida al holandés, francés, inglés e italiano, siendo la más conocida la edición que estuvo detalladamente ilustrada por los estremecedores grabados de De Bry. La segunda reimpresión en España se llevó a cabo en Barcelona en 1646, coincidiendo precisamente con los disturbios que allí acontecieron a raíz de los intentos unificadores (modernizadores) del Conde Duque de Olivares. El libro fue también “oportunamente” reimpreso en algunas de las principales ciudades hispanoamericanas –Bogotá, Puebla– durante los procesos de independencia de las naciones americanas a principios del XIX. Y en fin, fue asimismo reeditado en Nueva York en 1898, coincidiendo con el conflicto hispano-cubano, a partir del cual hizo eclosión ese hundimiento de nuestra autoestima que entre muchos españoles habría de cristalizar como hispanofobia.

     La conclusión que aquí venimos a extraer es que la otra España, la que en gran medida está detrás de la conflictividad que viene lastrando tan gravemente nuestra convivencia y nuestro desarrollo como estado moderno es la anti-España. Nuestro mal fundamental es, en fin, nuestro masoquismo nacional.

lunes, 15 de diciembre de 2014

De dónde vienen las dos Españas-1ª parte

     La principal dificultad a la hora de abordar este asunto de las dos Españas estriba en saber dónde trazar la línea divisoria entre ambas, delimitar en qué consiste cada una de esas Españas a las que Antonio Machado se refería en estos versos:

“Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.

Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón”

     Cuando uno trata de definir algo, busca deducir lo que es por contraste con lo que no es. Pero como las realidades son ambiguas (son lo que son… y buena parte de lo que no son), esa aspiración a la claridad de la cual partimos corre el peligro de decaer en la exageración, es decir, puede llevarnos a afirmaciones rotundas que excluyan importantes matices y que no acaben de registrar lo mucho que esas realidades tienen de paradójicas. Y así, si simplemente partimos de que España es la patria de los españoles, enseguida veremos cómo muchos de estos empiezan a removerse inquietos, incómodos ya ante tal escueta, y parecería que inocua, afirmación. María Zambrano recogía esta peculiar incomodidad que surge ante el imponderable que supone ser español en un gracioso diálogo que imagina con un interlocutor que vendría a representar a esa mala conciencia:
     “-Y usted, ¿qué es?
     -Yo, español.
     -¿Español?... Pero, ¿no podría ser otra cosa?
     -No, soy español simplemente, no puedo ser otra cosa.
     (…)
     -Pero esto es muy extraño. ¿Es que de verdad no puede dejar de ser español y ser otra cosa? Mire, nosotros queremos ayudarle, aquí mismo, en otro lugar. El mundo es muy grande y podría usted, quizá poniendo de su parte, encontrar algún otro ser”.
     Alentado por esa misma incomodidad de que hacía gala el imaginario interlocutor de María Zambrano, Antonio Cánovas del Castillo, el destacado político conservador, artífice de la Restauración borbónica y presidente del Consejo de Ministros del Gobierno de España durante la mayor parte del último cuarto del siglo XIX, hizo famosa aquella, también digamos que graciosa, definición de esa españolidad que queremos aquí entender: “Son españoles –decía– los que no pueden ser otra cosa”.

     ¿De dónde surge esa incomodidad, esa negativa predisposición hacia algo tan simple como el hecho de ser español? En nuestra historia más reciente, esa animadversión que afecta a tantos españoles tuvo su matriz en las graves perturbaciones que sufrió el alma de nuestra nación a raíz de la crisis de 1898. Quedaría aquella animadversión expresada en estas palabras que dejó escritas Joan Maragall, poeta catalán y destacado miembro del movimiento cultural de la Renaixença, en vísperas del estallido bélico de 1898 con Estados Unidos, la guerra de Cuba: “Creemos llegada a España la hora del sálvese quien pueda –decía Maragall–, y hemos de desligarnos bien deprisa de todo tipo de atadura con una cosa muerta”Además del lógico deterioro en la autoimagen de un país que ha sufrido una derrota bélica, el sustrato del que fundamentalmente surgiría esta malquerencia hacia España sería la Leyenda Negra, que en aquel contexto fue intensamente reavivada por las élites y los medios de comunicación norteamericanos e ingleses, pero que empezó a activarse ya a principios del siglo XIV, cuando tuvo lugar la terrible Venganza Catalana de los almogávares en tierras bizantinas después del asesinato de su líder Roger de Flor.

     La Leyenda Negra que afectó y sigue afectando a España fue descrita por Julián Marías como “la condenación y descalificación de todo el país a lo largo de toda su historia, incluida la futura”. Consiste en la magnificación desproporcionada de todas las cosas que los españoles hemos hecho mal en la historia, especialmente, las que tienen que ver con la Inquisición, la expulsión de los judíos, nuestro eventual fanatismo religioso y los abusos llevados a cabo a raíz del descubrimiento y conquista de América, así como la ocultación de todas las que hemos hecho bien. La magnificación de nuestros defectos pasa por alto el hecho de que los judíos ya habían sido expulsados antes de los demás países europeos, de que las víctimas mortales a causa de sus ideas religiosas o por brujería fueron mucho más numerosas en otros países, y también pasa por alto los beneficios que produjo la traslación de la cultura, la urbanización, las leyes y el sistema institucional hispánicos a los pueblos americanos, que en muchos aspectos aún vivían en el estadio tribal del paleolítico.

     Pero no toca hablar hoy tanto de la Leyenda Negra, como de los efectos que esta tuvo al ser metabolizada y asumida por los españoles, especialmente, como ha quedado dicho, a raíz de la crisis de 1898. Ninguna otra cultura, ningún otro país ha sufrido una descalificación tan intensa como España, a pesar de haber protagonizado a menudo hechos mucho más terribles que los que llevaron a cabo los españoles en sus peores momentos: la expansión de la República y el Imperio romanos, por ejemplo, se llevó a cabo a través de actos de crueldad, incluso genocidios, que sobrepasan con mucho los de los conquistadores españoles, pero ello no obsta para considerar que la romanización en su conjunto supusiera un gran avance histórico. Asimismo, las dos guerras mundiales y los genocidios de los campos de exterminio, responsabilidades históricas de Alemania de una enorme magnitud, mucho mayor que la de España en sus momentos más infaustos, no han supuesto finalmente para Alemania, como es lógico, el descrédito o su descalificación global como nación, cosa que, para muchos, sí ha ocurrido con España.

     Pero, como decimos, lo más nocivo de la Leyenda Negra estriba en que ha sido asumida, aceptada por muchos españoles. A partir de ella y de sus repercusiones en nuestra crisis del 98, la interpretación de la historia de España por parte de un importante sector de nuestra intelectualidad y de nuestras élites políticas, fue el punto crucial desde el cual se generó un sentimiento de rechazo hacia su nación por parte de numerosos españoles. Queda expresado ese rechazo en las palabras de Joaquín Costa, máximo representante del Regeneracionismo, movimiento intelectual y político surgido en aquel contexto. Decía Joaquín Costa, entre otras cosas, que España era una nación frustrada y que “debía ser fundada de nuevo, como si no hubiese existido”.

     La expresión “las dos Españas” tiene su origen a principios del siglo XX, especialmente, como hemos visto, en Antonio Machado, y se han propuesto para ella diferentes significados: la España de los liberales y la de los carlistas, la de los progresistas y los conservadores, la España industrializada y más urbanizada y la agrícola y rural, la España popular y la España de los caciques y las élites degeneradas… Esta última clasificación vendría, más o menos, a coincidir con la que, según Ortega, separa la España vital de la España oficial. Concretamente, Antonio Machado, en 1912, hablaba de

“La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
(…)
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar la cabeza”

Y la contraponía a esta otra España:

“Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea”

     Sin embargo, todas estas divisiones de España vendrían a ser subsidiarias respecto de la que acabaría consolidándose como la más definitoria, la que surgió de la crisis del 98, y que no tardó en quedar plasmada como aquella que nos divide entre, por un lado, los que siguen (seguimos) respaldando la idea de España, y por otro, los que padecen de hispanofobia. Nada ha resultado finalmente tan disgregador y atentatorio contra nuestra convivencia y nuestra conformación como estado moderno como esta negación de lo español por una gran parte de españoles. La hispanofobia que resultó de la metabolización de la Leyenda Negra por parte de una de las dos Españas se convirtió en el ingrediente básico de nuestros numerosos nacionalismos disgregadores y el que dio pábulo a buena parte de las ideologías que se consideraron a sí mismas progresistas. Tanto aquellos como estas se fundamentaron en una visión en negativo de la historia de España, y fueron recogiendo diversas parcelas o ramales centrífugos de la misma en los que el proyecto en marcha que supone nuestra nación se habría frustrado si aquellos impulsos centrífugos hubieran prevalecido. Ese proyecto en marcha que es la nación española se ha ido realizando sobre el sustrato de una evolución acumulativa que podríamos hacer arrancar de la romanización y que prosiguió con los visigodos. Se trataría de la misma trayectoria histórica en la que más adelante enraizarían los reinos cristianos (españoles) que se enfrentaron a la invasión musulmana (es decir, ajena a nuestra trayectoria histórica, la que da sentido a nuestra historia), y que dio un paso decisivo con la unificación (reunificación en gran medida) de esos reinos al llegar al trono los Reyes Católicos, y que no hubiera sido posible sin la referencia de la antigua España visigótica. Desde allí, la nación española comenzó a recorrer (no precisamente con agilidad bajo los Austrias) el trayecto que lleva hacia el estado moderno, y que recibió un impulso decisivo a partir de la Ilustración, en el siglo XVIII. Este impulso modernizador estuvo representado en España por los primeros reyes Borbones, y encontró prolongación en el siglo XIX, a pesar de muchas dificultades, gracias al liberalismo. Finalmente, la trayectoria histórica que ha desembocado en la conformación de las sociedades modernas ha debido de pasar por la generalización del libre mercado y la democracia.

domingo, 30 de noviembre de 2014

El papel de la espontaneidad (de la libertad) en la historia de Occidente

     En la conformación de la personalidad intervienen dos componentes contrapuestos: uno afluye aportando aquellos ingredientes que proceden del ámbito de lo general, ingredientes que representan a todo lo que compartimos con los demás, los que nos llevan a ser aquello que las circunstancias, lo que nos es externo, nos demandan ser. El otro componente está hecho con ingredientes que brotan de nuestra intimidad, nos empuja a ser lo que espontáneamente seríamos si desecháramos las influencias o exigencias que nos impone el mundo externo, y nos sitúa en la estela de lo que directamente brota de nuestro apetito personal antes de que hayamos pensado en cómo justificar lo que ello nos lleve a hacer.

 
     Venimos, procedemos del primero de esos ámbitos, del ámbito de lo general. Allí, en nuestros orígenes, no existía lo particular, lo único o excepcional, y tampoco existíamos los individuos, que estábamos disueltos en lo que el antropólogo Lucien Lévy-Bruhl denominaba “participación mística”, envueltos por la colectividad, por un “nosotros” omnipresente que anulaba cualquier atisbo de particularidad o espontaneidad. De este modo, dice el eminente psicólogo y psiquiatra Carl Gustav Jung, “cuanto más pequeña sea la personalidad, tanto más indefinida e inconsciente se torna, hasta confundirse con la sociedad, perdiendo su propio carácter, que se disuelve dentro de la totalidad del grupo. La voz interior es reemplazada entonces por la voz de la sociedad y de sus conveniencias y el destino es sustituido por las necesidades colectivas”. Dice también Carl Gustav Jung que “cuanto más retrocedemos en el tiempo, con tanta mayor frecuencia vemos a la personalidad desvanecerse oculta bajo el manto de la colectividad. Y si descendemos tan lejos como para llegar a la psicología primitiva, nos encontraremos con que allí ni tan siquiera tiene sentido hablar de la idea de individuo (…)  Lo que nosotros entendemos por la idea de ‘individuo’ constituye una conquista relativamente reciente en la historia del espíritu y la civilización humanas”.

     Ese absolutismo de lo general, es decir, de lo que está sujeto a norma, a repetición, y resulta, por tanto, previsible, acotaba estrictamente la manera de mirar el mundo que tenía el hombre primitivo. Así, decía Jung en este otro sentido: “La seguridad del mundo consiste para el primitivo en la regularidad de los acontecimientos acostumbrados. Toda excepción se le antoja un peligroso acto arbitrario que debe ser reparado, pues no se trata sólo de una momentánea interrupción de lo habitual, sino que es a la vez presagio de nuevos sucesos improcedentes”. Cualquier irrupción de lo extraordinario, de lo imprevisto o anormal, era percibida por el hombre primitivo como un mal augurio. Y por las mismas razones, cualquier forma de conciencia individual, de distanciamiento de la norma colectiva era inconcebible o intolerable. “La consciencia individual o del yo es un logro tardío de la evolución –dice asimismo Jung, que prosigue: –. Su forma primigenia es una mera consciencia grupal (…) La consciencia grupal, en la que los individuos resultan totalmente intercambiables, no es sin embargo el escalón más bajo de la consciencia, supone ya una cierta diferenciación. El primitivismo más profundo posee seguramente una especie de consciencia cósmica, con completa inconsciencia del sujeto que produce la representación. A este nivel hay sólo acontecimientos, no personas actuantes”. Podríamos decir también que estas personas primitivas son un mero instrumento al servicio de los acontecimientos que les preceden y se les imponen. “Nuestra consciencia actual –concluye, en fin, Jung– no es más que un niño que acaba de empezar a decir ‘yo’ ”.

     Para el hombre arcaico, pues, el destino está escrito, prefijado antes de que él, como individuo y propietario de un “yo”, pueda tener opiniones propias al respecto. Todo fenómeno es, para él, expresión de una ley general que le trasciende y se le impone. Todo lo particular es mero desprendimiento de lo arquetípico, de lo genérico, copia más o menos imperfecta, cuando no desviación, de lo ejemplar y modélico. Y este punto de vista no quedó interrumpido cuando aparecieron los filósofos: también Platón consideraba que lo particular o aparente era una copia o sucedáneo de la idea, de lo esencial, de lo general. Con los filósofos, eso sí, el pensamiento mítico, basado en símbolos o alegorías, quedó sustituido a la hora de dar expresión a lo general por el pensamiento abstracto, basado en conceptos. Así, la mente mítica buscaba la referencia de un acontecimiento original y modélico al que vincular el acontecimiento particular; la caza, por ejemplo, de un animal concreto simbolizaba la caza original que hizo el dios cazador en el principio de los tiempos, y los ritos que se suscitaban a raíz de una caza concreta rememoraban aquel acontecimiento original y buscaban la inclusión en el marco general que para el hecho de cazar fijó y acotó el acontecimiento original. Según un adagio hindú, “debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio”. Porque, como aclara el gran historiador de las religiones que fue Mircea Eliade, “lo que los hombres hacen por su propia iniciativa, lo que hacen sin modelo mítico, pertenece a la esfera de lo profano: por tanto, es una actividad vana e ilusoria; a fin de cuentas, irreal. Cuanto más religioso es el hombre, mayor es el acervo de modelos ejemplares de que dispone para sus modos de conducta y sus acciones. O mejor dicho, cuanto más religioso es, tanto más se inserta en lo real y menor es el riesgo de perderse en acciones no ejemplares, ‘subjetivas’ y, en suma, aberrantes”. Mientras tanto, una vez que el hombre dio el paso que le hizo capaz del pensamiento abstracto y de la filosofía, ese marco de lo general y ejemplar quedaba acotado ya no por el mito sino por el concepto: lo particular pasó desde entonces a ser un caso, un fleco que emitía o se desprendía de lo general y modélico, y que estaba encerrado en el concepto previo.

     Sin embargo, Occidente asumió la tarea de descubrir lo particular, lo espontáneo, lo contingente, lo individual… como algo con consistencia propia, aquello que, por no someterse a las previsiones de la ley general, quedaría encuadrado en el epígrafe de lo excepcional, lo irregular, incluso lo absurdo. Resulta chocante enunciarlo así, pero me parece sugerente decir que el gran descubrimiento, hasta ahora, de Occidente ha sido, efectivamente, el del absurdo. También podríamos decir, desde luego, que ese gran descubrimiento es el de la libertad. Un descubrimiento enormemente fructífero, pero tremendamente peligroso, como iremos viendo. Ese descubrimiento comenzó también en Grecia, donde ya Heráclito, echando a un lado todo aquello que señalaban los conceptos, lo regular, lo que no cambiaba, dijo preferir, por el contrario, “las cosas cuyo aprendizaje es vista y oído”, iniciando por primera vez el cambio del péndulo filosófico desde lo general que expresa el concepto hacia lo individual y concreto que detectan los sentidos y la experiencia. Demócrito prosiguió por este camino y dijo que no existía lo general como algo esencial e inmutable, puesto que resultaba del mero convencionalismo: “Por convención, el color –decía–; por convención, lo dulce; por convención, lo amargo; pero en realidad átomos y vacío”. Y Protágoras, el sofista, dio la puntilla a esa pretendida verdad que habían descubierto sus colegas filósofos, los que, como Platón, diferenciaban aquella verdad general de las meras apariencias de las que son portadoras las cosas individuales; decía Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas: de las que existen, como existentes; de las que no existen, como no existentes”. Es decir, que cada hombre, cada individuo era portador de una pequeña verdad, su verdad particular; cada hombre era el que decidía en qué consistía cada cosa, si, como sugería Demócrito, algo era dulce o amargo, sabroso o repugnante, hermoso o feo. Y en fin, Antístenes, el fundador del cinismo, reprochaba a Platón su predilección por lo general, por lo que no existía, pues le decía: “¡Oh, Platón!, el caballo, sí lo veo; pero la equinidad no la veo” (la “equinidad”, es decir, el género “caballo”, el caballo “en general”). Cuenta también Diógenes Laercio en su “Vida de los más ilustres filósofos griegos” cómo preguntado Antístenes sobre qué había sacado de la filosofía respondió: “Poder comunicar conmigo mismo”. Entre sus dogmas estaba también el de que “el sabio se basta a sí mismo”. La verdad general quedaba así reducida a pequeña verdad particular, a la autárquica verdad de cada cual.

     Sin duda necesarios, pero también peligrosos, insistamos en ello, estos descubrimientos que estaba haciendo el hombre de la mano de aquellos filósofos: Heráclito, Demócrito, los sofistas, los cínicos, también los escépticos y los epicúreos… En tiempos como esos en los que lo individual, lo particular pasa a primer plano, dice Hegel, “los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones”. Asimismo,  Ortega, oponiéndose a esa autarquía del sabio a la que aspiraba Antístenes, decía que “librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener que hacer”. Efectivamente, una profunda crisis afectó a la sociedad griega como conjunto y también a las concretas personas que en ella vivían, crisis que discurrió en paralelo con la misma historia de la Grecia clásica, tan fecunda por otro lado, sin embargo. Las cumbres de la filosofía que supusieron Sócrates, Platón y Aristóteles no fueron, para empezar, sino intentos de sobreponerse a ese otro descubrimiento de lo absurdo que estaban realizando los filósofos que traían lo individual al primer plano de la historia.

     Bajo la influencia del cristianismo original, la Edad Media sometió a los hombres al predominio absoluto de lo general. Erich Fromm afirmaba que entonces “la vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad”. Ortega y Gasset abundaba en esa misma idea, referida ya a la baja Edad Media: “En el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es sindicatos o gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la indumentaria el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida, fija; todo es ritual infinitamente complicado”. Y en fin, también Jacob Burckhardt, un clásico en el estudio del Renacimiento, confirmaba la misma idea, cuando afirmó que en la Edad Media “el hombre se reconocía a sí mismo solo como raza, pueblo, partido, corporación, familia u otra forma cualquiera de lo general”.

     La gran revolución, el gran punto de inflexión que vendría a separar definitivamente a la civilización occidental de todas las demás, y que fue el por entonces soterrado punto de arranque del Renacimiento, quedaría señalado en el siglo XIV por la obra de Guillermo de Ockham. Ockham llegó como si fuera un Antístenes redivivo, afirmando que los géneros no existían, solo existían los individuos. No, pues, la “equinidad”, sino los caballos; no el bosque, sino los árboles concretos. “Equinidad”, “bosque” eran meros “flatus vocis”, soplos de voz, inventos de la mente, no realidades. Amparado en estas emergentes ideas de la escolástica más revolucionaria, el Renacimiento irrumpió para dar cumplimiento a la nueva verdad, la que traía al individuo, a lo excepcional, a lo irregular, a lo único... a la libertad al primer plano de la historia. “El llamado Renacimiento –dice Ortega– es, pues, por lo pronto, el esfuerzo por desprenderse de la cultura tradicional que, formada durante la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del hombre”. Y en otro lugar dice también Ortega: “El Renacimiento descubre en toda su vasta amplitud el mundo interno, el me ipsum, la conciencia, lo subjetivo”. A lo largo de este proceso humanizador, individualizador, la pintura descubrió, por ejemplo, el retrato, la representación no idealizada (no generalizada) de individuos concretos, de carne y hueso.

     No solo el individuo irrumpió en el Renacimiento con especial protagonismo; también lo hizo todo lo nuevo, imprevisto, sorprendente, excepcional o irregular. “El hombre moderno –dice Ortega refiriéndose al hombre que emergió en el Renacimiento– vive asomado al mañana para ver llegar la novedad”. Y Mircea Eliade abundaba en la misma idea: “La diferencia capital entre el hombre de las civilizaciones arcaicas y el hombre moderno, ‘histórico’, está en el valor creciente que este concede a los acontecimientos históricos, es decir, a esas ‘novedades’ que, para el hombre tradicional constituían hallazgos carentes de significación, o infracciones a las normas (por consiguiente, ‘faltas’, ‘pecados’, etc.), y que por esa razón necesitaban ser ‘expulsados’ (abolidos) periódicamente”. Del interés que despertaron los objetos y fenómenos singulares, auténtico desencadenante de la Revolución Científica y, en general, de la modernidad, dan testimonio los que se conocieron como gabinetes de curiosidades, precedentes de los que con el tiempo llegaron a ser los museos de historia natural. Quien tenía recursos y afición, se dedicó al coleccionismo, a atesorar ejemplares curiosos que procedían de los campos más heterogéneos: piezas arqueológicas, reliquias, ingenios mecánicos, animales raros, esqueletos, minerales, fósiles, hierbas, artefactos de interés etnográfico… Resultado, en fin, todo ello, de aquel cambio de perspectiva que había llevado desde el interés por los principios generales y el curso ordinario de la naturaleza por el que se había regido la antigua escolástica, hasta el interés contrapuesto, según el cual lo que merecía atención eran los fenómenos singulares, lo extraordinario y su observación empírica. La curiosidad, la atracción por lo extraño dejó de ser, como pensara San Agustín, una inclinación pecaminosa. Y el telescopio, el microscopio y la bomba del vacío (inventada en 1650) fueron los instrumentos más característicos de la Revolución Científica, los que mejor cumplieron con la función de ayudar a la observación y satisfacer la curiosidad de los hombres de aquel tiempo.

     Paradigmático en este sentido sería el descubrimiento que en 1572 realizó el astrónomo danés Tycho Brahe de una nova, una estrella que nacía, es decir, un hecho particular que venía a destruir la idea de que el cielo era algo previo, inmutable, fijo, un fenómeno preestablecido que no podían contradecir hechos particulares como el de la aparición de esa nueva estrella. La emergente forma de mirar que había llegado con el Renacimiento sustituyó la idea de verdad preestablecida, desde la cual se llegaba a los conocimientos particulares por la vía deductiva, por el nuevo método de la observación empírica de los fenómenos particulares, para desde ahí ascender por vía inductiva hacia verdades más generales. Esa fue la base del método científico, que, sin embargo, se fundamentaba en una previa enunciación de hipótesis que orientaban la posterior observación empírica, la cual era la auténtica piedra angular de la nueva manera de conocer.

     Habrá que ir quemando etapas, porque esto no aspira a ser un tratado, sino apenas un artículo, y ya es más extenso de lo debido. Vayamos dando forma a alguna clase de conclusión: la irrupción de lo individual, de lo único, de lo imprevisto, de lo que rompe las reglas preestablecidas, la observación de los hechos desprovista del prejuicio de considerarlos como emanaciones de algo general que les precede, ha constituido el núcleo de la modernidad, vale decir, de la civilización occidental en su etapa más productiva y creadora. El hombre moderno, en suma, y para empezar, ha descubierto la soledad. Como decía Jung, “el hombre ‘moderno’ es solitario todo el tiempo, pues cada paso hacia una consciencia más elevada y amplia le aleja de la originaria participation mystique, puramente animal, del rebaño, ese estado de inmersión en una inconsciencia común”. Ortega y Gasset ve con perspicacia y sutileza hacia dónde lleva esta conciencia del moderno solitario y amante de la espontaneidad (de la libertad) mientras analiza algo que, como siempre en este gran filósofo, parece alejado de los profundos problemas filosóficos, en este caso, la obra de su amigo, el novelista Pío Baroja. Dice de él que ve la realidad como una farsa, y que es un cínico en el más filosófico sentido de la palabra. Como Diógenes el Perro, se rebela contra todas las convenciones. Solo lo que sale sinceramente de uno mismo, de su más estricta intimidad es válido para él, porque es lo único sincero. Es, el que vive Baroja, un buen momento para el cinismo, como lo fue aquel otro del que originalmente emergió tal filosofía, durante la gran crisis social que asoló el mundo helénico, y que esta de ahora viene a emular y a superar. “La sinceridad es la nueva tabla –continúa Ortega–. ¿Qué queda? Una isla desierta en torno de un Robinsón. El individuo señero: Yo (…) Estos son los primeros principios de Baroja el can. Retorno a la naturaleza, vuelta al balbuceo, agresión a la decadente sociedad en torno”. La psicología de Baroja es “la de un hombre temeroso de que le arrebaten su ‘yo’”. Y su método de defensa: “Primero que se haga el desierto y luego se levanta el ‘yo’ en medio como una torre”. Como para los anarquistas, con los que Baroja simpatiza, “los individuos son fuente y surtidor de toda energía”.

     Pero cuando solo somos individuos y no hay nada que nos permita trascender de nosotros mismos, cuando dejamos de tener la referencia de una verdad que dé sentido a las cosas particulares, de una globalidad en la que incluir las realidades individuales, cuando, como decía Protágoras, “la verdad es una relación”, es decir, cuando todo se ha vuelto relativo, comprobamos que el lugar al que vamos a desembocar es el absurdo. La expresión filosófica de este descubrimiento es el nihilismo. Y de los resultados que el nihilismo, el absurdo (la búsqueda de lo irrepetible) ha producido, por ejemplo, en el arte, hay a estas alturas un catálogo de locuras y estupideces inagotable, que nos acerca hacia otra constatación que hay que contrastar con aquella primera de que acercándonos a lo particular hemos dado un gran paso adelante; esa nueva constatación es la que nos permite comprobar que los hombres no somos capaces de vivir una vida absurda; nuestros recursos personales y emocionales no dan para tanto. Los hombres no toleramos vivir en un mundo en el que todo sea contingente, impredecible, irregular, resultado del azar, en donde solo podamos vincularnos a nosotros mismos y al momento presente y único, y a lo que de él podamos extraer. Sea o no una quimera lo que perseguimos, los hombres, como decía Viktor Frankl, somos seres en busca de sentido, en busca de un ideal al que referir lo que hacemos y lo que nos pasa, en busca de algo que nos permita trascender de nosotros mismos, de nuestra exigua individualidad. Traigamos también aquí, a esta hora de las conclusiones, esto que Jung decía: “Cuando reina una confusión total, como actualmente en Europa, (…) se necesita una visión global (…), si no (…) podemos ser barridos inconscientemente por los acontecimientos”. O, cuando menos, quedémonos con esta descarnada reflexión de Cioran: “Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido; pero todos y cada uno de nosotros le encontramos uno”. Y situemos aquí, por tanto, el punto de partida de la trayectoria que en Occidente nos queda por recorrer: la que ha de llevarnos a superponer al absurdo y al nihilismo al que hemos arribado, el sentido que estamos obligados a encontrar.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Lo que pasa cuando fallan las instituciones

     Sin duda, este es un buen momento, sobre todo en España, para reflexionar sobre lo que pasa en un país cuando fallan las instituciones. La corrupción, la inoperancia o inutilidad de muchas de ellas, y, en general, el descrédito que hoy están sufriendo esas instituciones en nuestro país, otorgan un mayor alcance a esta reflexión que pretendemos hacer sobre lo que el sistema institucional que la civilización ha ido generando significa y lo que puede suponer la desconexión que hoy se está llevando a cabo entre los españoles y sus instituciones. Como dato significativo diremos que de todas las instituciones públicas y privadas los españoles sitúan como las menos creíbles a los medios de comunicación (35 %) y al gobierno (33 %), que obtienen la peor calificación de las dadas a ambas instituciones en el conjunto de los países europeos.

     Thomas Hobbes, que es considerado el fundador del empirismo, decía que en el estado natural el hombre es un lobo para el hombre, y que cuando se dan esas condiciones, “la vida de los hombres es solitaria, pobre, sucia, brutal y corta”. Hasta tal punto le horrorizaba esa naturaleza que latía por debajo de lo que había conseguido ser el hombre civilizado, que afirmaba que “el miedo y yo nacimos gemelos”. Por suerte, la civilización y el estado habían conseguido dominar a esa peligrosa naturaleza que subyace debajo de lo que somos. Para alcanzar la holgura vital que da la civilización, los hombres habíamos tenido que ponernos de acuerdo en entregar nuestro personal potencial de violencia al estado, que desde que ocurrió ese pacto se convirtió en el único detentador legítimo de toda violencia. Esa violencia que desde entonces pasó a ser monopolizada por el estado, la empleaba este en prevenir y castigar los comportamientos de aquellos que todavía estaban peligrosamente cerca de su estado natural, es decir, propensos a ser unos lobos para sus congéneres. Los hombres, con su contrato, habían dado vida al Leviatán, un monstruo necesario para domeñar a otro monstruo más terrible: el hombre natural. La idea ya la había captado siglos antes el historiador romano Tácito, que decía: “Antes sufríamos crímenes, ahora sufrimos leyes”.


     ¿Cómo sería ese pequeño pero temible monstruo, el hombre natural, para domesticar al cual hemos necesitado inventar la civilización y su brazo armado, el estado, el Leviatán? Lancemos una hipótesis al respecto: sería esa clase de hombre egoísta que aún no ha descubierto que el mundo es algo que se nos resiste, que, al menos en lo inmediato, se opone a nuestros deseos, un hombre de los de antes de que apareciera la sociedad, un solitario para el cual los demás son solo tenidos en cuenta como instrumento al servicio de su propio interés. Algo así, pues, como el hombre-masa que describió Ortega y Gasset, y del que decía: “(El hombre-masa) se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él. Está satisfecho tal y como es. Ingenuamente, sin necesidad de ser vano, como lo más natural del mundo tenderá a firmar y dar por bueno cuanto en sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos”. Y decía también de él que “tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tenga obligaciones”. Frente a este hombre-masa u hombre natural, surge el hombre civilizado. “Civilización –dice asimismo Ortega– es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles”. Al hombre como lobo para el hombre le sucede el hombre urbanizado, civilizado, le sucede el ciudadano. Y así, en fin, concluye Ortega: “La urbe (…) es la república, la politeia, que no se compone de hombres y mujeres, sino de ciudadanos. Una dimensión nueva, irreducible a las primigenias y más próximas al animal, se ofrece al existir humano, y en ella van a poner los que antes sólo eran hombres sus mejores energías. De esta manera nace la urbe desde luego como Estado”.

     Jean Jacques Rousseau tenía, sin embargo, una idea contraria a esta sobre el ser del hombre natural, que para él era el “buen salvaje”, del que decía que, efectivamente, era bueno por naturaleza, pero que le pervierten la sociedad y sus instituciones. Y afirmaba asimismo: “El hombre civil –es decir, el hombre civilizado– nace, vive y muere en la esclavitud: cuando nace se le cose un pañal; a su muerte se le clava en un ataúd; mientras conserva el rostro humano está encadenado por nuestras instituciones”. El hombre civilizado es para Rousseau un ser desdichado, y el orden social al que pertenece está fundamentado en una artificial y esclavizadora desigualdad. El hombre, en fin, no es sociable por naturaleza, y el estado, las instituciones no son entidades que vengan a controlar sus bajos instintos, como decía Hobbes, sino a esclavizarle. Desde que se instauró la primera institución, la propiedad privada, apareció la violencia entre los hombres, que hasta entonces habían sido seres pacíficos y felices. La civilización, para Rousseau, es la gran carcelera del hombre. Una idea sobre el hombre, esta de Rousseau, que tendría buena acogida entre los románticos y, posteriormente, entre los anarquistas, los cuales pusieron en marcha la gran añoranza de ese estado natural perdido, es decir, del paraíso perdido cuando los hombres, dicen, se empezaron a guiar por la razón en vez de por sus instintos naturales y a superponer el alienante estado sobre lo que el anarquista Max Stirner denominaba “el único”, es decir, el individuo.

     ¿Quién tiene razón, pues? ¿Hobbes y Ortega situando en el estado natural al hombre más imperfecto y más violento, o Rousseau, los románticos y los anarquistas, para quienes la violencia es algo propio y exclusivo del hombre civilizado?

     Steven Pinker, un profesor de psicología en la Universidad de Harvard, en Massachusetts, que ha convertido sus libros en grandes éxitos editoriales, en el último de ellos traducido al español y que se titula “Los ángeles que llevamos dentro”, nos da claves empíricas suficientes para saber que son Hobbes y Ortega los que tienen la perspectiva adecuada a la hora de considerar el problema. Efectivamente, Pinker se ha hecho famoso por su afirmación de que los índices de muerte violenta son mucho más altos en las sociedades sin estado que en las sociedades con estado, lo cual suele ir en contra de la creencia común, que empuja en la dirección romántica y roussoniana y lleva a creer en el mito del buen salvaje, que significaría que es en la prehistoria cuando los hombres fueron más pacíficos. Por el contrario, serían las sociedades sin estado, aquellas que fueron características del período paleolítico en que los hombres eran nómadas cazadores y recolectores, las más violentas. El otro extremo del continuo que allí nació lo constituye la Europa occidental del siglo XXI, que es la sociedad más pacífica de la historia.

     Pinker puede hacer esos análisis comparativos porque la ciencia ofrece medios suficientes para establecer cuándo había muertes violentas, incluso en tiempos tan lejanos como la prehistoria, la edad en la que, de modo característico, existían sociedades sin estado. Y en conclusión, el análisis de los restos de diferentes pueblos cazadores y recolectores (es decir, de antes de la aparición en ellos de cualquier clase de organización estatal), pueblos procedentes de Asia, África, Europa y América, da como resultado un índice de mortalidad violenta que a veces llega al 60 % del total de la población, con un promedio del 15 %. Según estudios etnográficos, entre el 65 y el 70 % de los grupos cazadores-recolectores están en guerra al menos cada dos años.

     La comparación de esas sociedades sin estado con las sociedades con estado más antiguas de las que disponemos de datos son las que corresponden a las ciudades y los imperios del México precolombino. En estas, el número de personas asesinadas por otras era del 5 % del total de la población. Un mundo peligroso aquel en el que habitaban los aztecas, sin duda, pero su violencia era entre un tercio y un quinto del promedio de una sociedad preestatal. Y manteniendo constantes otros numerosos factores, podemos observar que vivir en una civilización reduce al menos cinco veces las probabilidades de una persona de sufrir una muerte violenta.

     Hay otro modo de cuantificar la violencia y aplicar esa cuantificación a la comparación entre sociedades, y es el número de homicidios por cada cien mil habitantes a lo largo de un año. En la Europa occidental del siglo XXI, el lugar más seguro de la historia, ese índice de homicidios está cercano a 1 por cada cien mil habitantes al año. Entre los países occidentales, Estados Unidos se halla en un peligroso extremo del registro, pues en los peores años de las décadas de 1970 y 1980, en que hubo en todo el mundo occidental un repunte de los comportamientos violentos, el índice de homicidios llegó allí a 10 anuales por cien mil habitantes. El caso de Estados Unidos y el repunte de la violencia a partir de la década de los sesenta (que de nuevo refluyó en los 90), merecerán un análisis más particular que haremos luego. De momento, quedémonos con este criterio de valoración de los índices de homicidio: si ese índice llegara a 1.000 por cada 100.000 habitantes, es decir, un 1 % anual del total, ello significaría que perderíamos un allegado al año y tendríamos una probabilidad superior al 50 % de ser asesinados.

     Haciendo una conjunción de índices entre el anterior de muertos por guerra respecto del total de la población y este de muertes violentas por cada cien mil habitantes, el índice anual medio de mortalidad por guerra para las sociedades sin estado es de 524 por cada cien mil habitantes, más o menos la mitad de ese 1 % que fijábamos antes. Entre los estados, el índice de mortalidad violenta del Imperio azteca, que estaba en guerra a menudo, era aproximadamente la mitad que ese  de 524 de las sociedades sin estado. Y ciñéndonos a los países occidentales modernos, incluso en los siglos que fueron más devastados por las guerras, mantuvieron un índice de mortalidad violenta que era apenas una cuarta parte del índice promedio de las sociedades sin estado.

     Todas estas cifras confirman que, en lo esencial, Hobbes estaba en lo cierto: “durante la época en que los hombres viven sin un poder común que los intimide –había dicho–, se hallan en ese estado que denominamos guerra” y en tal estado viven en “un temor constante y en peligro de muerte violenta”.
 


     Centrándonos en las estimaciones de índices de homicidios en diferentes épocas, existen significativos estudios que, para empezar, acreditan la constante disminución relativa de los mismos a lo largo de la historia. Por ejemplo, hay índices referidos a la historia inglesa que señalan que, mientras que en la Edad Media se producían entre 4 y 100 homicidios (según ciudades) por cada 100.000 habitantes, en la década de 1950 habían bajado a 0,8 homicidios de media en el conjunto de Inglaterra. Eisner, un investigador de estos índices, ha comprobado que su evolución es similar en todos los países de Europa occidental, al menos en cuanto a la bajada constante de homicidios desde el siglo XIV y a la llegada al actual punto de destino, en el que el índice se ha afincado en torno a un homicidio anual por cada cien mil habitantes. Los investigadores han puesto asimismo de manifiesto que habitualmente los índices de homicidios guardan correlación con los índices de otros delitos violentos (robos, violaciones, agresiones, allanamientos…). Contra lo que intuitivamente piensa un gran número de personas, a medida que Europa se fue haciendo más urbana, cosmopolita, comercial, industrializada y secular, resultó también cada vez más y más segura. Por el contrario, en la Edad Media, las guerras privadas y las justas eran el telón de fondo de una vida violenta en otros muchos aspectos: los artesanos aplicaban su ingenio a sádicas máquinas de castigo, tortura y ejecución, los forajidos convertían los viajes en una amenaza para la vida, y pedir rescate por cautivos era un socorrido negocio lucrativo; las diversiones, asimismo, estaban impregnadas de cruel violencia.


     El caso es que hemos llegado a este punto en que Occidente marca la pauta del descenso progresivo de la violencia respecto de tiempos pasados. Entre los demás países del mundo, aquellos que, junto a Europa occidental, cuentan con índices más bajo de violencia son, por un lado, los surgidos del Imperio británico: Australia, Nueva Zelanda, Islas Fiji, Canadá, las Maldivas y Bermudas. Varios países asiáticos tienen también índices de homicidio bajos, en especial los que han adoptado modelos occidentales, como Japón, Singapur y Hong Kong. China informa asimismo de índices bajos de homicidio (2,2 por cada cien mil habitantes), pero, aunque es cierto que se trata de un país en el que el gobierno centralizado tiene existencia desde hace milenios, resta credibilidad a sus estadísticas la posible manipulación informativa propia de una sociedad tan hermética.

     Para reducir esta violencia de la que hablamos, sin embargo, no basta con que el estado ejerza su fuerza bruta coactiva, sino que es preciso que las poblaciones suscriban el imperio de la ley que les ha sido impuesto, es decir, que las instituciones gocen del prestigio y la aceptación por parte de quienes se someten a ese poder coactivo. Algo que fue ocurriendo en Occidente sobre todo a partir de la Ilustración y la consiguiente llegada de la democracia, y que se convierte en perentorio aviso de lo que puede ocurrir cuando, como hoy ocurre en España, las instituciones pierden credibilidad.

     A la vista del mapa de la criminalidad, podemos concluir que las democracias arraigadas son lugares relativamente seguros, al igual que las autocracias arraigadas, pero las semidemocracias y las democracias emergentes suelen ser muy vulnerables al delito violento y a la guerra civil, En el mundo actual, las regiones más propensas al crimen son países que han experimentado el desmoronamiento de sus instituciones tradicionales, como Rusia (29,7 homicidios por cada cien mil habitantes) y Sudáfrica (69). Lo mismo acontece en otros muchos países que al adquirir la independencia no han conseguido asentar un marco institucional perdurable, como ocurre en el África subsahariana. Y en fin, en ciertas partes de Latinoamérica que tampoco gozan del consenso necesario para sustentar instituciones estables; por ejemplo, Jamaica (33,7 homicidios al año por cada cien mil habitantes), México (11,1) y Colombia (52,7). Asimismo, el descalabro institucional que ha sufrido Venezuela en estos últimos tiempos se ha traducido en un grave aumento de la violencia: de 4.500 homicidios en 1999, primer año de la era Chavez (es decir, 14,8 homicidios por cada cien mil habitantes), se ha pasado a 25.400 homicidios en 2013 (84 por cien mil, seis veces más).

     Hay dos casos de violencia digamos que inesperada dentro de este contexto y de esta línea argumental que estamos siguiendo, que serían el índice de violencia de Estados Unidos, claramente superior respecto del de Europa occidental, y el significativo aumento de violencia que en todo el mundo se produjo en la década de los sesenta del pasado siglo y que duró hasta la década de los 90, en que las cifras volvieron al cauce de lo esperable según la línea evolutiva que hasta los sesenta se iba siguiendo. Argumentaremos someramente las posibles razones que permitirían explicar ambos casos.

     Cuando se trata de la violencia, Estados Unidos no es un país, sino tres. La franja norte, en la que se incluyen estados como Nueva Inglaterra, Minnesota, Iowa, las Dakotas, Montana, los estados del noroeste del Pacífico y Utah, tienen comportamientos respecto de la violencia similares a los que se producen en Europa, con índices de homicidio inferiores a 3 por cada cien mil habitantes al año. El gradiente de homicidios va aumentando de Norte a Sur, y debajo de una zona intermedia, ya en el extremo meridional encontramos estados con altos índices de homicidios: Arizona (7,4), Alabama (8,9), y sobre todo Luisiana (14,2). Las atípicas diferencias correlacionan con el hecho de que en estos últimos estados vive una gran proporción de afroamericanos. Efectivamente, entre 1976 y 2005 el índice medio de homicidios en el conjunto de Estados Unidos era de 4,8 anual entre los americanos blancos, mientras que el de los americanos negros era de 36,9. Estas diferencias hay que achacarlas al hecho de que el proceso civilizador impulsado por el estado, tuvo en el país americano diferente intensidad según los estados y según las razas.

     Efectivamente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, las comunidades de afroamericanos de bajos ingresos pasaron de ser esclavos a ser una especie de apátridas que se basaban en una cultura del honor o “código de las calles” para defender sus intereses, en vez de recurrir a los tribunales, que de hecho resultaban instituciones distantes y ajenas. Y algo similar habría ocurrido en los estados de Sur, en los que la misión civilizadora del gobierno nunca llegó a adentrarse tanto como en el Norte del país, por no hablar de Europa. En buena medida, a lo largo de la historia de esta parte de América, la fuerza legítima la ejercieron pandillas, grupos parapoliciales, bandas de linchadores o policía privada. El Oeste americano, más aún que el Sur, fue una zona de anarquía hasta bien entrado el siglo XX. El tópico de los westerns de Hollywood de que “el sheriff más cercano está a cien kilómetros” era una realidad en millones de kilómetros cuadrados de territorio, de modo que se generalizó una justicia de autoayuda, que pasó a formar parte de los esquemas mentales de la población de estos lugares. Se trata de la llamada “cultura del honor”, que no genera una violencia depredadora o instrumental, sino de represalia tras una ofensa u otros maltratos. En el Salvaje Oeste americano, los índices de homicidios anuales eran de entre cincuenta y varios centenares de veces superiores a los de las ciudades del Este y las regiones agrícolas del medio oeste. Y es que, a falta de estado, la justicia de autoayuda era el único medio de disuadir a los ladrones, salteadores de caminos y otros forajidos.

     Diversos psicólogos han demostrado que esta mentalidad sigue dominando las leyes, la política y las actitudes del sur de Estados Unidos. Allí no se producen más homicidios como resultado de robos que en el resto de Estados Unidos, sino como resultado de peleas. En ellas, lo que se defiende por parte de los contendientes es su sentido de la justicia y de la dignidad personal y familiar, cuya defensa no se deja en manos del estado, sino que se entiende como una obligación personal. La moral o incluso las leyes en estos estados refrendan este modo de individualismo, de manera que se imponen menos restricciones a la venta de armas, se da amplia libertad a las personas para matar en defensa propia o de sus propiedades, se permite el castigo corporal en las escuelas y se establece la pena de muerte por asesinato, que sus sistemas judiciales llevan a cabo de buen grado. Quizás este sentido del honor que subyace a tal apropiación personal de la defensa de la libertad y de la propiedad que la civilización ha ido, sin embargo, delegando en los estados, se mantiene todavía porque el primer hombre que se atrevió a cuestionarla y a abjurar de esta moral recibió todo el desprecio del resto de la gente por cobarde.

     Asimismo resulta muy ilustrativo hacer el seguimiento y estudio del llamativo caso que supone el aumento dramático de los índices de violencia que se produjo en Estados Unidos y Europa a partir de la década de 1960, unos índices que llevaron de nuevo a niveles que se habían abandonado en esos lugares un siglo atrás, y que multiplicó los homicidios por más de dos y medio respecto de la década anterior. El recrudecimiento incluyó también las demás categorías de delitos importantes. Este escenario duró, con altibajos, tres décadas.

     Este repunte de la violencia en 1960 contradijo todas las expectativas. Aquella  década fue una época de crecimiento económico sin precedentes, casi con pleno empleo, niveles de igualdad económica de los que ahora sentimos nostalgia, florecimiento de programas sociales, por no hablar de avances médicos gracias a los cuales las víctimas de disparos o cuchilladas tenían más probabilidades de sobrevivir y así disminuir las cifras de homicidios en las estadísticas.

     Muchos criminólogos han llegado a la conclusión de que la oleada delictiva de la década de 1960 no se puede explicar mediante las acostumbradas variables socioeconómicas, sino que se debió en buena medida a un cambio en las normas culturales. En suma, que después de que el proceso civilizador en Europa y Estados Unidos hubiera realizado su recorrido, fue reemplazado por un proceso que si resulta excesivo decir que fue descivilizador, podríamos denominarlo de informalización. El proceso civilizador había supuesto un flujo de normas y estilos que se extendieron desde las clases altas hacia abajo. Sin embargo, a medida que los países occidentales se fueron volviendo más democráticos, las clases superiores estuvieron cada vez más desprestigiadas como modelo moral, y la gente entró en un proceso de informalización contrario a las normas vigentes hasta entonces que afectó a la manera de vestir, al lenguaje, al trato interpersonal, a la conducta… Todos ellos se volvieron menos afectados y más espontáneos. Asimismo, el desprestigio de las clases superiores que habían marcado las pautas morales aumentó a medida que estas iban haciéndose menos creíbles y convincentes: el descrédito de la religión, la defensa de la igualdad de derechos entre diferentes sexos y razas, la defensa del medio ambiente, el pacifismo frente la amenaza nuclear y las guerras… fueron algunas de las consecuencias, que muchas veces llevaron hacia posturas radicales y antisistema. El marxismo, el anarquismo y el movimiento de la contracultura ganaron prestigio. Diversos sondeos de opinión realizados desde la década de1960 hasta la de 1990 pusieron de manifiesto una caída en picado de la confianza de la población en todas las instituciones sociales.

     En el núcleo de las nuevas actitudes de rebeldía que se desencadenaron en los sesenta está ese poderoso regulador de la conducta civilizada que es el autocontrol. De forma que la espontaneidad, la expresión personal sin tapujos y el desafío a las inhibiciones se convirtieron en grandes virtudes. El instinto empezó a gozar de mucho más prestigio que la razón. “El rock and roll es música del cuello para abajo”, alardeaba Keith Richards, el guitarrista de los Rolling Stones. En la misma línea, la impulsiva adolescencia se valoraba y la sensata edad adulta se desvalorizaba: “No confíes en nadie de más de treinta años” pintaban en las paredes los agitadores; “Espero morir antes de llegar a viejo”, cantaban los Who en un tema que hizo historia, “My Generation”. Los escritores e intelectuales de la época, como Herbert Marcuse, Paul Goodman, la Escuela de Frankfurt o los representantes de la Antipsiquitría racionalizaron el nuevo libertinaje. El emergente consumo masivo de drogas se encaja en esto que podríamos denominar aspiración al descontrol.

      Además del autocontrol y las normas sociales, fue atacado un tercer ideal: el matrimonio y la vida familiar, que en las décadas precedentes tanto habían hecho por domeñar la violencia masculina. La idea de que un hombre y una mujer debieran dedicar sus energías a una relación monógama en la que criar a los hijos en un entorno seguro se convirtió en objeto de clamoroso ridículo. Como consecuencia extrema, hoy una mayoría de niños negros nacen en Estados Unidos fuera del matrimonio y muchos crecen sin padre. La cultura popular, asimismo, despreciaba la limpieza, el decoro y la continencia sexual.

     Aunque los 60 se suelen presentar como una época de paz y amor, y en muchos aspectos lo fue, también se exaltó la vida disoluta, que a menudo se convirtió a la larga primero en complacencia con la violencia y más tarde en violencia propiamente dicha. No es que la cultura popular estuviera directamente relacionada con el aumento de la violencia (una abrumadora mayoría de los jóvenes rebeldes no realizó nunca un acto violento), pero la crisis institucional y de pérdida de los valores tradicionales que promovió sí que están en la base de ese fenómeno. Fue en ese contexto como Eldridge Cleaver, dirigente de los Panteras Negras pudo escribir: “La violación era un acto insurreccional. Me llenaba de alegría el hecho de estar desobedeciendo y pisoteando la ley del hombre blanco, su sistema de valores y que yo estuviera deshonrando a sus mujeres”.

     Asimismo, jueces y legisladores, impregnados en mayor o menor medida de esta contracultura, se mostraron cada vez más indulgentes con los transgresores de la ley. En Estados Unidos, desde 1962 a 1979, la probabilidad de que un delito terminara en detención disminuyó casi a la mitad, y de que terminara en encarcelamiento, pasó a ser cinco veces menor.

     Una vez más contra todo pronóstico, este aumento de violencia revirtió de nuevo a cauces previsibles a partir de la década de 1990. En 1992, el índice de homicidios en Estados Unidos cambió de dirección, y disminuyó casi un 10 % con respecto al año anterior, y siguió descendiendo durante otros siete años más; se estancó ahí durante otros siete años, y siguió reduciéndose aún más hasta 2009. Los mismos altibajos ocurrieron tanto en Canadá como en Europa occidental. No solo se mataba menos sino que disminuyeron también los demás delitos. Y esto ocurrió tanto en países en los que descendió el desempleo como en otros en los que aumentó.

     ¿Cómo podemos explicar este descenso del crimen? Hay dos explicaciones generales verosímiles: la primera es que el Leviatán (el estado controlador) se volvió más grande, más listo y más eficaz. Efectivamente, por ejemplo, aumentó drásticamente la población carcelaria… aunque no en todos los sitios en los que disminuyó la violencia. Y aumentó también el número de policías. La segunda explicación es que el proceso civilizador recuperó su dirección progresiva y las normas sociales cambiaron en esa dirección civilizadora. Para empezar, las ideologías más extremistas y antisistema (marxismo, anarquismo, contracultura…) habían perdido atractivo (el muro de Berlín cayó en 1989). La violencia revolucionaria dejó de tener el aura romántica del que había gozado antes. El legado más positivo de las revueltas de los sesenta, la lucha por los derechos civiles, los derechos de las mujeres, la tolerancia a la homosexualidad, incluso la defensa del medio ambiente y la lucha contra el maltrato animal dejó de ser privativo de las personas rebeldes y pasó a ser incluido en el sistema de valores institucionalizado. Francis Fukuyama señala también varios aspectos interesantes que habría que incorporar a la explicación de por qué descendió la violencia a partir de 1990: este analista social destaca cómo también descendieron otros indicadores de patología social, como el divorcio, la dependencia de la asistencia social, el embarazo de adolescentes, el abandono escolar, las enfermedades de transmisión sexual y los accidentes de adolescentes con armas y automóviles.

     Hay un aspecto curioso en el que la década de 1990 no invalidó la descivilización de 1960, el referido al auge de la cultura popular: y así, la música popular surgida desde entonces (el punk, el heavy metal, el gótico…) deja a la que, por ejemplo, hacían los Rolling Stones como perfectamente asimilable por las audiencias musicales más conservadoras. Por otro lado, las formalidades en el trato social siguen siendo ampliamente desdeñadas. Las películas son hoy más sangrientas que nunca, la pornografía está al alcance de un clic del ratón del ordenador, los videojuegos parecería que son ingeniados por mentes sádicas… Y sin embargo, todo eso ha sido asimilado por el proceso civilizador. Parece ser que este proceso ha filtrado aquellas cosas a las cuales merece la pena atenerse y dejado pasar también a aquellas que resultan inofensivas para mantener vivo el impulso civilizador. Hace siglos resultaba peligroso en este sentido cualquier signo de espontaneidad e individualidad. Hoy aquella rigidez ha pasado a ser algo obsoleto, porque en gran medida la espontaneidad ha resultado compatible con la civilización.

     La auténtica música de fondo de esta entrada de mi blog ha sido la falta de credibilidad en nuestras instituciones públicas que sufrimos los españoles y a la que aludíamos al principio. Unas instituciones minadas por la corrupción, una burocracia estatal sobrecargada por culpa de una organización territorial irracional, con duplicidades, con instituciones inútiles como –es solo un ejemplo– el Senado o un excesivo número de Ayuntamientos. Instituciones, en fin, que despilfarran y son ineficientes. Asimismo, una Justicia politizada y servil con el poder ejecutivo, unos partidos políticos mayoritarios y unos sindicatos que se han convertido en fábricas de clientelismo y medios de abuso del contribuyente, y que practican métodos de selección inversa, según la cual son los más serviles e ineptos, no los más aptos los que suben en el escalafón. O en fin, unos medios de comunicación obedientes a sus respectivos patrones políticos, en vez de ser críticos formadores de opinión.

     A la vista de las conclusiones a las que podemos llegar después de nuestro análisis, podemos confirmar que nuestra crisis institucional, aunque no sepamos exactamente hacia dónde nos lleva, podemos deducir que no será a nada bueno. Y desde luego, no se trata tanto de volver a dar vida a nuestras instituciones tal y como son ahora, sino de regenerarlas, sacrificando lo que en ellas sea necesario sacrificar y revitalizando lo que merezca sobrevivir. Esta será una crisis de crecimiento o de regresión; es decir, que a través de ella alcanzaremos la regeneración o bien, probablemente, acabaremos de sumirnos en el caos. Desde luego, en este futuro inmediato no vamos a tener tiempo de aburrirnos.