domingo, 23 de junio de 2013

Edvard Munch: pintar cuando la muerte es inminente

(Artículo que dedico a mi hija Sara, que tuvo la deferencia y la paciencia de acompañarme y guiarme en la visita a las dos exposiciones simultáneas de Munch que están teniendo lugar en Oslo)

   Edvard Munch (1863-1944) sabía que estaba neurótico. Incluso tenía conciencia de que su arte estaba, no ya condicionado, sino más bien determinado por su neurosis, lo que le llevaba a incluso no querer curarse de la misma; y es que, como dice Ortega, “cuando alguien es una pura herida, curarlo es matarlo”. Kandinsky opinaba asimismo que el desequilibrio conducía a la creación. Pero es que hasta el mismo Aristóteles se preguntaba: “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres excepcionales, en lo que respecta a la filosofía, la ciencia del estado, la poesía o las artes, son manifiestamente melancólicos…?”. Stendhal, en su “Vida de Mozart” hacía, por su parte, esta reflexión confluyente con las anteriores: “Quizá sin esa exaltación de la sensibilidad nerviosa que llega hasta la locura no hay genio superior en las artes que requieren ternura”. Y Kafka, en fin, desde su particular plataforma creadora llegó a manifestar que “si en algún momento he sido feliz por un medio distinto de la literatura y lo que estaba relacionado con ella… precisamente entonces era incapaz de escribir”. En línea con lo que Kafka experimentaba, Marcel Réja, un psiquiatra francés que investigó en profundidad las peculiaridades íntimas que condicionan la actividad de los artistas, subrayaba que “el hombre con sentido común y con sentido práctico, probo trabajador, buen ciudadano y buen esposo, no fue jamás un gran poeta”.

   Estamos pretendiendo derivar hacia la conclusión de que el arte no debe ser valorado en primera instancia como un producto estético. Ante todo, está hecho de los girones de irrealidad que nos vamos dejando en ese difícil acceso y acoplamiento a lo real en que en buena medida consiste la vida. La aspiración a la belleza es sólo uno de los trayectos que el arte puede seguir: justamente aquel en el que el roce con alguna concreta porción de la realidad nos permite evocar la categoría de lo bello, que, estrictamente hablando, sólo habita en esa sucursal de lo que no existe que es nuestra alma. Pero el arte está también llamado a recorrer, y a su manera plasmar, todos esos otros lugares poblados de ectoplasmas, a veces terroríficos, como en la pinturas negras de Goya o en las angustiosas del mismo Munch, y de productos de la imaginación en general que, partiendo de nuestra intimidad, no han logrado encajar en ningún rincón de la realidad.

   Así considerado, el arte no sirve para nada, es un paréntesis abierto en la utilitaria tarea de adaptación a lo real, como también lo es el juego, la religión, el lamento, el sueño, el deseo de lo que nunca conseguiremos o la neurosis. El arte, en suma, es un medio de aproximación a y exploración de ese otro paréntesis definitivo, de apoteosis de la inutilidad que es la muerte. Es por ello por lo que Baudelaire, en un momento crítico de su vida, a los 24 años, anunció a su tutor: “Voy a matarme porque soy inútil para los demás… y peligroso para mí mismo”. Justo aquel en el que exploró la posibilidad del suicidio, del paréntesis que en la vida se abre hacia la muerte, fue también el momento en que su vida se bifurcó y empezó a encaminarse hacia esa otra forma de inutilidad menos destructiva que es la creación literaria. Este peculiar maridaje entre irrealidad y arte hace que el artista tienda a ser un inadaptado, y, a menudo, un perturbado mental. “La neurosis hace al artista”, afirmaba André Malraux a través de uno de los personajes de sus novelas. Y pecaba de optimismo, porque inmediatamente después añadía: “y el arte cura la neurosis”. Seguro que cualquier artista se conformaría simplemente con encontrar en él alivio o consuelo para sus tormentos. Sartre decía, en fin: “Una neurosis la superas, de ti mismo no te curas”.

   Edvard Munch, del cual se está exponiendo ahora mismo en Oslo la más amplia representación de sus cuadros jamás reunida, acumuló a lo largo de su vida estupendas oportunidades de quedarse atascado en esos paréntesis de la realidad que abocan a la neurosis y, si uno se decide a explorarlos, puede que también al arte. Cuando contaba con cinco años de edad, su madre murió de tuberculosis. Philipe Brenot, en su ensayo “El genio y la locura”, sostiene que “en la vida de los grandes creadores y los personajes excepcionales se da con frecuencia la pérdida temprana de un ser cercano: del padre, de la madre, de un hermano o hermana, de un hijo o una hija”. Efectivamente, la orfandad temprana atenta contra la búsqueda de identidad, contra la necesidad de ser acogido, de ser alguien significativo, lo cual obliga a un trabajo psicológico subsiguiente por encima de lo normal. Para el psicoanálisis, asimismo, el acto creador nacería de la necesidad de reparar la pérdida de un “objeto” amado. Por añadidura, el padre de Edvard era una persona atormentada y de religiosidad estricta, que transmitió a sus cinco hijos sus tenebrosas ideas sobre el infierno que espera a quienes se portan mal en esta vida. “La enfermedad, la locura y la muerte –llegó a confesar Munch– fueron los ángeles negros que se cernieron sobre mi cuna y que me han seguido durante el resto de mi vida. Desde una edad temprana, me enseñaron los peligros y las miserias de la vida en la tierra, me hablaron de la vida después de la muerte y de las agonías del infierno que aguardaban a los niños que pecasen. A veces me despertaba de noche y miraba alrededor ¿Estaba en el infierno?. Más aún: su hermana favorita, Sophie, murió cuando él tenía 14 años, y a Laura, otra de sus hermanas, le diagnosticaron enfermedad bipolar y fue internada en un psiquiátrico. El propio Munch sufrió prolongadas enfermedades y depresiones que le condujeron al alcoholismo y lo pusieron al borde de la enfermedad mental, por lo que también llegó a estar internado, en 1908, en una clínica psiquiátrica de Copenhague. Así que, en conclusión, en 1880 decidió convertirse en pintor, es decir, elaborar su particular manera de defenderse de la depresión, la angustia y la autodestructividad a través de una tarea creadora. “Qué profunda paradoja –reflexiona Brenot–: esa angustia que permite crear y, precisamente por eso, existir, conduce igualmente a la muerte y al borde del abismo”.  

   El creador, el que lo es a través de ese cauce maravilloso, pero inútil y superfluo, que constituye el arte, es, efectivamente, para empezar, un ser más frágil que los demás. Su tarea se convierte en una persecución obsesiva de puntos de anclaje para una identidad que busca pero que le rehúye. Frente a la inseguridad y la ausencia de permanencias en que su vida va consistiendo, se afana en buscar infructuosamente certezas, verdades, suelo firme en el que fundamentarse. Toda creación nace de la inestabilidad, de la duda, que, en principio al menos, no es una duda intelectual, sino afectiva, referida a la necesidad de ser alguien significativo, de tener una identidad. Ganarse la autoaceptación obliga a alguien así a muchas más cosas que a quien sobre todo tuvo una infancia en que contaba con la aceptación de los demás de modo incondicional. Enfrentado a su conflicto interior, el ser excepcional sólo tiene, finalmente, dos alternativas: o bien reconstruirse desde su debilidad a través de su obra reparadora, o bien caer en la angustia, la depresión, la locura o incluso el suicidio. Tal vez, se dedique a bascular entre ambas posibilidades y su obra venga a ser una especie de delirio o alucinación benignos, compatibles (quizás a duras penas) con la realidad, un correlato de sus deseos, aspiraciones o temores que encuentra el modo de plasmarse sin necesidad de que la personalidad acabe extraviada a través de delirios y alucinaciones cabales. 

   ¿Qué hay en la obra pictórica de Edvard Munch que justifique la atracción que el espectador atento suele sentir hacia ella? No, desde luego, una técnica elaborada, que, sin duda, Munch era capaz de desarrollar, pero que desdeñaba o sacrificaba. No lo hacía, sin embargo, por desidia (tardó tres años, por ejemplo, en realizar “El grito”, e hizo de él tres versiones, dos pasteles más y una litografía, y en general retocaba una y otra vez sus cuadros, incluso después de haberse desprendido de ellos), sino porque encontraba en el trazo esquemático y aparentemente descuidado una forma de expresión más adecuada a sus pretensiones. También Goya en sus pinturas negras hace algo semejante. ¿Qué es lo que el pintor noruego trata de expresar y comunicar en sus pinturas? Creo que el vector principal, el motivo que aglutina y cataliza el conjunto de sus pinturas es la muerte, su proximidad o inminencia, la amenaza de disolución y pérdida que supone, la angustia que la anticipa o la deja vislumbrar. “Sin el miedo y la enfermedad –llegó a decir– mi vida sería como un bote sin remos”. Para transmitir esa obsesión, esa que era su verdad, no valdrían, o no de la misma forma, figuras dibujadas de manera realista, sino esas otras fantasmales que utiliza aproximando las facciones de los personajes a lo que podría ser su forma cadavérica. Munch pinta rostros a mitad de camino entre lo vivo y lo muerto: teces verdosas, ojos hundidos y ojeras pronunciadas, rostros mórbidos que van desde la cercanía al rigor mortis hasta la emotividad descontrolada y angustiosa. Y los mismos argumentos de sus cuadros merodean una y otra vez alrededor de la muerte: seres en pleno ataque de ansiedad (que no es sino sensación de muerte inminente), asesinos, enfermos, separaciones, relaciones vampirizantes… En “El grito”, el rostro del personaje principal no es sino el esquema de una calavera, como queda demostrado a la vista de la momia peruana que, en una de sus visitas a París y al museo en el que se exhibe, le sirvió de inspiración; y la forma curvada que sustituye a sus piernas denota su fragilidad, su propensión a caerse, la falta de consistencia de una personalidad invadida por la angustia. Negras sombras junguianas, más bien borrones, que acompañan incluso a figuras que, como la que representa la pubertad, debieran de resultar inocentes,  o figuras negras como contrapunto de otras claras a las que acompañan (una similitud más con Goya), avisan de ese extremo de la personalidad que apunta hacia lo que, como la misma muerte, amenaza o no podemos controlar.

 
   Decía Freud de las personas melancólicas, de alguna manera tan próximas, como hemos visto, a las personalidades creativas, que “son capaces de captar la verdad con más agudeza que otras personas que no son melancólicas”. En el caso del artista no hablamos de una verdad objetiva, supeditada a la realidad externa, sino de otra verdad íntima, aquella a la que se accede por medio de una sensibilidad extrema, que resalta los perfiles de lo que a la persona normal le parece desdeñable o le pasa desapercibido. Mientras que la manera de sentir de una persona normal le hace sentirse normalmente segura y descuidada, la propia del artista le hace elevarse a una altura vertiginosa: la altura desde la que se divisa el abismo.

 


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domingo, 16 de junio de 2013

La sorpresa del pavo ante la llegada de la Navidad

   Amigo Sierra, el ejemplo que pone Nassim Nicholas Taleb, remedando otro anterior de Bertrand Russell, para explicar lo que quiere decir con su teoría de los Cisnes Negros es muy ilustrativo: un pavo, a dos días del de Acción de Gracias (de Navidad diríamos por aquí), si se rige por las leyes de la estadística y de la razón, puede inferir que, teniendo en cuenta lo bien que le trata su dueño y cómo le alimenta y cuida, va a seguir siendo tratado de la misma manera. Si el día antes de Navidad, una vez que su dueño le ha retorcido el pescuezo mientras preparaba los otros ingredientes del puchero, hubiera podido pensar digamos que a posteriori, seguro que se preguntaría qué demonios había pasado. Su curva de Gauss de acontecimientos previsibles no avisaba por ningún lado de ese retorcimiento de pescuezo. ¡Con lo bien que el dueño le había tratado hasta entonces!

 
   En resumidas cuentas, las cosas son lo que parecen ser… hasta que llega algún nuevo acontecimiento (¡y siempre acaba llegando!) y lo pone todo patas arriba. Por si fuera poco, ese acontecimiento es, a priori, imposible de predecir. Por tanto, parece que no podemos confiar en ninguna ley general, que la navaja de Ockham puede hacer lo que realmente estaba llamada a hacer: eliminar cualquier inferencia que sobrepase el perímetro de cada acontecimiento individual… ¡Tremendo! No es que uno no se pueda fiar ni de su padre, es que no se puede fiar ni de Dios Padre, que es el responsable último de que las cosas tengan un por qué… o no.
   Así que una de dos: o renunciamos a la ilusión de vivir en un mundo sujeto a normas y previsible, y aceptamos que nuestro hábitat natural es el caos, que sólo admite una última previsión (qué tramo de la vía del tren sería el más adecuado para preparar la salida de este mundo absurdo), o seguimos  pugnando por encontrar el modo de hallar algún sentido, pese a todo, a lo que ocurre. De momento, yo opto por este segundo plan (¡mero instinto de supervivencia quizás!).
   Puestas así las cosas, y sin dejar de comprometerme a seguir dándole vueltas a las muy sugerentes e inquietantes reflexiones de Taleb sobre el impacto de lo altamente improbable, propongo pensar que el orden viene envuelto en paquetes a la manera de las muñecas matrioskas, y que, para la muñeca más pequeña, el orden que supone la que la envuelve le supera, desborda y descalabra. Partamos, por ejemplo, de nuestra capacidad de ver como seres humanos: nuestras células fotorreceptoras sólo son capaces de detectar tres colores básicos, rojo, verde y azul, así como los diferentes colores secundarios y terciarios. Nada que esté más allá, hacia el infrarrojo o el ultravioleta. Existen sin embargo muchos animales capaces de apreciar una gama de colores mucho más amplia que la que los hombres reconocemos. Ellos ven, en general, un mundo muy diferente del que nosotros alcanzamos a percibir. Si por un momento una de las imágenes de ese otro ámbito invisible para nosotros se colara en nuestro campo visual, quedaría invalidada nuestra imagen del mundo hasta entonces habitual, mucho menos expresiva de lo que realmente existe... ¿O no? Quizás seguiría siendo válida para un conjunto de variables determinado, y quedaría trastocada cuando irrumpen variables hasta entonces desconocidas, pero sin anular la verdad (parcial) que hasta entonces resultaba válida. De esa manera, el pavo tendría razón al pensar que su dueño le cuidaba; solo que se trataba de una pequeña verdad que queda desplazada, incluso contradicha (pero no anulada), cuando asoma la otra verdad mayor.
   Nos movemos, pues, en un campo que no necesariamente está hecho de mentiras (de absurdos), sino de verdades insuficientes. Cada una tiene su momento o su campo de vigencia, normalmente seobrevalorada. Y la historia estaría ahí, abierta para que vayamos entrando, a través de lo que parecían excepciones a la regla, en nuevas normas generales con un ámbito de aplicación superior. Por ejemplo, en la entrada anterior de este blog se analizaba la perspectiva que sobre las decepcionantes cosas de este mundo han tenido los hombres a lo largo de la historia. En el hombre primitivo predominaba una perspectiva retrospectiva y nostálgica, según la cual, y tal y como quedaba expresado en sus mitos, todo procede de una edad dorada y de un paraíso perdido en los cuales las cosas estaban instaladas en la plenitud; de entonces hacia delante, todo habría ido degenerando. Tales, Anaximandro y Anaxímenes resultaron ser unos Cisnes Negros respecto de sus antecesores, los creadores de mitos, cuando inventaron la filosofía, y en vez narrar la existencia de una edad dorada pasada, se elevaron, a través del pensamiento abstracto, hacia la idea de naturaleza; mantuvieron la perspectiva anterior, la pequeña verdad alcanzada por los creadores de mitos, pues también ellos, los filósofos, entendían que el ser auténtico de las cosas estaba en el pasado, en su estado natural, pero a la vez descubrieron la matrioska superior al sustituir la narración mítica por los conceptos. Aristóteles fue un nuevo Cisne Negro que dejó pequeña la verdad anterior: el ser de las cosas no estaba en el pasado, sino en lo que serán en el futuro, cuando realicen sus potencialidades. Y sin embargo, la verdad antigua no fue a parar al vertedero, sino que incluso fue incorporada en la nueva perspectiva-matrioska: en el pasado ya existía el ser auténtico de las cosas, como habían dicho los filósofos hasta entonces… pero existía sólo en potencia. Y así sucesivamente. Como los fractales, la nueva estructura se monta sobre la pauta de la estructura antigua, aunque en una nueva escala, en un nuevo bucle de la espiral evolutiva.
   Es cierto que mientras estamos situados en el ámbito de una pequeña verdad, de una matrioska más interior, no resulta posible prever, anticipar la forma que tendrá la verdad superior, que siempre sorprenderá y sobrevendrá a través de un cambio cualitativo, no por mera evolución acumulativa de factores. Pero creo que, de todas formas, sí es posible detectar la existencia previa de factores favorables al cambio que acabará produciéndose, la existencia de estados de perturbación o inquietud que, aunque no necesariamente aboquen hacia la irrupción de una nueva verdad, de un cambio de paradigma, sí puede observarse a posteriori (una vez que ese cambio se haya producido) cómo propendían hacia ello. Por ejemplo, Taleb trae a colación el caso de la forma imprevisible en que dio comienzo la Primera Guerra Mundial: un acontecimiento menor y azaroso, el atentado mortal en Sarajevo contra el archiduque heredero de la Corona del Imperio austrohúngaro y su mujer, igual que en el efecto mariposa, acaba poniendo en marcha aquella devastadora guerra. Sin embargo, y aunque sea a posteriori, sí que podemos detectar la previa existencia de una sopa de inquietud en la política y en la cultura europeas que podemos decir que estaba sirviendo de caldo de cultivo de lo que acabaría eclosionando como Guerra Mundial.
   Un ejemplo más: acabo de regresar de Noruega, donde he comprobado lo altos, rubios (bueno, siendo sinceros: altas, rubias…) y de ojos azules que son los habitantes prototípicos de aquel país. Una raza hermosa. Sin embargo, en algunas de los barrios de Oslo, llamaba la atención el alto porcentaje de inmigrantes (especialmente llamativo el de los gitanos rumanos), y entre ellos muchos mendigos y grupos de personas sentados en alguna acera o vagabundeando por la calle, que contrastaban abruptamente con aquel otro paisaje humano tan selecto. Debido a ello, los noruegos, parece ser que como fórmula defensiva perentoria, se han cerrado sobre sí mismos. Varios españoles que andaban por allí buscándose la vida me ratificaron una impresión que debe de ser bastante común entre los no noruegos: estos no se comunican ni mantienen contactos con los de otras nacionalidades, a los que probablemente, en mayor o menor medida, desprecian. En ese contexto, que en julio de 2011 surgiera un paranoico como Anders Breivik cometiendo aquel terrible acto terrorista en el que murieron 77 personas, y argumentando que quería llamar la atención sobre la invasión de inmigrantes, especialmente islámicos, hay que considerarlo como un Cisne Negro, un acontecimiento inusitado puesto en marcha por una mente delirante. Delirios estos, entiéndaseme bien, que no guardan ninguna proporción con aquellas otras actitudes de cerrazón defensiva de los noruegos en general, pero estas , sin embargo, podrían valorarse a posteriori, de alguna manera, como campo de inquietud que formaría el caldo de cultivo preparatorio para la irrupción de aquel Cisne Negro.
   Toda esta argumentación, amigo Sierra, lo único que pretende es salvar la idea de que, aunque en gran medida lo desconozcamos, el mundo tiene sentido, y este va desvelándose a través de la historia. Hegel seguiría teniendo razón, porque lo que irrumpe como caos, desestructurando nuestras pequeñas verdades, trabajosamente conquistadas, acaba mostrándose como parte de una nueva verdad que incluso incorpora (pura dialéctica hegeliana) a la antigua pequeña verdad. De modo que incluso lo que a nivel microcósmico parece puro caos, una vez que asciendes de nivel hacia lo macrocósmico, se muestra como ordenado. Viendo los átomos desenvolverse, se diría que cada uno de ellos va a su bola, sin tener en cuenta para nada la trayectoria que siguen los demás. Y sin embargo, vas ascendiendo hacia la molécula, la célula, el organismo, el hombre, la cultura, la historia, el mundo, el universo, el Punto Omega… y todo empieza a tener sentido.
   El caos en el microcosmos se convierte en orden en el macrocosmos.
   Sin embargo, las reflexiones de Taleb sobre los Cisnes Negros (en las que apenas puedo decir que estoy entrando todavía) me parecen tan serias, tan impactantes y tan dignas de consideración que mejor considero las mías como provisionales, a la espera de que pueda aparecer algún pensamiento nuevo que, a la manera de los Cisnes Negros, acabe descalabrando mis conclusiones.

sábado, 1 de junio de 2013

Por qué España no progresa adecuadamente

Descontemos el movimiento mecánico (y de paso descontemos, hoy al menos, a los mecanicistas, para los cuales todo movimiento es, en última instancia, mecánico): el resto del movimiento, aquel a través del cual se expresa y se encauza la vida, es causado por una intención. La semilla crece porque algo en ella aspira a convertirse en fruto. Los animales se mueven porque van en busca de comida, de apareamiento o para defenderse de los depredadores. Los hombres salimos de la inercia y nos levantamos por la mañana porque tenemos alguna tarea que cumplir. Tradicionalmente se ha entendido que esa intención o propósito, en última instancia, se sustenta en el deseo de regresar a los orígenes, de recuperar la quietud perdida, desandar lo andado hasta llegar al punto de partida, allí donde todo era paz, tranquilidad, ausencia de movimiento.

Así, en los tiempos de los mitos, siempre había uno matriz o capital que hablaba de una edad dorada que los hombres abandonamos en un momento de extravío. “El mito –dice Mircea Eliade– (…) relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los ‘comienzos’ ”. Desde entonces, todo habría ido a menos, la vida misma que llevamos sería resultado de esa decadencia. “En efecto –añade asimismo Eliade como elemento de contraste–, los mitos de muchos pueblos hacen alusión a una época muy lejana en la que los hombres no conocían ni la muerte, ni el trabajo ni el sufrimiento, y tenían al alcance de la mano abundante alimento”. La aspiración última de toda vida sería, precisamente, la de regresar a aquel estado original. En nuestra cultura, fue la expulsión del Paraíso de Adán y Eva,  nuestros primeros padres, lo que supuso la Caída original; desde entonces, todo lo que hacemos es tratar de regresar, intentar recuperar aquel Paraíso perdido. Los ritos y ceremonias correlativos a los mitos lo que hacen es rememorar el momento puro, inicial a partir del cual comenzó la decadencia, recordar, a manera de terapia reparadora, “lo que era en un principio”. Porque, dice también Eliade refiriéndose al hombre primitivo, aquel que vivía rodeado de mitos y ritos, “su vida es la repetición ininterrumpida de gestos inaugurados por otros”.

 
Cuando surgieron los filósofos, heredaron aquella perspectiva regresiva de los creadores de mitos, y entendieron que el movimiento era también resultado de un deseo de volver, de regresar al estado natural, respecto del cual, todo lo demás venía a configurar el mundo aparente, mero resultado de la decadencia. A la larga, todo acabará reincorporándose a su estado natural (podríamos decir también “nacional”, aquel del cual nació). Hasta su definitiva vuelta a los orígenes, todo lo que en el mundo se produce está incluido dentro de un proceso de eterno retorno, de intento de regresar una y otra vez al punto de partida, como si de lo que se tratara otras tantas veces fuera de romper la barrera que separa de la definitiva quietud (de romper la rueda de las reencarnaciones, diría un hindú). En su Diálogo “Político”, Platón hace decir al extranjero que interviene en él: “El universo se desplaza, unas veces en la dirección en que ahora gira y, otras veces, en cambio, en la dirección opuesta”. En ese momento en el que se produciría el cambio de ciclo, “la edad, cualquiera que fuese, que tenía cada ser vivo comenzó en todos ellos por detenerse, y todo cuanto era mortal dejó de presentar rasgos de paulatino envejecimiento, y al cambiar su dirección en sentido opuesto, comenzó a volverse más joven y tierno; los cabellos canos de los ancianos se iban oscureciendo; las mejillas de quienes ya tenían barba poco a poco se suavizaban, restituyendo a cada uno a su pasada edad florida…”. Y así seguía el proceso de reversión hasta el punto en que incluso los muertos volvían a nacer de la tierra. También los filósofos, pues (Nietzsche, el más reciente entre los importantes), entendían que todo quiere volver a ser lo que fue, que todo empuja hacia la búsqueda de la edad dorada perdida. E incluso los científicos, hasta esta última hora, son asimismo herederos de esa perspectiva, de lo cual la segunda ley de la termodinámica enunciada por Rudolf Clausius no es sino su expresión más acabada: todo trata de regresar en la dirección que marca la entropía, el estado de equilibrio térmico, la indiferencia original, allí donde todo movimiento encontrará, por fin, su destino y su  quietud.

Aristóteles fue el primero en dar cauce intelectual a la posibilidad de ver que el universo progresaba, que no es en el origen cuando las cosas están ya realizadas (y lo que venga después sea un venir a menos), sino que lo estarán en el futuro, cuando la potencialidad que encierran se actualice, cuando lo que son en su estado material adquiera su forma. La vida, desde Aristóteles, pudo entenderse, no como un movimiento nostálgico en busca de lo que se perdió, sino como un acercamiento progresivo a lo que nunca se ha sido, pero que se está llamado a ser. “Cada cosa trae consigo al nacer su intransferible ideal”, dijo en este mismo sentido Ortega y Gasset. Hegel fue, probablemente, el filósofo que dio una forma más acabada a la idea de progreso, a la visión de la historia universal como una trayectoria que discurre desde el estado natural hasta el Espíritu, la Idea, el Ser. El paleontólogo y jesuita (para que se vea que no soy racista) Theilard de Chardin decía asimismo que todo transcurre desde su estado de simplicidad inicial hacia el Punto Omega, allí donde todo se integra en un conjunto dotado de la máxima complejidad. Y desde el campo de la ciencia, Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química en el año 1977, venía a afirmar por un lado: “En la perspectiva clásica, una ley de la naturaleza estaba asociada a una descripción determinista y previsible en el tiempo. Futuro y pasado desempeñaban en ella el mismo papel”. Y anunciando, por otro, que la perspectiva progresista también cabía en la ciencia: “La aspiración de la física clásica era descubrir lo inmutable, lo permanente, más allá de las apariencias de cambio (...) Una de sus características esenciales es, precisamente, la eliminación del tiempo”. “Lo que hoy nos interesa no es necesariamente lo que podemos prever con certeza”. “¿Seremos capaces de vencer algún día el segundo principio de la termodinámica?”. En el siglo XXI, gracias entre otros a Prigogine, ya no se cree, como se pensaba en el siglo XX, que la evolución del Universo va en la dirección de la degradación, sino en la dirección expansiva y del aumento de la complejidad.

Así que todo se mueve. Pero sólo hay dos direcciones posibles en última instancia: hacia atrás (hacia la muerte térmica) o hacia delante (hacia mayores niveles de complejidad). Lo primero es lo que sugiere la milenaria perspectiva regresiva, para la cual el oficio de vivir es resultado de la decadencia, de la pérdida de los orígenes, que son los que guardan la pureza de lo que realmente somos. Lo segundo lo propone la nueva perspectiva progresista que ya anunció Aristóteles, pero que tomó cuerpo sobre todo a partir de Leibniz, Kant y la Ilustración, según la cual el punto de atracción hacia el que todas las cosas se dirigen está en el futuro y la vida es una aproximación hacia él, una construcción desarrollada por lo que es en dirección hacia lo que debe de ser.

Los mitos, las religiones y las ideologías que tienen una perspectiva regresiva entienden que la vida en este mundo es resultado de una pérdida. Según ello, todo avance, todo progreso es un alejamiento de lo que uno es en realidad, del propio estado natural. Por lo tanto, el futuro, o sirve para volver hacia atrás o no vale la pena. Desde aquí se puede entender la revolución que supuso la aparición del progresismo, la copernicana inversión de valores que ha ido impregnando nuestra civilización desde que empezamos a asumir que, como dice María Zambrano, “la historia toda se diría que es una especie de aurora reiterada pero no lograda, librada al futuro”.

Aterricemos: la historia de España, especialmente desde el Renacimiento, ha estado lastrada por ideologías regresivas, que han entendido que vivir, esto es, actuar, trabajar, moverse, es en última instancia alejarse del estado contemplativo inicial, del Paraíso del que una vez salimos. Ideologías de la nostalgia que quisieran renunciar al futuro, y que, buscando el regreso al estado de quietud perdido, a la edad de oro añorada, han ido superponiéndose unas sobre otras. Místicos, ociosos, pícaros, soñadores… hasta llegar a las nuevas versiones de las utópicas ideologías de la nostalgia: las de los que buscan regresar al comunismo primitivo, los ecologistas que no quieren alejarse del estado natural (no confundir con los que queremos preservar el medio ambiente), los nacionalistas que tratan de regresar a la bucólica Arcadia que sienten que les arrebataron… ¿Progresistas? No, gracias, nosotros los españoles lo que queremos es volver a lo de antes del Pecado Original.

Querida Carlota, me tienes perfectamente calado, y has hecho un relato impecable de mi visión de la historia de España, aunque, ya ves, los precedentes que busco para nuestras frustraciones colectivas van un poco más atrás incluso que el Renacimiento. Y respecto de Menéndez Pelayo, creo que estaba lastrado por su visión católica a ultranza. En el mismo texto al que remites, dice de Felipe II: “Su mente estuvo siempre al servicio de grandes ideas: la unidad de su pueblo, la lucha contra la Reforma. Hizo la primera con la conquista de Portugal, y contra la segunda mandó a sus gentes a lidiar a todos los campos de batalla de Europa. Si alguna guerra emprendió que no naciese de este principio, fue herencia de Carlos V; herencia funesta, pero que él no podía rechazar. Nuestra decadencia vino porque estábamos solos contra toda Europa, y no hay pueblo que a tal desangrarse resista; pero las grandes empresas históricas no se juzgan por el éxito. Obramos bien como católicos y como españoles: lo demás, ¿qué importa?”. También dice Don Marcelino: “El triunfo (político) de la Reforma no podía significar otra cosa que la anulación del espíritu latino y el imperio de la barbarie septentrional”. John Carlos, le reclamo a usted también hacia mi conclusión, que, desde luego, no coincide con la del eximio cántabro: la lucha contra la Reforma no sólo nos desgató en hombres y dinero, además nos hizo estar en el bando equivocado (la Reforma sólo fue un hito de la revolución que se gestó por entonces; antes había llegado el humanismo y la revolución de las ciudades italianas, efectivamente). De las guerras imperiales de Carlos V ya ni hablo, que hasta Menéndez Pelayo las critica. Y ni Carlos ni Felipe trabajaron realmente por la unidad de su pueblo: mantuvieron una estructura estatal que a la larga serviría de referencia a nuestros nacionalistas cuando los Borbones llegaron con la idea de modernizar el estado. De aquellos lodos de decadencia vienen estos barros de ahora. Y el desprecio del trabajo manual (la convoco, Sierra, también hacia esta reflexión), así como la idea de que el trabajo en general es resultado de la expulsión del Paraíso, y por tanto un castigo y no un medio de realización, es el producto de una mentalidad regresiva, de esas que durante milenios (desde los tiempos de mi vecino el homo antecessor de Atapuerca y hasta no hace tanto) mantuvieron la historia en estado catatónico.

Otro día podríamos hablar de las cosas buenas de nuestra tradición histórica, e incluso del lado oscuro del progresismo, que tanto aquellas como este, igual que las meigas de esos lares que ustedes conocen, haberlos, haylos.