lunes, 25 de agosto de 2014

Psicopatía y política (y una coda a modo de conclusión dedicada a Jordi Pujol)

     La psicopatía es un tipo de trastorno moral y emocional caracterizado, sobre todo, por la incapacidad que tiene, quien lo sufre, de empatizar con los demás, de ponerse en el lugar del otro y sentir los propios afectos alterados o matizados por lo que quienes le rodean puedan sentir. Puesto que la moralidad se sustenta en la existencia de códigos de conducta que presuponen, precisamente, la toma en consideración de  valores grupales, de puntos de vista en los que queda involucrado el interés colectivo, se concluye también que el psicópata es un ser incapacitado para acceder a sentimientos morales. El núcleo de esa incapacidad queda señalado por la ausencia de sentimientos de culpa y, correlativamente, de responsabilidad y de vergüenza. Los psicópatas son sujetos cuyo comportamiento es habitualmente egocéntrico y antisocial. Son hedonistas, impulsivos, superficiales, mentirosos y manipuladores, muy hábiles a la hora de racionalizar su comportamiento a fin de que parezca correcto, sensato y permisible, pudiendo cambiar con gran facilidad sus argumentos justificativos si se les coge en alguna contradicción. Suelen ser encantadores en primera instancia y notablemente inteligentes. El psicópata, por lo demás, no sufre un trastorno de las funciones cognitivas: cuando hace daño, por ejemplo, sabe que lo hace… Aunque pueda parecerlo, todavía no estoy hablando de política o políticos.

     La prevalencia de este trastorno en la población general es del 1 %, pero entre la población reclusa es del 15 %; algo lógico, puesto que son personas más inclinadas hacia los comportamientos delictivos, al no contar en tales casos con otro freno que el que imponen los órganos represivos de la sociedad, no la eventual consideración de que lo que hacen pueda estar mal. Según estos índices, en España existen unos 470.000 psicópatas.
 
 
     Lo expuesto hasta aquí es uno de los polos de la cuestión que ha de ocuparnos a lo largo de este artículo. El otro sigue sin ser todavía, estrictamente hablando, la política, sino uno de los grandes socavones que la evolución de la sociedad moderna ha ido dejando en su camino y al que globalmente podemos aludir como deriva hacia el descrédito y consiguiente menosprecio de la realidad. Ambos polos, el que está constituido por trastornos de la personalidad individual como este de la psicopatía y el que conforma un contexto social y cultural que viene a servir de hornacina o concavidad en la que aquellas patologías son especialmente bien acogidas, habrán de servir de marco a nuestras conclusiones, que irán  a parar ya decididamente al ámbito de la política.

     Señalaremos puntalmente alguno de los hitos de ese trayecto hacia el menosprecio por la realidad que se fue asentando en la mentalidad moderna. Fijémonos, para empezar, en la poderosa figura de Lutero, uno de los pilares de esa mentalidad. Decía el iniciador de la Reforma: “El cristiano hace lo correcto y deja las consecuencias en las manos de Dios”. Es decir, el hombre solo debe de preocuparse de lo que le dicta su voz interior, sus principios, su conciencia, y olvidarse de los resultados, de las consecuencias en el mundo externo a las que pueda llevar el comportarse de acuerdo con esos dictados de su intimidad. Es una idea que viene a confluir, después ya de la muerte de Dios que Nietzsche anunció, con esto otro que, ya en tiempos casi contemporáneos, afirmaba este mismo filósofo: “Amamos nuestro deseo, no lo deseado”, vale decir también que, según él, debemos atender a nuestra voluntad, no a los lugares externos (reales) a los que pueda llevarnos esa voluntad. Dicho de una forma más: no deben de importarnos las consecuencias de nuestros actos, unos actos sin otro sustento moral, a esas alturas nietzscheanas de nuestra modernidad, que lo que nos salga de las entrañas, algo que, según el mismo Nietzsche, está “más allá del bien y del mal”. André Breton, mentor máximo del surrealismo, quizás el movimiento cultural más importante de esta última fase de la modernidad, lo dejó claro cuando escribió en su “Primer Manifiesto del Surrealismo”: “Todo acto lleva en sí su propia justificación”. Ya había adelantado algo así un personaje imaginario, el Ivan Karamazov de Dostoievski, cuando, en medio de las tribulaciones a las que le había llevado ese contexto cultural que era el suyo y sigue siendo el nuestro, afirmó: “Si Dios no existe, todo esté permitido”.

     En este proceso que empezó con Lutero al dejar exclusivamente a nuestra conciencia la responsabilidad por los resultados de nuestras acciones, se abrió un ramal que ha concluido en lo que Zygmunt Bauman ha llamado adormecimiento moral o inhabilitación ética de los individuos, al menos de toda esa gran masa humana seducida por la idea de que solo tenemos que responder de nuestros actos ante nosotros mismos, no ante ninguna instancia, terrenal o supraterrenal, que nos trascienda. A despecho, sin duda, del mismo Lutero, hemos llegado, pues, a los dominios de lo que Ortega llamaba el hombre-masa, del que decía: “El hombre-masa (…) se trata precisamente de un hombre hermético, que no está abierto de verdad a ninguna instancia superior”. En suma, se ha creado un caldo de cultivo cultural especialmente propicio para el desarrollo de las psicopatías. El psicópata es, efectivamente, ese personaje egocéntrico y desentendido de las consecuencias de sus actos que, de modo indirecto, estaban propiciando todos esos precedentes culturales.

     Y así llegamos, por fin, como pretendíamos, a los dominios de la política, pues, precisamente por esa posibilidad que al psicópata se le ofrece de manipular a la gente, así como por esas contra-habilidades sociales de saber mentir y engañar a los demás, comportamientos tan recurrentemente utilizados por los políticos y que el psicópata domina, así como por el hecho de saber sacar beneficio propio sin que importen los perjuicios que ello ocasione en los demás, que también caracteriza a tales enfermos morales, la política es un campo al que estos se sienten especialmente llamados. Hemos de considerar que la psicopatía no es una entidad nosológica con unos límites absolutamente determinados, sino que el conjunto de sus síntomas varía de menos a más a lo largo de una escala (hay, efectivamente, escalas psicológicas para la medición de la psicopatía), lo que permitiría que personajes capaces de exhibir en sus comportamientos una sutileza mayor de la que es propia en el psicópata-tipo escalen posiciones en la política perfectamente camuflados tras una apariencia atractiva.

     Es desde aquí desde donde podemos concluir que no necesariamente existe una simetría entre el carácter moral de nuestros gobernantes y el que es propio de los gobernados, ni que la propensión a la corrupción que exhiben los políticos sea equivalente a la del ciudadano medio. La capacidad del gobernante psicópata (y de sus aliados en los negocios sucios, que pululan en los aledaños de la política y de la psicopatía) de manipular a la opinión pública, controlando incluso los medios de comunicación, de caer de pie a pesar de que se le consiga pillar in fraganti en alguna de sus fechorías, de, por ejemplo, como hizo Jordi Pujol durante décadas, levantar un escudo defensivo que le ha permitido proclamar que cuando alguien mentaba sus sucios negocios estaba “atacando a Cataluña”… todo eso hace que una opinión pública desprevenida sea víctima recurrente de gobernantes psicópatas o próximos a la psicopatía. Mejorarían las cosas si, en el otro extremo, hubiera gobernantes firmemente opuestos y enfrentados a tales comportamientos antisociales, que se ofrecieran como combativos referentes morales dispuestos a acabar con la corrupción y la manipulación. No es el caso en nuestro país. Mariano Rajoy, por ejemplo, dice que sobre el caso Jordi Pujol prefiere no opinar.

domingo, 17 de agosto de 2014

Por qué la civilización occidental es superior al "Estado Islámico"

     Cualquier musulmán suscribiría aquello de Jesucristo de que “Mi reino no es de este mundo”. Pero no aquello otro de “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Los primeros cristianos se inclinaron más hacia la primera máxima, y su modelo de vida quedó marcado por los anacoretas que se retiraban al desierto. No había para ellos puente que se pudiera transitar entre este mundo pecador, que es uno de los enemigos del alma (los otros son el demonio y la carne), y aquel otro dichoso que nos espera tras la muerte (y que cuando llegaron los musulmanes poblaron de huríes).

     En consonancia con ello, en el Imperio bizantino a lo largo del siglo VIII, los herejes iconoclastas se dedicaron a destruir todas las imágenes que pretendían servir de metáfora o alegoría de lo sobrenatural. Lo divino era inefable e inexpresable, y tratar de vestirlo con las formas que este mundo oferta era idolatría. Los severos artes bizantino y románico, eran una iconoclasia de segunda mano, en donde las imágenes solo pretendían tener un valor didáctico, de transmisión de las Sagradas Escrituras (incluidas esas sorprendentes esculturas de tema sexual de algunas iglesias), pero seguía vigente por entonces la idea de que nada de lo que pudiera proceder de este mundo era bueno ni servía para enlazarnos con el del más allá. En sus “Soliloquios”, San Agustín describe un supuesto diálogo que mantiene con la Razón, y en él afirma: “Deseo conocer a Dios y al alma”. “¿Y nada más?”, le pregunta su alter ego, la Razón. “Absolutamente nada más”, responde categórico. El mundo (la realidad externa) no merecía ser conocido, puesto que era la morada del pecado, un error, una distracción, algo que había que combatir o, al menos, alejarse de él. ¿Qué ciencia hubiera podido desarrollarse a partir de esos presupuestos?

     Hubo que esperar a Santo Tomás para que desde el cristianismo se pudiera afirmar: “No me avergüenzo en decir que yo hallo que mi razón es alimentada por los sentidos”. Ortega dejó señalado que “Santo Tomás (…) hizo de Dios algo en muchas porciones interior al mundo”. Y aún empujó más Guillermo de Ockham hacia la atención a lo mundano cuando dijo que solo existían los entes individuales. La atención a lo concreto, lo particular, lo que conocemos por los sentidos fue pasando al primer plano. El arte gótico hizo que las imágenes esculpidas en sus edificios se acercaran cada vez más a las configuraciones de los seres reales y reconocibles entre los que discurren por el mundo.

     Y al fin, lo que acabó llegando, y que marcó la diferencia sustancial entre la cultura occidental y las demás, la islámica para empezar, fue el Renacimiento, donde las imágenes artísticas reflejaban cada vez más las configuraciones que de lo real se mostraban a los sentidos (por ejemplo, apareció el retrato). Llegado el Barroco, esa encarnación de lo divino en el mundo real llega a incluir la ironía cuando, por ejemplo, Velázquez hizo descender del Olimpo a los dioses y pintó a Baco coronando a una cuadrilla de borrachines. Pero lo más decisivo de aquel tiempo fue que, una vez permitido ese acercamiento a lo concreto, al mundo empírico, pudo Galileo concebir el método científico, y de su mano las generaciones que desde entonces se han sucedido han elevado el conocimiento de lo real a una altura enorme.

     Mientras tanto, los musulmanes siguen aferrados a la idea iconoclasta de que el mundo divino al que aspiran no tiene comunicación con este de aquí abajo. No solo la representación de la divinidad (su encarnación) sigue prohibida, sino que la atención a lo mundano sigue siendo, como en la Edad Media, pecado. Lo humano ha de someterse a los dictados de Dios (“islam” significa “sumisión”), que son recogidos por el Profeta en el Corán y transmitidos fielmente por los imanes. La sharia es el código moral que marca la conducta de los musulmanes, y su fuente, además del Corán, es la propia vida del Profeta Mahoma. Dentro de la sharia existe un tipo específico de ofensas conocidas como hadd. Estas ofensas, entre las que no se incluye la poligamia o el matrimonio consumable con niñas de nueve años, que son permitidos, son crímenes castigados con penas especialmente severas, tales como el ahorcamiento, la lapidación, los azotes o la amputación de una mano. Esas transgresiones incluyen el adulterio, la homosexualidad, las acusaciones falsas, el consumo de bebidas alcohólicas, el robo, la desobediencia de las mujeres hacia la autoridad del padre o el esposo, las relaciones con infieles y el incumplimiento de las normas de vestimenta de las mujeres (hiyab), a las cuales, si efectivamente incumplen esta obligación, se considera inmorales y culpables en caso de violación.

     La yihad o guerra santa es asimismo un deber para el musulmán ortodoxo. Obliga a todo buen musulmán a luchar para defender y propagar el Islam, con la fuerza si es necesario. Es lo que ordena el Corán, 9, 5: “Cuando hayan transcurrido los meses sagrados, matad a los infieles dondequiera que les encontréis. ¡Capturadles! ¡Sitiadles! ¡Tendedles emboscadas por todas partes! Pero si se arrepienten (…) entonces ¡dejadles en paz! Alá es indulgente, misericordioso”. Así es que los muyahidines (practicantes de la yihad) del Estado Islámico que ahora mismo están cometiendo terribles matanzas en Irak por la única razón de que los masacrados no quieren abrazar el Islam, y que se llevan secuestrados a las mujeres y niños a los que no matan, no están haciendo otra cosa que ser buenos musulmanes. Y los otros muyahidines de Hamás, que no pueden negociar con el estado de Israel porque el Corán les obliga a matar a todos los judíos (http://avalon.law.yale.edu/20th_century/hamas.asp --; 2º párrafo: “Israel existe y continuará existiendo hasta que el Islam lo destruya”), no son asimismo sino otros buenos, o al menos estrictos, musulmanes.

     Progres del mundo… o, para no ser demasiado pretenciosos, progres, feministas, militantes del movimiento LGTB (lesbianas, gais, transexuales y bisexuales) de los alrededores, ¿todavía no os habéis enterado? ¿A qué esperáis? Y asimismo, si ya lo sabíais, ¿a qué esperáis?

viernes, 8 de agosto de 2014

Cómo se autodestruye una nación

     Dice Jesús Laínz en su último libro, “España contra Cataluña. Historia de un fraude” (Encuentro, 2014) que el pecado más característico de los españoles no es, como siempre se ha dicho, la envidia, sino esa clase de masoquismo colectivo que lleva a grandes sectores de nuestra ciudadanía a ubicarse en algún punto del continuo que transcurre entre el mero desdén y el odio furibundo hacia nuestro propio ser colectivo, en suma, la hispanofobia. Singular característica esta de los españoles que hace que seamos el país de Europa y de nuestro área geopolítica con menor grado de patriotismo. Y puesto que esta falta de cohesión social ha de afectar, sin duda, al rendimiento y a la eficacia a la hora de llevar a cabo nuestras tareas colectivas, conviene intentar saber el por qué de un fenómeno tan peculiar (pido perdón porque reiteraré algunos argumentos expuestos anteriormente: es porque este artículo se publicará también en el periódico digital Burgos Conecta, y allí será nuevo).

     Todos los expertos coinciden en afirmar que 1898 fue un año decisivo en lo que se refiere a la crisis de nuestra conciencia nacional. En vísperas de nuestro enfrentamiento con Estados Unidos en Cuba y Filipinas, la propaganda norteamericana e inglesa reavivó de una manera especialmente intensa la Leyenda Negra que sobre España y los españoles venía circulando desde el siglo XVI por todos los mentideros de la opinión pública europea y americana. Esta Leyenda Negra se fundamenta en un conjunto de hechos condenables, con una base real, pero disparatadamente exagerados, referidos sustancialmente al modo en que tuvo lugar el descubrimiento, conquista y colonización de América por nuestros antepasados, así como a la eventual demostración de la intolerancia y fanatismo que caracterizaría a nuestra raza, expresada de modo culminante en los aciagos eventos que protagonizó nuestra Inquisición. Julián Marías describió la Leyenda Negra como “la condenación y descalificación de todo el país a lo largo de toda su historia, incluida la futura”. La forma en que los españoles del 98 metabolizaron aquella propaganda de guerra, unida a la humillación por la derrota que condujo a la pérdida de nuestros últimos territorios de ultramar desembocó en un desorbitado descenso de nuestra autoestima colectiva que generó unos efectos catastróficos que todavía hoy sufrimos de manera dramática y que llegarán a ser fatales si, de modo ya perentorio, no los ponemos remedio.

(esta viñeta está publicada asimismo en el libro de Jesús Laínz)
 
     Efectivamente, a partir de entonces se llevó a cabo, para empezar, una revisión hipercrítica de nuestra historia por parte de una intelectualidad en la que su identificación con la idea de España empezaba a resquebrajarse. Esa intelectualidad se aglutinó en gran medida en un movimiento que se llamó Regeneracionismo; su máximo exponente, Joaquín Costa, decía, entre otras cosas, que España era una nación frustrada, que “debía ser fundada de nuevo, como si no hubiese existido”; y Azaña, otro de los mentores de este movimiento, insistía en el error global de una historia que había que enderezar para asegurar la pervivencia de España. La influencia de tales ideas sobre el conjunto de la sociedad española fue enorme, decisiva, y cuando llegó la II República, lo hizo impregnada de ese espíritu sombrío que, premeditadamente o por negligencia, empujaba hacia la disociación y el desgarro de nuestro ser colectivo (en el extremo contrario, fueron surgiendo otros movimientos que pretendieron convertir nuestra historia en una Leyenda Rosa tan desacertada como aquella otra Negra). Enlazando con los previos efectos disociadores de nuestro desastroso siglo XIX, el cuerpo social en su conjunto empezó a resquebrajarse y deshilacharse, fenómeno a partir del cual fueron aflorando opciones políticas que empujaban al enfrentamiento con el sistema establecido, entre ellas los nacionalismos centrífugos, respecto de los cuales podríamos decir que 1898 fue prácticamente una fecha inaugural. El respeto a la ley, el cauce fundamental con que para su desenvolvimiento cuenta una colectividad cohesionada, empezó a deteriorarse cada vez más, lo cual hay que tener muy en cuenta a la hora de tratar de entender ese gran fracaso colectivo que fue nuestra Guerra Civil.

     Pero no solo para comprender aquello; aunque de forma no tan virulenta, nuestra disociación colectiva sigue siendo hoy el principal de nuestros males: los nacionalismos han llegado a un punto máximo de exasperación; muchos de nuestros políticos, no encontrando en este ambiente razones por las cuales subordinar el interés personal al colectivo, están convirtiendo la función pública en el más corrupto puerto de arrebatacapas; y los partidos mayoritarios (y otros que están emergiendo con fuerza arrolladora y que, a despecho de sus proclamas populistas, serían capaces incluso de llevarnos a Guatepeor) no es que no hayan sabido generar un movimiento de revitalización de nuestra identidad nacional, sino que se han apuntado al dinamismo que nos va hundiendo en lo contrario.

     El poeta catalán y destacado miembro del movimiento cultural de la Renaixença, Joan Maragall, abuelo de Pascual Maragall, el que fue presidente de la Generalidad catalana, en vísperas del estallido bélico de 1898 con Estados Unidos, dejó expresado de esta manera el estado de ánimo que estaba aflorando por entonces en muchos españoles: “Creemos llegada a España la hora del sálvese quien pueda, y hemos de desligarnos bien deprisa de todo tipo de atadura con una cosa muerta”. La pulsión autodestructiva que al amparo de aquella viciada manera de comprendernos a nosotros mismos se puso en marcha por entonces sigue viva. A ratos, incluso, esto empieza a parecerse a una desbandada general. Algunos pensamos, sin embargo, que si comprendiéramos a tiempo la índole de nuestros males y empezáramos a movilizarnos en la dirección correcta… no sería tarde todavía.