La prevalencia de este trastorno en la población general es
del 1 %, pero entre la población reclusa es del 15 %; algo lógico, puesto que
son personas más inclinadas hacia los comportamientos delictivos, al no contar en
tales casos con otro freno que el que imponen los órganos represivos de la
sociedad, no la eventual consideración de que lo que hacen pueda estar mal.
Según estos índices, en España existen unos 470.000 psicópatas.
Lo expuesto hasta aquí es uno de los polos de la cuestión
que ha de ocuparnos a lo largo de este artículo. El otro sigue sin ser todavía,
estrictamente hablando, la política, sino uno de los grandes socavones que la
evolución de la sociedad moderna ha ido dejando en su camino y al que
globalmente podemos aludir como deriva hacia el descrédito y consiguiente
menosprecio de la realidad. Ambos polos, el que está constituido por trastornos
de la personalidad individual como este de la psicopatía y el que conforma un
contexto social y cultural que viene a servir de hornacina o concavidad en la
que aquellas patologías son especialmente bien acogidas, habrán de servir de
marco a nuestras conclusiones, que irán
a parar ya decididamente al ámbito de la política.
Señalaremos puntalmente alguno de los hitos de ese trayecto
hacia el menosprecio por la realidad que se fue asentando en la mentalidad
moderna. Fijémonos, para empezar, en la poderosa figura de Lutero, uno de los
pilares de esa mentalidad. Decía el iniciador de la Reforma: “El
cristiano hace lo correcto y deja las consecuencias en las manos de Dios”.
Es decir, el hombre solo debe de preocuparse de lo que le dicta su voz
interior, sus principios, su conciencia, y olvidarse de los resultados, de las
consecuencias en el mundo externo a las que pueda llevar el comportarse de
acuerdo con esos dictados de su intimidad. Es una idea que viene a confluir,
después ya de la muerte de Dios que Nietzsche anunció, con esto otro que, ya en
tiempos casi contemporáneos, afirmaba este mismo filósofo: “Amamos nuestro deseo, no lo
deseado”, vale decir también que, según él, debemos atender a nuestra
voluntad, no a los lugares externos (reales) a los que pueda llevarnos esa
voluntad. Dicho de una forma más: no deben de importarnos las consecuencias de
nuestros actos, unos actos sin otro sustento moral, a esas alturas nietzscheanas
de nuestra modernidad, que lo que nos salga de las entrañas, algo que, según el
mismo Nietzsche, está “más allá del bien y del mal”. André
Breton, mentor máximo del surrealismo, quizás el movimiento cultural más
importante de esta última fase de la modernidad, lo dejó claro cuando escribió
en su “Primer Manifiesto del Surrealismo”: “Todo acto lleva en sí su propia
justificación”. Ya había adelantado algo así un personaje imaginario,
el Ivan Karamazov de Dostoievski, cuando, en medio de las tribulaciones a las
que le había llevado ese contexto cultural que era el suyo y sigue siendo el
nuestro, afirmó: “Si Dios no existe, todo esté permitido”.
En este proceso que empezó con Lutero al dejar
exclusivamente a nuestra conciencia la responsabilidad por los resultados de
nuestras acciones, se abrió un ramal que ha concluido en lo que Zygmunt Bauman
ha llamado adormecimiento moral o inhabilitación ética de los
individuos, al menos de toda esa gran masa humana seducida por la idea de que
solo tenemos que responder de nuestros actos ante nosotros mismos, no ante
ninguna instancia, terrenal o supraterrenal, que nos trascienda. A despecho,
sin duda, del mismo Lutero, hemos llegado, pues, a los dominios de lo que
Ortega llamaba el hombre-masa, del que decía: “El hombre-masa (…) se trata
precisamente de un hombre hermético, que no está abierto de verdad a ninguna
instancia superior”. En suma, se ha creado un caldo de cultivo cultural
especialmente propicio para el desarrollo de las psicopatías. El psicópata es,
efectivamente, ese personaje egocéntrico y desentendido de las consecuencias de
sus actos que, de modo indirecto, estaban propiciando todos esos precedentes culturales.
Y así llegamos, por fin, como pretendíamos, a los dominios
de la política, pues, precisamente por esa posibilidad que al psicópata se le
ofrece de manipular a la gente, así como por esas contra-habilidades sociales
de saber mentir y engañar a los demás, comportamientos tan recurrentemente
utilizados por los políticos y que el psicópata domina, así como por el hecho
de saber sacar beneficio propio sin que importen los perjuicios que ello
ocasione en los demás, que también caracteriza a tales enfermos morales, la
política es un campo al que estos se sienten especialmente llamados. Hemos de
considerar que la psicopatía no es una entidad nosológica con unos límites
absolutamente determinados, sino que el conjunto de sus síntomas varía de menos
a más a lo largo de una escala (hay, efectivamente, escalas psicológicas para
la medición de la psicopatía), lo que permitiría que personajes capaces de
exhibir en sus comportamientos una sutileza mayor de la que es propia en el
psicópata-tipo escalen posiciones en la política perfectamente camuflados tras
una apariencia atractiva.
Es desde aquí desde donde podemos concluir que no
necesariamente existe una simetría entre el carácter moral de nuestros
gobernantes y el que es propio de los gobernados, ni que la propensión a la
corrupción que exhiben los políticos sea equivalente a la del ciudadano medio.
La capacidad del gobernante psicópata (y de sus aliados en los negocios sucios,
que pululan en los aledaños de la política y de la psicopatía) de manipular a
la opinión pública, controlando incluso los medios de comunicación, de caer de
pie a pesar de que se le consiga pillar in fraganti en alguna de sus fechorías,
de, por ejemplo, como hizo Jordi Pujol durante décadas, levantar un escudo
defensivo que le ha permitido proclamar que cuando alguien mentaba sus sucios
negocios estaba “atacando a Cataluña”… todo eso hace que una opinión pública desprevenida
sea víctima recurrente de gobernantes psicópatas o próximos a la psicopatía. Mejorarían
las cosas si, en el otro extremo, hubiera gobernantes firmemente opuestos y enfrentados
a tales comportamientos antisociales, que se ofrecieran como combativos
referentes morales dispuestos a acabar con la corrupción y la manipulación. No
es el caso en nuestro país. Mariano Rajoy, por ejemplo, dice que sobre el caso
Jordi Pujol prefiere no opinar.
Primero decir que todos llevamos nuestro propio psicopata interior, algunos lo dejan ver (los psicopatas) y otros no, como aquello del Yo, el Superyo y el Ello que todos llevamos dentro. En terminos politicos y haciendo mencion a los "bichos" antes mencionados, creo que Pujol no tiene remordimientos de ningun tipo de no haber declarado "su herencia" y si animo de tapar "otras herencias", como cualquier Barcenas o Millet al uso, delicuentes profesionales con amparo legal e identitario. En el caso de Rajoy, creo que no debe opinar, porque si opina le recordaran cierto tesorero con despido "a plazos" y ademas, en este pais, hay o debiera haber separacion de poderes, tan solo debe hacer actuar al fiscal y que no pase como con los "jugadores de balonmano casados con princesas" donde el fiscal ejercia de abogado defensor, que tambien es algo , no se si psicopata , pero inmoral de todo punto.
ResponderEliminarCuando veo las posturas adoptadas por Pujol, me viene a la cabeza una frase de Hamlet:
"Cuantas veces con el semblante de la devocion y la apariencia de acciones piadosas engañamos al diablo mismo.."
Un saludo.
Para, como hicieron Adán y Eva, alcanzar la conciencia del bien y del mal hasta conseguir diferenciarla y superponerla a la conciencia de lo que me apetece o no me apetece, hay que salir del paraíso de la infancia. Efectivamente, todos tenemos al menos restos de psicopatía procedentes de aquella etapa infantil pre-moral. En ese sentido, como tú dices, todos tenemos a un psicópata dentro en alguna medida, y corremos peligro de regresar hacia él. La moral es una conquista evolutiva que no todos alcanzan, y que tampoco es irreversible.
ResponderEliminarLa desgracia que sobrellevamos es que ese tipo de enfermedad moral sea bastante más frecuente entre los políticos que dirigen nuestros destinos colectivos que entre la población en general. Nos gobierna mucho sinvergüenza, y eso no siempre es culpa del sistema, sino de esa atracción que la política ejerce sobre los hijoputas. Por eso, entre otras cosas, es por lo que yo digo que dejar poder en manos de los políticos es un factor de riesgo. Existe el peligro de que lo utilicen o bien caprichosamente y demostrando inepcia, o bien perversamente y buscando su propio beneficio de manera inmoral… ¡O las dos cosas! A ver si un día os convencemos de ello los liberales a los que no lo sois… (bueno, dicho esto cum grano salis y de buen humor, que no quiero hacer polémica de ello).
Saludos
Javier , define liberal, porque este concepto esta muy discutido ultimamente..
ResponderEliminarTienes razón. En general, quien se declara liberal suele ser, para empezar, sospechoso, pero creo que es bastante mal entendido. A la palabra “liberal”, para ser utilizada como dicterio, se le suele añadir el prefijo “neo”. Ningún liberal se llama a sí mismo “neoliberal”. Y tampoco me parece adecuada la versión vulgar del concepto según la cual los seres aludidos por él aspirarían a una sociedad que fuera la resultante de la conjugación de los diferentes egoísmos personales, aunque hay quien se conformaría con esa definición.
ResponderEliminarYo creo que el liberalismo es el resultado que en política ha producido el descubrimiento de la libertad, que empezó a llevarse a cabo en el Renacimiento: el hombre se reveló como un ser capaz de ser responsable de sí mismo, sin que ninguna institución, ni divina ni humana (ni eclesiástica ni estatal) debiera de suplantarle en la tarea de decidir lo que hacer con su vida. Ese descubrimiento ha pasado por una larga fase de inmadurez, aquella a la que me refiero cuando recuerdo en el artículo lo que decía Iván Karamazov; “Si Dios no existe, todo esté permitido”. Ni mucho menos está todo permitido para un liberal, porque lo que uno hace con su vida lo hace también con la vida de los demás. Todo está relacionado; como decía tan lustrosamente Ortega: “Porque los sapos silban al crepúsculo en sus hoyos, hilan las princesas en sus camarines”. Es decir, que lo que hacemos con nosotros, nos trasciende, tiene como destino el mundo que nos es exterior, nuestra circunstancia, y no solo respondemos como individuos de lo que somos individualmente, sino de lo que somos como sociedad.
Eso sí: que no venga el estado a subvencionarnos si, en su representación, el político de turno cree que lo hacemos bien o a penalizarnos con más impuestos si cree que lo hacemos mal. Unas leyes que regulen los principios básicos de la convivencia, y lo demás, a seguir la consigna que dio Kant para la Ilustración: “¡Sapere aude!”, atrévete a pensar por ti mismo. A pensar y a conducir tu vida. Cuando se libera el potencial que significa la libertad, se puede llegar a lo que las sociedades libres han llegado en Occidente. En España, aún estamos a medio camino: la mayoría sigue creyendo que el Estado ha de ser el responsable de nuestras vidas. En suma, la mayoría es de izquierdas. Así andamos: asados a impuestos y cocidos en la corrupción.