domingo, 24 de enero de 2016

Cuando el cansancio y el dolor se vuelven inútiles

ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ
     Vivir significa cansarse, enfrentarse a retos, crecerse ante las dificultades… “Vivir es no poder reposar hasta la muerte”, decía María Zambrano, que añadía: “Toda vida se vive en inquietud”. Con lo cual no hacía sino abundar en lo que ya había dejado expreso su maestro Ortega y Gasset: “La vida es la grande, esencial inquietud”.
     Pero ¿cuál es esa tarea en que la vida consiste para que nos obligue de esta manera a la alerta y la inquietud permanentes, a mantener un tan persistente estado de alarma que no nos deja reposar hasta la muerte? No es otra, desde que nacimos, que la de sobreponernos a nuestra esencial vulnerabilidad, responder a todo lo que nuestro humano destino ha dispuesto para mantener en peligro constante nuestra integridad física y psíquica, nuestra siempre precaria autoestima, el nunca del todo desentrañado sentido de nuestra vida. No es propiamente que el hombre se crezca ante las dificultades, sino que es precisamente confrontándose con ellas la única manera que tiene de crecer: gracias a esas dificultades y agresiones que recibimos, obligados a responder ante ellas, vamos desarrollando nuestra personalidad y dando contenido a nuestra vida, que no necesitaría salir de la inercia si todo fueran facilidades. Esta, la vida, resulta ser, pues, el trayecto a través del cual lo que fue nuestra constitutiva inferioridad de partida va poco a poco transformándose hasta conseguir que lleguemos a ser alguien significativo, hasta que alcancemos el punto en el que nuestra vida quede suficientemente justificada.
     En ese proceso, en ese camino que lleva a la superación de nuestra inicial insignificancia, a la compensación de la insustancialidad en la que fuimos embutidos al nacer, los años más críticos y decisivos son los de la primera infancia, porque es en ellos cuando más débiles somos y cuando desde esa debilidad generamos unas pautas de respuesta ante la sensación de amenaza, de peligro para nuestra integridad, que determinarán en buena medida nuestras futuras maneras de responder a las nuevas o renovadas situaciones amenazantes que habrán de aparecer en la edad adulta. Estas primeras respuestas del infante ante la percepción de peligro se realizan antes con el cuerpo que con la mente, la cual carece aún de las estructuras de las que le dotarán más adelante, en gran medida, el lenguaje y la razón. En ese formato preverbal, quedan, pues, predeterminadas distintas maneras de responder a los atentados contra nuestra integridad que podrían más tarde derivar hacia sendas patologías.
     Una de esas maneras es la que podríamos decir que consiste en una rendición preventiva: el niño acata lo que ese entorno en el que se origina la amenaza le impone, aprende a humillarse ante quien es percibido como amenazante, se hace perdonar infligiéndose a sí mismo alguna clase de castigo antes incluso de saber cuál es su culpa. El eco de este tipo de respuestas adquiridas lo encontraremos más adelante, en la vida adulta, en muchos enfermos depresivos que se aferran a su papel de personas desamparadas, permanentemente rechazadas, tristes o maltratadas. Las conductas autopunitivas consiguientes habría que valorarlas, efectivamente, como resultado de aquella búsqueda de perdón, de reparación y, en última instancia, de aceptación por parte de los demás (o bien, de esa instancia íntima que representa a los demás y que Freud denominaba “superyó”). Partiendo del originario sentimiento de inferioridad y baja autoestima, no se encontraría otro cauce por el que discurrir que la propia humillación para lograr hacerse un sitio entre quienes han logrado ser admitidos y arropados por sus congéneres. En esa humillación preventiva vendrían a incluirse también los sabotajes al propio éxito que este tipo de personas llegan a infligirse, la elusión de responsabilidades o las conductas de dependencia extrema. En el fondo de todos esos comportamientos autodestructivos hay, pues, un ser diminuto y sufriente, alojado en la zona sombría del alma, que está mendigando el perdón. Cualquier muestra de autoafirmación resultaría peligrosa a los ojos del depresivo (del humillado) de cara a ese último objetivo de alcanzar el perdón, de no molestar, de homologarse, de no perder el apoyo y el amparo de los demás. He aquí, pues, una de las fuentes posibles de sufrimiento y dolor inútiles, y hasta perversos, cuando las respuestas autopunitivas, estimuladas por el temor, resultan ser exageradas, y en vez de favorecer la integridad personal, como creyó el niño, promueven la autodestrucción. De este tipo de sufrimiento inútil, absurdo, huérfano de auténticos por qué y para qué, podrían servir de ejemplo, además de los comportamientos masoquistas expuestos, también, de modo paradigmático, los de aquellos santos que intentaban emular la pasión de Cristo y llegaban incluso a pedir a Dios la dudosa gracia de la estigmatización (comportamientos de los cuales hablábamos hace un par de artículos, en “Paulina: un sentimiento de culpa insaciable”) o aquellos otros que se pueden detectar detrás de personalidades excesivamente propensas a sufrir accidentes, sin que haya una voluntad consciente de tenerlos.
     Otra manera de responder a las amenazas a nuestra integridad, contrapuesta a esta de la que hablamos, que asimismo quedó preformada en nuestra primera infancia y que también puede derivar hacia posteriores patologías es la del imprudente o temerario que desatiende las señales de peligro o se ve compulsivamente empujado a retarse frente a las amenazas que encuentra en su camino o las que alternativamente busca. Cabrían aquí los comportamientos de algunos que acaban dedicándose a profesiones o hobbies de alto riesgo, los de los ludópatas o incluso los de quienes arriesgan estúpidamente la vida en alguna clase de diversión o excentricidad.
     Y nos quedaría aún por explorar una ubérrima fuente de cansancio, dolor y sufrimiento inútiles, también enraizada en pautas de comportamiento originadas en la primera edad y que en lo esencial consisten en la realización de respuestas defensivas desproporcionadamente grandes frente a estímulos que son percibidos como amenazantes, al menos vistos desde la extrema vulnerabilidad del niño, pero que pasan enseguida a ser, no ya un lastre, sino un peligro mucho mayor que la misma ausencia de respuesta defensiva. Aquí tendrían cabida las respuestas de estrés, en las que el organismo se instala en unos modos de reacción fisiológica a peligros extremos que, perdurando en el tiempo, acaban derivando en hipertensión, úlceras, hiperglucemia o diabetes, colon irritable, arritmias, contracturas musculares… La alergia sería otro modo de reacción exagerada a agentes que invaden el organismo de una manera objetivamente inocua, y que el niño, influido por su extrema vulnerabilidad, recibe desde una actitud hiperdefensiva que emite su mandato también a sus funciones fisiológicas. De este modo, el organismo pone en marcha ese tipo de respuestas desproporcionadas que también pasan a suponer una amenaza mayor que la misma ausencia de respuestas. Y en fin, otras respuestas defensivas exageradas son las que, desde la psique, son emitidas en la forma en que Sigmund Freud denominó mecanismos de defensa del yo (represión, desplazamiento, proyección, disociación…) y que asimismo constituyen una fuente de amenaza para la integridad mental del individuo mayor que la mera ausencia de respuestas; sería, por ejemplo, el caso de la fobia, en que la reacción defensiva de la mente frente a elementos o situaciones objetivamente inocuos constituyen la base de unos trastornos que pueden desorganizar la vida entera de quien la pone en marcha. Como de estas respuestas de estrés, de la alergia o de los mecanismos de defensa del yo ya hemos hablado en alguna ocasión, pasaremos a centrarnos en otra peculiar forma de producción de sufrimiento, dolor y cansancio inútiles que ocupa cada vez una mayor atención y constituyen un grave motivo de preocupación: la que representan la fibromialgia y el síndrome de fatiga crónica, que aunque están nosográficamente considerados como síndromes diferentes, tienen una misma raíz y cursan habitualmente juntos.
     La Sociedad Española de Reumatología define la fibromialgia como “una anomalía en la percepción del dolor, de manera que se perciben como dolorosos estímulos que habitualmente no lo son”. Puesto que el dolor es una respuesta defensiva, de aviso preventivo de daños para el organismo o de peligro para la supervivencia, no existiría en esta inútil forma de percepción del dolor una diferencia cualitativa respecto de la respuesta de estrés, la de la alergia o la de la fobia, que hacen que la exageración en la réplica defensiva del organismo se convierta en un peligro mayor incluso que la ausencia de respuesta. A menudo ese umbral excesivamente bajo para desencadenar la respuesta defensiva se sobrepasa en la fibromialgia después de vivir una experiencia sentida como ataque, tanto desde el punto de vista orgánico como psíquico, y que puede ser, por ejemplo, una infección bacteriana o viral, un accidente de automóvil o un trauma psicológico. Efectivamente, el 50% de quienes sufren este trastorno atribuye la aparición de los síntomas de su enfermedad a una lesión, una infección, el estrés o un trauma emocional. El organismo y la psique del sujeto afectado, extremadamente sensibilizados frente a los eventuales estímulos amenazantes, viven esa experiencia como aviso de que es necesaria una reacción defensiva estable, permanente. El dolor sería esa respuesta, presta a mantenerse de modo estable, y sin que sea ya necesaria la concreta percepción de un peligro inmediato. De forma que tras una lesión o inflamación de este tipo, el cerebro no desconecta el mensaje de dolor incluso después de que se haya curado totalmente el tejido que ha sufrido la lesión o, en general, hayan quedado atrás los efectos del trauma. Como la persona estresada, como el alérgico o también el fóbico, el enfermo de fibromialgia viviría en estado de alarma permanente, presto a desencadenar su respuesta defensiva ante una mínima señal de peligro o cuando este ya ha desaparecido (el dolor sería la respuesta en este caso). Un ejemplo espectacular de este tipo de mensaje cerebral ya inútil es el dolor del miembro fantasma: aproximadamente, entre el 50 y el 80% de las personas que sufren una amputación tienen sensaciones de quemazón y dolor agudo en el lugar donde se encontraba el miembro amputado. Pues bien, se ha demostrado que, de manera semejante, muchos pacientes desarrollan un dolor crónico en un brazo o una pierna después de una lesión o una inmovilización leves y ya superadas fisiológicamente, y en donde el dolor queda asociado a una sensibilidad extrema al tacto, al frío o al calor desprovisto de justificación objetiva o accesible a cualquier tipo de registro fisiológico. En sentido contrario, mientras se está dando la respuesta de estrés, por ejemplo, en un campo de batalla, una herida de bala puede llegar a asociarse a una ausencia total de sensación de dolor.
     La fibromialgia es una enfermedad para la que oficialmente aún no se ha logrado tener una explicación. Los síntomas característicos de esta enfermedad son, precisamente, el dolor y la fatiga crónicos y no causados por ninguna clase de trastorno orgánico. Afectan principalmente a mujeres entre 30 y 60 años, que sufren dolores musculares y articulares generalizados, dolores de cabeza, así como fatiga, trastornos del sueño e irritación intestinal. En España, la valoración de la incidencia de la fibromialgia en la población varía, según los estudios, entre un 2,37 y un 4%: más de un millón de personas. En Estados Unidos y Canadá, el 7% de las mujeres entre 60 y 70 años padece fibromialgia. Sin embargo, cualquier grupo de edad es susceptible de quedar afectado, si bien, a cualquier edad, las mujeres que sufren este trastorno superan a los hombres en una proporción de 8 a 1. El 10% de la población llega a sufrir al menos un episodio de dolor muscular generalizado, típico de la fibromialgia, y el 40% de las personas padece de forma simultánea dolor de cuello y espalda durante por lo menos tres meses (normalmente se diagnostican como debidos a una lesión, inflamación a alteración estructural y se tratan como tales, a pesar de que no suele ser esa la causa y de que esos tratamientos no son en tales casos efectivos. En más del 90% de las personas que padecen dolor de espalda la causa exacta del dolor es incierta). Se ha observado que esta enfermedad aumenta en correlación con variables como estar divorciado o separado, tener un bajo nivel de estudios o tener bajos ingresos. Se ha constatado asimismo que los pacientes con fibromialgia presentan unos altos índices de ansiedad y depresión.
     El síndrome de fatiga crónica como independiente de la fibromialgia señala la Organización Mundial de la Salud que afecta a entre un 0,3 y un 0,5% de la población; es decir, en España, a entre 120.000 y 200.000 personas, y su síntoma fundamental sería una fatiga crónica debilitante y sin causa conocida que persiste o reaparece en un período de más de seis meses. Por otro lado, el 50% de las personas que padecen fibromialgia sufren también migrañas (de origen vascular, es decir, que dan lugar a palpitaciones similares a las del pulso) y más del 70% tiene cefaleas musculares (consecutivas a contracciones musculares crónicas que resultan de previas tensiones psíquicas). Como ocurre con la fibromialgia y el síndrome de fatiga crónica, se desconoce la causa exacta de la mayoría de las cefaleas.
     Aunque no existan alteraciones estructurales o bioquímicas en los músculos, ligamentos, tendones y articulaciones de las personas que sufren fibromialgia, sí se han observado algunas alteraciones funcionales en los músculos, por ejemplo, que no llegan a relajarse normalmente después de una contracción o un esfuerzo, lo que provoca fatiga muscular. Por esta vía podríamos desarrollar la inferencia de que el síndrome de fatiga crónico estaría relacionado con esa hiperactivación de la musculatura y de las funciones fisiológicas en general, que se encontrarían establemente predispuestas para la actividad, incluso en ausencia de motivos que lo justifiquen, lo cual abocaría a la larga al colapso y a la fatiga. Esto explicaría también que en estas personas el sueño no sea reconstituyente, incluso aunque se duerma mucho, porque la tensión no cejaría. Ocurriría esto de modo paralelo a la otra predisposición, la que pone en marcha el dolor como aviso de amenaza a la propia integridad percibida por el sujeto que, al igual que en las respuestas de estrés, en la alergia o en la fobia, serían más achacables a la disposición hiperdefensiva de los afectados que a la supuesta amenaza externa. Sin embargo, se ha observado que la secreción de hormonas en el organismo del afectado por fibromialgia es la contraria a la de aquel que sufre de estrés: mientras que este segrega una mayor cantidad de adrenalina, noradrenalina, cortisol y hormonas glucocorticoides en general, la fibromialgia cursa, por el contrario, con una carencia de estos corticoides. Lo cual hace pensar que esta y la fatiga crónica vienen a ser como el negativo del estrés, el efecto rebote posterior a la permanente preparación para la respuesta de ataque/huida propia del estresado. Sin embargo, se ha comprobado que inyectar noradrenalina en un enfermo de fibromialgia aumenta, paradójicamente, la sensibilidad frente al dolor. En sentido contrario, la administración de antidepresivos suele atenuar su sufrimiento casi siempre.
     Como conclusión podríamos decir que muy probablemente estemos desenfocando la cuestión al centrar nuestros intentos de explicación de este tipo de enfermedades en la búsqueda de causas estructurales y orgánicas. Ya en el siglo XVII Blaise Pascal Pascal, a pesar de ser un gran físico, matemático y estudioso de las ciencias naturales (o precisamente por serlo) decía que “los males del cuerpo no son otra cosa que el castigo y representación de los males del alma. Y Ortega vino a evocarle cuando dijo que “el alma esculpe el cuerpo”.

domingo, 10 de enero de 2016

España: ¿una sociedad enferma?

     Hace un par de artículos situábamos el fundamento de las enfermedades en general en el hecho de que una parte del organismo se separara del todo e intentara hacer la vida por su cuenta. Como, según argumentamos allí, el todo no es en el organismo una mera suma de partes, sino que está incluido en cada una de ellas, esa evasión del destino común resultaba perjudicial, y en última instancia fatal, para el organismo. Sigmund Freud sustentaba este argumento sobre su teoría de la existencia de dos instintos básicos, Eros y Tánatos, instinto de vida e instinto de muerte; y así, afirmaba: “El fin del Eros consiste en establecer unidades cada vez mayores, y por consiguiente conservar; es la ligazón. El fin de la otra pulsión (Tánatos) es, por el contrario, romper las relaciones, y por consiguiente destruir las cosas”. Miguel de Unamuno ratificó este modo de ver el problema de la enfermedad de esta otra manera: “Una enfermedad es, en cierto respecto, una disociación orgánica; es un órgano o un elemento cualquiera del cuerpo vivo que se rebela, rompe la sinergia vital y conspira a un fin distinto del que conspiran los demás elementos con él coordinados (…). Todo lo que en mí conspire a romper la unidad y la continuidad de mi vida, conspira a destruirme y, por lo tanto, a destruirse”.
ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ

     Pues bien, a la hora de analizar la salud de una sociedad, siguen siendo válidas estas claves que nos servían para comprender cómo se originan las enfermedades de los organismos en general. Si sustituimos instinto de vida por civilización e instinto de muerte por barbarie, esta manera en que Ortega y Gasset formula la cuestión viene en este otro ámbito a ser equivalente a aquella en que lo hizo Freud y, por extensión, Unamuno cuando se referían a las enfermedades orgánicas: “Civilización es –dice, pues, Ortega–, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles”. Y conocida es la idea del mismo Ortega a propósito de considerar el particularismo, la tendencia a la disociación, como el principal problema que tenemos los españoles. León Felipe era de la misma opinión, como dejó expresado en estos versos suyos:
“Aquí el hacha es la ley
y la unidad el átomo,
el átomo amarillo y rencoroso.
Y el hacha es la que triunfa”
     La falta de conciencia entre nosotros de lo que significa esta propensión nuestra a la enfermedad colectiva, el tratar de convertir en signos de normalidad lo que no son sino claros síntomas de nuestros padecimientos básicos, el intentar convivir a la par con los agentes de nuestra enfermedad nacional, con los particularismos que lo que buscan es la destrucción del conjunto, llevó a los gestores de nuestra Transición a la democracia a inocular de una manera fatal, unas veces de manera explícita y otras subrepticiamente, el germen de nuestra enfermedad colectiva en la Constitución y en las leyes que la desarrollaron, de modo que ese germen no ha hecho más que crecer y extenderse, llegando a amenazar gravemente la existencia de nuestro organismo nacional. Me refiero ante todo, claro está, y para empezar, a la carta blanca que se les otorgó a nuestros nacionalismos y protonacionalismos para que pudieran extender entre nosotros la idea de que no había una nación común en la que todos pudiéramos cobijarnos, o, si la había, era prácticamente irrelevante, idea que rápidamente se materializó en el esperpento de que incluso la palabra “España” se convirtiera en políticamente incorrecta. Desde la Transición, las tendencias centrífugas se han desarrollado entre nosotros hasta el punto de que, por ejemplo, nuestros escolares no puedan estudiar en el idioma común en muchas partes de nuestro territorio (fenómeno inédito en el mundo), o incluso de que en grandes áreas de la administración pública hayan tomado el poder los que durante muchos años practicaron el terrorismo como método para llegar, precisamente, a donde hoy están.
     Pero no solo los nacionalismos son el síntoma de nuestra enfermedad colectiva, aunque es evidentemente el más grave. También las ideologías extremistas, propensas al totalitarismo, que verían realizarse sus aspiraciones solo si excluyen de la participación en la democracia a buena parte de la sociedad, son otro grave síntoma de particularismo, de tumor canceroso. Y en los últimos tiempos, la aparición de contingentes humanos atraídos por la inmigración, que no solo no aceptan incorporarse a nuestra modo de vida colectivo y a nuestros valores comunes, sino que son abiertamente hostiles a ellos, vienen a agudizar los males de nuestro organismo nacional. Sin olvidar ese otro factor añadido, en buena medida resultado de los anteriores, que es el hecho de que tantos individuos se sientan desvinculados de la marcha de la sociedad y atiendan solo a los que son sus más inmediatos intereses. De nuevo Ortega amplía la idea de enfermedad, de crisis colectiva que sufrimos a través de una reflexión que esta vez incluye a Occidente en general, pero en la que claramente se vislumbra que España está, lamentablemente, en la vanguardia de los males que diagnostica: “Os invito a que imaginéis (el) caso de un hombre que se encuentra sin saber lo que tiene que hacer, lo que tiene que ser; que no lleva dentro de sí ningún horizonte de vida sinceramente suyo que se le imponga con plenitud y sin reserva (…)  Pues bien: yo creo que esto es lo que acontece a los hombres de Occidente: no saben de verdad qué hacer, qué ser, ni individual ni colectivamente”. Lo cual se traduce en una serie de comportamientos característicos: “En todas partes se advierte una protesta, una urgencia por reformar todo y por reformarlo hasta la raíz, que contrasta ostensiblemente con la falta de ideas claras sobre la sociedad, sobre el individuo”.
     Que ya desde los inicios de la Transición la trayectoria escogida por nuestros legisladores y gobernantes fue equivocada y que optó por seguir derroteros que en buena medida eran las que propugnaban nuestros instintos de muerte, se puede comprobar analizando la evolución de diferentes indicadores de salud social.
     Ha de resultar especialmente significativo analizar el índice de fracasos matrimoniales, puesto que es en los ámbitos familiares desestructurados donde se incuban muchos de los problemas indicativos de falta de salud social que después habrán de aparecer: suicidios, drogadicciones, fracaso escolar, comportamientos delictivos… Pues bien, España está a la cabeza del mundo en número de divorcios y rupturas matrimoniales, partiendo de la situación contraria cuando se legalizó el divorcio, en 1981. En este año, 1981, el número de rupturas fue de 16.362. En el año 2000, habían pasado  a ser 102.403. En 2014, el número total de rupturas, según datos del Instituto Nacional de Estadística, fue de 105.893. La tasa de rupturas matrimoniales por cada 1.000 habitantes en España fue de 2,3 en este año 2014. Lo cual quiere decir que en España un 61% de las uniones acaban en ruptura. En Europa estamos solo por detrás de Bélgica (70%), Portugal (68%), Hungría (67%) y la República Checa (66%). Y el hecho es que nueve de los diez países con más altas tasas de ruptura matrimonial en el mundo son europeos. Al tiempo, aumentan también en España los nacidos fuera del matrimonio y disminuyen constantemente los casamientos. Asimismo, los españoles se casan cada vez más mayores, con una media de 34,1 años en mujeres y de 37,2 años en hombres. Estos datos han de estar relacionados, sin duda, con el hecho de que la infidelidad sea también una conducta en la que los españoles estamos de nuevo  a la cabeza de Europa, según los datos de la red social para infieles Ashley Madison, la más importante de las redes que proporcionan “infidelidad sin riesgo” a sus usuarios.
     Inmediatamente relacionados con los datos anteriores están los referidos a la evolución de la demografía en España: en 1975, los nacimientos fueron 669.000. En 2015, fueron 426.000. Defunciones en 1975: 298.000. En 2015: 396.000. En suma, nos hemos adentrado en un auténtico invierno demográfico. A 1 de enero de 2015, los nacimientos habían superado a las defunciones en solo 29.974 personas, cuando en 1975 fueron de 371.000 personas la diferencia. El índice de fecundidad (número medio de hijos por mujer) es en 2014 de 1,32, cuando se necesita que sea de 2,1 para que la población se mantenga estable. Somos el país número 184 en tasa de natalidad y el 182 en índice de fecundidad de los 192 países publicados por DatosMacro.com. En 1978, en los inicios de nuestra Transición, la tasa de natalidad era, sin embargo, en España de 2,55. Esa tasa fue decreciendo todos los años hasta que en el 2000 llegó a ser de 1,23. De entonces hasta ahora hemos subido a 1,32. Estamos a la cola del mundo. Recordemos de pasada, para ambientarnos, que uno de los principales síntomas que anunciaron la decadencia en la Grecia de las Guerras del Peloponeso y en la Roma de los siglos III y IV fue precisamente la bajísima tasa de natalidad.
     En cuanto a fracaso escolar, España se ha situado en 2011, 2012, 2013 y 2014 a la cabeza de Europa en abandono escolar temprano, que hace referencia a los jóvenes de 18 a 24 años que dejaron sus estudios tras completar la educación obligatoria o antes de graduarse. Según los datos publicados por la oficina de estadística comunitaria Eurostat, en 2014 la tasa de abandono fue de 21,6%, el doble de la media comunitaria, que fue del 11,1%. En 2006 la tasa había sido de 30,3%. La paradoja es que el de 2014 fue nuestro mejor dato histórico. Lo que ocurre es que, en el mismo tiempo, los demás países han hecho mejor los deberes.
     Repasemos ahora el índice de suicidios (en lo que España nunca ha destacado). En 1975, fueron 1.366 las personas que se suicidaron. En 1980, fueron 1.652, lo que suponía una tasa de 4,39 suicidios por cada 100.000 habitantes, tasa que fue creciendo hasta alcanzar un máximo de 8,51 en 1997. Llegamos al año 2012, año en que se registran 3.539 casos de suicidio, de los cuales 2.724 corresponden a hombres y 815 a mujeres, un 7,57 por cada cien mil. Y en 2014 fueron 3.870. En el resto del mundo, la media es mayor, de 10 suicidios por cada cien mil habitantes, pero la progresión registrada en nuestro país desde la Transición resulta significativa independientemente de esos otros datos comparativos.
     Respecto de los datos sobre criminalidad suministrados por el Ministerio del Interior, solo son accesibles los referidos a los años que van desde el año 2000 al 2010. En las regiones controladas por la Guardia Civil y la Policía Nacional, la tasa de delitos y faltas por cien mil habitantes (denunciados, claro está) ha disminuido ligeramente, de 45,9 a 45,1. Sin embargo, esta cifra afecta sobre todo a los delitos contra el patrimonio, pues los delitos contra la vida, libertad e integridad de las personas han aumentado en este período de 60.209 a 103.155 (de 1,61 a 2,66 por cada 1.000 habitantes). De entre ellos, los que más han aumentado son los malos tratos en el ámbito familiar: de 6,6 por cada 10.000 habitantes en el año 2000 a 16,4 en el 2010. El mayor índice de muertes violentas en el ámbito familiar se produce proporcionalmente entre los inmigrantes. Todo lo cual abunda en la idea de que la familia no es en nuestro ámbito una institución precisamente estable y estructurada, y es aquí donde deberían apuntar las medidas contra la violencia doméstica, y no tanto a la promulgación de leyes sexistas y a la organización de manifestaciones. También los delitos por posesión y consumo de drogas han crecido de 16.543 hasta 55.827 en este período.
     Que, en conjunto, los delitos disminuyan es un dato que hay que poner en relación con los de los demás países. Steven Pinker, destacado psicólogo canadiense que se ha hecho famoso por sus investigaciones históricas sobre el desarrollo de la criminalidad en el mundo ha declarado en una reciente entrevista que en Estados Unidos el crimen ha disminuido un 50 por ciento en los últimos 20 años. Igual que en Bogotá o Río de Janeiro. Una de las razones por las que el crimen ha disminuido en las ciudades norteamericanas es que la Policía puede monitorear los barrios donde se producen más crímenes. En su último libro, “Los ángeles que llevamos dentro”, Pinker lleva a cabo una minuciosa investigación que le ha permitido concluir que los porcentajes de homicidios en Europa se han dividido al menos por 30 desde la Edad Media: de aproximadamente 40 personas por cada cien mil al año en el siglo XIV a 1,3 al final del XX. No parece, pues, que la disminución de la criminalidad en nuestro país sea un dato comparativo como para tirar cohetes.
     En España, los cuerpos policiales han aumentado sensiblemente a lo largo de nuestra trayectoria democrática, lo cual también tendrá que haber influido en la evolución de nuestra criminalidad (además del desarrollo tecnológico de sistemas de videovigilancia y otros). El número de efectivos conjuntos de Guardia Civil y Policía Nacional ha ido creciendo a lo largo del tiempo desde los inicios de la democracia. Desde 2003, en que eran 118.666, fueron creciendo hasta 155.810 en 2011. En 2014 han pasado a ser 152.302, a los que hay que sumar 8.000 agentes de la Ertzaintza, 16.973 Mozos de Escuadra, 1.000 agentes de la Policía Foral Navarra y decenas de miles de policías locales, policías privados y guardias de seguridad. Según los datos del Boletín Estadístico del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas de enero de 2014, en España había un total de 233.336 miembros de fuerzas de seguridad. Según Eurostat, en 2012, eran 534 policías por cada 100.000 habitantes, el cuarto país de Europa con un mayor despliegue policial en proporción a su población, sólo por detrás de Chipre, Italia y Croacia. Respecto de los datos sobre población penal, en 1975, el número de internos en las cárceles españolas, tanto hombres como mujeres, era de 8.440. Y a principios de 2015 era de 65.000 personas, casi ocho veces más.
     Y analicemos, en fin, un último dato, la evolución del consumo de drogas en nuestro país. El Instituto Nacional de Estadística proporciona datos sobre el consumo de drogas en la población entre 15 y 64 años en el período comprendido entre 1995 y 2009, tomando como medida el hecho de haber consumido la sustancia alguna vez en la vida. El consumo de cannabis ha ido aumentando desde un 14,5 por cada cien habitantes en 1995 hasta el 27,4 en 2011 (32,1 en 2009). En ese mismo período, el consumo de éxtasis ha aumentado desde el 2% al 3,6% (4,9% en 2009). Los alucinógenos, del 2,1 al 3,7%. Anfetaminas, del 2,3 al 2,9% (3,7% en 2009). La cocaína base del 0,3 al 0,9%; respecto de la cocaína en general solo hay datos referidos al 2007 (8,3%), a 2009 (10,2%) y a 2011 (8,8%); la heroína, por el contrario, ha disminuido del 0,8 al 0,6% entre 1995 y 2011. Respecto del consumo de tranquilizantes, solo hay datos sobre la evolución de su consumo entre 2005 (7% de la población) y 2011 (17,1%). Somos, junto a Reino Unido y Francia, los líderes en el consumo de cannabis y cocaína entre los jóvenes.
     Habíamos titulado este artículo: “España: ¿una sociedad enferma?”. A estas alturas del mismo podemos perder el miedo y atrevernos definitivamente a quitar del título los signos de interrogación. Pero puestos a anudar nuestras conclusiones con los puntos de partida, resaltemos que hacia donde aquí se apunta como causa estructural de la evolución expuesta es al virus de particularismo que se inoculó en la sin duda bienintencionada Constitución de 1978. Como de costumbre, el camino del infierno está sembrado de buenas intenciones.