Dice Gilles Lipovetsky, sociólogo francés cuyos análisis
sobre la era del vacío en la que vivimos le han dado fama internacional, que
vivimos una revolución individualista que ha hecho que, aparentemente al menos,
todo esté organizado para que el mundo funcione a partir de un mínimo de
coacciones y un máximo de elecciones privadas. “En la era posmoderna –afirma–
perdura
un valor cardinal, intangible, indiscutido a través de sus manifestaciones
múltiples: el individuo y su cada vez más proclamado derecho a realizarse”.
En la actual sociedad, asegura, hemos llegado a un punto en el que “cada
cual puede componer a la carta los elementos de su existencia”. Y sin
embargo, todo esto, que parecería contener los ingredientes necesarios para
llevar adelante una vida plena, rebosante de sentido y de metas enaltecedoras,
resulta que es compatible con un generalizado sentimiento de vacío emocional,
de indiferencia hacia las grandes cuestiones, de depreciación de los grandes
valores, de hundimiento de los ideales; en suma, dice Lipovetsky que nos hemos
instalado en un “desierto de apatía”. Las claras antinomias que antes servían
para organizar nuestra manera de entender el mundo, las que diferencian lo
bueno de lo malo, lo bello de lo feo, lo verdadero de lo falso, lo real de lo
ilusorio, lo que tiene sentido de lo que es absurdo, se han diluido, se han
esfumado. La norma vital por excelencia parece ser aquella que pudiera caber en
una exclamación del tipo de “¡qué más da!”. Con estos mimbres, al final no es
posible hacer un buen cesto: “Cruzando solo el desierto, transportándose
a sí mismo sin ningún apoyo trascendente –sostiene, en fin, Lipovetsky–
el
hombre actual se caracteriza por la vulnerabilidad”. El individuo que
parecía reinar en este mundo posmoderno es solo un personaje, un ente
superficial, un falso yo que enmascara a ese otro ser vulnerable y aún
menesteroso que vive debajo. La última consecuencia de todo este montaje queda
en evidencia al constatar cómo, por detrás de tanta abundancia de posibilidades,
los estados depresivos se han convertido en una plaga.
EL HOMBRE LIGHT: ¿ÚLTIMO ESLABÓN DE LA CADENA EVOLUTIVA? (ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ) |
Después de desplegar ante nosotros, con ayuda de Lipovetsky,
el mapa de la situación, nos queda todavía entender el porqué y el cómo de que
hayamos llegado hasta esto. Y proponemos partir de una premisa que habrá de ser
la misma que encontraremos cuando lleguemos a la conclusión: a pesar de las
facilidades que el mundo posindustrial pone al alcance de la mayoría, hoy en
día es difícil acceder a la sensación de que uno está viviendo su propia vida,
de que al hacer lo que hace está ejercitando su vocación. Tras el camuflaje de
una infinidad de opciones, de disponibilidades, de trayectorias posibles, abunda
la sensación de que nada vale auténticamente la pena o incluso de que uno vive
una vida ajena o equivocada. En el horizonte asoman incluso los trastornos de
despersonalización y desrealización, los más frecuentes en psicopatología
después de la ansiedad y la depresión. Los síntomas característicos de la
despersonalización incluyen la sensación de que se vive respondiendo a meros automatismos,
de que se pasa por la vida como si esta resultara algo ajeno, como si se estuviera
siendo espectador de una película o metido dentro de un sueño, sufriendo, en
fin, una seria dificultad para relacionarse consigo mismo, con el propio cuerpo
y con la realidad externa. Mientras que la despersonalización se refiere más al
sentimiento de irrealidad de uno mismo, la desrealización apunta más a la
percepción del mundo externo como extraño o irreal, a la sensación de que el
escenario en el que transcurre la vida es un mero teatro del que está ausente
toda espontaneidad y toda emoción auténtica, incluso cuando se trata de las
personas más cercanas.
Hay una narración posible para tratar de entender la manera
en que puede haberse llegado a producir este resultado de falta de conexión
entre uno mismo y su vida, y que podría sintetizarse diciendo que, si esto
ocurre, es que no se han tenido suficientes oportunidades de intervenir en la
manera en que la propia vida ha ido construyéndose, de añadir las propias
opciones y preferencias a los trayectos a través de los cuales han discurrido
el por dónde, el cómo y el para qué a partir de los que uno conforma su
biografía. Corroborando estos presupuestos, es fácil observar cómo, sobre todo
hoy, lo que, para empezar, ha de ser la vida del niño está previsto de una
manera exhaustiva desde que nace, y su eventual capacidad de iniciativa es
sustituida por las decisiones de un gran engranaje social, primero a través de
las cotas que se imponen desde el ámbito familiar y, después, por medio de la
educación desde la guardería hasta que acaba su aprendizaje escolar y
académico. Desde el programa de vacunaciones hasta las actividades
extraescolares, pasando por la asistencia pasiva a todo lo que para ellos ponen
en la televisión, el niño se va convirtiendo en un ser receptor de
instrucciones, va aprendiendo lo que toca hacer en cada momento, sin que su
eventual iniciativa tenga prácticamente ningún papel que cumplir, ninguna
oportunidad clara de aflorar. No es algo todo esto que esté mal por principio,
desde luego, y en gran medida resulta muy útil para que ese niño pueda ir
introduciéndose en un mundo complejo que le desborda por todos los lados. Pero
se trata aquí de hacer de abogados del diablo e ir viendo cómo la propia voluntad
del niño no tiene en este contexto muchas oportunidades de asomar, no hace otra
cosa que discurrir por carriles predeterminados. Se va preparando así lo que,
si nada lo remedia, conduce al sentimiento de alienación, de desconexión de la
propia circunstancia en la que a uno le ha tocado vivir, y a la pérdida de
energía vital para sentirse insertado en una realidad que no ha ido apareciendo
para encontrarse con los propios deseos o motivaciones, sino para imponerse
antes de que estos lleguen a emerger.
Asimismo, en los
actuales estados del bienestar, la vida del hombre está tutelada y acotada por ellos
desde la cuna hasta la sepultura. El estado se ha ido convirtiendo en el Gran
Hermano de Orwell que, por nuestro bien, nos vigila y trata de que seamos
felices (en Venezuela hay incluso un Ministerio de la Suprema Felicidad). Muy
bien. Pero la consecuencia es que el hombre empieza a no tener proyectos
propios y deja de poner en práctica sus propios recursos, deja de sentir el
apremio de tener que hacer él su vida.
Solo suelen quedar dos momentos vitales, dos puntos de
inflexión desde los que arrancar para llegar a establecer contacto consigo
mismo: la característica rebelión de la edad adolescente, que, sin embargo,
tiende a ser disruptiva y dramática, y suele poner patas arriba la convivencia
familiar, y las crisis vitales, singularmente las que suponen un trastorno
psíquico, que tienen una ladera que da a esa toma de contacto con el yo
profundo, de modo que, si se sale de esa crisis, se hace creciendo,
descubriendo ese ser íntimo que no había logrado aún salir a la palestra.
Llegamos así, habitualmente, a la conformación de esa clase
de hombre de la que hablaba Lipovetsky y al mismo que el catedrático de
psiquiatría Enrique Rojas denominaba hace unos años hombre light, al cual también consideraba característico de esta
época nuestra. Decía de él que es “un hombre sin sustancia, sin contenido,
entregado al dinero, al poder, al éxito y al gozo ilimitado y sin
restricciones. El hombre light carece de referentes, tiene un gran vacío moral
y no es feliz, aun teniendo materialmente de casi todo”. Las
características más propias de este hombre light serían, pues, según Rojas, el materialismo
(solo le interesa lo que puede traducirse a términos tangibles y, más aún,
contables), el hedonismo (búsqueda compulsiva de diversión, de sensaciones
nuevas y excitantes que compensen el vacío interior), la permisividad y el relativismo
(vale todo o, dicho de otra manera, nada vale lo suficiente como para
comprometerse con ello, y, por tanto, uno se instala en el desconcierto y en la
falta de referencias firmes), y el consumismo (y la consiguiente
reducción de la idea de libertad a lo que quepa en la mera posibilidad del
hecho de consumir). A su vez, su norma de conducta es, en (solo aparente)
contradicción con la revolución individualista de la que hablaba Lipovetsky, “la
vigencia social, lo que se lleva, lo que está de moda”. Rojas, en fin,
contrapone la aspiración a la felicidad, que hace residir en “tener
un proyecto, que se compone de metas como el amor, el trabajo y la cultura”
y, en suma, “de hacer algo con la propia vida que merezca realmente la pena”,
a la aspiración, característica de nuestro tiempo, al bienestar, que se limita a
disponer de “un buen nivel de vida y ausencia de molestias físicas o problemas
importantes; en una palabra, sentirse bien y (tener) seguridad”.
Y es en ese marco en el que no caben, o caben a duras penas,
auténticos proyectos de vida autosustentados, emanados de la propia vocación.
Lo que debería conformar un abanico de motivaciones propias, de exploración y
experimentación de la vida para hacerla discurrir entre un por qué y un para
qué, a través de un destino que uno mismo debiera construir o descubrir, está
asfixiado, anegado entre tantos corsés previstos para dar seguridad y bienestar
preestablecidos. Como consecuencia, los hombres dejan de sentir que viven su
propia vida y, finalmente, acaban decayendo en la apatía, en la desgana de
vivir. Julián Marías afirma que este tipo de previsión y seguridad
preestablecidas y sofocantes son la raíz del cansancio de la vida, que es
especialmente frecuente en nuestro tiempo: “Si todo está ya determinado y a la vez es
fácil, ¿qué hacer?, y eso que se hace, ¿para qué?”, se pregunta,
efectivamente, el filósofo vallisoletano. La libertad, dice también, no
consiste tan solo en un mero hacer: “La libertad humana, el proyecto, consiste
en ponerme a hacer algo”. Y si
se quita de esa actividad la intervención de la propia voluntad, queda como
resto, meramente, un automatismo. Y cuando el hombre se acostumbra a actuar no
en base a motivaciones propias sino por automatismos, y hasta cuando emite
opiniones sobre algún tema en una conversación lo hace empujado por lo que es
apropiado desde un punto de vista general, por lo que se dice o lo que se
hace, la vida en la que uno está insertado acaba dejándose de sentir como algo
propio. Uno acaba impregnado de la sensación de que hace lo que toca hacer,
aunque venga envuelto bajo el formato de múltiples posibilidades, y no va
quedando sitio ni opción para lo que se quiere hacer, que acaba ignorado de
tanto ser preterido. La propia capacidad de hacer proyectos queda en estas
personas cohibida, constreñida por esa ubicua previsión externa de lo que ha de
hacerse, incluso aunque sea por su bien. La imaginación se extingue en un
ecosistema así. Y la amputación de la imaginación, de la capacidad de idear
proyectos, de actuar animado por motivaciones propias lleva al final a la
conclusión de que todo lo que se hace es fútil y extraño. Esa sería, en última
instancia, la causa principal del cansancio de la vida o de lo que podría
servir como su sucedáneo: el tedio. Aquel cansancio y este tedio formarían
parte del mismo paquete existencial. Como dice Ramón Gómez de la Serna en una de
sus greguerías: “Aburrirse es besar a la muerte”.
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